El objetivo de Brown consistía en ganar tiempo siguiendo la corriente de la diplomacia de Kassim.
Para llevar a cabo un verdadero negocio, no podía dejar de pensar que el hombre blanco era la persona con quien había que trabajar. No imaginaba que semejante individuo (quien en fin de cuentas debía ser condenadamente listo para haberse apoderado de esa manera de los nativos) rechazara una ayuda que evitaría la necesidad de un fraude lento, cauteloso, riesgoso, que se imponía como la única línea de conducta posible para un solo hombre. Él, Brown, le ofrecería el poder. Nadie vacilaría ante eso. Todo comenzaba a aclararse. Por supuesto que se dividirían el botín. La idea de que existiese un fuerte —ya preparado, al alcance de la mano—, un verdadero fuerte, con artillería (eso lo sabía por Cornelius), lo excitó. Si conseguía entrar… Impondría modestas condiciones. Pero no muy reducidas. El hombre no era un tonto, en apariencia. Trabajarían como hermanos hasta… hasta que llegara el momento de una disputa y un disparo que saldara todas las cuentas. Con torva impaciencia de saqueo, tuvo deseos de hablar con el hombre en el mismo instante.
La tierra ya parecía ser suya para hacerla pedazos, estrujarla y arrojarla. Entretanto era preciso engañar a Kassim, primero por los alimentos… y como cuerda de repuesto para el arco. Pero lo principal consistía en conseguir algo que comer todos los días. Además, no le molestaba combatir por cuenta del rajá, y dar una lección a quienes lo habían recibido con disparos. El ardor de la batalla lo invadía.
Lamento no poder darle esta parte de la historia, que, por supuesto, conozco principalmente por Brown, en las propias palabras de éste. En el habla interrumpida, violenta, de este hombre, que me revelaba sus pensamientos con la mano de la Muerte sobre su garganta, se advertía una indisimulada inflexibilidad de objetivos, una extraña actividad vengativa hacia su propio pasado, y una ciega creencia en lo justo de su voluntad contra todo el género humano, algo así como el sentimiento que puede inducir al dirigente de una horda de asesinos vagabundos a bautizarse, con orgullo, con el título de Flagelo de Dios. No cabe duda de que la natural ferocidad insensata que constituye la base de ese carácter resultaba exasperada por el fracaso, la mala suerte y las privaciones recientes, así como la situación desesperada en que se encontraba él. Pero lo más notable de todo era que, mientras planeaba traicioneras alianzas, ya había decidido, en sus pensamientos, el destino del hombre blanco, e intrigado en forma imperiosa, negligente, con Kassim, a la vez que se podía percibir que lo que en verdad deseaba, casi a despecho de sí, era causar estragos en esa población de la selva que lo había desafiado, verla sembrada de cadáveres y envuelta en llamas.
Al escuchar su voz jadeante, implacable, me imaginé cómo debe haberla mirado desde la colina, poblándola de imágenes de asesinato y rapiña. La parte más cercana al arroyo tenía un aspecto abandonado, como si en verdad cada casa ocultase unos pocos hombres armados y alertas. De pronto, más allá de la extensión de tierra arrasada, con retazos de bajos matorrales densos, excavaciones, montículos de escombros, con veredas holladas, un hombre solitario y en apariencia muy pequeño, salió a la calle desierta, entre los edificios cerrados, oscuros e inertes del extremo. Tal vez uno de los habitantes, que había huido a la otra orilla del río y regresaba en busca de algún objeto de uso doméstico. Era evidente que se suponía muy a salvo a esa distancia de la loma, al otro lado del arroyo. Una empalizada ligera, levantada deprisa, rodeaba la esquina de la calle, llena de sus amigos. Se movía con pasos lentos. Brown lo vio, y en el acto llamó a su lado al desertor yanqui, quien actuaba como una especie de segundo jefe.
Ese individuo desgarbado, desarticulado, se adelantó, con el rostro pétreo, arrastrando perezosamente el rifle. Cuando entendió lo que se le pedía, una sonrisa homicida y engreída le descubrió los dientes, imprimiéndole dos profundos pliegues en las mejillas cetrinas y correosas. Se jactaba de ser un gran tirador. Apoyó una rodilla en tierra y, tomando puntería desde un firme apoyo a través de las ramas de un árbol caído, hizo fuego, y enseguida se puso de pie para mirar. El hombre, lejos, volvió la cabeza hacia el estampido, dio otro paso hacia delante, pareció vacilar, y de pronto cayó de manos y rodillas.
En el silencio que sobrevino después del seco restallido del rifle, el tirador, con la vista clavada en su presa, conjeturó que «la salud de ese negro nunca volverá a ser una fuente de ansiedad para sus amigos».
