No creo que volvieran a hablar. El bote entró en un estrecho canal secundario, donde fue empujado por las palas de los remos, clavadas en orillas que se desmoronaban, y había una penumbra, como si enormes alas negras se hubiesen extendido por encima de la bruma que llenaba su profundidad hasta la copa de los árboles. Las ramas, arriba, dejaban caer enormes goterones a través de la lóbrega bruma. A un murmullo de Cornelius, Brown ordenó a sus hombres que cargaran.
—Les daré una oportunidad de saldar cuentas con ellos antes de que terminemos, malditos tullidos —le dijo a su pandilla—. No la desperdicien, sabuesos. —Bajos gruñidos respondieron al discurso. Cornelius mostró una afanosa preocupación por la seguridad de su canoa.
Entre tanto, Tamb’ Itam había llegado al final de su viaje. La bruma lo demoró un poco, pero remó sin descanso, manteniéndose en contacto con la ribera del sur. Poco a poco llegó la luz como un resplandor en un globo de vidrio esmerilado. Las costas dibujaban, a cada lado del río, una mancha oscura, en la cual se podían percibir sugestiones de formas columnares, y sombras de ramas retorcidas, arriba.
La niebla todavía era densa sobre el agua, pero se mantenía una buena guardia, pues en cuanto Tamb’ Itam se acercó al campamento, surgieron del vapor blanco las figuras de dos hombres, y sus voces le hablaron ruidosamente. Respondió, y pronto una canoa se puso a su lado, y él intercambió noticias con los remeros. Todo iba bien. El problema había terminado. Entonces los hombres de la canoa soltaron el costado de su tronco ahuecado y muy pronto se perdieron de vista. Él continuó su camino hasta que oyó voces que le llegaban, bajas, sobre el agua, y vio, bajo la bruma que ahora se elevaba en remolinos, el resplandor de muchas fogatas pequeñas que ardían en un tramo arenoso, respaldadas por altos árboles delgados y arbustos. Allí había otra guardia, pues se lo interpeló. Gritó su nombre cuando las dos últimas remadas llevaron la canoa a tierra.
Era un campamento grande. Había hombres acuclillados, en grupitos, bajo un murmullo apagado de conversaciones matinales. Varios delgados hilos de humo se enroscaban con lentitud en la neblina blanca. Para los jefes se habían construido pequeños refugios, elevados sobre el nivel del suelo. Los mosquetes se hallaban apiñados en pequeñas pirámides, y se veían largas lanzas clavadas, de a una, en la arena, cerca de las fogatas.
Tamb’ Itam, con expresión de importancia, pidió que se lo condujese hacia donde se hallaba Dain Waris. Encontró al amigo de su señor blanco echado en una litera elevada, hecha de bambú, protegida por una especie de cobertizo de palos cubiertos de estera. Dain Waris estaba despierto, y un fuego vivo ardía ante su lecho, que parecía un tosco altar. El hijo único de makhoda Doramin, respondió con bondad a su saludo. Tamb’ Itam empezó por entregarle el anillo que respaldaba la veracidad de las palabras del mensajero. Dain Waris, apoyado en el codo, le pidió que hablase y le contara todas las noticias.
Tamb’ Itam empezó con la fórmula consagrada, «las noticias son buenas», y pronunció las palabras de Jim. Los hombres blancos, que se iban con el consentimiento de todos los jefes, debían tener paso libre río abajo. En respuesta a una o dos preguntas, Tamb’ Itam informó entonces acerca de los sucesos en el último consejo. Dain Waris escuchó con atención hasta el final, jugueteando con el anillo, que a la postre se deslizó en el índice de la mano derecha. Después de escuchar todo lo que Tamb’ Itam le dijo, lo despidió para que se alimentase y descansara. Enseguida se ordenó el regreso para la tarde. Después Dain Waris volvió a recostarse, con los ojos abiertos, en tanto que sus servidores personales le preparaban la comida en el fuego, junto al cual también se sentó Itam, para conversar con los hombres que holgazaneaban cerca, deseosos de escuchar las últimas noticias del pueblo. El sol devoraba la bruma. Se mantenía una buena guardia en la recta de la corriente principal, donde se esperaba que en cualquier momento apareciera el bote de los blancos.
Entonces fue cuando Brown se vengó del mundo que, después de veinte años de despectivas y osadas bravuconerías, le negaba el tributo del éxito de un asaltante común. Fue un acto de ferocidad a sangre fría, y lo consoló, en su lecho de muerte, como el recuerdo de un desafío indomable. Desembarcó con sigilo, a sus hombres, al otro lado de la isla frente al campamento de los bugis, y los dirigió hacia allí. Luego de un forcejeo breve pero muy silencioso, Cornelius, quien había tratado de escurrirse en el momento del desembarco, se resignó a mostrar el camino donde las malezas eran más raras.
