Capítulo XLII

No creo que pudiese hacer otra cosa que mirar por ese sendero recto. Parecía intrigado por lo que vio, porque más de una vez se interrumpió en su narración para exclamar:

—Casi se me escurrió allí. No lo distinguía.

¿Quién era? Después de lanzarme una mirada salvaje continuaba, jubiloso y burlón. Para mí la conversación de esos dos a través del arroyo aparece ahora como el tipo más letal de duelo que haya contemplando el Destino, con su conocimiento de fríos ojos, del final.

No, no volvió el alma de Jim del revés, pero estoy muy equivocado si el espíritu tan absolutamente fuera de su alcance no se vio obligado a pro bar hasta las heces la amargura de ese choque. Esos eran los emisarios con quienes el mundo al cual había renunciado lo perseguía en su retiro.

Hombres blancos de «afuera», donde no se consideraba lo bastante bueno como para vivir. Eso fue lo único que le llegó: una amenaza, una sacudida, un peligro para su obra. Supongo que ese sentimiento triste, entre resentido y resignado, que se transparentaba en las pocas palabras que Jim decía de vez en cuando, fue lo que tanto intrigó a Brown en la lectura de su carácter. Algunos grandes hombres deben la mayor parte de su grandeza a la capacidad para percibir, en aquellos a quienes desean como herramientas, la cualidad exacta de fuerza que importa para su trabajo, y Brown, como si hubiese sido en verdad grande tenía el poder satánico de descubrir el mejor punto y el más débil en sus víctimas.

Me admitió que Jim no era de los que se pueden conquistar con adulaciones, y por lo tanto cuidó de mostrarse como un hombre que enfrentara sin arredrarse la mala suerte, la censura y el desastre.

El contrabando de unas pocas armas no era un gran delito, señaló. Y en cuanto a su llegada a Patusán, ¿quién tenía el derecho de decir que no había venido a suplicar? Los malditos pobladores de allí le dispararon desde ambas orillas sin detenerse a hacer preguntas. Presentó el argumento con descaro, pues en verdad la enérgica acción de Dain Waris había impedido las mayores calamidades; porque Brown me dijo con claridad que, al percibir las dimensiones del lugar, resolvió en el acto, mentalmente, que en cuanto tuviese un punto de apoyo haría fuego a izquierda y derecha, y empezaría por matar a todos los seres vivientes que tuviese a la vista, a fin de amedrentar y aterrorizar a la población. La desproporción de fuerzas resultaba tan grande que esa era la única manera de obtener la menor posibilidad de su objetivo… afirmó, en un acceso de tos. Pero no se lo dijo a Jim. En cuanto a las penurias y el hambre por la que pasaron, eran muy reales. Bastaba con echar una mirada a su grupo. Con un agudo silbido, hizo que todos sus hombres se presentaran en fila sobre los troncos, a plena vista, para que Jim pudiese verlos. En cuanto al asesinato del hombre, ello ocurrió… bueno… ocurrió… ¿pero no era esa una guerra, una guerra sanguinaria… de gente acorralada? Y el tipo fue muerto con limpieza, con un disparo en el pecho, y no como el pobre diablo de él que ahora yacía en el arroyo. Tuvieron que oírlo agonizar durante seis horas, con las entrañas desgarradas por los plomos. Por lo menos eso era vida por vida… Y todo eso fue dicho con la fatiga, con la audacia de un hombre acicateado por la mala suerte, hasta que ya no le importa hacia dónde corre.

Cuando le preguntó a Jim, con una especie de brusca y desesperada franqueza, si él mismo —ahora— no entendía que «cuando se trata de salvar la vida de uno en la oscuridad, no importa quién más pueda morir… si tres, treinta o trescientas personas», fue como si un demonio le hubiese susurrado un consejo al oído.

—Lo hice sobresaltarse —se jactó Brown ante mí—. Muy pronto dejó de hacerse el hombre recto conmigo.

Se quedó allí, sin nada que decir, tan negro como el trueno, mirando… no a mí… sino al suelo.

Preguntó a Jim si no había en su vida nada sospechoso que recordar, que se mostraba tan tremendamente duro con un hombre que intentaba salir de un agujero mortal por el primer medio que tuviese a mano… etcétera. A través de la ruda conversación corría una veta de sutil referencia a su sangre común, una suposición de experiencias comunes; una enfermiza sugestión de culpas comunes, de conocimientos secretos que eran como un lazo para la mente y el corazón de ambos.

Al cabo Brown se dejó caer cuan largo era y miró a Jim con el rabo del ojo. Jim, en su lado del arroyo, pensaba y movía las piernas. Las casas que se hallaban a la vista estaban silenciosas, como si una peste las hubiese despojado del último aliento de vida; pero muchos ojos invisibles se clavaban, desde adentro, en los dos hombres separados por el arroyo, en el blanco bote encallado y en el cadáver del tercer hombre semihundido en el fango. En el río, las canoas volvían a moverse, pues Patusán recuperaba su creencia en la estabilidad de las instituciones terrenales, desde el regreso del señor blanco.

