Todo comienza con una notable hazaña de un hombre llamado Brown, quien se apoderó, con éxito total, de una goleta española en una pequeña bahía cerca de Zamboanga.
Hasta que descubrí al individuo, mi información era incompleta, pero de modo muy inesperado, lo conocí unas horas antes que diese su arrogante y último suspiro. Por fortuna pudo y quiso hablar, entre los accesos asfixiantes del asma, y su cuerpo torturado se retorcía de malicioso alborozo de sólo pensar en Jim. Así, se alegró ante la idea de que «en fin de cuentas le había pagado al granuja engreído».
Se jactaba de su acción. Tuve que soportar la mirada hundida de sus feroces ojos cubiertos de patas de gallo, si quería enterarme de algo; y la soporté, mientras pensaba cuánto se asemejan a la locura ciertas formas de maldad, derivadas de un intenso egoísmo, inflamadas por la resistencia, que desgarran el alma en pedazos y dan un vigor ficticio al cuerpo. La historia también revela honduras insospechadas de malicia en el desdichado Cornelius, cuyo abyecto e intenso odio actúa como una sutil inspiración, señalando un camino inflexible hacia la venganza.
—En cuanto lo vi, me di cuenta del tipo de imbécil que era —jadeó el moribundo Brown—. ¡Él un hombre! ¡Infiernos! Era un fraude una cosa vacía.
Como si no hubiese podido decir enseguida «¡Quiten las manos de mi botín!» ¡maldito sea! ¡Eso habría sido muy de hombre! ¡Que se pudra su enaltecida alma! Me tenía derrotado… pero no era lo bastante endemoniado como para terminar conmigo.
¡Él no! ¡Dejarme en libertad como si yo no valiese la pena de un puntapié!… —Brown luchó con desesperación, para respirar… Un fraude… me soltó… y entonces a la larga, yo terminé con él… Volvió a ahogarse—. Supongo que esto me matará, pero ahora moriré tranquilo… usted… oiga… no sé su nombre… le daría un billete de cinco esterlinas si… si lo tuviera… por la noticia… o no me llamo Brown… —Lanzó una sonrisa horrible—. El Caballero Brown.
Dijo todas estas cosas con profundos jadeos, mientras me miraba con sus ojos amarillos en un rostro largo, atormentado, cetrino; sacudió el brazo izquierdo; una barba enmarañada, entrecana, le colgaba casi hasta el regazo; una sucia manta raída le cubría las piernas. Lo encontré en Bangkok, gracias al entremetido de Schomberg, el hotelero, quien en confidencia, me dijo dónde podía buscar. Parece que una especie de vagabundo extraviado, demente —un hombre blanco que vivía entre los nativos con una mujer siamesa—, había considerado un gran privilegio ofrecer refugio a los últimos días del famoso Caballero Brown. Mientras me hablaba en la mísera choza, y, por así decirlo, luchaba por cada minuto de vida que le quedaba, la mujer siamesa, con grandes piernas desnudas y un tosco rostro estúpido, mascaba betel con estolidez, sentada en un rincón oscuro. De vez en cuando se levantaba para ahuyentar una gallina de la puerta. Toda la choza se sacudía cuando terminaba. Un niño amarillo y feo, desnudo y de vientre hinchado, como un pequeño dios pagano, se hallaba de pie junto al borde de la cama, un dedo en la boca, perdido en una profunda y serena contemplación del moribundo.
Éste habló con voz afiebrada; pero en medio de una palabra, a veces, una mano invisible lo tomaba de la garganta, y entonces me miraba, mudo, con una expresión de duda y angustia. Parecía temer que me cansara de esperar y me fuese, dejándolo con su narración inconclusa, con su júbilo inexpresado.
Creo que murió durante la noche, pero para entonces ya no tenía mucho más que conocer.
Esto, en lo que se refiere a Brown, por el momento.
