Todo comienza, como le dije, con un hombre llamado Brown —decía la primera frase de la narración de Marlow—. Usted, que anduvo por todo el Pacífico occidental debe haber oído hablar de él.
Era el canalla más conocido de toda la costa australiana…
Y no porque se lo viese muy a menudo allí, sino porque siempre surgía en los relatos de la vida ilegal con que se agasaja a un visitante de la patria; y los más suaves de los relatos que se contaban acerca de él, desde el Cabo York hasta la bahía Eden eran más que suficientes para ahorcar a un hombre si se los narraba en el lugar correspondiente. Jamás dejaban de hacerle saber a uno, además, que se suponía que era hijo de un baronet. Pero sea como fuere, lo cierto es que había desertado de un barco británico en los primeros días de la fiebre del oro, y en pocos años se lo llegó a conocer como el terror de tal o cual grupo de islas de la Polinesia. Secuestraba a nativos, despojaba a algún solitario comerciante blanco, hasta dejarlo en pijama, y después de robar al pobre diablo, casi siempre lo invitaba a participar en un duelo con pistolas en la playa… cosa que habría sido bastante justa, hasta donde puede hablarse de justicia en ese sentido si para entonces el otro hombre no hubiese estado ya medio muerto de miedo. Brown era un bucanero contemporáneo, bastante lamentable, como sus prototipos más célebres.
Pero lo distinguía de sus hermanos de vilezas, como Bully Hayes o el melifluo Pease, o el perfumado, patilludo y elegante granuja conocido con el nombre de Dick el Sucio, la arrogante intensidad de sus fechorías y un vehemente desprecio por el género humano en general, y por sus víctimas en especial.
Los otros eran apenas animales vulgares y ávidos, pero él parecía impulsado por alguna intención compleja. Robaba a un hombre como si lo hiciera sólo para demostrar su baja opinión sobre la criatura, e introducía en la muerte o mutilación de algún desconocido tranquilo, nada ofensivo, una avidez salvaje y vengativa, digna de aterrorizar a los más arriesgados desesperados. En los días de su máxima gloria fue dueño de una barca armada, con una tripulación mixta de kanakas y pescadores de ballenas fugitivos, y se jactaba, no sé con qué veracidad, de ser financiado bajo cuerda por una muy respetable firma de comerciantes en copra. Más tarde huyó —se decía— con la esposa de un misionero, una muchacha muy joven de Clapham, quien se casó con el individuo suave y de pies planos, en un momento de entusiasmo, y de pronto se vio trasplantada a Melanesia, y perdió de alguna manera su orientación.
Era una historia oscura. Estaba enferma en el momento en que él se la llevó, y murió a bordo de su barco. Se dice —es la parte más asombrosa de la narración— que sobre su cadáver él dio rienda suelta a un estallido de pena sombría y violenta. Su suerte lo abandonó, además, muy poco después. Perdió su barco en unas rocas, frente a Malaita, y desapareció durante un tiempo, como si se hubiese hundido con la embarcación. Después se oyó hablar de él en Nuka-Hiva, donde compró una vieja goleta francesa del gobierno, ya fuera de servicio. No sé en qué empresa digna puede haber pensado cuando hizo esa compra, pero resulta evidente que con los Altos Comisionados, cónsules, buques de guerra y control internacional, los Mares del Sur se estaban poniendo demasiado calientes para albergar a caballeros de su ralea. Resulta claro que debe haber llevado la escena de sus operaciones más hacia el oeste, porque un año más tarde desempeña un papel de increíble audacia, pero no muy provechoso, en un asunto tragicómico en la bahía de Manila en la cual una gobernador desfalcador y un tesorero fugitivo son las figuras principales. Después parece haber rondado en torno de las Filipinas, en su goleta podrida, batallando contra una fortuna adversa, hasta que al final, señalada su trayectoria, entra en la historia de Jim, ciego cómplice de los Poderes de las Sombras.
La historia continúa cuando un cúter patrullero español lo captura en momentos en que apenas trataba de contrabandear unas pocas armas para los insurgentes. Si es así, entonces no entiendo qué hacía frente a la costa sur de Mindanao.
Pero mi creencia es que extorsionaba a las aldeas nativas de la costa. Lo principal es que el cúter, que dejó a bordo una guardia, lo hizo zarpar en su compañía hacia Zamboanga.
