Capítulo XXXVI

Con esas palabras, Marlow terminó su narración, y su público se disolvió bajo su mirada abstracta, pensativa. Los hombres salieron de la galería, de a pares o solos sin pérdida de tiempo, sin ofrecer una observación, como si la última imagen de esa historia incompleta, el hecho mismo de su inconclusión, y el tono del que hablaba, hubiesen hecho que la discusión resultara vana, e imposible el comentario.

Cada uno de ellos parecía llevarse consigo su propia impresión, llevársela como un secreto. Pero un solo hombre, de entre todos esos oyentes llegaría a escuchar la última palabra de la historia. Le llegó a su hogar, más de dos años después, y llegó contenida en un grueso paquete con la letra erguida y angulosa de Marlow.

El hombre privilegiado abrió el paquete, miró en su interior, lo dejó y fue hacia la ventana. Sus habitaciones se encontraban en el departamento más alto de un elevado edificio, y su mirada podía llegar muy lejos, más allá de los claros vidrios como si mirase a través de la torreta de un faro.

Las inclinaciones de los techos brillaban, las oscuras montañas quebradas se sucedían una a otra, sin fin, como sombrías olas sin crestas, y desde las profundidades de la ciudad, a sus pies ascendía un murmullo confuso e incesante. Las cúpulas de las iglesias, numerosas, dispersas al azar, se levantaban como balizas en un laberinto de arrecifes sin canal; la intensa lluvia se mezclaba con el anochecer de una tarde de invierno. Y el retumbar de un enorme reloj en una torre, que daba la hora, rodó en voluminosos y austeros estallidos de sonido, con un chillón grito vibrante en el fondo. Corrió los pesados cortinados.

La luz de su lámpara de lectura, con pantalla dormía como un estanque abrigado; sus pisadas no hacían ruido en la alfombra, sus días de vagabundeo habían terminado. Nomás horizontes tan ilimitados como la esperanza, no más atardeceres en bosques solemnes como templos en la calurosa búsqueda del País Nunca Descubierto del otro lado de la colina, al otro lado del río, más allá de la ola. ¡Sonaba la hora! ¡No más! ¡No más! Pero el paquete abierto, bajo la lámpara, trajo de vuelta los sonidos, las visiones, el sabor mismo del pasado… una multitud de rostros que se esfumaban, un tumulto de voces bajas que morían en las costas de mares distantes, bajo un sol apasionado y desconsolador.

Suspiró y se sentó a leer.

Al principio vio tres claros cercados. Muchas páginas ennegrecidas con letra apretada y unidas juntas; una hoja cuadrada, suelta, de papel gris, con unas pocas palabras trazadas con una letra que nunca había visto hasta entonces, y una carta de explicación de Marlow. De esta última cayó otra carta, envejecida por el tiempo y gastada en los pliegues.

La recogió y, luego de dejarla a un lado, se dedicó al mensaje de Marlow, leyó con rapidez las primeras líneas y, deteniéndose, continuó la lectura en forma deliberada, como quien se acerca con pisadas lentas y ojos despiertos a la visión de un país no descubierto.

«… Supongo que no olvidó —seguía diciendo la carta—. Usted fue el único en mostrar interés por él y que sobrevivió a la narración de su historia, aunque recuerdo muy bien que no quiso admitir que Jim hubiese dominado su destino. Le profetizó el desastre de la fatiga y del disgusto hacia el honor adquirido, hacia la tarea prefijada, hacia el amor surgido de la piedad y la juventud. Dijo que conocía muy bien ese “tipo de cosas”, su satisfacción ilusoria, su decepción inevitable. También dijo —recuerdo— que “entregar la vida por ellos (ellos se refería a toda la humanidad de piel morena, amarilla o negra) era como vender el alma a un animal”. Afirmó que ese tipo de cosas sólo era aceptable y perdurable cuando se basaba en una firme convicción en la verdad de ideas de nuestra propia raza, en cuyo nombre se establecen el orden la moral de un progreso ético. “Queremos su fuerza a nuestra espalda —dijo—. Queremos una creencia en su necesidad y su justicia, para hacer un digno y consciente sacrificio de nuestra vida. Sin eso, el sacrificio no es más que olvido, la manera de ofrecer no es mejor que la perdición”. En otras palabras, sostuvo que debíamos pelear en las filas o nuestra vida no tendría importancia. ¡Es posible! Debería saberlo —dicho sea sin malicia—, usted, que se precipitó una —o dos veces por sí solo, a un par de lugares, y salió de ellos con inteligencia, sin chamuscarse las alas. Pero el caso es que, de entre toda la humanidad, Jim sólo tuvo trato consigo mismo, y el problema consiste en decidir si al final no confesó una fe más poderosa que las leyes del orden y el progreso.

