El viernes siguiente, Carmen se plantó en Villamayor dispuesta a pasar el fin de semana en casa de su amiga. Aunque llegó tarde, llegó provista de un bogavante vivo que hizo retroceder aterrada a la Juez. En realidad lo traía en una bolsa, pero lo sacó de ella para agitarlo ante su cara cuando Mariana abriese la puerta. El efecto de las enormes patas delanteras agitándose en el aire y el escandaloso movimiento de la cola la hicieron huir hacia la cocina y poner la mesa por medio cuando Carmen la alcanzó y dejó el bicho sobre la misma mesa. Mariana retiró las manos con aprensión, pero algo más tranquila al descubrir las gomas apretadas en torno a las oscuras e impresionantes pinzas.

—Un kilo doscientos —anunció pomposamente—. ¿Qué tal?

—Todavía no hemos procesado a Rafael Castro —dijo Mariana por toda respuesta, mientras empezaba a abrir las puertas altas de los armarios.

—Esto es por la apertura de nuestro sumario particular —contestó Carmen—. Así que imagínate lo que va a ser el final.

Mariana la miró con una sonrisa burlona y siguió buscando hasta dar con una especie de caldero viejo, arañado y desportillado, de considerable tamaño.

—Está sin tapa —anunció.

—Como debe ser —dijo Carmen—. Voy a dejar el abrigo en la entrada y vuelvo.

—¡Ni hablar! ¡Yo no me quedo sola con este bicho! ¡Y además se está moviendo! ¡Se va a caer de la mesa!

—No te preocupes; si te ataca, corre hacia mí. Estoy segura de que llegarás antes que él.

—¡Carmen, por Dios!

A la vuelta, mientras empezaba a hervir el agua, Carmen no desaprovechó la ocasión de mantener su opción de dominio sobre Mariana describiéndole sin olvidar pormenor el proceso de cocción del bicho que, entretanto, parecía haberse resignado a su suerte y se mantenía melancólicamente sentado en el fregadero sobre el extremo de su cola. Cuando empezó a regodearse en el momento en que el animal es arrojado al agua hirviendo, Mariana empezó a palidecer a su vez.

—Se oyen perfectamente los gritos del bogavante al escaldarse, es impresionante —decía Carmen y Mariana huyó esta vez de la cocina al salón—. Es decir, no son gritos, son como unos gemidos desesperados que te parten el alma.

—¡Cállate! —gritó Mariana desde la otra habitación.

Se oyó un chapuzón y se hizo el silencio.

—Desde luego, Carmen, no sé cómo puedes hablar con esa tranquilidad. Mira que sois insensibles los nativos de esta zona, de verdad. Casi me dan ganas de no comer.

—No es el primero que te comes, pero sí es el primero al que has visto morir. Ojos que no ven, corazón que no siente. Mira la niña tiquismiquis de Madrid, qué hipócrita —luego se echó a reír—. ¿De verdad te has impresionado tanto? ¿Y los conejos?, ¿y las terneras?, ¿y las pobres lubinas aleteando en el suelo?

—De acuerdo, déjalo. Ya vuelvo —Mariana reapareció en la cocina sin dejar de echar unas miradas, con una mezcla de curiosidad y aprensión, en dirección al caldero que borbolloneaba—. Dime una cosa: ¿qué tal tu primer muerto? ¿Lo recuerdas?

Había un acuerdo tácito entre ellas para preparar y disfrutar la cena que era evidente. Mariana transformó como si fuera un hada la mesa de la cocina en una encantadora mesa de bistró parisién. Carmen luchó bravamente con la coraza del bogavante cocido. Mariana llenó la heladera e introdujo el cava dentro. Había preparado también una ensalada de lechuga y ventresca. El centro de mesa era un cestillo de piñas con ramitas de abeto y a uno y otro lado estaban dispuestos los candelabros plateados con sus velas. Las dos se sentarían frente a frente, ante la querida vajilla azul de Vista Alegre que Mariana llevaba consigo de destino en destino.

—Por suerte —dijo a Carmen señalando la vajilla y los cubiertos— los hombres no pelean por estas cosas en un divorcio.

—Es preciosa —dijo Carmen—. Y los cubiertos también. Son con baño de plata, ¿verdad? Yo tengo ganas de comprarme unos.

—Pues metemos el coche en el Ferry y nos vamos a Londres un puente. Hay unas galerías, los Silver Vaults, donde encuentras todos los que quieras. Los candelabros también son de allí.

—Son ideales —admiró Carmen.

Mariana encendió las velas con una cerilla mientras Carmen, que había partido el bogavante en dos mitades con ayuda de un cuchillo de grandes dimensiones, lo colocaba en una fuente sobre hojas enteras de lechuga. Al terminar, contempló con verdadera satisfacción su obra. Luego se volvió hacia su amiga.

—¿Tienes miedo? —preguntó ofreciendo la bandeja.

—Tengo hambre —respondió Mariana sirviendo el cava.

Se sentaron la una frente a la otra y al cabo de unos segundos se echaron a reír.

—Qué plan más estupendo —dijo Carmen.

—Sí, la verdad es que sí.

Era una noche de otoño templada y tranquila. A la mañana siguiente podrían acercarse a alguna playa para dar un paseo. «Quizá a bañarnos», pensó Mariana, pues ambas eran muy valerosas en lo tocante a los baños de mar en cualquier época del año. Pero de pronto su pensamiento se ensombreció: mañana sería también un día difícil. Carmen esperaba mucho de ella y ella tenía muy poco que ofrecerle. Nada, en realidad. Estaba firmemente convencida de que no había manera de meterle el diente al asunto que obsesionaba a Carmen. Pero esta noche, al menos hasta la sobremesa, ni a Rafael Castro ni a Vanessa les haría sitio en el bistró. El disfrute de la cena era un acto litúrgico central en la religión de los placeres que las unía por encima de todo desacuerdo.