En otoño los atardeceres se sucedían lentamente casi todos los años. Aquel tiempo y aquella hora significaron para Mariana, durante su destino en San Pedro del Mar y al término de muchas de sus jornadas de trabajo, paseos por la playa bajo la luz dorada del crepúsculo: la orilla de arena, las mareas, las montañas lejanas, la melancolía, la paz del alma… Después, con esa suma de sensaciones y percepciones, se retiraba a cenar y a leer sus queridas novelas decimonónicas mientras dejaba sonar la música de Tom Jobim, o de John Dowland. Cuando estuvo con Andy desplegaron alguna actividad turística recorriendo la provincia, pero ya no estaba Andy y sus paseos siguieron siendo los mismos y el olvido no ingrato, hasta que cambió de destino y la soledad se acomodó a su nuevo hogar. Ahora estaba leyendo Tess of the d’Ubervilles, de Thomas Hardy, pero residía en una población diez veces mayor que la de San Pedro del Mar y ubicada en el interior y cuando paseaba lo hacía entre edificios adocenados que decoloraban la última luz del sol apoyados por un rutilante reguero de farolas urbanas. El otoño, sin embargo, estaba siendo templado incluso en los valles y por esta razón parecía dirigirse perezosamente hacia el invierno. Y, aprovechando la temperie, Carmen y Mariana habían elegido la terraza solitaria de una cafetería apartada del tráfico para charlar con calma.

La historia que estaba relatando Carmen parecía un rosario increíble de casualidades. El tío de Rafael Castro —así se llamaba el pretendiente de Vanessa— vivía con su sobrino en una casa de tres pisos: la planta de calle ocupada exclusivamente por la tienda y un minúsculo espacio dedicado a almacén, detrás del cual se hallaba la cocina; la segunda planta se destinaba a dormitorios y a la pequeña salita de la televisión del viejo; y la tercera era un desván donde olvidaba cualquier cosa con tal de no tirarla. La casa formaba parte de una fila de nueve en la misma acera y por atrás disponía de un patio alineado con las colindantes. El viejo, con la llegada de Rafael, había despedido al único dependiente cargando sobre las espaldas de aquél, a cambio de casa y comida y un discreto estipendio, todo el trabajo y quedándose sólo al cuidado de la caja y de abrir y cerrar el negocio. De esta manera, Rafael tenía que pagarse sus vicios con ayuda del escaso dinero que trajo de Francia aunque el viejo recelaba y no se iba a cenar hasta que cuadraba las cuentas. «¡Pero, hombre! —le decían—, ¿para qué te andas privando de satisfacción si lo que guardas lo van a disfrutar los herederos?»; a lo que él contestaba, maliciosamente: «No disfrutarán tanto como yo ahorrándolo».

—Caramba —comentó Mariana.

Una mañana, el sobrino empezó a abrir puertas y ventanas despavorido y un olor a gas se extendió por un momento en la calle antes de desvanecerse en el aire. Primero se dedicó a ventilar la casa, luego sacó a rastras al tío y con la ayuda de un vecino que pasaba por allí consiguió sacarlo al exterior, pero ya estaba muerto. Al parecer el sobrino advirtió el olor a gas cuando llegó a su planta, se supone que a través de las rendijas del tillado porque su cuarto estaba sobre la cocina. Esa mañana, el viejo debió levantarse antes de lo normal. Al principio se especuló con la idea de que se le hubiese ido la cabeza entre el acto de abrir la espita del gas y el de encender el quemador porque allí lo encontró su sobrino tirado. Más tarde se descubriría que en ese local estaba uno de los escondites del dinero, por lo cual todo el mundo se enteró de que había mucho más de lo que tenía en el banco y en propiedades. Pero cuando la Guardia Civil empezó a casar datos puso en manos del Juez un interrogante: accidente o suicidio.

—Y yo te digo, Mar, que de suicidio, nada. Ni de accidente. Son muchos años viendo cosas por aquí y en el juzgado para tragarme el cuento. Y no sólo yo, te diré que el rumor entre la gente, la vox populi, es lo que dijo. Rafael mató a su tío y se quedó legalmente con el dinero. Y hay más: incluso aparecieron unos parientes cercanos, al olor de la herencia, y se les vio por el pueblo, que no está tan lejos de esta parte, hasta que se les dejó de ver tras una conversación que se dice que tuvieron con Rafael. Yo conozco lo que son las disputas de herederos por aquí y te aseguro que algo muy gordo tiene que pasar para que desaparezcan como por ensalmo. ¿De qué hablaron? Ni se sabe. Pero…

—Me pasmas, Carmen. ¿Te das cuenta de que estás hablando como una comadre chismosa?

