Capítulo XLI

Hasta el último momento, hasta que la plena luz del día cayó sobre ellos con un salto, los fuegos de la orilla oeste llamearon vivos y claros, y luego Brown vio, entre un grupo de figuras coloreadas, inmóviles entre las casas avanzadas, a un hombre de ropas europeas, de casco, todo blanco.

—¡Ese es él; mire, mire! —dijo Cornelius, excitado.

Todos los hombres de Brown se habían puesto de pie, y se apiñaban a su espalda, con ojos apagados.

El grupo de vivos colores y rostros oscuros, con la figura blanca en el medio, observaba la loma.

Brown pudo ver brazos desnudos levantados para sombrear los ojos, y otros brazos morenos que señalaban.

¿Qué haría? Miró en torno, y los bosques que lo rodeaban por todas partes amurallaron el reñidero de gallos de un enfrentamiento desigual.

Volvió a mirar a sus hombres. Un desprecio, una fatiga, el deseo de vivir, el ansia de probar otra oportunidad otra tumba… lucharon en su pecho. En el contorno que le presentaba la figura le pareció que el hombre blanco, respaldado por todo el poder de la región examinaba su posición con binoculares.

Brown se puso de pie de un salto, sobre el tronco, levantó los brazos, las palmas hacia fuera. El grupo de color se apretujó en torno del hombre blanco, y retrocedió dos veces antes que éste se librara de ellos y caminase con lentitud, solo. Brown siguió de pie en el tronco hasta que Jim, que aparecía y desaparecía entre los retazos de maleza espinosa, llegó casi al arroyo. Entonces Brown descendió y bajó a recibirlo por su lado.

Se encontraron, se me ocurre, no muy lejos del lugar, tal vez en el mismo punto en que Jim dio el segundo salto desesperado de su vida… el salto que lo hizo caer dentro de la vida de Patusán, en la confianza, el amor y la certeza de la gente. Se enfrentaron a través del arroyo y con ojos firmes trataron de entenderse antes de abrir los labios. Su antagonismo debe haberse expresado en sus miradas. Sé que Brown odió a Jim a primera vista. Las esperanzas que hubiese podido albergar desaparecieron enseguida. No era el tipo de hombre que había esperado ver. Lo odió por eso y con su camisa de franela a cuadros con las mangas cortadas en y los codos, la barba gris, el rostro hundido, ennegrecido por el sol… maldijo, en el corazón, la juventud y seguridad del otro, su mirada clara y su porte sereno. ¡Ese individuo había hecho un largo camino antes que él! No se parecía a un hombre que estuviese dispuesto a dar nada a cambio de ayuda.

Tenía todas las ventajas de su lado: posesión, seguridad, poder; ¡estaba del lado de una fuerza abrumadora! No tenía hambre ni desesperación, y no parecía en modo alguno asustado. Y había algo, en la pulcritud misma de la vestimenta de Jim, desde el casco blanco hasta las polainas de lona y los zapatos cubiertos de arcilla que para la mirada sombría e irritada de Brown parecía pertenecer a cosas que, en la formación misma de su vida, había condenado y despreciado.

—¿Quién es usted? —preguntó Jim al cabo, hablando con su voz habitual.

—Me llamo Brown —respondió el otro en voz alta.

—Capitán Brown. ¿Cómo se llama usted? —Y Jim, luego de una pausa, continuó con voz tranquila como si no hubiese escuchado:

—¿Para qué vino aquí?

—Quiere saberlo —dijo Brown con amargura—. Es fácil saberlo. Tenemos hambre. ¿Y por qué vino usted?

El individuo se sobresaltó entonces, dijo Brown, al relatarme el comienzo de esa extraña conversación entre esos dos hombres, separados sólo por el lecho fangoso de un arroyo, pero de pie en los polos opuestos de la concepción de la vida que incluye a todo el género humano. El individuo se sobresaltó, y enrojeció. Demasiado importante para ser interrogado, supongo. Le dije que si me veía como a un hombre muerto con quien es posible tomarse libertades, él mismo no estaba mucho mejor, en verdad. Yo tenía arriba a un tipo que le apuntaba todo el tiempo, y sólo esperaba una señal de mí. No había motivos para escandalizarse por eso. Había bajado por su propia voluntad.