En la orilla derecha, las plataformas de las casas, las balsas amarradas a las costas, hasta los techos de las chozas de baño, estaban cubiertos de personas que, lejos del alcance del oído, y casi de la vista, aguzaban la mirada hacia el otero, más allá de la empalizada del rajá. El silencio reinaba dentro del ancho anillo irregular de bosques, quebrado en dos lugares por el resplandor del río.

—¿Promete salir de la costa? —preguntó Jim.

Brown levantó y dejó caer la mano, entregándolo todo, por así decirlo, aceptando lo inevitable.

—¿Y entregará las armas? —continuó Jim. Brown se sentó y miro con furia hacia el otro lado.

—¡Entregar nuestras armas! No, hasta que venga a sacárnoslas de nuestras manos rígidas. ¿Cree que estoy loco de miedo? ¡Oh, no! Eso, y los harapos que tengo encima, es lo único que poseo en el mundo, además de unas pocas armas más, de cerrojo, a bordo; y espero vender todo en Madagascar, si alguna vez llego hasta allí… mendigando de barco en barco.

Jim nada dijo. Al cabo, arrojó la ramita que tenía en la mano y, como si hablara consigo mismo, afirmó:

—No sé si tengo el poder…

—¡No lo sabe! ¡Y hace un momento quería que entregara las armas! Qué bueno —exclamó Brown—. Suponga que le dicen una cosa a usted, y que a mí me hacen otra. —Se calmó visiblemente—. Apuesto a que tiene el poder, o si no, ¿qué sentido tiene toda esta conversación? —continuó—. ¿Para qué vino aquí? ¿Para saludar?

—Muy bien —dijo Jim, y levantó la cabeza de pronto, luego de un largo silencio—. Tendrá un camino libre, o una lucha limpia. —Giró sobre sus talones y se alejó.

Brown se levantó en el acto, pero no subió a la colina hasta que vio a Jim desaparecer entre las primeras casas No volvió a verlo. De regreso, se encontró con Cornelius acurrucado, con la cabeza entre los hombros. Se detuvo ante Brown.

—¿Por qué no lo mató? —preguntó con voz agria, desconforme.

—Porque podía hacer algo mejor —respondió Brown con sonrisa divertida.

—¡Nunca, nunca! —protestó Cornelius con energía—. No es posible. Yo viví aquí durante muchos años.

Brown lo miró con curiosidad. La vida de ese lugar en armas contra él tenía muchos aspectos, cosas que jamás descubriría. Cornelius se escurrió, melancólico, en dirección al río. Ahora abandonaba a sus nuevos amigos; aceptaba el desilusionador curso de los acontecimientos con una sombría obstinación que parecía condensar aún más su carita amarilla y vieja. Y mientras descendía miraba de reojo aquí y allá, sin abandonar su idea fija.

A partir de entonces, los acontecimientos se movieron sin tregua, fluyeron desde el corazón mismo de los hombres, como un torrente desde una fuente oscura, y vemos a Jim en medio de ellos casi siempre a través de los ojos de Tamb’ Itam. La mirada de la joven también lo observaba, pero la vida de ella está demasiado entrelazada con la de él.

Existe su pasión, su asombro, su ira, y sobre todo su temor y su amor que no perdona. De su fiel sirviente, que, como los demás, no entiende lo único que entra en juego es la fidelidad.

Una fidelidad y una creencia en su señor, tan fuertes, que hasta el asombro queda sometido, reducido a una especie de entristecida aceptación de un misterioso fracaso. Sólo tiene ojos para una figura, y a través de todos los laberintos del desconcierto conserva su expresión de guardián, de obediencia, de preocupación.

Su amo volvió de su conversación con los hombres blancos, caminó con lentitud hacia la empalizada, en la calle. Todos se regocijaron al verlo regresar, pues mientras estuvo ausente todos temieron, no sólo que lo mataran, sino también de lo que volvería a buscar. Jim entró en una de las casas, a la cual se había retirado el anciano Doramin, y se quedó asolas por un largo rato con el jefe de los colonos bugis. No cabe duda de que discutió con él, entonces, el camino que debían seguir, pero ningún hombre estuvo presente en la conversación. Sólo Tamb’ Itam, que se mantenía tan cerca de la puerta como le resultaba posible, oyó que su amo decía:

—Sí. Haré saber a la gente que tal es mi deseo; pero hablé con usted, oh Doramin, antes que con los otros, y a solas; pues usted conoce mi corazón tan bien como yo el suyo, y su mayor deseo. Y también sabe perfectamente que sólo pienso en el bien de la gente.

Luego su amo levantó la tela que cubría la puerta, salió, y él, Tamb’ Itam, vio al viejo Doramin adentro, sentado en el sillón, con las manos sobre las rodillas mirando entre los pies.

Después siguió a su amo hasta el fuerte, donde los principales habitantes bugis y patusán habían sido convocados para una conversación. Tamb’ Itam abrigaba la esperanza de que hubiese algún combate.