Ocho meses antes, al llegar a Samarang, fui, como de costumbre, a visitar a Stein. En el lado del jardín de la casa, un malayo, en la galería, me saludó con timidez, y recordé que lo había visto en Patusán, en la casa de Jim, entre otros bugis que solían llegar por la noche para hablar sin cesar sobre sus reminiscencias bélicas y para discutir asuntos de Estado. Jim me lo señaló una vez como un respetable comerciante en pequeña escala que poseía una diminuta embarcación nativa, y que resultó ser «uno de los mejores en el asalto a la empalizada». No me sorprendió mucho verlo, pues cualquier comerciante de Patusán que llegase hasta Samarang, tenía que visitar la casa de Stein. Le devolví el saludo y seguí de largo. Ante la puerta de la habitación de Stein me encontré con otro malayo en quien reconocí a Tamb’ Itam.
Enseguida le pregunté qué hacía allí; se me ocurrió que Jim tal vez estuviese de visita. Admito que el pensamiento me alegró y emocionó. Tamb’ Itam pareció no saber qué decir.
—¿Tuan Jim está adentro? —pregunté con impaciencia.
—No —murmuró, y dejó caer la cabeza un instante.
Luego, con repentina seriedad:
—No quiso luchar.
No quiso luchar —repitió dos veces. Como no parecía capaz de decir nada más, lo aparté y entré.
Stein, alto y encorvado, estaba solo en medio de la habitación, entre hileras de cajas de mariposas.
—¡Ach! ¿Es usted, mi amigo? —dijo, mirando con tristeza a través de las gafas. Una chaqueta de alpaca le colgaba, desabotonada hasta las rodillas. Tenía un sombrero de panamá en la cabeza, y en sus pálidas mejillas había profundos surcos.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunté, nervioso—. Ahí está Tamb’ Itam…
—Venga a ver a la joven. Venga a verla. Está aquí —dijo, con una tibia exhibición de actividad—. Traté de detenerlo, pero, con tierna obstinación, no prestó atención a mis ansiosas preguntas. Está aquí, está aquí —repitió, muy perturbado—. Vino hace dos días.
Un anciano como yo, un desconocido —sehen sie—, no puede hacer mucho… venga por aquí… los corazones jóvenes no perdonan…
Vi que se hallaba muy acongojado.
—La fuerza de la vida que hay en ellos la cruel fuerza de la vida… —masculló, mientras me llevaba alrededor de la casa. Lo seguí, perdido en lúgubres y furiosas conjeturas. En la puerta de la sala me cerró el paso—. Él la amaba mucho —dijo interrogante, y yo sólo asentí; me sentía tan amargamente desilusionado, que no estaba seguro de poder hablar—. Espantoso —murmuró—. Ella no me entiende. No soy más que un anciano desconocido. Tal vez usted… ella lo conoce. Háblele. No podemos dejarlo así. Dígale que lo perdone. Fue espantoso.
—No cabe duda —respondí exasperado por encontrarme en la oscuridad—. ¿Pero usted lo perdonó? Me miró con una expresión extraña.
—Ya lo sabrá —dijo; abrió la puerta y casi me empujó adentro.
Usted ya conoce la casona de Stein y las dos inmensas salas de recepción inhabitadas e inhabitables, limpias, repletas de soledad y de cosas brillantes que parece que nunca hubiesen sido vistas por el ojo del hombre. Son frescas en los días más calurosos, y uno entra en ellas como lo haría en una cueva subterránea. Pasé a través de una, y en la otra vi a la joven sentada al extremo de una gran mesa de caoba, en la cual apoyaba la cabeza, el rostro oculto entre las manos.
El piso encerado la reflejaba apenas, como si hubiese sido una lámina de agua helada. Las cortinas de bejucos estaban bajas, y a través de la extraña penumbra verdosa que creaba el follaje de los árboles de afuera, un fuerte viento entraba en ráfagas, agitando los largos cortinados de ventanas y puertas.
La figura blanca de ella parecía modelada en nieve; los cristales colgantes de una gran araña tintineaban sobre su cabeza como chisporroteantes carámbanos.