«Yo nada afirmo. Quizás usted pueda pronunciarse… después de leer. Hay mucho de verdad —en definitiva— en la expresión común “bajo una nube”, resulta imposible verlo con claridad… en especial porque le echamos la última mirada a través de ojos ajenos. No vacilo en hacerle saber lo que conozco del último episodio que, como él solía decir, “llegó a él”. Uno se pregunta si esa fue tal vez la oportunidad suprema, la última y satisfactoria prueba que siempre sospeché que esperaba, antes de poder formular un mensaje al mundo impecable. Recordará que cuando lo dejé por última vez me preguntó si volvería pronto a mi casa, y de repente me gritó “¡Dígales!…”. Yo esperé —con curiosidad, lo admito, y también con esperanzas—, sólo para oírle gritar “No. Nada”. Eso fue todo, entonces… y no habrá nada más.

«No habrá mensajes, salvo el que cada uno de nosotros pueda interpretar para sí a partir del lenguaje de los hechos, que a menudo son más enigmáticos que el más ingenioso ordenamiento de palabras. Es cierto que hizo otro intento de liberarse, pero también ése fracasó, como puede advertirlo si mira la hoja de papel grisáceo adjunta. Trató de escribir ¿advierte la caligrafía vulgar? Lleva el encabezamiento “El Fuerte, Patusán”. Supongo que llevó adelante su intención de convertir su casa en un lugar de defensa. Era un plan excelente. Una zanja profunda, una pared de piedra coronada por una empalizada, y en los ángulos cañones montados sobre plataformas para barrer cada uno de los costados de la plaza. Doramin consintió en darle los cañones; y así cada hombre de su grupo podía saber que existía un lugar de seguridad, en el cual cada uno de los partidarios fieles podía refugiarse en caso de un repentino peligro. Todo eso mostraba su juiciosa previsión, su fe en el futuro. Los que él llamaba “mi propia gente” —los cautivos liberados de Sherif— formarían un barrio separado en Patusán con sus chozas y terrenitos bajo las paredes del baluarte.

«Adentro estaría el propio anfitrión invencible.

«“El Fuerte, Patusán”. No hay fecha, como observará. ¿Qué son un número y un nombre para un día entre todos los días? Es imposible decir en quién pensaba cuando tomó la pluma: en Stein, en mí en el mundo en general, ¿o tal vez fue sólo el grito sobresaltado y sin objeto de un hombre solitario frente a su destino? “Ha sucedido algo espantoso”, escribió antes de dejar caer la pluma por primera vez. Mire la mancha de tinta que parece la cabeza de una flecha, debajo de estas palabras. Al cabo de un rato volvió a intentarlo, y garabateó con fuerza, como con mano de plomo, otra línea. “Debo, enseguida…”. La pluma salpicó, y esta vez abandonó el intento. No hay nada más. Había visto un ancho abismo que ni los ojos ni la voz podían franquear.

«No entiendo. Se veía abrumado por lo inexplicable; se sentía aplastado por su propia personalidad… el don de ese destino que hizo lo posible por dominar.

«También le envío una carta vieja… muy vieja.

«Se la encontró conservada con cuidado entre sus materiales de escritura. Es de su padre, y por la fecha puede ver que debió haberla recibido pocos días después de incorporarse al Patna. Tiene que ser la última carta que recibió de su hogar.

«La atesoró durante todos estos años. El bueno del viejo párroco amaba a su hijo marino. Leía una y otra frase, aquí y allá. No hay en ella más que afecto.

