A la mañana siguiente, en el primer recodo del río que borraba las casas de Patusán, todo eso desapareció de mi vista físicamente, con su color, su dibujo y su significado, como un cuadro creado por la fantasía en un lienzo, al cual, después de larga contemplación, se le vuelve la espalda por última vez.
Permanece en mi memoria inmóvil, no desconocido, con su vida detenida en una luz inmutable. Allí están las ambiciones, los temores, el odio, las esperanzas, y quedan en mi mente tal como los vi entonces… intensos y como suspendidos para siempre en su expresión. Me volví de espaldas al cuadro, y regresaba al mundo en que los acontecimientos se mueven los hombres cambian, las luces parpadean, la vida fluye en un claro torrente, no importa si sobre fango o sobre piedras. No pensaba zambullirme en él, había tenido bastante que hacer para mantener la cabeza por encima de la superficie. Pero en cuanto a lo que dejaba atrás, no podía imaginar alteración alguna. El inmenso y magnánimo Doramin y su brujita maternal, su esposa, mirando juntos la tierra y alimentando, en secreto, sus sueños de ambición paternal Tunku Allang marchito y muy perplejo; Dain Waris inteligente y valiente, con su fe en Jim, con su firme mirada y su irónica amistad; la joven absorta en su adoración asustada y perspicaz; Tamb’ Itam, hosco y fiel; Cornelius, con la frente apoyada contra la verja, bajo la luz de la luna… estoy seguro de ello. Existen como bajo una varita encantada.
Pero el hombre en torno del cual se agrupan… ese vive, y no estoy seguro de él; ninguna varita mágica puede inmovilizarlo bajo mis ojos. Es uno de nosotros.
Jim, como les dije, me acompañó en la primera etapa de mi viaje de regreso al mundo al cual él había renunciado, y en ocasiones el trayecto parecía llevarnos a través del corazón mismo de una selva virgen. Los espacios desiertos se crispaban bajo el sol, alto; entre las elevadas paredes de vegetación, el calor dormitaba sobre el agua, y el bote, impulsado con vigor, se abría paso a través del aire que parecía haberse posado, denso y caliente, bajo el abrigo de elevados árboles.
La sombra de la inminente separación ya había puesto entre nosotros un espacio inmenso, y cuando hablamos fue con un esfuerzo, como para impulsar nuestra voz baja a lo largo de una distancia vasta y creciente. El bote casi volaba; nos achicharrábamos, juntos, en medio del aire estancado y sobrecalentado; el olor del fango, de la ciénaga, el olor primitivo de la tierra fecunda, parecía golpearnos en el rostro; hasta que de pronto, en un recodo, fue como si una gran mano lejana hubiese levantado una pesada cortina, abierto de par en par un inmenso portal. La luz misma pareció moverse, el cielo, sobre nosotros, se ensanchó, un lejano murmullo llegó a nuestros oídos, una frescura nos envolvió, nos llenó los pulmones, apresuró nuestros pensamientos, nuestra sangre, nuestras penas… y adelante la selva se hundió en la cordillera azul oscura del mar.
Hice una profunda inspiración, me regocijé en la vastedad del horizonte abierto en la atmósfera distinta que parecía vibrar con un remolino de vida, con la energía de un mundo impecable. Ese cielo y ese mar se encontraban abiertos ante mí. La joven tenía razón… Había en ellos una señal, un llamado… algo a lo cual yo respondía con todas las fibras de mi ser. Dejé que mi vista vagara por el espacio, como un hombre liberado de ataduras estira los miembros entumecidos, corre, salta, responde al inspirado júbilo de la libertad.
—¡Esto es glorioso! —exclamé, y luego miré al pecador que tenía a mi lado. Estaba sentado, con la cabeza caída sobre el pecho y dijo «Sí», sin levantar la vista, como si temiera ver escrito, en grandes letras, en el claro cielo, el reproche de su conciencia romántica.
Recuerdo los menores detalles de esa tarde. Encallamos en una playita blanca. Tenía a su espalda un risco bajo, boscoso en la cima, envuelto en trepadoras hasta la base. Delante de nosotros, la llanura del mar, de un azul sereno e intenso, se extendía con un leve empinamiento hacia arriba, hasta el horizonte, parecido a un hilo, trazado a la altura de nuestros ojos. Grandes olas de resplandor soplaban con ligereza sobre la oscura superficie salpicada, veloces como plumas empujadas por la brisa. Una cadena de islas se sentaban, quebradas y macizas, frente al amplio estuario, desplegadas en una lámina de pálida agua vidriosa que reflejaba con fidelidad el contorno de la costa. Arriba, en el sol descolorido, un ave solitaria, toda negra, se balanceó, dejándose caer y elevándose en el mismo lugar, con un leve movimiento de balanceo de las alas. Un grupo irregular, sucio de hollín, de frágiles chozas de esteras, se encaramaba sobre su propia imagen invertida en una torcida multitud de altos pilotes color de ébano.