En el camino, por no sé qué motivo, ambas embarcaciones tuvieron que tocar tierra en una de esas nuevas colonias españolas —que a la postre nunca terminaron en nada—, donde no sólo había un funcionario civil con jurisdicción sobre la costa, sino una buena y sólida goleta costera, anclada en una pequeña bahía; y este barco, en muchos sentidos mejor que el suyo propio, Brown decidió robarlo.
La suerte lo había abandonado… como él mismo me lo dijo. El mundo al cual amedrentó durante veinte años con desdén feroz y agresivo, nada le dio, en forma de ventajas materiales salvo un bolsito de dólares de plata, oculto en su camarote de modo que «ni el propio demonio pudiera encontrarlo». Y eso era todo, absolutamente todo. Estaba cansado de su vida, y no le temía a la muerte. Pero ese hombre, que habría puesto en juego su existencia por un capricho, con audacia amarga y burlona, sentía un miedo mortal al encarcelamiento. Experimentaba el tipo de horror irrazonable, de sudor frío, de nervios estremecidos, de sangre que se convierte en agua, ante la simple posibilidad de ser encerrado, la clase de temor que un hombre supersticioso experimenta ante la idea de ser abrazado por un espectro. Por lo tanto, el funcionario civil que subió a bordo para efectuar la investigación preliminar respecto de la captura, investigó arduamente todo el día, y sólo volvió a tierra después del oscurecer, envuelto en una capa, cuidando de no dejar que las posesiones de Brown tintineasen en su bolso. Después, como era un hombre de palabra, se las arregló (a la noche siguiente, creo) para enviar al cúter del gobierno a no sé qué ocupación especial y urgente. Como su comandante no contaba con otra tripulación, se conformó con llevarse, antes de partir, todas las velas de la goleta de Brown, hasta la última, y remolcar sus dos botes hasta la playa, a un par de millas de distancia.
Pero en la tripulación de Brown había un isleño de las Salomón, secuestrado en su juventud y fiel a Brown, que era el mejor hombre de todo el grupo.
El individuo se alejó nadando del costero —unos quinientos metros—, con el extremo de un caladrote compuesto por todos los cabos que se pudieron encontrar. El agua estaba tranquila y la bahía oscura «como las entrañas de una vaca», según lo describió Brown. El hombre de las Salomón trepó al antepecho, con el extremo de la cuerda entre los dientes.
La tripulación del costero, todos taglas se encontraban en tierra, festejando en la aldea nativa. Los dos guardias dejados a bordo despertaron de pronto y vieron al demonio. Tenía ojos llameantes y saltó, rápido como el rayo, al puente. Cayeron de rodillas paralizados de miedo, se persignaron y mascullaron oraciones. Con un largo cuchillo que encontró en el fogón, el isleño de la Salomón, sin interrumpir sus oraciones, apuñaló primero a uno, y luego al otro.
Con el mismo cuchillo se dedicó a cortar, con paciencia, el cable del bonote, hasta que de pronto se partió bajo la hoja con un chapoteo. Pero luego, en el silencio de la bahía, lanzó un grito cauteloso, y la pandilla de Brown, que entre tanto atisbaba y aguzaba sus esperanzados oídos, en la oscuridad, comenzó a tironear con suavidad de su extremo del calabrote. En menos de cinco segundos las dos goletas se unieron con un leve golpe y un crujido de arboladura.
La gente de Brown se trasladó al otro barco sin perder un instante, y se llevó consigo sus armas de fuego y una gran provisión de municiones. Eran dieciséis en total dos marineros fugitivos de la Armada, un desgarbado desertor de un barco de guerra yanqui, un par de tontos y rubios escandinavos, un mulato, un suave chino que cocinaba… y el resto de los especímenes indescriptibles de los Mares del Sur. A ninguno de ellos le importaba nada; Brown los dominaba, y Brown, indiferente al patíbulo, huía del espectro de una prisión española. No les dio tiempo a trasbordar suficientes provisiones; el tiempo estaba calmo, el aire cargado de rocío, y cuando soltaron las cuerdas y pusieron proa a una leve brisa de frente a la costa, las lonas húmedas no aletearon. La vieja goleta pareció separarse poco a poco, con suavidad, de la embarcación robada y alejarse en silencio, junto con la masa negra de la costa, para hundirse en la noche.
