Marlow estiró las piernas, se puso de pie con rapidez y se tambaleó un poco, como si hubiese caído después de un vuelo a través del espacio. Se apoyó de espaldas contra la balaustrada y quedó de frente a un desordenado grupo de largas butacas de caña. Los cuerpos reclinados en ellas parecieron salir de su languidez, empujados por el movimiento de él. Uno o dos se incorporaron, como alarmados.
Aquí y allá ardía todavía un cigarro. Marlow los miró a todos con los ojos de un hombre que vuelve de la excesiva lejanía de un sueño. Una garganta carraspeó; una voz tranquila lo instó con negligencia:
—Bien.
—Nada —dijo Marlow, con un leve sobresalto—. Él se lo había dicho… eso es todo. Ella no le creyó… nada más. En cuanto a mí, no sé si es justo, correcto, decente, que me alegre o me apene. Por mi parte, no puedo decir qué creí… En verdad no lo sé todavía hoy, y lo más probable es que nunca lo sepa.
¿Pero en qué creía el pobre diablo? La verdad triunfará, ¿saben? Magna est veritas et… Sí, cuando hay una ocasión. No cabe duda de que existe una ley… y de la misma manera una ley regula la buena suerte de uno cuando arroja los dados. No es la Justicia la servidora de los hombres, sino el accidente, el azar, la Fortuna… La aliada del paciente Tiempo… que conserva un equilibrio parejo y escrupuloso. Los dos habíamos dicho lo mismo. ¿Dijimos ambos la verdad… o sólo uno de nosotros… o ninguno…? Marlow se interrumpió, cruzó los brazos sobre el pecho, y con voz distinta…
—Ella dijo que mentíamos.
Pobre alma. Bien… dejémoslo librado al azar, cuyo aliado es el Tiempo, que no es posible enterrar, y cuyo enemigo es la Muerte, que no espera.
Yo retrocedí… un poco amedrentado, debo confesarlo.
Había intentado pelear contra el temor mismo, y fui derrotado… por supuesto. Sólo conseguí aumentar la angustia de ella con la insinuación de algún misterioso choque, de una conspiración inexplicable e incomprensible para mantenerla eternamente en la oscuridad. ¡Y surgió con facilidad, de manera natural e inevitable, por el acto de él, por el propio acto de ella! Era como si se me hubiese mostrado el funcionamiento del implacable destino del cual somos víctimas… y herramientas. Resultaba espantoso pensar en la joven a quien había dejado allí, inmóvil. Las pisadas de Jim tuvieron un sonido fatídico, cuando pasó a mi lado sin verme, con sus pesadas botas de cordones.
—¿Qué? ¡No hay luces! —dijo en voz alta, sorprendida—. ¿Qué están haciendo en la oscuridad… los dos? —Al instante siguiente la vio, supongo—. ¡Hola muchacha! —exclamó, alegre.
—¡Hola muchacho! —respondió ella enseguida, con sorprendente brío.
Ese era el habitual saludo de ambos, y el fragmento de jactancia que ella ponía en su voz un tanto aguda pero dulce, era cómico, hermoso e infantil.
A Jim le encantaba. Esa fue la última ocasión en que los escuché intercambiar ese saludo familiar, y me heló el corazón. Estaba la voz aguda y dulce, el bello esfuerzo, la jactancia; pero todo parecía morir de muerte prematura, y el llamado juguetón sonó como un gemido. Fue demasiado condenadamente horrible.
—¿Qué hiciste con Marlow? —preguntaba Jim. Y luego—: Se fue… ¿eh? Es raro que no me encontrase con él… ¿Está ahí, Marlow? No respondí. No pensaba entrar… por lo menos en ese momento. En verdad, no podía. Mientras él me llamaba, yo me hallaba ocupado en huir a través de la puertecita, aunque daba a una extensión de terreno recién carpido. No, todavía no podía enfrentarlo.
Caminé deprisa, con la cabeza gacha, por un sendero hollado. El terreno se elevaba poco a poco, los pocos árboles grandes habían sido derribados, la maleza cortada y el pasto quemado. Él tenía pensado intentar allí una plantación de café.
