Su amiga Carmen no tenía razón. Durante todo el día siguiente Mariana estuvo ocupada, pero a la media tarde del otro consiguió hacer un hueco para informarse del caso de la muerte del viejo Castro y lo cierto era que no había lugar a la sospecha. La muerte sólo pudo ser por descuido o por propia voluntad. En cuanto al descuido, bien podría ser aunque el olor del gas debería haberlo alertado. Todo lo más cabía suponer que hubiese sufrido un desmayo y perdiera el sentido justo después de abrir el quemador de la cocina, una verdadera casualidad. Lo encontraron donde el gas le derribó al suelo. En cualquier caso, tuvo tiempo sobrado de advertir el olor y tratar de escapar; pero, por otra parte, la cocina delataba que estuvo preparando su desayuno e incluso las cerillas se encontraron en el lugar de costumbre, de lo que se deducía que intentó encenderla. La única explicación aceptable era que no llegó a aplicar la cerilla correctamente bajo el cazo o que apagó el fuego sin darse cuenta al regular la llama y murió sin enterarse. O bien: esa mañana, más pronto que de costumbre, bajó sigiloso a la cocina pues su sobrino no le oyó, abrió la llave de uno o más quemadores y esperó. Esa espera era la única base de sospecha de suicidio: que no hubo descuido sino intención. Su sobrino —que, por cierto, habría muerto con él, probablemente— se precipitó a cerrar la espita de la bombona de butano, tras abrir la ventana y la puerta que daba al patio de atrás, y encontró en la calle al vecino que lo ayudó a sacar el cuerpo, de manera que la llave siguió abierta y sólo después, al volver a la cocina, se dio cuenta y la cerró y avisó a la Guardia Civil, pero no recordaba si había una o más llaves abiertas.

Cabía la posibilidad de pensar en una falsa información de su sobrino, pero ¿con qué motivo? Cabía la posibilidad de que en verdad se dispusiera el viejo a encender un quemador y sufriera un desmayo, pero no más de uno en tal caso. Y, además, si el sobrino había mentido respecto al único quemador abierto y recolocado la escena poniendo todo lo del desayuno en su lugar, ¿por qué dejar una puerta abierta al suicidio cuando el accidente sería bien claro? Eso fue lo que hizo el Juez: sobreseer provisionalmente en vez de libremente para dar la oportunidad de que en un futuro se presentasen indicios suficientes de inducción o de cooperación al suicidio. En cuanto a lo que interesaba a Carmen: que el gas pudiera haber sido abierto por el sobrino, éste tendría que haber dejado inconsciente a su tío de algún modo, haber abandonado la cocina acto seguido, cerrado la puerta (pero la llave se encontró dentro y la puerta presentaba señales de haber sido forzada) y aguardado pacientemente a que el gas hiciera su efecto. Mas no había señales de violencia en el cuerpo. Por más vueltas que le diera, la probabilidad del accidente le parecía la más lógica.

La tienda y el almacén estaban separados por un tabique en el que se abría un vano protegido por una cortina. La escalera daba al almacén tras el cual, a la izquierda, se hallaba la cocina y a la derecha un corto pasillo lateral. La ventana de la cocina y la puerta del pasillo daban a su vez al pequeño patio trasero con muro a la calle y portón. Por allí entraba el material al almacén. Todo esto lo dedujo del excelente informe policial y aunque le habría gustado acercarse a echar un vistazo sabía que sería la curiosidad y no la duda la que la empujase a hacerlo (de eso estaba segura, como de que Carmen la obligaría a ello con su tenacidad característica), pero sería perder el tiempo.

Trató de imaginar los pasos de Rafael Castro aquella mañana. ¿Le habría despertado el olor o, por el contrario, despertó a su hora y percibió el gas? Según la descripción de la casa, su dormitorio estaba sobre la cocina; de hecho su ventana era simétrica respecto a la de abajo. Quizá debería comprobar el tillado, que seguramente tendría alguna rendija en las junturas por donde se colaría el olor. ¿O sería al acudir al baño de la planta, o al salir tras asearse, cuando le llegó el olor, quizá a su cuarto, quizá por el hueco de la escalera? Desde luego, la casa debía ser una bomba en ese momento; ¿y si hubiera llegado a encender un cerilla?, ¿sería fumador?, ¿fumador de los que encienden un pitillo nada más abrir los ojos? El caso es que advierte el olor, sabe que no puede provenir más que de abajo… ¿o podría provenir de otro lugar de la casa?, ¿tenían estufas para calentarse? Baja preocupado y, a medida que desciende, advierte el olor más intensamente. El gas debía estar escapando también por debajo de la puerta de la cocina. ¿Corre a la cocina? ¿Corre primero a la puerta del patio, la abre, regresa a la cocina, entra, ve al hombre, abre la ventana y trata de sacarlo afuera?; pero la puerta estaba cerrada con llave. Otro misterio, otro dato para la hipótesis del suicidio. El dato no era concluyente: se pudo encerrar a contar su dinero, el del escondite. Aquello está lleno de gas: fuerza la puerta a patadas, cierra la espita del butano, abre la ventana, se supone que se cubre con un pañuelo o un trapo, toma aire, intenta sacar a su tío con una sola mano, no puede, sale al patio, sale a la calle, topa con el vecino y pide ayuda…

Mariana se echó atrás en su sillón de trabajo y apagó su imaginación. Sí, más o menos así habría ocurrido. Quizá entró y salió más de una vez para tomar aire, el gas es muy traicionero. Eso era todo. Por más vueltas que le daba no veía fisuras. Tampoco quería llamar la atención sobre el asunto, de manera que meditó cómo podría investigar un poco más sin levantar sospechas. La verdad es que lo hacía por Carmen. A ella no iban a bastarle sus lucubraciones. Al fin y al cabo, Carmen habría pensado lo mismo que acababa de pensar ella y, sin embargo, insistía en el valor de su intuición.

Lo de que la gente murmurase no la impresionaba mucho. En estos lugares donde el anonimato es difícil de sostener, los rumores daban pábulo a cualquier sospecha, bien o mal intencionados. Con que alguien levantase la liebre ésta correría sin descanso por todo el campo social. Ella misma, a pesar de hallarse ahora en una población de importancia, debía tener cuidado con las formas, por más que no hubiese nada de que cuidarse con la vida retirada que llevaba; pero, sin ir más lejos, un mes en el que estuvo yendo repetidamente a la capital se originó alguna suspicacia que su infalible olfato para lo indirecto percibió en seguida.

—Una Juez ha de ser como la mujer del César —se dijo; luego concluyó—: Pero al menos ella tenía un César en casa, que siempre es una ayuda.

Rió silenciosamente.