Se vio que el hombre movía los miembros con rapidez, por debajo del cuerpo, en un esfuerzo por correr a gatas. En el espacio desierto surgió un grito multitudinario de congoja y sorpresa. El hombre cayó de bruces y no se movió más.
—Eso les mostró lo que podíamos hacer —me dijo Brown—. Les metió el miedo a la muerte repentina.
Eso es lo que queríamos. Eran doscientos contra uno, y eso les dio algo que pensar durante la noche.
Ninguno de ellos había pensado nunca en un disparo tan largo. El pobre diablo del rajá corrió ladera abajo con los ojos saliéndosele de la cabeza.
Mientras me lo contaba, trató, con mano temblorosa, de enjugarse la leve espuma que le cubría los labios azules.
—Doscientos a uno. Doscientos contra uno sembrar el terror… terror, terror, le digo…
Los ojos se le salían de las órbitas. Cayó hacia atrás, arañó el aire con dedos huesudos, se incorporó de nuevo, encorvado y velludo, me miró de costado como un hombre-bestia de las narraciones populares, con la boca abierta en su desdichada y horrenda tortura, antes de recuperar el habla después de ese acceso. Hay visiones que uno jamás olvida.
Además, para atraer el fuego del enemigo y ubicar a quienes podían estar ocultos entre los arbustos, a lo largo del arroyo, Brown ordenó que el isleño de las Salomón bajase al bote y trajera un remo, como quien manda a un perro de aguas a buscar un palo en el arroyo. Eso fracasó, y el individuo volvió sin que se le hiciera desde lugar alguno un solo disparo.
—No hay nadie —opinó uno de los hombres.
—No es natural —señaló el yanqui. Para entonces, Kassim se había ido, muy impresionado, y, además, satisfecho, aparte de un tanto inquieto. En su tortuosa política, envió un mensaje a Dain Waris, advirtiéndole que debía esperar el barco de los hombres blancos, que, según se le había informado, estaba a punto de subir río arriba. Minimizó su fuerza y lo exhortó a oponerse a su paso. Esta falsedad respondía a sus objetivos, que consistían en mantener divididas las fuerzas de los bugis y debilitarlas por medio de la lucha. Por otro lado, durante el día había hecho saber a los jefes bugis reunidos en la ciudad que trataba de inducir a los invasores a retirarse; sus mensajes al fuerte pedían, con ansiedad, pólvora para los hombres del rajá. Hacía tiempo ya que Tunku Allang había distribuido municiones para los veintitantos mosquetes antiguos que se enmohecían en sus armeros, en el salón de audiencias. Las francas relaciones entre la colina y el palacio inquietaban a todos. Ya era hora de que los hombres tomasen partido, comenzó a decirse. Pronto habría derramamientos de sangre, y después, grandes problemas para muchos. La trama social de una vida ordenada y pacífica, en que cada hombre estaba seguro del mañana, el edificio levantado por las manos de Jim, pareció esa noche a punto de derrumbarse en una ruina empapada en sangre. Los más pobres ya huían al monte o río arriba. Muchos de la clase superior consideraban necesario ir a presentar sus respetos al rajá. Los jóvenes de éste los trataban con rudeza. El viejo Tunku Allang, casi enloquecido de temor e indecisión, mantenía un silencio hosco o los insultaba con violencia por atreverse a llegar con las manos vacías. Se iban asustados. Sólo el viejo Doramin mantenía unidos a sus hombres y seguía sus tácticas de manera inflexible. Entronizado en un gran sillón, detrás de la empalizada improvisada, emitía sus órdenes en un profundo retumbo velado, inconmovible, como un sordo, en medio de los rumores que volaban.