Brown le apretó las dos manos huesudas a la espalda, un enorme puño, y de vez en cuando lo impulsaba hacia delante con un feroz empellón. Cornelius se mantuvo tan mudo como un pez, abyecto pero fiel a sus objetivos, cuya concreción se erguía ante él con formas vagas. Al borde del retazo de bosque, los hombres de Brown se abrieron en abanico, ocultos, y esperaron. El campamento se veía con claridad, de extremo a extremo, ante ellos y nadie miraba hacia donde se hallaban agazapados. Nadie soñaba siquiera que los blancos conocieran el estrecho canal de la parte trasera de la isla. Cuando consideró llegado el momento, Brown gritó «disparen», y catorce disparos resonaron como uno solo.
Tamb’ Itam me dijo que la sorpresa fue tan grande que, aparte de los que cayeron muertos o heridos, ni uno solo de ellos se movió durante un momento bastante apreciable, después de la primera descarga. Entonces un hombre gritó, y después de ese grito un gran aullido de asombro y temor surgió de todas las gargantas. Un pánico ciego impulsó a los hombres, en atropellado y móvil apiñamiento, de un lado a otro de la costa, como un rebaño de ganado temeroso del agua. Algunos saltaron entonces al río, pero la mayoría de ellos sólo lo hicieron después de la última descarga. Tres veces hicieron fuego contra los sobrevivientes mientras Brown, el único que se mostraba a la vista, maldecía y gritaba:
—¡Apunten abajo, apunten abajo! Tamb’ Itam dice haber entendido, en el momento de la primera salva, lo que había ocurrido.
Aunque indemne, cayó y se quedó inmóvil, como muerto, pero con los ojos abiertos; al sonido de los primeros disparos, Dain Waris, reclinado en la litera, se puso de pie de un salto y corrió a la costa, a tiempo para recibir una bala en la frente, con la segunda descarga. Tamb’ Itam lo vio abrir los brazos antes de caer. Luego, dice, un gran temor se apoderó de él… pero no antes. Los hombres blancos se retiraron tal como habían llegado: sin ser vistos.
De tal manera balanceó Brown su cuenta con la mala suerte. Advierta que inclusive en ese espantoso estallido hay una superioridad como la de un hombre que lleva el derecho —lo abstracto— dentro de la envoltura de sus deseos comunes. No fue una matanza vulgar y traicionera; fue una lección, una pena merecida… una demostración de algún atributo oscuro y horrendo, de nuestra naturaleza, que, mucho me temo, no está tan por debajo de la superficie como gustamos creer.
Después los blancos se van, sin que los vea Tamb’ Itam, y parecen desaparecer ante los ojos de los hombres; y también la goleta desaparece, como las mercancías robadas. Pero se narra la historia de una chalupa blanca recogida un mes más tarde en el océano índico por un carguero. Dos esqueletos apergaminados, amarillos de mirada vidriosa, susurrante, que iban en ella reconocían la autoridad de un tercero, quien declaró llamarse Brown. Su goleta, informó, que viajaba hacia el sur con un cargamento de azúcar de Java, tuvo una importante avería y se hundió bajo sus pies. Él y sus compañeros eran los sobrevivientes de una tripulación de seis.
Los dos murieron a bordo del vapor que los rescató. Brown vivió para ser visto por mí, y puedo atestiguar que desempeñó su papel hasta el final.
Pero parece que al huir olvidaron soltar la canoa de Cornelius. A éste Brown lo dejó irse al comienzo del tiroteo, con un puntapié, como última bendición.
Después de levantarse de entre los muertos, Tamb’ Itam vio al Nazareno, que corría de un lado al otro de la costa, entre los cadáveres y los fuegos que se apagaban. Emitía grititos. De pronto se precipitó hacia el agua e hizo frenéticos esfuerzos para conseguir uno de los botes bugis.
—Más tarde hasta que me vio —relató Tamb’ Itam—, se quedó mirando la pesada canoa y rascándose la cabeza.
—¿Qué fue de él? —pregunté. Tamb’ Itam me miró, hizo un ademán expresivo con el brazo derecho.
—Dos veces le hundí el cuchillo, Tuan —dijo—. Cuando me vio acercarme, se arrojó con violencia al suelo y armó un enorme alboroto, pataleando. Chilló como una gallina asustada hasta que sintió la punta; después se quedó quieto, mirándome, mientras la vida se le iba por los ojos.
Hecho esto, Tamb’ Itam no se demoró. Entendió la importancia de ser el primero que trasmitiese las horribles noticias en el fuerte. Es claro que quedaban muchos sobrevivientes del grupo de Dain Waris; pero en el extremo del pánico, muchos cruzaron el río a nado, otros corrieron a ocultarse entre las malezas. El caso es que no sabían con certeza quién había descargado el golpe… si llegaban más atacantes blancos, si no se habían apoderado ya de toda la región. Se imaginaban víctimas de una vasta traición, condenados por entero a la destrucción. Se dice que algunos grupos no llegaron hasta tres días después. Pero unos pocos trataron de volver a Patusán enseguida, y una de las canoas que patrullaban el río esa mañana se encontraba a la vista del campamento en el momento mismo del ataque. Es cierto que al principio; los hombres que la tripulaban saltaron por la borda y nadaron hacia la orilla opuesta, pero después volvieron a su bote y subieron, temerosos, corriente arriba. Tamb’ Itam les llevaba una hora de ventaja.