Capítulo XXXIX

Todos los sucesos de esa noche tienen gran importancia, pues provocaron una situación que permaneció invariable hasta el regreso de Jim. Éste se encontraba en el interior desde hacía más de una semana, y Dain Waris fue quien dirigió el primer contraataque. Ese joven valiente e inteligente («quien sabía luchar como los blancos») quiso solucionar el asunto que tenía entre manos, pero su gente era indócil. No tenía el prestigio y la reputación raciales de Jim, de poderes invencibles, sobrenaturales.

No era la encarnación visible, tangible, de una verdad inatacable y de una victoria segura. A pesar de que se lo amaba, se confiaba en él y se lo admiraba, seguía siendo uno de ellos en tanto que Jim era uno de los otros. Lo que es más, el hombre blanco, torre de fuerza por sí mismo, era invulnerable, en tanto que a Dain Waris se lo podía matar.

Esos pensamientos inexpresados orientaban las opiniones de los principales hombres del pueblo, quienes decidieron reunirse en el fuerte de Jim para deliberar acerca de la emergencia, como si esperasen encontrar sabiduría y valor en la morada del hombre blanco ausente. Los disparos de los rufianes de Brown habían sido hasta entonces buenos, o afortunados, a tal punto, que produjeron media docena de bajas entre los defensores. Los heridos yacían en la galería, atendidos por sus mujeres. Las mujeres y los niños de la parte baja del pueblo fueron enviados al fuerte ante la primera alarma. Allí dirigía Joya, muy eficiente y animosa, obedecida por «la gente de Jim», quienes abandonaron en bloque su pequeño caserío de la empalizada y llegaron para reforzar la guarnición. Los refugiados se apiñaban en derredor de ella; y a lo largo de todo el asunto, hasta el desastroso final, la joven mostró un extraordinario ardor marcial. A ella acudió Dain Waris enseguida, al tener la primera noticia de peligro, pues tiene que saber que Jim era el único de Patusán que poseía un abastecimiento de pólvora. Stein, con quien mantenía relaciones íntimas por correspondencia, obtuvo del gobierno holandés una autorización especial para exportar quinientos barrilitos de ella a Patusán.

La santabárbara era una choza pequeña, con troncos sin desbastar, cubierta por entero de tierra, y en ausencia de Jim la joven tenía la llave. En el consejo, realizado a las once de la noche en el comedor de Jim, ella respaldó la opinión de Waris, de una acción inmediata y vigorosa. Me dicen que se mantuvo de pie al lado de la silla vacía de Jim, a la cabecera de la larga mesa, y pronunció un discurso bélico y apasionado, que en ese momento arrancó murmullos de aprobación de los jefes reunidos. El anciano Doramin, quien hacía más de un año que no salía de sus portones, fue llevado con grandes dificultades.

Por supuesto, era el principal de todos los hombres.

El estado de ánimo del consejo era inexorable, y la palabra del anciano habría resultado decisiva; pero en mi opinión, consciente de la ardorosa valentía de su hijo, no se atrevió a pronunciarla. Predominaron los consejos más dilatorios. Cierto Haji Saman señaló, en gran detalle, que «esos hombres tiránicos y feroces se habían librado de una muerte segura, sea como fuere. Se mantendrían firmes en su colina y morirían, o tratarían de recuperar su bote, y ser objeto de disparos desde emboscadas del otro lado del arroyo, o intentarían huir al bosque, para morir allí uno tras otro». Argumentó que mediante el uso de adecuadas estratagemas, esos desconocidos de maligna mentalidad podían ser destruidos sin el riesgo de un combate, y sus palabras tuvieron gran peso, en especial entre los hombres del Patusán propiamente dicho. Lo que desconcertaba a los hombres del pueblo era el hecho de que los botes del rajá no hubiesen actuado en el momento decisivo. El diplomático Kassim representaba al rajá en el consejo.

Habló muy poco, escuchó sonriente, muy amistoso e impenetrable. Durante la sesión, cada pocos minutos llegaban mensajeros, con informes de las actividades de los invasores. Volaban locos y exagerados rumores: había un gran barco en la boca del río, con grandes cañones y muchos más hombres… algunos blancos, otros de piel negra y de aspecto sanguinario. Llegaban con muchos botes más, para exterminar a todos los seres vivientes. Un sentimiento de peligro inminente, incomprensible, afectaba a los hombres más sencillos. En un momento cundió el pánico en el patio, entre las mujeres: chillidos carreras, niños que lloraban… Haji Saman salió a tranquilizarlos. Luego un centinela del fuerte disparó contra algo que se movía en el río, y casi mató a un aldeano que traía a sus mujeres en una canoa, junto con sus mejores utensilios domésticos y una docena de aves de corral. Esto provocó más confusión. Entre tanto, la conversación en la casa de Jim continuaba en presencia de la joven.

Doramin se hallaba sentado con expresión feroz, pesado; miraba a los oradores, por turno, y respiraba con lentitud, como un buey. No habló hasta el final, después que Kassim declaró que los botes del rajá serían retirados porque los hombres hacían falta para defender la empalizada de su amo. En presencia de su padre, Dain Waris no quería ofrecer opiniones, aunque la joven le rogó, en nombre de Jim, que hablase. Le ofreció los hombres de Jim, en su ansiedad por expulsar enseguida a los intrusos.

