Cuando Tamb’ Itam, remando como un loco, llegó al tramo recto del río del pueblo, las mujeres, apiñadas en las plataformas, delante de las casas, esperaban el retorno de la flotilla de botes de Dain Waris. El pueblo tenía un aspecto festivo; aquí y allá se podía ver a los hombres, todavía con lanzas o armas de fuego en las manos, moviéndose o de pie en la costa, en grupos. Las tiendas de los chinos habían abierto temprano, pero el mercado estaba desierto, y un centinela todavía apostado en una esquina del fuerte, distinguió a Tamb’ Itam y gritó a los de adentro. Se abrieron los portones. Tamb Itam saltó a tierra y corrió. La primera persona con quien se encontró fue la joven que bajaba de la casa.
Tamb’ Itam, desordenado, jadeante, con labios temblorosos y mirada salvaje, permaneció durante un rato ante ella como si de pronto hubiese caído sobre él un hechizo. Luego dijo, con rapidez:
—Mataron a Dain Waris y a muchos más.
Ella golpeó las manos y sus primeras palabras fueron:
—Cierren los portones.
La mayoría de los hombres del fuerte habían vuelto a sus casas, pero Tamb’ Itam instó a los pocos que quedaban a cumplir sus turnos. La joven permaneció en el centro del patio, mientras los otros corrían en torno.
—Doramin —exclamó, con desesperación, cuando Tamb’ Itam pasaba ante ella. La próxima vez que pasó, respondió al pensamiento de la joven con rapidez:
—Sí. Pero tenemos toda la pólvora en Patusán. —Ella lo tomó del brazo, y señaló la casa—. Llámalo —le susurró, temblando.
Tamb’ Itam subió corriendo los escalones. Su amo dormía.
—Soy yo, Tamb’ Itam —gritó ante las puertas—, con noticias que no pueden esperar. —Vio que Jim se volvía en la almohada y abría los ojos y en el acto prorrumpió:
—Este, Tuan, es un día de maldad, un día maldito. —Su amo se apoyó en un codo para escuchar… tal como lo había hecho Dain Waris. Y entonces Tamb’ Itam inició su narración, trató de relatar las cosas por orden llamó Panglima a Dain Waris y dijo:
—El Panglima llamó entonces al jefe de sus boteros: «Denle algo de comer a Tamb’ Itam» —cuando su amo apoyó los pies en el suelo y lo miró con un rostro tan descompuesto, que las palabras se le quedaron en la garganta.
—Habla —dijo Jim—. ¿Está muerto?
—Que vivas mucho tiempo —exclamó Tamb’ Itam—. Fue una traición de las más crueles. Salió corriendo al resonar los primeros disparos, y cayó.
Su amo caminó hacia la ventana y golpeó el postigo con el puño. La habitación quedó iluminada; y entonces con voz firme, pero hablando a toda prisa, comenzó a darle órdenes, en el sentido de reunir una flota de botes para una persecución inmediata.
Ve a ver este hombre, el otro… envía mensajeros; y mientras hablaba se sentó en la cama, interrumpiéndose para atarse las botas con rapidez, y de prono levantó la vista.
—¿Por qué estás ahí? —preguntó, con el rostro enrojecido—. No pierdas tiempo.
Tamb Itam no se movió.
—Perdóname, Tuan, pero… pero… —comenzó a tartamudear.
—¿Qué? —exclamó su amo, con una expresión terrible, inclinado hacia delante, con las manos aferradas del borde de la cama.
—No es seguro, que tu criado pase por entre la gente, —dijo Tamb’ Itam, después de vacilar un instante.