Una diminuta canoa negra partió de entre ellas con dos hombres minúsculos negros quienes se afanaban en exceso, golpeando el agua pálida. Y la canoa parecía deslizarse penosamente sobre un espejo.
Ese racimo de miserables chozas era la aldea pesquera que se jactaba de la protección especial del señor blanco, y los dos hombres que cruzaban eran el anciano jefe y su yerno. Tocaron tierra y caminaron hacia nosotros sobre la arena blanca, esbeltos, moreno-oscuros como ahumados, con retazos cenicientos en la piel de los hombros y el pecho desnudos.
Llevaban la cabeza envuelta en pañuelos sucios, pero plegados con cuidado, y el anciano inició en el acto una queja, voluble, estirando un brazo flaco, mirando a Jim con confianza, con sus viejos ojos legañosos y entrecerrados. La gente del rajá no los dejaba en paz; había habido ciertos problemas relacionados con una cantidad de huevos de tortuga que su gente recogió en los islotes… Y apoyado en el remo, señaló hacia el mar con una mano morena y huesuda. Jim escuchó durante un rato sin levantar la mirada, y por último le dijo con suavidad que esperase.
Pronto lo escucharía. Se retiraron, obedientes, a cierta distancia, y se acuclillaron, con los remos delante de ellos en la arena.
El plateado brillo de sus ojos seguía nuestros movimientos con paciencia; y la inmensidad del mar extendido, el silencio de la costa, que al norte y al sur pasaba más allá de los limites de mi visión, constituían una colosal Presencia que nos observaba, cuatro enanos aislados en un retazo de arena refulgente.
—Lo malo —señaló Jim, entristecido— es que durante generaciones estos pescadores de la aldea fueron considerados esclavos personales del rajá… y el viejo demonio no puede meterse en la cabeza la idea de que…
Se interrumpió.
—De que usted cambió todo eso —dije.
—Sí. Cambié todo eso —masculló con voz melancólica.
—Tuvo su oportunidad —continué.
—¿De veras? —preguntó—. Bueno, sí. Supongo que sí. Sí. Recuperé mi confianza en mí… un buen nombre… pero a veces deseo… ¡No! Retendré lo que poseo.
No puedo esperar nada más. —Levantó el brazo hacia el mar—. Por lo menos, no allí. —Pisoteó la arena—. Este es mi límite, porque no sirve nada menos que esto.
Seguimos paseándonos por la playa.
—Sí, modifiqué todo eso —continuó, con una mirada de reojo hacia los dos pacientes pescadores acuclillados—. Pero trate de pensar sólo en lo que ocurriría si no estuviese. ¡Cielos!, ¿se da cuenta? Un infierno. ¡No! Mañana iré y correré el riesgo de beber el café de ese viejo tonto de Tunku Allang, y armaré un gran alboroto respecto de esos podridos huevos de tortuga. No. No puedo decir… basta.
Nunca. Debo seguir, seguir para siempre con mi trabajo, para sentirme seguro de que nada puede tocarme. Debo aferrarme a la creencia de ellos en mí, para sentirme seguro y… y… —buscó una palabra, pareció buscarla en el mar—. Y mantenerme en contacto con… —La voz se le hundió de pronto hasta convertirse en un murmullo—. Con aquellos a quienes, tal vez, jamás volveré a ver. Con… con… usted, por ejemplo.
Y sus palabras me humillaron mucho.
—Por Dios —dije—, no se ocupe de mí, mi querido amigo. Cuídese de usted mismo. —Sentía gratitud, afecto por ese extraviado cuya mirada me había buscado, mientras yo ocupaba mi lugar en las filas de una insignificante multitud. ¡En fin de cuentas, cuán poco merecedor de jactancia era eso! Aparté mi rostro ardiente; en el sol más bajo, llameante, oscurecido y carmesí, como un ascua arrebatada del fuego, el mar yacía en ofrenda de su inmensa quietud ante la cercanía del orbe ígneo. Dos veces estuvo a punto de hablar, pero se interrumpió. Por último, como si hubiese encontrado una fórmula:
—Seré fiel —dijo en voz baja—. Seré fiel —repitió, sin mirarme, pero por primera vez dejó que la vista nadase por las aguas, cuyo azul se había convertido en un turbio púrpura bajo los fuegos del atardecer.