Levantó la mirada y me vio acercarme.
Me sentí helado, como si esas vastas habitaciones fuesen una fría morada de la desesperación.
Me reconoció enseguida, y en cuanto me detuve, mirándola:
—Me abandonó —dijo en voz baja—. Ustedes siempre nos abandonan… por sus propios objetivos. —Tenía el rostro firme. Todo el calor de la vida parecía haberse retirado a algún punto inaccesible de su pecho—. Habría sido tan fácil morir con él —continuó e hizo un leve ademán de fatiga, como si desechara lo incomprensible—. ¡No quiso! Fue como una ceguera.
Y, sin embargo, era yo quien le hablaba, yo quien estaba ante sus ojos; ¡a mí me miró todo el tiempo! ¡Ah, ustedes son duros, traicioneros, embusteros, carecen de compasión! ¿Qué los hace tan malvados? ¿O es que están todos locos? La tomé de la mano; la mano no respondió, y cuando la dejé caer colgó hacia el suelo. Esa indiferencia, más espantosa que las lágrimas, los gritos y los reproches, parecía desafiar al tiempo y al consuelo.
Uno siente que nada de lo que puede decir logrará llegar a la sede del dolor inmóvil y embotador.
Stein había dicho «ya lo sabrá». Lo oí. Lo oí todo.
Escuché con asombro, con miedo, los tonos de la invencible fatiga de la joven. Ésta no percibía el sentido real de lo que me relataba, y su resentimiento me llenó de piedad hacia ella… y también hacia él. Me quedé clavado en el lugar, después que terminó de hablar. Apoyada en el brazo, me miró con ojos duros, y el viento pasaba en ráfagas, los cristales continuaban tintineando en la penumbra gris. Siguió cuchicheando, para sí:
—¡Y me miraba a mí! ¡Podía ver mi rostro, escuchar mi voz, oír mi pena! Cuando solía sentarme a sus pies, con mi mejilla contra sus rodillas y la mano de él en mi cabeza, la maldición de la crueldad y la locura ya estaban dentro de él, esperando el día. ¡El día llegó!… Y antes de que se pusiera el sol ya no pudo verme más… había enceguecido. Estaba sordo y sin piedad, como todos ustedes. No recibirá lágrimas de mí. Nunca, nunca. Ni una lágrima. ¡No lloraré! Se fue de nosotros como si yo hubiese sido peor que la muerte. Huyó como impulsado por alguna cosa maldita que hubiese escuchado o visto en el sueño…
Su mirada firme comenzó a esforzarse para distinguir la a forma de un hombre arrancado de sus brazos por la fuerza de un sueño. No respondió a mi silenciosa inclinación de cabeza. Me alegré de poder irme.
Esa misma tarde volví a verla. Al dejarla fui en busca de Stein, a quien no pude encontrar adentro.
Y salí, perseguido por lúgubres pensamientos, vagué por los jardines, los famosos jardines de Stein, en los cuales se pueden encontrar todas las plantas y árboles de las tierras tropicales bajas.
Seguí el curso del arroyo canalizado, y durante mucho tiempo me senté en un banco sombreado, cerca del estanque ornamental, donde algunas aves acuáticas con las alas recortadas se zambullían y chapoteaban ruidosamente. Las ramas de las casuarinas, a mis espaldas, se balanceaban con ligereza, incesantemente, y me recordaban los suspiros de los abetos de mi país.
Ese sonido quejumbroso e inquieto era un adecuado acompañamiento a mis meditaciones. Ella había dicho que un sueño lo alejó de ella… Y no se le podía responder. No parecía existir perdón alguno para semejante trasgresión. Sin embargo, ¿no es la humanidad misma, que avanza, ciega, por su camino, empujada por el sueño de su grandeza y su poderío, por los oscuros senderos de la excesiva crueldad y la excesiva devoción? Y en definitiva, ¿qué es la búsqueda de la verdad? Cuando me puse de pie para volver a la casa, vi la chaqueta parda de Stein por entre una brecha del follaje, y muy pronto, en un recodo del sendero, lo encontré caminando con la joven. La manita de ésta se apoyaba en el brazo de él, y bajo el ala ancha y chata de su panamá, Stein se inclinaba sobre ella canoso, paternal, con deferencia compasiva y caballeresca.