Entonces Jim entendió. Se había retirado de un mundo, por una pequeña cuestión de un salto impulsivo, y ahora el otro, obra de sus manos, caía en ruinas sobre su cabeza. ¡Ni siquiera su criado podía estar seguro entre los hombres de su propio pueblo! Creo que en ese momento decidió desafiar el desastre en la única forma en que se le ocurrió que tal desastre podía ser desafiado. Pero sólo sé que, sin una palabra, salió de su habitación y se sentó ante la larga mesa, a la cabecera de la cual acostumbraba a regir los asuntos de este mundo, y a proclamar todos los días la verdad que con tanta seguridad vivía en su corazón. Los poderes oscuros no lo despojarían dos veces de su paz. Se quedó sentado como una figura de piedra. Tamb’ Itam, deferente, sugirió preparativos para la defensa. La joven a quien amaba entró y le habló, pero él hizo una señal con la mano, y ella se aterrorizó ante el mudo pedido de silencio que expresaba. Salió a la galería, y se sentó en el umbral, como para protegerlo, con su cuerpo, de los peligros exteriores.
¿Qué pensamientos pasaron por la cabeza de él… qué recuerdos? ¿Quién puede decirlo? Ya nada quedaba, y él, que una vez fue infiel a lo que se le había confiado, volvía a perder la confianza de todos los hombres. Creo que entonces trató de escribir… a alguien… y desistió. La soledad se cernía sobre él. La gente le había confiado su vida… sólo por eso. Y, sin embargo, nunca podrían entender, como dijo, jamás podría hacerse que lo entendieran.
Los de afuera no lo escucharon emitir ni un solo sonido. Más tarde hacia el anochecer, salió a la puerta y llamó a Tamb’ Itam.
—¿Y bien? —preguntó.
—Hay mucho llanto. Y mucha cólera, también —respondió Tamb’ Itam. Jim lo miró.
—¿Sabes? —murmuró.
—Sí, Tuan —dijo Tamb’ Itam—. Tu criado sabe, y los portones están cerrados. Tendremos que combatir.
—¡Combatir! ¿Para qué? —preguntó.
—Por nuestra vida.
—No tengo vida —respondió. Tamb’ Itam oyó un grito de la muchacha, en la puerta.
—¿Quién sabe? —dijo Tamb’ Itam—. Con audacia y astucia, es posible que escapemos. También hay mucho miedo en el corazón de los hombres.
Salió, pensando con vaguedad en los botes y en el mar abierto, y dejó a Jim y a la joven juntos.
No tengo ánimo para describir aquí las visiones que ella me transmitió, de la hora, poco más o menos, que pasó allí, luchando con él por la posesión de su propia dicha. Es imposible decir si él abrigaba alguna esperanza… qué esperaba, qué imaginaba. Se mostró inflexible, y con la creciente soledad de su obstinación, su espíritu pareció elevarse por encima de las ruinas de su existencia. Ella le gritó al oído:
—¡Lucha! No entendía. No había nada por qué luchar. Él demostraría su poder de otra manera, y dominaría al destino fatal. Salió al patio, y detrás de él, con el cabello al viento, con expresión enloquecida, sin aliento, ella trastabilló y se apoyó en un costado de la puerta.
—Abran los portones —ordenó él. Después se volvió hacia aquellos de sus hombres que se encontraban adentro, y les dio permiso para irse a sus hogares.
—¿Durante cuánto tiempo, Tuan? —preguntó uno de ellos con timidez.
—Para toda la vida —respondió él, con tono sombrío.
El silencio había caído sobre el pueblo, después del estallido de gemidos y lamentos que recorrieron el río como una bocanada de viento de la morada de las penas. Pero los rumores corrían en susurros, llenaban los corazones de consternación y de horribles dudas, los atacantes volvían, traían a muchos otros consigo, en un gran barco, y no habría refugio para nadie en la región. Un sentimiento de absoluta inseguridad, como durante un terremoto, impregnaba los pensamientos de los hombres, quienes cuchicheaban sus sospechas, se miraban unos a otros como en presencia de algún horrendo anuncio.
El sol se hundía hacia los bosques, cuando el cadáver de Dain Waris fue llevado al campong de Doramin. Cuatro hombres lo llevaban, cubierto decentemente con una tela blanca que su anciana madre envió a los portones para recibir a su hijo de regreso.
Lo tendieron a los pies de Doramin, y el anciano permaneció inmóvil durante largo rato, una mano en cada rodilla mirando hacia abajo. Las hojas de las palmeras se mecían con suavidad, y el follaje de los frutales se agitaba sobre su cabeza. Todos los hombres de su pueblo estaban allí, armados, cuando makhoda levantó por último la vista. Paseó los ojos por sobre la muchedumbre, como si buscara un rostro que faltaba. Una vez más, la barbilla se le hundió sobre el pecho. Los susurros de muchos hombres se mezclaron con el leve rumor de las hojas.