Cayó el ocaso, que ocultó primero el cadáver del muerto, que yacía, con los brazos extendidos, como clavado al suelo, y después la esfera giratoria de la noche rodó, suave, sobre Patusán, y se detuvo, bañando la tierra con el fulgor de incontables mundos. Una vez más, en la parte expuesta del pueblo, grandes fogatas llamearon a lo largo de la única calle, y revelaron, de distancia en distancia, con sus resplandores, las caídas líneas rectas de los techos, los fragmentos de paredes mezcladas en confusión, aquí y allá toda una choza elevada entre las llamas, sobre las franjas negras verticales de un grupo de altos pilotes; y toda esa línea de viviendas, revelada en retazos por las llamas móviles, parecía parpadear en dad, al pie de la colina; pero la otra orilla del río, a oscuras, aparte de una fogata solitaria en la orilla ante el fuerte, hacía ascender en el aire un creciente temblor que habría forma tortuosa, río arriba, en la penumbra del corazón de la región. Un gran silencio, en el cual las alturas de las hogueras sucesivas jugaban sin ruido, se extendía en la oscuridad, podido ser el del ruido de una multitud de pasos, el zumbido de muchas voces o la caída de una cascada inmensamente distante. Brown me confesó entonces que, mientras de espalda a sus hombres, lo observaba todo, a pesar de su desdén, de su implacable fe en sí mismo, se apoderó de él un sentimiento de que por último se había dado la cabeza contra la pared de piedra. Si su bote hubiese podido flotar en ese momento, le pareció que habría podido tratar de huir, correr el riesgo de una larga persecución por el río y de una muerte por hambre en el mar. Era dudoso que consiguiera irse. Pero no lo intentó. Durante otro instante tuvo el pensamiento fugaz de atacar el pueblo, pero se dio cuenta muy bien de que a la postre se encontraría en la calle iluminada, donde serían muertos como perros desde las casas.
Eran doscientos contra uno, pensó, mientras sus hombres, acurrucados en torno de dos montículos de ascuas humeantes, mascaban las últimas bananas y tostaban los últimos ñames que debían a la diplomacia de Kassim. Cornelius se hallaba sentado entre ellos y dormitaba, enfurruñado.
Entonces uno de los blancos recordó que en el bote había quedado un poco de tabaco y, estimulado por la impunidad del hombre de las Salomón, dijo que iría a buscarlo. Al oír esto, los otros se quitaron de encima su melancolía. Se consultó a Brown, quien dijo.
—Vayan, y malditos sean —con desprecio. No creía que hubiese peligro alguno en bajar al arroyo en la oscuridad. El hombre pasó una pierna sobre el tronco de árbol, y desapareció. Un momento más tarde se lo oyó trepar al bote, y luego bajar de él.
—Lo tengo —gritó. Una llamarada y un estampido al pie de la colina siguieron al grito—. Estoy herido —aulló el hombre—. Cuidado, cuidado… estoy herido —y en el acto todos los rifles dispararon. La colina lanzó ruido y fuego a la noche, como un pequeño volcán, y cuando Brown y el yanqui, con maldiciones y golpes, detuvieron el aterrorizado fuego de fusilería, un profundo gemido fatigado subió flotando desde el arroyo, seguido por una queja cuya desgarradora tristeza era como un veneno que helaba la sangre en las venas. Entonces una voz fuerte pronunció varias palabras claras e incomprensibles, en algún lugar, más allá del arroyo.
—Que nadie dispare —gritó Brown—. ¿Qué quiere decir eso?
—¿Me escuchan, en la colina? ¿Me escuchan? ¿Me escuchan? —repitió la voz tres veces. Cornelius tradujo, y luego sugirió la respuesta.
—Hable —gritó Brown—, oímos.
Entonces la voz, declamatoria en el sonoro tono inflado de un heraldo, y moviéndose continuamente en el borde de la vaga tierra quemada, proclamó que entre los hombres de la nación bugi que vivían en Patusán y los hombres blancos de la colina y quienes lo acompañaban no podía existir fe, ni compasión, ni diálogo, ni paz. Una maleza susurró; resonó una salva al azar.
—¡Qué tontería! —masculló el yanqui, apoyando, irritado, la culata en el suelo. Cornelius tradujo. El hombre herido, al pie de la colina, después de gritar dos veces «¡Súbanme, súbanme!», siguió quejándose, gimiente. Mientras se mantuvo en la tierra ennegrecida de la ladera, y después, agazapado en el bote, estuvo a salvo. Parece que en su alegría al encontrar el tabaco, se olvidó de lo que sucedía y saltó por el costado, por decirlo así. El bote blanco, alto y seco, lo destacó; el arroyo no tenía más de siete metros de ancho en ese lugar, y había un hombre agazapado entre las malezas de la otra orilla.
Era un bugi de Tondano, que había llegado a Patusán en los últimos días, pariente del hombre muerto por la tarde. En verdad, el famoso disparo largo había aterrorizado a los espectadores. El hombre fue derribado en medio de la más absoluta seguridad, a plena vista de sus amigos, y cayó con una broma en los labios, y la gente vio en el acto una atrocidad que provocó una enconada cólera.
