Detrás de la silla de él, Tamb’ Itam quedó como herido por el rayo. La declaración produjo una inmensa conmoción.
—Déjenlos ir, porque eso es lo mejor, según mi conocimiento, que jamás los engañó —insistió Jim.
Hubo un silencio. En la oscuridad del patio podía oírse el susurro apagado, los ruidos del remover de pies de muchas personas. Doramin levantó la pesada cabeza y dijo que era tan poco posible leer el corazón como tocar el cielo con la mano, pero… asentía. Los otros dieron su opinión por turno.
—Es lo mejor.
—Déjenlos ir —etcétera. Pero la mayoría de ellos dijeron sencillamente que «creían en Tuan Jim».
En esta sencilla forma de asentimiento a la voluntad de él se encuentra toda la médula de la situación; la creencia de ellos la veracidad de él, y el testimonio de esa fidelidad que lo convertía, para sí mismo, en el igual de los hombres impecables que jamás abandonan las filas. Las palabras de Stein, «¡Romántico!… ¡Romántico!», parecen resonar a través de esas distancias, y decir que jamás lo entregarán ahora a un mundo indiferente a sus defectos y sus virtudes, a ese ardiente y firme afecto que le niega el don de las lágrimas en el desconcierto de una gran pena y de la separación eterna. Desde el momento en que la pura verdad de sus tres últimos años de vida triunfa contra la ignorancia, el miedo y la cólera de los hombres, ya no se me aparece como lo vi por última vez… un punto blanco que reflejaba toda la vaga luz que aún quedaba en una costa sombría y en el mar oscuro… sino más grande y más penoso en la soledad de su alma, e inclusive para la joven quien más lo amó, sigue siendo un misterio cruel e insoluble.
Es evidente que no desconfiaba de Brown; no había motivos para dudar de la historia, cuya veracidad parecía garantizada por la tosca franqueza, por una especie de viril sinceridad en la aceptación de la moral y las consecuencias de sus actos. Pero Jim no conocía el egoísmo casi inconcebible del hombre, que, cuando alguien se le resistía y enfrentaba su voluntad, enloquecía con la indignada y vengativa furia de un autócrata contrariado. Pero si Jim no desconfiaba de Brown, era evidente que se sentía ansioso de que no ocurriese algún malentendido, que tal vez terminase en un choque y derramamiento de sangre. Por ese motivo, en cuanto los jefes malayos se fueron, le pidió a Joya que le llevara algo de comer, pues tenía que ir al fuerte para tomar el mando en el pueblo. Cuando ella se lo censuró, y le señaló su fatiga, él dijo que podía ocurrir algo de lo cual jamás se perdonaría.
—Soy responsable de todas las vidas de la región —dijo. Al principio se mostró triste; ella le sirvió con sus propias manos, tomó los platos y fuentes (del servicio de mesa que Stein le había regalado a Jim) de manos de Tamb’ Itam. Al cabo de un rato Jim se animó un poco, le dijo que ella misma volvería a dirigir el fuerte una noche más.
—No podemos dormir, querida —dijo—, mientras nuestra gente corre peligro. —Después le dijo, en broma, que ella era el mejor hombre de todos—. Si tú y Dain Waris hubiesen hecho lo que querían, ni uno solo de esos pobres diablos estaría hoy con vida.
—¿Son muy malos? —preguntó ella inclinándose sobre su silla.
—A veces los hombres se comportan mal sin ser mucho peores que otros —respondió él después de cierta vacilación.
Tamb’ Itam siguió a su amo al embarcadero, fuera del puerto. La noche era clara, pero sin luna y el centro del río estaba oscuro, en tanto que el agua, debajo de cada orilla reflejaba la luz de muchas fogatas, «como en la noche de Ramadán», dijo Tamb’ Itam. Los botes de guerra se desplazaban por las aguas oscuras o, anclados, flotaban inmóviles, con fuertes sacudidas. Esa noche hubo mucho remar en canoas y mucho caminar siguiendo las piadas de su amo para Tamb’ Itam. Caminaron calle arriba y calle abajo, donde ardían los fuegos, tierra adentro, en las afueras del pueblo, donde pequeños grupos de hombres cuidaban los campos. Tuan Jim daba sus órdenes y era obedecido. Por último subieron a la empalizada que el rajá, con un destacamento de la gente de Jim, ocupaba esa noche. El viejo rajá había huido temprano, por la mañana, con la mayoría de sus mujeres, a una casita que tenía cerca de una aldea de la selva, en un arroyo tributario. Kassim, quien quedó atrás, concurrió al consejo con su expresión de actividad diligente, para explicar la diplomacia del día anterior. Se lo recibió con considerable frialdad, pero se las arregló para mantener su actitud sonriente, despierta y tranquila y se manifestó muy encantado cuando Jim le dijo con severidad que se proponía ocupar el cercado esa noche, con sus propios hombres. Cuando terminó el consejo, se lo escuchó afuera, cuando abordaba a tal o cual jefe que se iba, y hablar en voz alta, satisfecho, de que la propiedad del rajá fuese protegida en ausencia de éste.