El malayo que llevó a Tamb’ Itam y a la joven a Samarang también estaba allí.
—No tan furioso como tantos —me dijo—, pero presa de un gran terror y asombro ante «lo repentino del destino de los hombres, que pende sobre sus cabezas como una nube cargada de truenos».
Me dijo que cuando a una señal de Doramin se descubrió el cadáver de Dain Waris, se vio que aquel a quien a menudo se llamaba el amito del señor blanco yacía intacto, con los párpados un poco abiertas, como a punto de despertar.
Doramin se inclinó un poco más hacia delante, como quien busca algo caído en el suelo. Sus ojos recorrieron el cuerpo, de pies a cabeza, quizás en busca de la herida. Estaba en la frente, y era muy pequeña; y no se pronunció una palabra mientras uno de los presentes, inclinándose, sacó el anillo de plata de la mano fría y rígida. En silencio, lo levantó ante Doramin. Un murmullo de congoja y horror recorrió a la multitud, a la vista del símbolo familiar.
El anciano makhoda lo miró y de pronto lanzó un gran grito feroz, desde lo más hondo del pecho, un rugido de dolor y furia, tan poderoso como el bramido de un toro herido, que llenó de miedo el corazón de los hombres, con la magnitud de su furia y su pena, que se discernían con claridad, sin palabras.
Después hubo un gran silencio durante un rato, mientras el cadáver era llevado a un lado por cuatro hombres. Lo dejaron bajo un árbol, y en ese instante, con un solo y prolongado aullido, todas las mujeres de la familia comenzaron a gemir; se lamentaban con gritos agudos; el sol se ponía, y en los intervalos de las lamentaciones, las voces cantarinas de dos ancianos que entonaban el Corán cantaban solas.
Para entonces, Jim, apoyado en la cureña de un cañón, contemplaba un río, y se volvió de espaldas a la casa. La joven en la puerta, jadeando como si hubiera corrido hasta más no poder, lo miraba a través del patio. Tamb’ Itam se encontraba no lejos de su amo, esperando con paciencia lo que pudiese ocurrir.
De pronto Jim, quien parecía hundido en silenciosos pensamientos, se volvió hacia él y le dijo:
—Es hora de terminar con esto.
—¿Tuan? —dijo Tamb’ Itam, avanzando con vivacidad.
No sabía qué quería decir su amo, y en cuanto hizo un movimiento la joven también se sobresaltó y bajó al espacio abierto. Parece que ninguna otra de las personas de la casa estaba a la vista.
Ella se tambaleó un poco, y a mitad de camino llamó a Jim, quien en apariencia continuaba con su pacifica contemplación del río. Se volvió, y apoyó la espalda contra el cañón.
—¿Lucharás? —gritó ella.
—No hay nada por lo cual luchar —respondió él—. Nada se ha perdido. —Al decir esto, dio un paso hacia ella.
—¿Huirás? —volvió a gritar ella.
—No hay huida —repuso él, deteniéndose, y también ella se quedó inmóvil, en silencio, devorándolo con los ojos.
—¿Te irás? —inquirió con lentitud. Él inclinó la cabeza—. ¡Ah! —exclamó ella escudriñándolo—, estás loco o eres falso. ¿Recuerdas la noche en que te rogué que me dejaras, y dijiste que no podías? ¡Que era imposible! ¡Imposible! ¿Recuerdas que dijiste que nunca me abandonarías? ¿Por qué? Yo no te pedí promesas. Lo prometiste sin que te lo pidiera… recuérdalo.
—Basta, pobre niña —dijo él—. No vale la pena que nadie me busque.
Tamb’ Itam dice que mientras hablaban, ella lanzaba fuertes carcajadas insensatas, como quien está colmada de la presencia divina. Su amo se llevó las manos a la cabeza.
Estaba vestido como todos los días, pero sin sombrero. De pronto ella dejó de reír.