Ese pariente de él, de nombre Si Lapa, se hallaba entonces con Doramin en la empalizada, a unos pocos metros de distancia. Usted, que conoce a esa gente debe admitir que el individuo mostró una valentía poco común al presentarse como voluntario para llevar el mensaje, solo, en la oscuridad. Al arrastrarse a través del terreno abierto, se deslizó hacia la izquierda y se encontró frente al bote. Se sobresaltó cuando el hombre de Brown grité. Se sentó, con el arma al hombro y cuando el otro saltó, quedando al descubierto, oprimió el disparador y metió tres plomos, a boca de jarro, en el estómago del pobre diablo. Luego, boca abajo, se fingió muerto, en tanto que una tenue lluvia de plomo cortaba y sacudía los arbustos, cerca de su mano derecha. Después pronunció su discurso a gritos, doblado en dos, escurriéndose a cada instante para protegerse. Con la última palabra, saltó de costado, permaneció inmóvil durante un rato, y después volvió a las casas, indemne, y esa noche logró un renombre que sus hijos jamás dejarían extinguir por su propia voluntad.
Y en la colina la desolada banda dejó que los dos pequeños montículos de ascuas se extinguieran bajo sus cabezas inclinadas. Permanecieron sentados, mustios, en el suelo, con los labios apretados y la mirada baja, mientras escuchaban a su camarada del pie de la colina. Éste era un hombre fuerte, y tardó en morir, con gemidos de pronto estentóreos, de pronto descendentes, hasta llegar a una extraña nota confidencial de dolor. A veces aullaba, y al cabo, luego de un período de silencio se lo escuchaba mascullar, delirante, una queja larga e ininteligible.
No calló ni por un instante.
—¿De qué sirve? —había dicho Brown, sin moverse, una vez, viendo al yanqui, que, maldiciendo entre dientes, se disponía a descender.
—En efecto —asintió el desertor, y desistió a desgana—. Acá no hay estímulo para los heridos, sólo que el ruido que hace conseguirá que los otros piensen demasiado en el más allá, capitán.
—¡Agua! —gritó el herido, con voz extraordinariamente clara y vigorosa, y luego continuó gimiendo, con débiles asombros.
—Sí, agua. El agua le hará bien —murmuró el otro para sí, resignado—. Pronto tendrá de sobra. La marea sube.
Al cabo subió la marea, que silenció las quejas y los gritos de dolor, y el alba estaba cerca cuando Brown, sentado con la barbilla en la palma de la mano, ante Patusán, como quien pudiese observar el costado in escalable de una montaña, escuchó el breve ladrido resonante de un cañón de bronce, de seis libras, lejos, en algún lugar del pueblo.
—¿Qué es eso? —preguntó a Cornelius, quien rondaba a su alrededor. Cornelius escuchó. El apagado rugido de un grito rodó río abajo, sobre el pueblo; un gran tambor palpitó, los otros respondieron, latiendo, atronadores. Minúsculas luces dispersas empezaron a parpadear en la media luz del pueblo, en tanto que la parte iluminada por los fuegos canturreaba con un murmullo profundo y prolongado.
—Llegó —dijo Cornelius.
—¿Qué? ¿Ya? ¿Está seguro? —preguntó Brown.
—¡Sí! ¡Sí! Seguro. Escuche el ruido.
—¿Por qué hacen ese alboroto? —continuó Brown.
—Por alegría —bufó Cornelius—. Es un gran hombre, pero de todos modos, no sabe más que un niño, y por lo tanto; hacen grandes ruidos para complacerlo, porque no tienen sensatez.
—Vea —dijo Brown—, ¿cómo se puede llegar hasta él?
—Él vendrá a hablar con usted —declaró Cornelius.
—¿Qué quiere decir? ¿Vendrá aquí, paseando, por así decirlo? Cornelius asintió con vigor, en la oscuridad.
—Sí. Vendrá aquí en línea recta, y conversará con usted. Es como un tonto. Ya verá qué tonto es.
Brown se mostró incrédulo.
—Ya lo verá, lo verá —repitió Cornelius—. No tiene miedo… no le teme a nada. Vendrá y le ordenará que deje a su gente en paz. Todos deben dejar a su gente en paz. Escomo un chiquillo. ¡Vendrá en línea recta! ¡Ay!, conocía muy bien a Jim… ese «pequeño zorrino ruin», como me lo describió Brown.
—Sí, por cierto —continuó con ardor—, y entonces, capitán, dígale a ese hombre alto, el del rifle, que lo mate. Mátelo, y asustará tanto a todos, que podrá hacer lo que les plazca con ellos después… conseguir lo que quiera… Irse cuando se le ocurra. ¡Ja, ja, ja! Magnífico…
Casi bailoteó de impaciencia y avidez. Y Brown, que lo miraba por sobre el hombro, pudo ver, destacados por la implacable luz de la aurora, a sus hombres empapados de rocío, sentados sobre las cenizas frías y los desperdicios del campamento, macilentos, amedrentados y harapientos.