«Le dice a su “querido James”, que la última larga carta de él fue muy “sincera y divertida”. No quiere que “juzgue a los hombres con aspereza o apresuramiento”. Hay cuatro páginas, de moral fácil y noticias familiares. Tom “se había ordenado”. El esposo de Carrie tenía “pérdidas de dinero”. El anciano continúa, afable, confiando en la providencia, y en el orden establecido del universo, pero consciente de sus pequeños peligros y de sus pequeñas piedades.

«Casi se lo puede ver, canoso y sereno en el inviolable refugio de su estudio repleto de libros, descolorido y cómodo, donde durante cuarenta años repasó concienzudamente, una y otra vez, la ronda de sus pequeños pensamientos sobre la fe y la virtud, sobre la conducta de la vida y la única manera correcta de morir. Donde escribió tantos sermones, donde se encuentra sentado hablando con su hijo, allí, al otro lado de la tierra. Pero ¿y la distancia? La virtud es una sola en todo el mundo, y no hay más que una fe, una sola conducta de vida concebible, una manera de morir.

«Abriga la esperanza de que su “querido James” jamás olvide que “quien una vez cede a la tentación, en ese mismo instante se arriesga a su total degradación y a su ruina perdurable”.

«Por lo tanto resuelve con firmeza no hacer nunca nada, por ningún motivo posible, que creas erróneo». También hay algunas noticias sobre un perro favorito, y un caballito “que todos ustedes solían montar” había quedado ciego de viejo y debió ser ultimado. El anciano invoca la bendición del cielo; la madre y todas las hijas que entonces se encuentran encasa envían su amor… No, no hay mucho más en esa carta amarilla y gastada que cae aleteando de su mano cariñosa después de tantos años.

«Jamás la contestó, ¿pero quién sabe qué conversación puede haber sostenido con todas esas plácidas e incoloras formas de hombres y mujeres que poblaban ese tranquilo rincón del mundo, tan libre de peligros o pendencias como una tumba, y que emitían con afabilidad una expresión de imperturbable rectitud? Parece sorprendente que hubiese pertenecido a ese mundo, él, a quien tantas cosas “le habían ocurrido”. Nunca les ocurría nada a ellos; jamás se verían sorprendidos de improviso, y nunca tendrían que hacer frente al destino. Así están todos recordados por las tranquilas murmuraciones del padre, todos esos hermanos y hermanas, huesos de sus huesos y carne de su carne, que miran con ojos claros e inconscientes, mientras yo parezco verlo, por fin de regreso, no ya a un simple punto blanco en el corazón de un inmenso misterio, sino en su plena estatura, mirando sin ser visto, entre sus sombras serenas, con aspecto sereno y romántico pero siempre mudo, oscuro… bajo una nube.

«La historia de los últimos sucesos la encontrará en las pocas páginas que acompaño. Debe admitir que es romántica más allá de los sueños más alocados de la juventud de él, y, sin embargo, en mi opinión, tiene una especie de profunda lógica aterradora, como si sólo nuestra imaginación pudiese descargar sobre nosotros el poderío de un destino abrumador.

«La imprudencia de nuestros pensamientos rebota contra nuestra cabeza; quien juega con la espada, por la espada perecerá.

«Esta asombrosa aventura, de la cual lo más asombroso es que tiene la máxima veracidad, llega como una consecuencia inevitable. Algo así tenía que suceder. Uno se repite eso mientras se asombra de que tal cosa pudiese ocurrir en el penúltimo año de gracia. Pero sucedió… y no es posible discutir su lógica.

«Me lo explico como si yo hubiese sido testigo ocular. Mi información era fragmentaria, pero uní los trozos, y existen en cantidad suficiente como para componer un cuadro inteligible. Me pregunto cómo lo habría relatado él. Me hizo tantas confidencias, que en ocasiones parece como si de pronto fuese a presentarse para relatar la historia con sus propias palabras, con su voz descuidada pero sentimental, con sus modales negligentes, un poco intrigados, un poco aburridos, un poco ofendidos, pero que ofrecían de vez en cuando, en una palabra o una frase, una de esas vislumbres de su propio yo interior que nunca servían para fines de orientación.

«Es difícil creer que jamás llegue. Nunca volveré a oír su voz, ni veré su rostro suave, atezado y rosado, con una línea blanca en la frente y los ojos juveniles ensombrecidos por la excitación, hasta quedar de un azul profundo e insondable.