—Por última vez —exclamó, amenazadora—, ¿quieres defenderte?
—Nada puede tocarme —replicó él, en un último chispazo de soberbio egoísmo. Tamb’ Itam vio que ella se inclinaba hacia delante, en el mismo lugar en que se encontraba, abría los brazos y corría con rapidez hacia él. Se lanzó sobre su pecho y le abrazó el cuello.
—¡Ah, pero yo te retendré así! —dijo—. ¡Eres mío! Sollozó sobre el hombro de él. El cielo, sobre Patusán, era color rojo de sangre, inmenso, chorreante como una vena abierta. Un enorme sol se anidaba, carmesí, entre las copas de los árboles, y el bosque de abajo tenía un aspecto negro y temible.
Tamb’ Itam me dice que esa noche la apariencia del cielo fue feroz y aterradora. Y puedo creérselo, pues sé que ese mismo día un ciclón pasó a noventa kilómetros de la costa, aunque en el lugar apenas había un lánguido movimiento de aire.
De pronto Tamb’ Itam vio que Jim la tomaba de los brazos, trataba de abrirle las manos. Ella se aferró con la cabeza echada hacia atrás; el cabello tocaba el suelo.
—¡Ven aquí! —gritó su amo y Tamb’ Itam lo ayudó a depositarla en el suelo. Resultó difícil separarle los dedos.
Jim, inclinado sobre ella le miraba con ansiedad el rostro, y de pronto corrió al embarcadero. Tamb’ Itam lo siguió, pero al volver la cabeza vio que ella se había puesto de pie, con un gran esfuerzo. Corrió tras ellos unos pasos, y cayó de pronto, pesadamente, de rodillas.
—¡Tuan! ¡Tuan! —llamó Tamb’ Itam—. Mira. —Pero Jim ya estaba en una canoa, de pie, remando. No miró hacia atrás. Tamb’ Itam tuvo tiempo de correr tras él, cuando la canoa se separaba de la costa. La joven estaba entonces de rodillas con las manos apretadas, ante la puerta que daba al río. Así permaneció un rato, en actitud suplicante, antes de levantarse de un salto.
—¡Eres falso! —gritó hacia Jim.
—Perdóname —gritó él.
—¡Nunca! ¡Nunca! —respondió ella en un alarido.
Tamb’ Itam tomó el remo de manos de Jim, pues era indecoroso que él estuviese de pie mientras su señor remaba.
Cuando llegaron a la otra costa, su amo le prohibió que siguiese adelante. Pero Tamb’ Itam lo siguió a distancia, subiendo la cuesta hacia el campong de Doramin.
Comenzaba a oscurecer. Las antorchas parpadeaban aquí y allá. Aquellos con quienes se encontraba parecían paralizados, y se apartaban deprisa para dejar pasar a Jim. Desde arriba llegaba el gemido de las mujeres. El patio estaba repleto de bugis armados, con sus seguidores, y de gente de Patusán.
No sé qué significaba, en verdad, esa reunión.
¿Eran preparativos para la guerra, o para la venganza, o para rechazar la amenaza de una invasión? Muchos días transcurrieron antes de que la gente dejase de esperar, temblorosa, el regreso de los hombres blancos de larga barba y cubiertos de harapos, cuya exacta relación con su propio hombre blanco jamás podrían entender. Aun para esas mentes sencillas el pobre Jim sigue estando bajo una nube.
Doramin, solo, inmenso y desolado, seguía sentado en su butaca, con un par de pistolas de chispa en las rodillas y frente a él un gentío armado.
Cuando Jim apareció, ante la exclamación de alguien todas las cabezas giraron, y entonces la masa se abrió a derecha e izquierda, y él caminó por un corredor de miradas que se desviaban. Los susurros lo seguían; murmullos:
—Él provocó todo el daño.
—Tenía un hechizo.
—¡Tal vez los escuchó! Cuando apareció bajo la luz de las antorchas, las lamentaciones de las mujeres cesaron de pronto.
Doramin no levantó la cabeza, y Jim se quedó en silencio ante él, durante un rato. Luego miró a la izquierda, y se movió en esa dirección con pasos medidos.