—Admitamos —dije— que los dos somos hombres muertos, y hablemos sobre esa base, como iguales.

Somos todos iguales ante la muerte —dije. Concedí que estaba allí como una rata en una trampa, pero habíamos sido empujados a ella e inclusive una rata atrapada puede morder. Me refutó enseguida.

—No si uno no se acerca a la trampa hasta que la rata está muerta.

Le dije que ese tipo de juego era suficiente para sus amigos nativos, pero que yo lo consideraba demasiado blanco para tratar, de ese modo, ni siquiera a una rata. Sí quería conversar con él. Pero no para suplicarle por mi vida. Mis hombres eran… bueno… lo que eran… hombres como él, de cualquier manera.

Lo único que queríamos de él era que viniese, en nombre del demonio, y lo discutiera.

—Maldito sea —dije, mientras él se quedaba allí, inmóvil como un poste de madera—. No querrá venir aquí todos los días, con sus binoculares, para contar cuántos de nosotros quedamos todavía de pie. Venga.

O traiga a su gente del demonio, o déjenos salir y morir de hambre en mar abierto, ¡por Dios! Usted fue blanco una vez, a pesar de toda esta pomposa conversación de que esta es su gente, y usted es uno de ellos. ¿Lo es? ¿Y qué diablos recibe por ello, qué encontró aquí que sea tan condenadamente precioso? ¿Eh? No querrá que nosotros bajemos… ¿verdad? Ustedes son doscientos contra uno. No querrá que bajemos y quedemos al descubierto. ¡Ah! Le prometo que le daremos un poco de diversión antes de terminar. Usted dice que atacamos en forma cobarde a gente que no molestaba. ¿Qué me importa si molestan o no, cuando yo me muero de hambre casi sin motivos? Pero no soy un cobarde. No lo sea usted Tráigalos o, por todos los infiernos, todavía nos las arreglaremos para hacer que la mitad de su pueblo nada ofensivo suba al cielo, junto con nosotros, envuelto en una nube de humo.

Era terrible —cuando me relataba esto—, ese torturado esqueleto de hombre, encogido, con la cara sobre las rodillas en una desdichada cama, en esa mísera choza, y levantando la cabeza para mirarme con maligna expresión de triunfo.

—Eso le dije… sabía cómo hablar —reinició el relato, con debilidad al comienzo, pero recuperando las fuerzas, con increíble velocidad, hasta llegar a una feroz expresión de su desprecio—. No nos iremos al bosque para vagar como una fila de esqueletos vivientes, y caer uno tras otro, para que las hormigas trabajen en nosotros antes de que hayamos muerto del todo. ¡Oh, no!…

—No merecen mejor suerte —dijo él.

—¿Y qué merece usted? —le grité—. ¿Usted, a quien encuentro encerrado aquí, con la boca repleta de su responsabilidad sobre vidas inocentes, de su maldita obligación? ¿Qué sabe de mí más de lo que yo sé de usted? Vine a buscar alimentos. ¿Me oye? Alimentos para llenarnos el vientre. ¿Y para qué vino usted? ¿Qué pidió cuando llegó? Nosotros no le pedimos más que una lucha o un camino libre para volver al lugar del cual vinimos…

—Yo lucharía con usted ahora —dice, tironeándose del bigotito.

—Y yo lo dejaría matarme, y buena suerte —respondí.

—Para mí, este es un punto de partida tan bueno como cualquier otro. Estoy harto de mi suerte infernal. Pero sería demasiado fácil. Están mis hombres en el mismo bote… y por Dios, no soy de los que se libran de sus problemas y los dejan en una condenada estacada —dije. Se quedó pensando durante un rato, y luego quiso saber qué había hecho («allá», dice, señalando con la cabeza el arroyo, hacia abajo) para estar tan furioso.