A eso de las diez, entraron los hombres de Jim.
El cercado dominaba la boca del arroyo, y Jim tenía la intención de quedarse allí hasta que Brown hubiese pasado. Se encendió una fogata de reducidas dimensiones en el punto liso, herboso, al otro lado de la pared de estacas, y Tamb’ Itam colocó un taburete plegadizo para su amo. Jim le dijo que tratase de dormir. Tamb’ Itam consiguió una estera y se acostó un poco más allá; pero no podía dormir, aunque sabía que le esperaba un viaje importante antes que terminase la noche. Su amo se paseaba delante del fuego, con la cabeza gacha y las manos a la espalda. Tenía el rostro triste. Cada vez que su amo se acercaba a él, Tamb’ Itam fingía dormir, pues no quería que su amo supiese que lo miraba.
Al cabo, su amo se detuvo, lo miró y le dijo con suavidad:
—Ya es hora.
Tamb’ Itam se levantó en el acto e hizo sus preparativos.
Su irrisión consistía en ir río abajo, preceder el bote de Brown en una hora, o más, para decirle a Dain Waris, de manera definitiva y formal, que a los blancos se les permitiría pasar sin ser molestados.
Jim no quería confiar ese servicio a ningún otro. Antes de partir, Tamb’ Itam, más bien por formalidad (puesto que su posición respecto de Jim hacía que se lo conociera muy bien), pidió un símbolo.
—Porque, Tuan —dijo—, el mensaje es importante, y las que llevo son tus palabras.
Su amo se metió primero la mano en un bolsillo, luego en otro, y al cabo se quitó del índice el anillo de plata de Stein, que usaba por lo general, y se lo entregó. Cuando Tamb’ Itam partió en su misión, el campamento de Brown, en la loma, estaba a oscuras, aparte de un pequeño resplandor que brillaba entre las ramas de uno de los árboles que los blancos habían derribado.
A primera hora de la noche Brown había recibido de Jim un papelito plegado en el cual se leía: «Tiene el camino allanado. Parta en cuanto sus botes floten con la marea de la mañana. Que sus hombres tengan cuidado. La maleza a ambos lados del arroyo y la empalizada de la boca están repletas de hombres bien armados. No tendría posibilidades, pero no creo que quiera derramamientos de sangre».
Brown lo leyó, desgarró el papel en trocitos y, volviéndose a Cornelius, quien se lo había llevado, dijo, burlón:
—Adiós, mi excelente amigo.
Cornelius había estado en el fuerte, y rondó la casa de Jim durante la tarde. Jim lo eligió para llevar la nota, porque hablaba inglés, Brown lo conocía y no era probable que recibiese algún disparo por un error nervioso de alguno de los hombres, como tal vez habría ocurrido si un malayo se acercara al oscurecer.
Cornelius no se fue después de entregar el papel.
Brown se hallaba sentado junto a un fueguito; todos los otros estaban acostados.
—Podría decirle algo que le gustaría saber —masculló Cornelius, huraño. Brown no le prestó atención—. Usted no lo mató —continuó el otro—, ¿y qué recibe a cambio de eso? Habría podido obtener dinero del rajá, aparte del botín de todas las casas bugis, y ahora no recibe nada.
—Será mejor que se vaya de aquí —gruñó Brown, sin siquiera mirarlo. Pero Cornelius se dejó caer a su lado y comenzó a susurrar a toda velocidad, tocándole el codo de vez en cuando. Lo que tenía que decir hizo que Brown se irguiera primero, con una maldición. En verdad no hizo más que informarle acerca de la existencia del grupo armado de Dain Waris, río abajo. Al principio, Brown se vio traicionado por entero, pero un momento de reflexión lo convenció de que no había intenciones de tal traición.
Nada dijo, y al cabo de un rato Cornelius señaló, con tono de total indiferencia, que había otro camino para salir al río, que él conocía muy bien.
—Y es muy bueno conocerlo —dijo Brown, aguzando el oído; y Cornelius comenzó a hablar de lo que ocurría en el pueblo, y repitió todo lo que se dijo en el consejo, y comadreó en un tono bajo y parejo, al oído de Brown, como se habla entre hombres dormidos a quienes no se desea despertar—. Cree que me ha desarmado, ¿eh? —masculló Brown en voz muy baja.
—Sí, es un tonto, un chiquillo, vino y me robó —siguió zumbando Cornelius— e hizo que toda la gente creyese en él. Pero si ocurriera algo y dejasen de creer, ¿en qué situación se encontraría? Y el bugi Dain, quien lo espera a usted río abajo, capitán, es el hombre que lo persiguió hasta arriba cuando llegó.
Brown observó con negligencia que lo mejor sería eludirlo, y con el mismo tono lejano y reflexivo, Cornelius se declaró conocedor de una corriente retirada, lo bastante grande como para permitir que el bote de Brown pasara más allá del campamento de Waris.
