Mariana de Marco saltó de la cama un minuto antes de que sonara el despertador, quitó la alarma y practicó su tabla de gimnasia. Después se dio una buena y larga ducha con el agua bien caliente, se vistió, preparó un desayuno generoso, se sentó a la mesa de la cocina, frente a la ventana que dejaba ver un cielo cubierto, pero luminoso, y al terminar se preguntó qué demonios hacía ella en Villamayor.

La posibilidad de llegar a un Juzgado de lo Penal —por ahí regresaba la abogada penalista que había sido— en una ciudad de importancia se le hacía un imposible. Tenía cuarenta y dos años, estaba sola, sus amistades de toda la vida vivían en Madrid, le costaba comunicarse con la gente más allá del trato general porque los intereses de la gente del lugar no coincidían con los suyos, salvo Carmen en parte y, por razones sociales, Sonsoles Abós. El clima moral e intelectual a su alrededor se le hacía pequeño; la vida, también pequeña; el amor, impensable. En cierto modo le parecía que su ex marido no sólo se había quedado con sus socios en el despacho sino también con la parte de vida que, en cuanto a relaciones, se correspondía con los años vividos desde la universidad. Y aunque no hubiese perdido ciertas amistades, las más propias, las más valiosas, la distancia las incluía también en el mundo que había quedado allí, en Madrid, representado ahora por un despacho de abogados cada día más influyente, la construcción de una parte del cual le pertenecía a ella, lo mismo que las amistades a las que no veía y a las que su ex marido, incluso aunque apenas las tratara, las podía tener más cerca de lo que las sentía ella porque al fin y al cabo todos estaban allá. Todos menos ella.

En Madrid había ido al colegio, había estudiado y se había convertido en profesional. La ausencia le pesaba cada día más. En realidad, ella había tenido que comenzar de nuevo, eso era lo que le parecía tan injusto. En el despacho la relación profesional se había roto por la línea de menor resistencia: el factor psicológico. Así ella perdía trabajo y estado, su marido sólo estado. Su propia libertad le había costado aparecer como alguien que huye; después, en apenas cinco años, la madurez había dado alcance al temperamento, a su energía, pero el precio pagado era muy costoso y ésta no era la soledad que había añorado en tiempos de dificultad sino una soledad más bien sórdida, alicorta, desesperanzada en su perspectiva inmediata. El camino de sus ambiciones atravesaba un territorio si no hostil, aunque el acceso a la judicatura por el tercer turno no dejaba de levantar recelos, sí jerárquico, muy corporativo y socialmente anclado en el pasado: bien por un pensamiento conservador que además mezclaba con cierta facilidad ideología y derecho, bien por un exceso de purismo que era, en la misma medida, un defecto de comprensión de la realidad. No es fácil ser quien juzga a los demás y sentirse igual a ellos. El concepto de autoridad seguía manteniéndose muy cerca del de superioridad pese a la llegada de la democracia. Un cambio semejante no se improvisa: de las formas al fondo hay un largo trecho de experiencia inevitable con todas sus consecuencias, avances y retrocesos. La democracia era entonces una muchachita alegre, alocada y pizpireta a la que todos los señoritos echaban los tejos, pero con la que ninguno se comprometía.

Sin embargo, contaba con ello tanto como con la realidad de que iniciaba un camino pedregoso y empinado. No era, pues, el papel del Poder Judicial en sus muy variadas aplicaciones lo que la intimidaba, se reconocía a sí misma, sino el poder de erosión de una soledad que todavía estaba lejos de ser lo que se esperaba de ella, o lo que Mariana esperaba que fuera. Mientras tanto, Carmen y Sonsoles, sus novelas del XIX, la música y las vacaciones no eran suficientes para sacarla del aislamiento en que se sentía vivir. El miedo a perder, a empequeñecerse, a ser devorada por el ambiente, era su verdadero miedo; como en los casos que había conocido de demencia senil o de mal de Alzheimer, temía que si se adentraba en la pequeñez ésta la atraparía como las arenas movedizas tiran hacia abajo de su presa; y que a lo peor, cuando quisiera reaccionar, la agitación y el deseo de escapar la condenasen, como sucede a los que presa del pánico quedan atrapados sin remedio y cada movimiento los hunde más y más, a ser definitivamente tragada por la mediocridad.

Y el día de mañana la menopausia, el deterioro, la deformidad, acostumbrarse a dejar de ser vista… «En fin —se dijo al dejar los trastos del desayuno en la pila—, hoy me parece que tengo un día lúcido, así que será mejor que lo aplique a mis deberes profesionales. Y en cuanto a ti, Rafael Castro —dijo amenazando al exterior con el dedo índice extendido—, tiembla si tienes algo que ocultar».

«Que no lo tendrá a pesar de mi amiga Carmen», pensó mientras se ponía el abrigo por una manga y con la otra mano terminaba de escribir en el bloc de notas las instrucciones del día para la asistenta.