Se alejaron. Brown me relató en detalle su paso por el estrecho de Macassar. Es una historia torturada y desesperada. Tenían pocos alimentos y agua; abordaron varias embarcaciones nativas, y consiguieron un poco en cada una. Es claro que, con un barco robado, Brown no se atrevía a tocar ningún puerto. Carecía de dinero para comprar nada, papeles que mostrar, o una mentira lo bastante plausible como para volver a irse. Una barca árabe, de bandera holandesa, sorprendida una noche al ancla frente a Poulo Laut, entregó un poco de arroz sucio, un racimo de bananas y una barrica de agua; tres días de tiempo brumoso, y con chubascos del noreste, lanzaron la goleta a través del mar de Java. Fangosas olas amarillas empaparon a la colección de hambrientos granujas. Vieron barcos-correo que seguían sus rutas; pasaron ante barcos británicos de herrumbrados flancos de hierro, anclados en el mar somero, a la espera de un cambio de tiempo o de la marea: una cañonera inglesa, blanca y esbelta, con dos delgados mástiles, cruzó ante ellos un día, a lo lejos; y en otra ocasión, una corbeta holandesa, negra y de pesada arboladura, se irguió frente a la cuadra de ellos humeante y lenta en la neblina. Se escurrían sin ser vistos, o se hacía caso omiso de ellos de esa banda de descastados, de rostros cetrinos, de proscritos absolutos, furiosos de hambre y acosados por el miedo. La idea de Brown era poner rumbo a Madagascar, donde esperaba, basándose en razones no del todo ilusorias, vender la goleta en Tamatave, sin preguntas, o tal vez obtener para ella unos papeles más o menos falsificados. Pero artes de encarar la larga travesía por el océano índico necesitaba alimentos… y también agua.
Tal vez oyó hablar de Patusán, o quizá sólo vio por casualidad el nombre, escrito en letras pequeñas, en el mapa… probablemente el de una aldea grande río arriba en un Estado nativo, indefensa, lejos de los caminos trillados del mar y de los extremos de los cables submarinos. Ya había hecho ese tipo de cosas antes… como negocio; y ahora se trataba de una necesidad absoluta, de un problema de vida o muerte… más bien de libertad. ¡De libertad! Estaba seguro de obtener provisiones… bueyes… arroz… batatas. La lamentable pandilla se lamía los labios. Tal vez se pudiese arrancar un cargamento de productos para la goleta… ¿Y quién sabe?…
¡Un poco de verdadero dinero contante y sonante! A algunos de esos jefes y a los cabecillas de aldea se los podía despojar sin problemas. Me dijo que les habría quemado los pies antes que irse sin nada. Yo le creo. Sus hombres también le creyeron.
No dieron vítores en voz alta, pues; era un grupo mudo, pero se aprontaron como lobos.
La suerte los acompañó, en lo que se refiere al tiempo.
Unos pocos días de calma habrían impuesto horrores sin nombre a bordo de la goleta, pero con la ayuda de brisas de tierra y marinas, en menos de una semana, después de pasar por el estrecho de Sonda, anclaron frente a la boca de Batu Kring, a un disparo de pistola de la aldea pesquera.
Catorce de ellos se introdujeron en la chalupa de la goleta (que era grande pues se la había usado para trabajos de carga), y subieron río arriba, en tanto que dos se quedaron en la goleta, con alimentos suficientes para no morir de hambre durante diez días. La marea y el viento ayudaron, y una tarde temprano, el gran bote blanco, de vela andrajosa, se abrió paso, ante una brisa marina, hasta llegar a la parte recta de Patusán, tripulada por catorce espantajos diversos, que miraban hacia adelante, hambrientos, y manoseaban cerrojos de rifles baratos.
Brown contaba con la aterradora sorpresa de su aparición. Entró con el último impulso de la marea; la empalizada del rajá no dio señales de vida; las primeras casas, a ambos lados del río, parecían desiertas.
Se veían unas pocas canoas, río arriba, que huían. Brown se asombró ante las dimensiones del lugar. Reinaba un profundo silencio. El viento amainó entre las casas. Se sacaron dos remos y el bote siguió río arriba, con la idea de efectuar un desembarco en el centro de la ciudad, antes que los habitantes pudiesen pensar en resistir.
Pero parece que el jefe de la aldea pesquera de Batu Kring se las había arreglado para enviar un aviso oportuno.
Cuando la chalupa se encontró frente a la mezquita (que había construido Doramin: una estructura con gabletes y remates de coral tallado), el espacio abierto estaba repleto de gente. Se elevó un grito, seguido por el estrépito de gongos a todo lo largo del río. Desde un punto situado más arribase escuchó la descarga de dos pequeños cañones de bronce de seis libras, las balas redondas se deslizaron por el tramo recto, desierto, levantando brillantes chorros de agua a la luz del sol. Frente a la mezquita un grupo de nativos muy excitados comenzó a disparar salvas que barrían de través la corriente del río; desde ambas orillas se abrió contra el bote un irregular fuego de fusilería, y los hombres de Brown replicaron con disparos enloquecidos y rápidos. Habían reembarcado los remos.