—No hay chisme, Mar. El viejo era de esos que antes se pega un tiro que se suicida.

Mariana rió, no ya por la paradoja, sino por el tono de indignada convicción con que se había expresado su amiga. Carmen, después de reflexionar, rió también.

—En serio, Mar. Quiero que reabras la instrucción del caso.

—¿Qué?

—Que la reabras. El caso está sobreseído. Puedes reabrirlo.

—A la luz de nuevas pruebas, de nuevas evidencias… como bien sabes. ¿Lo tienes todo? ¿Estás segura?

—Tengo razón. Un razonamiento bien armado es suficiente para levantar dudas. He estado pensando mucho y no es difícil.

—¿Has estado pensando desde que se ha puesto a pretender a tu sobrina o desde antes?

—Desde que ha aparecido en mi vida, sí, ¿qué pasa? Todo lo que en esta vida te afecta tiene un motivo ¿no?

—Carmen: de esto ha pasado tiempo, yo no estaba. Me suena el caso, pero yo no estaba aquí. ¿Cómo voy a explicar que acabo de llegar, como quien dice, y me fijo precisamente en este asunto?

—Te vas a hacer muy popular, la gente no ha olvidado.

—¡Pero bueno!…

—Quiero decir que a nadie le va a extrañar porque el morbo que tiene es superior a cualquier otra consideración.

—A la gente, no sé, lo más normal es que lo hayan borrado ya de su mente —Carmen negó repetidamente con la cabeza—, pero en nuestro oficio… ¿te crees que a nadie le va a llamar la atención? Aunque bien pensado, también puede que le hiciera sospechar a la gente común porque aquí los asuntos se arrumban, pero no se olvidan, así que tú me dirás cómo se justifica una cosa así.

—Es un canalla, Mariana, es un canalla y hay que hacer justicia. Eso es lo que importa de verdad. Es un alma canalla. Tú no le conoces. No se contentará con lo que tiene. Y es mi familia la que ahora está por medio.

Mariana de Marco levantó las manos ante su amiga pidiendo tregua. Se sentía confusa y desbordada a la vez. Le resultaba incomprensible que Carmen le pidiera que reabriese la instrucción, un caso resuelto por su antecesor como más probable accidente. No se debió probar de manera indudable que se tratase de accidente, pero, por lo que estaba escuchando, debió ser la hipótesis más verosímil o razonable. En todo caso, no podía atender a una intuición interesada.

—Lo siento, Carmen, pero no hay nada que hacer. Si quieres… sólo si quieres —añadió para contener el gesto de impaciencia de su amiga—, puedo echar un vistazo al sumario a ver si de ahí sale algo, pero siempre como cosa mía; como curiosidad o suspicacia o lo que te parezca; llámalo un asunto personal, que es lo que es, en definitiva, para el que vamos a mover los papeles del asunto como una consulta; personal, insisto, fuera de toda relación con las actividades del Juzgado. ¿Te parece bien? ¿Te quedas contenta así, Secretaria inconsecuente?

—A ver, qué remedio.

—Tengo toda la razón. Parece mentira que una profesional tan buena como tú…

—Muy bien. Lo siento, lo siento.

—Y ahora hablemos del pelo. Ni un reproche por mi parte —la atajó de inmediato—, sólo saber. ¿Es también a causa de ese tal Rafael Castro o responde a otros estímulos más normales?

—Responde a la irracionalidad más absoluta.

—O sea: a algo que no manejas.

—Pues no te diría yo que no. Estos prontos no vienen de la nada. Será que tengo ganas de cambiar de vida, ¿no?

—¿Las tienes?

—No sé ni eso. Ya ves cómo estoy.

—Cada vez que nos hacemos un corte radical de pelo es un corte con la vida: o la necesidad de tomar una decisión de serias consecuencias o que no te aguantas.

—Pues será eso.

—¿El qué? ¿Cuál de los dos?

—Los dos.

—A mí me parece, viéndote hablar, que lo que a ti te pasa es que no puedes soportar la existencia de ese pretendiente y si hay algo que deseas es que desaparezca de la faz de la Tierra; pero como no se va ni le puedes echar una maldición de las buenas, de las que te transportan a mil kilómetros de distancia, estás que no te encuentras.

—Sí, guapa, pero no sé cómo hacer el hechizo, mira tú.

—Pues la verdad es que te retuerces más que un conjuro. Para quieta de una vez, ¿eh?; ya te he dicho que echaremos un vistazo a los papeles.