Dain Waris meneó la cabeza, después de una o dos miradas a Doramin. Por último, cuando la reunión terminó, quedó decidido que la casa más cercana al arroyo sería ocupada por una gran fuerza, para mantener el dominio sobre el bote del enemigo. No se tocaría la embarcación misma, en forma abierta, para que los asaltantes de la colina sintiesen la tentación de embarcarse, momento en que un fuego bien dirigido los mataría a todos, sin duda alguna. Para cortar la retirada de quienes pudieran sobrevivir, y para impedir que llegaran más de ellos Doramin ordenó a Dain Waris que llevase un grupo armado de bugis, río abajo, hasta cierto punto, a quince kilómetros de Patusán, para constituir allí un campamento en la orilla y bloquear el río con las canoas.

No creo ni por un momento que Doramin temiese la llegada de nuevas fuerzas. Mi opinión es que su conducta se orientaba sólo por su deseo de mantener a su hijo a salvo de riesgos. Para impedir un ataque al pueblo, al alba se iniciaría la construcción de una empalizada, en el extremo de la calle de la orilla izquierda. El anciano makhoda declaró su intención de tomar el mando allí, él mismo. Enseguida se llevó a cabo una distribución de pólvora, balas y fulminantes.

Enviarían varios mensajeros, en distintas direcciones, en busca de Jim, cuyo paradero exacto se desconocía.

Esos hombres salieron al alba, pero antes de entonces Kassim había conseguido iniciar una comunicación con el asediado Brown.

Este consumado diplomático y confidente del rajá, al salir del fuerte para volver al lugar en que se encontraba su amo, se llevó en su bote a Cornelius, a quien encontró escurriéndose, mudo, entre la gente del patio. Kassim tenía un pequeño plan propio, y lo necesitaba como intérprete. Así fue que hacia la mañana Brown, quien reflexionaba acerca de la naturaleza desesperada de su situación, oyó desde el fangoso hoyo cubierto de malezas una voz amistosa, temblorosa, tensa, que pedía a gritos —en inglés— permiso para subir, bajo promesa de seguridad personal y con una misión de suma importancia.

Se sintió alborozado. Si se le hablaba, ello quería decir que ya no era un animal salvaje perseguido.

Esos sonidos amistosos le quitaron de encima, en el acto, la espantosa tensión de la atenta vigilancia, como la de un ciego que no sabe de dónde puede llegar el golpe mortal. Fingió una gran resistencia a recibir a nadie. La voz declaró que era «un hombre blanco. Un anciano pobre, arruinado, que vive aquí desde hace años». Una bruma, húmeda y fría, cubría las laderas del cerro, y luego de más gritos de uno a otro, Brown dijo:

—¡Suba, entonces, pero solo! En verdad —me dijo, retorciéndose de ira ante el recuerdo de su impotencia—, no tenía mayor importancia.

No podían ver más allá de unos metros, y ninguna traición empeoraría su situación. Muy pronto Cornelius, con su atavío cotidiano de camisa y pantalones sucios y harapientos, descalzo, con un casco de corcho de ala rota en la cabeza se perfiló vagamente, escurriéndose hacia las defensas, vacilando, deteniéndose para escuchar, en postura vigilante.

—¡Suba! Está a salvo —gritó Brown, mientras sus hombres miraban con los ojos muy abiertos. Todas sus esperanzas de vida se concentraron de pronto en ese recién llegado maltrecho, mezquino, quien en profundo silencio trepaba con torpeza sobre el tronco de un árbol caído, y tembloroso, con rostro agrio y desconfiado, observaba a su alrededor el grupito de desesperados barbudos, ansiosos, insomnes.

Media hora de conversación confidencial con Cornelius le abrió a Brown los ojos en cuanto a los asuntos internos de Patusán. En el acto despertó.

Había posibilidades, inmensas posibilidades; pero antes de poder discutir las proposiciones de Cornelius, pidió que se le enviasen algunos alimentos, como garantía de buena fe. Cornelius se fue, se deslizó pesadamente colina abajo, del lado del palacio del rajá, y al cabo de una breve demora subieron tinos pocos de los hombres de Tunku Allang, con una escasa provisión de arroz, pimientos y pescado seco. Eso era muchísimo mejor que nada. Más tarde Cornelius volvió acompañado por Kassim, quien se presentó con una expresión de perfecta confianza y buen humor, en sandalias, y envuelto del cuello hasta los tobillos en una tela azul oscura. Estrechó la mano de Brown con discreción, y los tres se apartaron para una conferencia. Los hombres de Brown, recuperada la confianza, se palmeaban la espalda unos a otros, y lanzaban miradas de conocedores a su capitán, en tanto que se ocupaban de los preparativos de la comida.

Kassim sentía una gran hostilidad hacia Doramin y sus bugis, pero odiaba aún más el nuevo orden de cosas. Se le ocurrió que esos blancos, junto con los partidarios del rajá, podían atacar y derrotar a los bugis antes del regreso de Jim. Luego, razonó, era inevitable que se produjese una deserción general de la gente del pueblo, y terminaría entonces el reinado del hombre blanco que protegía a los pobres.