—¿Qué podíamos hacer, sino tomar otra colina? —exclamó, apenado. Pero en el pueblo muchos abrigaban la esperanza de que se pudiese inducir a los rapaces desconocidos, con la visión de tantos hombres valientes dispuestos a combatir, a que se fueran.

Sería bueno que se fueran. Desde que se hizo conocer la llegada de Jim, antes del alba, por el cañón disparado desde el fuerte y el ruido del gran tambor de allí, el miedo que pendía sobre Patusán quedó roto y retrocedió, como una ola ante una roca, dejando la hirviente espuma de la excitación, la curiosidad y una interminable especulación. La mitad de la población había sido sacada de sus hogares con fines de defensa, y vivía en la calle del lado izquierdo del río, apiñada en torno del fuerte y a la espera, a cada rato, de ver estallar en llamas sus viviendas abandonadas en la orilla amenazada. Existía una ansiedad general de que el asunto se solucionase con rapidez. A los asilados se les sirvió alimentos gracias a los cuidados de Joya. Nadie sabía qué haría su hombre blanco. Algunos señalaron que era peor que en la guerra de Sherif Alí. Después, a muchas personas no les importó; ahora todos tenían algo que perder. Los movimientos de las canoas que pasaban, ida y vuelta, entre las dos partes del pueblo, eran observados con interés. Un par de botes de guerra bugis se hallaban anclados en el centro del río, para protegerlo, y un hilo de humo se elevaba en la popa de cada uno; los hombres que lo tripulaban cocían su arroz del mediodía cuando Jim, después de sus entrevistas con Brown y Doramin, cruzó el río y entró por la puerta de su fuerte que daba acceso a él. La gente de adentro se apiñó en su derredor, de modo que apenas pudo encaminarse hacia la casa. No lo habían visto antes, porque a su llegada durante la noche sólo intercambió unas pocas palabras con la joven quien bajó al amarradero con ese fin, y luego se reunió con los jefes y los combatientes de la otra orilla. La gente le gritaba saludos. Una anciana provocó una carcajada al abrirse paso hasta la parte de adelante, frenética, y lo exhortó, con voz regañona, a que se ocupase de que sus dos hijos, quienes se encontraban con Doramin, no sufrieran daños a manos de los asaltantes. Varios de los presentes trataron de alejarla pero ella forcejeó y gritó:

—Déjenme. ¿Qué es esto, oh musulmanes? Esta risa es injustificada. ¿No son asaltantes crueles, sanguinarios, dispuestos a matar?

—Déjenla —dijo Jim y cuando de pronto se hizo un silencio, continuó con lentitud—. Todos estarán a salvo.

Entró en la casa antes de que el gran suspiro y los fuertes murmullos de satisfacción se hubiesen apagado.

No cabe duda de que había decidido que Brown debía tener un camino franco hacia el mar. Su destino, en rebelión, lo obligaba a actuar. Por primera vez tuvo que afirmar su voluntad frente a una oposición evidente.

—Hubo muchas conversaciones, y al principio mi amo guardó silencio —dijo Tamb’ Itam—. Llegó la oscuridad, y entonces encendí las velas de las largas mesas. Los jefes se hallaban sentados a cada lado, y la dama se mantenía a la derecha de mi amo.

Cuando él comenzó a hablar, la desacostumbrada dificultad pareció dar más fuerza a su decisión.

Los blancos esperaban ahora su respuesta en la colina.

El jefe de ellos le habló en el lenguaje de su propia gente, y aclaró muchas cosas que resultaba difícil explicar en cualquier otro idioma. Eran hombres extraviados, a quienes el sufrimiento había enceguecido y no les permitía diferenciar el bien y el mal. Es cierto que ya se habían perdido vidas, ¿pero por qué perder más? Declaró a sus oyentes, los jefes reunidos del pueblo, que el bienestar de ellos era el de él, sus pérdidas las de él, sus congojas las de él.

Observó los graves rostros que escuchaban, y les pidió que recordaran que habían combatido y trabajado juntos. Conocían su valentía… En ese momento lo interrumpió un murmullo… Y que nunca los había engañado. Durante muchos años vieron juntos. Amaba la región y a la gente que vivía en ella con un amor muy grande. Estaba dispuesto a responder con su vida por cualquier daño que les ocurriera, si se permitía que los hombres blancos y barbudos se retirasen. Eran malos pero su destino también había sido malo. ¿Alguna vez les había dado malos consejos? ¿Sus palabras provocaron en alguna ocasión sufrimientos al pueblo?, preguntó.

Creía que lo mejor sería dejar que esos blancos y sus seguidores llevasen su vida adelante. Sería un pequeño regalo.

—Yo, a quienes ustedes han puesto a prueba y encontraron siempre veraz, les pido que los dejen ir.

—Se volvió hacia Doramin. El viejo makhoda no hizo movimiento alguno.

—Entonces —dijo Jim—, llame a Dain Waris, su hijo, mi amigo, pues en este asunto yo no seré el que dirija.