La madre de Dain Waris se acurrucaba junto a la cabeza del cadáver, y el cabello gris, desgreñado, le ocultaba el rostro. Jim se acercó poco a poco, miró a su amigo muerto, levantó la sábana, la dejó caer sin una palabra. Regresó con pasos lentos.
—¡Vino! ¡Vino! —corría de boca en boca, produciendo un murmullo a cuyo compás él se movía—. Se comprometió con su cabeza —dijo alguien en voz alta. Él lo oyó, y se volvió hacia la gente.
—Sí. Con mi cabeza. —Unos pocos retrocedieron.
Jim esperó un instante, ante Doramin, y luego dijo con voz suave:
—He venido apenado. He venido apenado. —Volvió a esperar—. He venido dispuesto e inerme —repitió.
El torpe anciano inclinó la enorme frente como un buey bajo el yugo, hizo un esfuerzo para ponerse de pie, apretó las pistolas de chispa que tenía en las rodillas. De la garganta le salieron sonidos gorgoteantes, ahogados, inhumanos, y dos criados lo ayudaron desde atrás. La gente vio que el anillo que tenía en el regazo caía y rodaba al pie del hombre blanco, y que el pobre Jim miraba el talismán que le había abierto las puertas de la fama, el amor y el éxito dentro de las paredes de bosques bordeadas de espumas blancas, en la costa que bajo el sol poniente parece el baluarte mismo de la noche. Doramin, en un esfuerzo por ponerse de pie, formaba con sus dos ayudantes un grupo tembloroso, indeciso; sus ojillos miraron con expresión de dolor enloquecido, de furia, con un brillo feroz, que los presentes advirtieron; y entonces, mientras Jim permanecía rígido, y con la cabeza desnuda a la luz de las antorchas, mirándolo a la cara, se apoyó con fuerza, con el brazo izquierdo en el cuello de un joven encorvado, levantó en un movimiento deliberado la derecha y disparó al amigo de su hijo en el pecho.
El gentío, que se había separado detrás de Jim, en cuanto Doramin levantó la mano, se precipitó, tumultuoso, hacia delante, después del disparo. Dicen que el hombre blanco envió, a derecha e izquierda, hacia todos esos rostros, una mirada orgullosa e inflexible. Luego, con la mano sobre los labios, cayó hacia delante, muerto.
Y ese es el final. Se disipa bajo una nube, inescrutable en el corazón, olvidado, no perdonado y excesivamente romántico. ¡Ni en los días más alocados de sus visiones juveniles habría podido entrever la forma atrayente de un éxito tan extraordinario! Pues muy bien puede ser que en este último breve momento de su postrer mirada, orgullosa e inflexible, hubiese visto el rostro de la oportunidad que, como una novia oriental, habría llegado, velada, a su lado.
Pero podemos verlo como un oscuro conquistador de la fama, arrancándose de entre los brazos de un amor celoso, ante la señal, ante el llamado de su exaltado egoísmo. Se separa de una mujer viva para celebrar su impía boda con un brumoso ideal de conducta. ¿Se siente satisfecho… por completo, ahora?, me pregunto. Nosotros deberíamos saberlo.
Es uno de los nuestros ¿y acaso no me puse yo de pie una vez, como un fantasma convocado, para responder por su eterna constancia? ¿Me equivoqué tanto, entonces, en definitiva? Ahora ya no existe, y hay días en que la realidad de su existencia me llega con una fuerza inmensa, abrumadora; y, sin embargo, por mi honor, hay también momentos en que desaparece de mí; visto como un espíritu desencarnado, extraviado entre las pasiones de esta tierra, dispuesto a entregarse con fidelidad al reclamo de su propio mundo de sombras.
¿Quién sabe? Se ha ido con el corazón inescrutable, y la pobre joven lleva una especie de existencia sin sonidos, inerte, en la casa de Stein. En los últimos tiempos, éste envejeció mucho. Él mismo lo siente, y a menudo dice que «se prepara para dejar todo esto; se prepara para irse», mientras agita la mano, con tristeza, ante sus mariposas.