El cambio de marea llega muy pronto en ese río, y el bote, en mitad de la corriente, casi oculto por el humo, comenzó a derivar hacia atrás de popa. En las dos orillas el humo también se espesó, por debajo de los techos, en una franja pareja, como puede verse una larga nube que corta la ladera de una montaña. Un tumulto de gritos de guerra, el sonido vibrante de los gongos, el profundo ronquido de los tambores, aullidos de cólera, estallidos de salvas, componían un horrible estrépito, en medio del cual Brown permanecía sentado, aturdido pero firme, ante la caña del timón, concentrando en sus entrañas una furia de odio y cólera contra esa gente que se atrevía a defenderse. Dos de sus hombres estaban heridos, y vio que su retirada quedaba cortada más abajo del pueblo, por algunos botes que habían salido del cercado de Tunku Allane. Había seis de ellos repletos de hombres. Mientras se hallaba así acosado percibió la entrada del estrecho arroyo (el mismo al cual Jim saltó con la marea baja). En ese momento estaba hasta el borde. Piloteó la chalupa hacia allí, bajaron a tierra y, para abreviar, establecieron un pequeño otero, a unos novecientos metros de la empalizada a la cual. En rigor, dominaban desde esa posición. Las laderas de la loma estaban desnudas, pero en la cumbre había unos pocos árboles.
Se dedicaron a cortarlos para construir un parapeto, y antes del oscurecer estaban ya más o menos atrincherados. Entretanto, los botes del rajá permanecían en el río, con curiosa neutralidad.
Cuando el sol se puso, el resplandor de muchas hogueras de ramas iluminó la costa del río, y entre la doble hilera de casas, del lado de tierra, dibujaba en negro relieve los techos, los grupos de esbeltas palmeras, los densos bosques de frutales. Brown ordenó que se quemara el pasto que rodeaba su posición.
Un bajo anillo de delgadas llamas, y encima el lento humo ascendente, viboreó con rapidez por las laderas de la loma; aquí y allá un arbusto seco se encendía con un alto rugido maligno. La conflagración despejó una zona de fuego para los rifles del grupito, y expiró, humeante, al borde de los bosques y a lo largo de la fangosa orilla del arroyo. Una franja de selva que crecía con exuberancia en un hoyo húmedo, entre la loma y la empalizada del rajá, lo detuvo de ese lado, con gran restallido y detonaciones de cañas de bambú que estallaban. El cielo era sombrío, aterciopelado, y hormigueaba de estrellas.
La tierra ennegrecida humeaba con bajos penachos reptantes, hasta que llegó una brisa y se llevó todo. Brown esperaba un ataque en cuanto la marea hubiese avanzado lo suficiente para permitir que los botes de guerra que le habían cortado la retirada entrasen en el arroyo. De todos modos, estaba seguro de que intentarían llevarse su chalupa, que estaba debajo de la colina, oscura y alta forma en el resplandor de un fangal húmedo. Pero los botes del río no hicieron nada por el estilo. Más allá de la empalizada y de los edificios del rajá, Brown vio sus luces sobre el agua. Parecían estar anclados al otro lado del río. Otras luces flotantes se movían en el tramo recto, cruzaban y volvían a cruzar de lado a lado.
También había luces que parpadeaban, inmóviles, en las largas paredes de casas de la recta, hasta el recodo, y aun más allá, y otras aisladas, tierra adentro.
Las grandes fogatas revelaban edificios, techos, negros pilotes, hasta donde podía ver. Era un lugar inmenso.
Los catorce desesperados invasores, echados boca abajo detrás de los árboles derribados, levantaron la barbilla para contemplar la agitación del pueblo que parecía extenderse, río arriba, a lo largo de varios kilómetros, repleto de miles de hombres encolerizados.
No se hablaron. Pero de vez en cuando escuchaban un grito fuerte, o resonaba un solo disparo, hecho desde muy lejos. En torno de su posición todo estaba tranquilo, oscuro, silencioso.
Parecían haber sido olvidados, como si la excitación que mantenía despierta a toda la población nada tuviese que ver con ellos como si ya estuvieran muertos.