Yo me aparté, pero ellos se detuvieron y me enfrentaron. La mirada de él se hallaba fija en el suelo, a sus pies. La joven erguida y leve, apoyada en el brazo del hombre, miraba con expresión sombría, más allá de mis hombros, con ojos negros, claros, inmóviles.
—Schrecklich —murmuró él—. ¡Terrible! ¡Terrible! ¿Qué puede hacer uno? Pareció recurrir a mí, pero la juventud de ella la longitud de los días suspendidos sobre su cabeza, me atraían más; y de pronto, en el momento en que me daba cuenta de que nada podía decirse, me sorprendí defendiendo la causa de él, en bien de ella.
—Tiene que perdonarlo —terminé, y mi propia voz me pareció ahogada, perdida en una inmensidad sorda e insensible—. Todos necesitamos ser perdonados —agregué al cabo de un rato.
—¿Qué hice yo? —preguntó ella con los labios solamente—. Siempre desconfió de él —respondí.
—Era como los otros —pronunció con lentitud.
—No como los otros —protesté, pero ella continuó, en voz pareja, sin sentimientos:
—Era falso. —Y de pronto interrumpió Stein.
—¡No, no, no! ¡Mi pobre niña!… —Le palmeó la mano que yacía, pasiva, sobre su manga—. ¡No, no! ¡Falso no! ¡Veraz, veraz, veraz! —Trató de mirarle el rostro pétreo—. No entiende. Ach! ¿Por qué no entiende? Es terrible —me dijo—. Algún día entenderá.
—¿Usted se lo explicará? —pregunté, mirándolo con intensidad. Siguieron caminando.
Los miré. El vestido de ella se arrastraba por la senda, y el cabello negro le caía, suelto. Caminaba erguida y ligera, al lado del hombre alto, cuya larga chaqueta informe pendía en pliegues perpendiculares de los hombros encorvados, y cuyos pies se movían con lentitud. Desaparecieron detrás del bosquecillo (tal vez lo recuerde) donde crecen juntos dieciséis tipos distintos de bambú, todos perceptibles para la mirada adiestrada. Por mi parte, me fascinaba la exquisita gracia y belleza de ese bosque acanalado, coronado de hojas puntiagudas y de plumeros, la ligereza, el vigor, el encanto, tan distintos como una voz de esa vida en modo alguno perpleja y abundante. Recuerdo haberme quedado contemplándolas durante largo rato, como quien se queda al alcance de un suspiro consolador. El cielo tenía un color gris perla. Era uno de esos días nublados, tan raros en los trópicos, en los cuales los recuerdos se atropellan sobre uno, recuerdos de otras costas, de otros rostros.
Volví a la ciudad esa misma tarde y me llevé conmigo a Tamb’ Itam y al otro malayo, en cuya embarcación habían escapado en la perplejidad, el temor y la congoja del desastre.
Las sacudidas que ello provocó parecía haberles cambiado la naturaleza. Convirtió la pasión de ella en piedra, e hizo del tosco y taciturno Tamb’ Itam un hombre casi locuaz. También su hosquedad se había convertido en una perpleja humildad, como si hubiese visto el fracaso de un poderoso hechizo en un momento supremo. El comerciante bugi, un hombre tímido y vacilante se mostraba muy claro en lo poco que dijo. Se veía muy bien que los dos estaban abrumados por un sentimiento de profundo e inexpresable asombro, por el toque de un misterio inescrutable.
Ahí terminaba, con la firma de Marlow, la carta propiamente dicha. El lector privilegiado levantó la luz de la lámpara, y solitario sobre los ondulados techos de la ciudad, como un torrero sobre el mar, volvió a las páginas del relato.