¡Ah, era romántico, romántico! Recordé algunas palabras de Stein… «¡En el destructivo elemento sumergido!… Seguir el sueño, y volver a seguirlo… y así… siempre… usque ad finem…» Era romántico, y, sin embargo, era veraz. ¿Quién podía decir qué formas, qué visiones, qué rostros, qué olvido veía en el brillo del oeste?… Un botecito, que salía de la goleta, avanzó con lentitud, con un golpeteo regular de dos remos, hacia el banco de arena, para llevarme.
—Y, además, está Joya —dijo, en medio del gran silencio de la tierra, el cielo y el mar, que habían dominado de tal modo mis pensamientos, que su voz me sobresaltó—. Está Joya.
—Sí —murmuré.
—No necesito decirle qué es ella para mí —continuo.
—Usted lo vio. Con el tiempo ella lo entenderá.
—Así lo espero —interrumpí.
—Ella también confía en mí —musitó, y luego cambió de tono—. Me pregunto cuándo volveremos a encontrarnos —dijo.
—Nunca, a menos que usted vaya allá —respondí, evitando su mirada. No pareció sorprenderse; guardó silencio durante un rato.
—Adiós, entonces —dijo, luego de una pausa—. Quizá sea mejor así.
Nos estrechamos la mano y yo caminé hacia el bote, que esperaba con la proa en la playa. La goleta, con la vela mayor izada y el foque a barlovento, describía cabriolas en el mar purpúreo; en sus velas había un tinte rosado.
—¿Volverá pronto a su hogar? —preguntó Jim, cuando pasaba la pierna por la borda.
—Dentro de un año, más o menos, si estoy con vida —dije. El tajamar rascó la arena, el bote flotó, los remos mojados relampaguearon y se hundieron una vez, dos. Jim, al borde del agua, levantó la voz.
—Dígales… —comenzó. Indiqué a los hombres, con una señal, que dejasen de remar, y esperé, asombrado. ¿Decirles a quién? El sol semi sumergido le daba en la cara. Podía ver su rojo resplandor en los ojos que me miraban, mudos—. No, nada —dijo, y con un leve movimiento de la mano indicó al bote que continuase su marcha. Yo no volví a mirar la costa hasta que trepé a bordo de la goleta.
Para entonces el sol se había puesto. El ocaso se extendía al este, y la costa, ennegrecida, ensanchaba infinitamente su sombría pared, que parecía el baluarte mismo de la noche. El horizonte del oeste era una gran llamarada de oro y carmesí, en el cual una gran nube solitaria flotaba, oscura y silenciosa, arrojando una sombra pizarrosa sobre el agua de abajo, y vi a Jim en la playa, quien miraba el modo en que la goleta se separaba y comenzaba a navegar.
Dos pescadores semidesnudos se pusieron de pie en cuanto me fui; no cabía duda de que derramaban la queja de sus vidas insignificantes, desdichadas, oprimidas, en los oídos del señor blanco, y era indudable que él escuchaba, haciéndola suya, ¿pues acaso no formaba parte de su buena suerte —la buena suerte «desde el comienzo»—, la buena suerte respecto de la cual me había asegurado que estaba a su altura? También ellos pienso, tenían suerte, y estuve seguro de que su pertinacia se mostraría a la altura de ella. Sus cuerpos de piel morena desaparecieron en el fondo oscuro, mucho antes de que perdiese de vista a su protector. Éste era blanco de los pies a la cabeza, y siguió siendo persistentemente visible con el baluarte de la noche a su espalda, el mar a sus pies, la oportunidad junto a él… todavía velada.
¿Qué les parece? ¿Seguía velada? Yo no lo sé. Para mí esa figura blanca, en el silencio de la costa y el mar, parecía erguirse en el corazón de un vasto enigma. El ocaso se alejaba con rapidez del suelo, sobre la cabeza de él; la franja de arena ya se había hundido bajo sus pies, ya no parecía mayor que un niño… después sólo un punto un diminuto puntito blanco que en apariencia reflejaba toda la luz que quedaba en un mundo oscurecido… Y de pronto lo perdí…