—Tendrá que hacerlo en silencio —dijo, como si se le ocurriera en ese momento—, pues en un lugar pasamos cerca, detrás de su campamento. Muy cerca.
Están acampados en la costa, con su bote fuera del agua.
—Oh, sabemos ser tan silenciosos como los ratones; no tema —dijo Brown. Cornelius estipuló que en caso de que él tuviese que pilotear a Brown, debían remolcar su canoa.
—Tendré que volver con toda rapidez —explicó.
Faltaban dos horas para el alba cuando pasó de boca en boca, en el cercado, la noticia trasmitida por vigías, de que los salteadores blancos bajaban a su bote. En un instante, todos los hombres armados, de un extremo a otro de Patusán, estuvieron alertas, pero las orillas del río permanecieron tan silenciosas, que a no ser por los fuegos que ardían con repentinos fulgores borroneados, el pueblo habría podido estar tan dormido como en tiempos de paz. Una pesada bruma colgaba, muy baja, sobre el agua, y producía una especie de ilusoria luz gris que nada mostraba. Cuando la chalupa de Brown se deslizó del arroyo y entró en el río, Jim se encontraba en la baja punta de tierra, debajo de la empalizada del rajá… en el punto mismo en que por primera vez pisó las costas de Patusán. Una sombra se irguió, moviéndose en medio de la tonalidad gris, solitaria, corpulenta, pero que eludía constantemente la mirada. De ella surgió un murmullo de voz baja.
Brown, junto al timón, oyó que Jim decía con serenidad:
—Camino allanado. Será mejor que confíe en la corriente mientras dure la bruma; pero pronto se disipará.
—Sí, pronto veremos claro —respondió Brown.
Los treinta o cuarenta hombres que se hallaban apostados con mosquetes, preparados, fuera de la empalizada, contuvieron el aliento. El bugi dueño del prao, a quien vi en la galería de Stein, y que se encontraba entre ellos me dijo que el bote, que pasó muy cerca de la punta baja, pareció crecer durante un momento y erguirse como una montaña.
—Creo que vale la pena esperar un día afuera —gritó Jim—; trataré de enviarle algo… bueyes… algunos ñames…
La sombra siguió moviéndose.
—Sí, hágalo —dijo una voz, opaca y ahogada en medio de la niebla. Ninguno de los muchos atentos oyentes entendió lo que significaban las palabras, y luego Brown y sus hombres, con su bote, se alejaron flotando, y desaparecieron, espectrales, sin el menor sonido.
Y así, Brown, invisible en la bruma, sale de Patusán, codo a codo con Cornelius, en la vela de popa de la chalupa.
—Tal vez reciba un buey pequeño —dijo Cornelius—. Oh, sí. Buey. Ñame. Lo recibirá si él dice que se lo den. Siempre dice la verdad. Robó todo lo que tenía. Supongo que a usted le gustará un buey pequeño antes que el botín de muchas casas.
—Le aconsejo que frene la lengua, o alguien aquí, puede arrojarlo por la borda, en esta maldita bruma —dijo Brown. El bote parecía inmóvil; nada se veía, ni siquiera el río, sólo el polvo de agua que volaba y chorreaba, condensado, por sus barbas y rostros.
Era fantasmagórico, me dijo Brown. Cada uno de los hombres sintió como si estuviese solo, a la deriva, en un bote, perseguido por una sospecha casi imperceptible de fantasmas que suspiraban y mascullaban.
—Me arrojaría, ¿eh? Pero yo sabría dónde estoy —murmuró Cornelius, enfadado—. He vivido muchos años aquí.
—No los suficientes para ver a través de una neblina como esta —replicó Brown, recostándose, con el brazo moviéndose de un lado al otro en la inútil caña del timón.
—Sí. Lo bastante para eso —bufó Cornelius.
—Eso es muy útil —comentó Brown—. ¿Debo creer que puede encontrar esa corriente de que habló, a ciegas, de esta manera? Cornelius gruñó.
—¿Está demasiado cansado para remar? —preguntó luego de un silencio.
—¡No, por Dios! —gritó Brown, de pronto—. Saquen los remos, ahí.
Hubo grandes golpes en medio de la niebla que después de un rato se convirtieron en el crujido regular de remadas invisibles contra toletes invisibles.
Aparte de eso, nada había cambiado, y salvo el ligero chapoteo de la pala de un remo hundido en el agua, era como remar en la barquilla de un globo cautivo en medio de una nube, dijo Brown. A partir de ese momento Cornelius no abrió los labios, salvo para pedir a alguien con tono quejumbroso, que achicara el agua de su canoa, remolcada detrás de la chalupa. Poco a poco la bruma fue blanqueándose y se hizo luminosa, adelante. A la izquierda, Brown vio una oscuridad, como si hubiese estado mirando la espalda de la noche que se iba. De pronto una enorme rama cubierta de hojas apareció sobre su cabeza, y los extremos de ramitas, chorreantes e inmóviles, se curvaron, esbeltas, a lo largo. Cornelius, sin una palabra, le sacó de la mano la caña del timón.