Después se podía pensar en los nuevos aliados.

Éstos carecerían de amigos. El individuo percibía muy a las claras la diferencia de carácter, y muy pronto vio a bastantes de los hombres blancos para saber que estos recién llegados eran proscritos, hombres sin patria. Brown mantuvo un comporta miento severo e inescrutable. Cuando escuchó por primera vez la voz de Cornelius que pedía que se lo recibiese, ello le trajo apenas la esperanza de una vía de escape. En menos de una hora, otros pensamientos hervían en su cabeza. Empujado por una extrema necesidad, había llegado allí para robar alimentos, unas pocas toneladas de caucho, tal vez unos pocos dólares, y se encontraba envuelto en mortíferos peligros. Ahora, a consecuencia de las proposiciones de Kassim, comenzaba a pensar en apoderarse de toda la región. En apariencia, algún maldito individuo había logrado hacer algo por el estilo… y por su propia cuenta. Pero no era posible que lo hubiese hecho muy bien. Tal vez si trabajaban juntos… podían estrujarlo todo hasta dejarlo seco, y después irse sin alboroto. Durante sus negociaciones con Kassim advirtió que se suponía que tenía un barco grande afuera, con muchos hombres.

Kassim le rogó con ansiedad que llevase ese barco grande con sus muchos cañones y hombres, al río, sin demora, para ponerlo al servicio del rajá. Brown se manifestó dispuesto, y sobre esta base se llevó adelante la negociación, con desconfianza mutua.

Tres veces, a lo largo de la mañana, el cortés y activo Kassim bajó para consultar con el rajá, y subió, afanoso, con sus largas zancadas. Mientras negociaba, Brown experimentaba una especie de torvo placer al pensar en su desdichada goleta, que en la bodega no tenía más que un poco de suciedad, y que representaba un barco armado, lo mismo que el chino y el cojo ex vagabundo de playas de Levuka representaban a bordo todos sus numerosos hombres.

Por la tarde obtuvo nuevas entrega de alimentos, una promesa de algún dinero y un abastecimiento de esteras para que su gente se construyese refugios. Éstos se acostaron y roncaron, protegidos del sol ardiente. Pero Brown, sentado, expuesto, en uno de los árboles caído, agasajó su mirada con la visión del pueblo y el río. Había allí un gran botín. Cornelius, quien se puso cómodo en el campamento, hablaba junto a él, señalaba las distintas ubicaciones, daba consejos, ofreció su propia versión sobre el carácter de Jim y comentaba, a su manera, los sucesos de los últimos tres años.

Brown, quien en apariencia indiferente y con la mirada dirigida hacia otro lado, escuchaba todas las palabras con atención, no entendió con claridad qué tipo de hombre podía ser Jim.

—¿Cómo se llama? ¡Jim! ¡Jim! Eso no es suficiente para el nombre de un hombre.

—Lo llaman —dijo Cornelius, con desprecio— Tuan Jim, aquí. Como quien dijera lord Jim.

—¿Qué es él? ¿De dónde viene? —inquirió Brown—. ¿Qué clase de hombre es? ¿Es inglés? —Sí, sí, es inglés. Yo también soy inglés. De Malaca.

—Él es un tonto. No tiene más que matarlo, y entonces será el rey, aquí. Todo le pertenece a él —explicó Cornelius.

—Se me ocurre que se podría hacer que lo comparta con alguien —comentó Brown a media voz.

—No, no. La manera correcta consiste en matarlo en cuanto pueda, y entonces hará lo que se le dé la gana —insistió Cornelius, con ansiedad—. Hace muchos años que vivo aquí, y le doy un consejo de amigo.

En estas conversaciones, y en su regocijo ante el espectáculo de Patusán, que mentalmente había decidido convertir en su presa, Brown pasó la mayor parte de la tarde en tanto que sus hombres descansaban.

Ese día, la flota de canoas de Dain Waris salió, una tras otra, de la costa más lejana del arroyo, y bajó para cerrarle la retirada por el río. Brown no lo sabía, y Kassim, quien subió a la loma una hora antes de la puesta del sol, se cuidó mucho de hacérselo conocer.

Quería que el barco del blanco subiese por el río, y esa noticia, se lo temía, sería desalentadora. Le insistió a Brown que enviase la «orden», y ofreció al mismo tiempo un mensajero seguro, quien para mayor secreto (como explicó) llegaría por tierra hasta la boca del río y entregaría la «orden» abordo. Luego de algunas meditaciones, Brown consideró conveniente arrancar una página de su libreta, en la cual escribió sencillamente: «Progresamos. Gran tarea. Detengan al hombre». El estólido joven elegido por Kassim para ese servicio lo ejecutó con fidelidad, y como recompensa se lo echó de cabeza, de repente, en la bodega vacía de la goleta, por mediación de un ex vagabundo de playa y el chino, quienes luego se apresuraron a cerrar las escotillas. Brown no dijo qué fue de él después de eso.