—¿Nos hemos encontrado para contarnos la historia de nuestras vidas? —le pregunto—. Supongamos que empieza usted. ¿No? Bien estoy seguro de que no quiero escucharla. Guárdesela. Sé que no es mejor que la mía. Yo he vivido… y también usted aunque habla como si fuese una de esas personas que debería tener alas para andar de un lado al otro sin tocar la tierra sucia. Y bien… es sucia. Yo no tengo alas. Estoy aquí porque una vez tuve miedo, en mi vida.

¿Quiere saber de qué? De una cárcel. Eso me asusta, y puede saberlo… si le sirve de algo. No preguntaré qué lo asustó tanto como para hacerlo meterse en este agujero infernal, donde parece haber encontrado una muy buena recompensa. Esa es su suerte, y esta es la mía… el privilegio de rogar el favor de que lo maten a uno de un disparo, o que le den un puntapié para quedar en libertad y morirse a su manera…

El cuerpo debilitado se le estremeció con un júbilo tan vehemente, tan seguro y malicioso, que pareció haber ahuyentado a la muerte que lo esperaba en esa choza. El cadáver de su loco egoísmo se irguió de entre los trapos y el abandono, como de entre los negros horrores de una tumba. Es imposible decir cuánto le mintió a Jim entonces, cuánto me mentía ahora y cuánto se mentía siempre a sí mismo. La vanidad juega astutas bromas a nuestra memoria, y la verdad de todas las pasiones necesita cierta ficción para hacerla vivir. De pie ante las tumbas del otro mundo, con el aspecto de un mendigo, abofeteó a ese mundo en la cara, le escupió, le lanzó una inmensidad de desprecio y rebelión que se acumulaban en el fondo de sus fechorías. Los dominó a todos… hombres, mujeres, salvajes, comerciantes, rufianes, misioneros y a Jim… ese maldito de rostro carnoso. No le mezquiné ese triunfo in artículo mortis, esa ilusión casi póstuma de haber hallado casi toda la tierra bajo los pies.

Mientras se jactaba, en su sórdida y repulsiva agonía, no pude dejar de pensar en la conversación, en medio de risotadas, vinculada con la época de su máximo esplendor, en que, durante un año o más, el barco del Caballero Brown se veía, durante días enteros, revoloteando en torno de un islote rodeado de verde sobre azul, con el punto negro de la casa de la misión, en una playa blanca; en tanto que el Caballero Brown, en tierra, derramaba sus hechizos sobre una joven romántica para quien Melanesia había sido excesiva, y daba esperanzas de una notable conversión a su esposo. El pobre hombre, en algún momento, después, expresó la intención de conquistar «al capitán Brown para una forma de vida mejor»…

—Conquistar al Caballero Brown para la Gloria —como lo expresó un vagabundo de mirada extraviada en una ocasión—, nada más que para que viesen arriba, qué aspecto tenía un capitán de un mercante del Pacífico occidental.

Ese era el hombre que había huido con una mujer moribunda, y que derramó lágrimas sobre su cuerpo.

—Se comportó como un niño grande —jamás se cansaba de decir el que entonces era su primer oficial—, y no sé dónde apareció la broma, aunque los kanakas muertos me maten a puntapiés. ¡Pero señores! Si ella ya estaba casi al borde de la muerte cuando él la hizo subir a bordo para conocerlo; permanecía echada de espaldas, en la litera de él, mirando la viga con espantosa mirada brillante… y después murió. Un tipo de fiebre muy mala supongo…

Recordé todas estas historias mientras, alisándose la mata enredada de la barba con una mano lívida, me contaba, desde su ruidoso camastro, cómo envolvió, convenció, dominó a ese maldito inmaculado individuo del tipo de los no-me-toquen.

Admitió que no pudo asustarlo, pero había una forma, «tan ancha como un camino de portazgo, para entrar y sacudirle su almita barata y dársela vuelta del revés, y de arriba abajo… ¡Por Dios!».