La gran colina, que elevaba su doble cúspide negra como el carbón en el claro resplandor amarillo de la luna llena, parecía arrojar su sombra sobre el suelo preparado para ese experimento. Él intentaría siempre muchos experimentos; yo admiraba su energía, su espíritu de empresa y su agudeza. Nada en la tierra parecía ahora menos real que sus planes, su energía y su entusiasmo. Y al levantar la vista vi que parte de la luna se deslizaba a través de los arbustos, en el fondo del abismo. Durante un momento pareció como si el disco, caído de su lugar en el cielo, sobre la tierra, hubiese rodado hasta el fondo del precipicio. Su movimiento ascendente era como un rebote pausado. Se desprendía de la maraña de ramas; la retorcida rama desnuda de algún árbol, que crecía en la pradera, le trazaba una grieta negra en el rostro. Lanzaba muy lejos sus rayos, como desde una caverna, y en esa lúgubre luz, como en la de un eclipse, los tocones de los árboles caídos se erguían muy oscuros, las pesadas sombras caían a mis pies por todos lados, lo mismo que mi propia sombra móvil, y a través de mi camino la sombra de la tumba solitaria, perpetuamente enguirnaldada de flores.
En la luz de luna oscurecida, las flores entrelazadas adoptaban formas ajenas a la memoria de uno, y colores indefinibles para los ojos, como si hubiesen sido flores especiales, no recogidas por hombre alguno, no crecidas en este mundo, y destinadas sólo al uso de los muertos. Su poderosa fragancia pendía del aire tibio, lo espesaba y lo volvía denso, como el humo de incienso. Los trozos de coral blanco brillaban en torno del oscuro montículo, como un rosario de cráneos blanqueados, y alrededor todo estaba tan tranquilo, que cuando me quedé inmóvil parecieron terminar todos los sonidos y movimientos del mundo.
Era una gran paz, como si la tierra hubiese sido una tumba, y durante un rato permanecí allí, pensando ante todo en los vivos que, enterrados en remotos lugares, fuera del conocimiento del género humano, todavía deben compartir sus miserias trágicas o grotescas. Y también sus nobles luchas…
¿Quién sabe? El corazón humano es lo bastante vasto como para contener el universo. Es lo bastante valiente como para soportar la carga, ¿pero dónde está la intrepidez que se la quite de encima? Supongo que debo haber caído en un estado de ánimo sentimental. Sólo sé que permanecí allí el tiempo suficiente para que el sentimiento de la soledad absoluta se apoderara de mí de manera tan compleja, que todo lo que había visto hasta entonces, todo lo escuchado, y todas las voces humanas, parecieron desaparecer de la existencia, vivir sólo durante un rato más en mi memoria, como si yo hubiese sido el último representante de la humanidad.
Era una ilusión extraña y melancólica, a medias consciente, como todas nuestras ilusiones, visiones de una verdad inalcanzable. En verdad ese era uno de los lugares perdidos, olvidados y desconocidos de la tierra había mirado por debajo de su oscura superficie, y sentido que, cuando mañana lo dejase para siempre, desaparecería de la existencia para vivir sólo en mi recuerdo hasta que yo mismo me internase en el olvido. Tengo ahora esa sensación en mí; tal vez es el sentimiento que me incitó a narrarles la historia, a tratar de entregársela a ustedes por así decirlo, hacerles llegar su propia existencia, su realidad… La verdad revelada en un momento de ilusión.
Cornelius me interrumpió. Saltó, como un bicho, de entre los altos pastos que crecían en una depresión del terreno. Creo que su casa se pudría en algún lugar cercano, aunque nunca la vi, jamás llegué bastante lejos en esa dirección. Corrió hacia mí por el sendero. Sus pies, calzados en blancos zapatos sucios, parpadearon en le tierra oscura. Se irguió y comenzó a gemir y encogerse bajo el sombrero de copa alta. Su cuerpecito reseco era tragado, quedaba perdido por completo dentro de un traje de paño negro. Esa era su vestimenta de los días de fiesta y ceremonias, y me recordaba que era el cuarto sábado que pasaba en Patusán. Durante todo el tiempo de mi estada tuve la vaga conciencia del deseo de él de hacerme confidencias, si podía llevarme a un lado. Rondaba con una ansiosa expresión de avidez en su carita agria y amarilla pero su timidez lo había alejado tanto como mi natural hostilidad, a no tener nada que ver con criatura tan desagradable. Pero habría logrado éxito, si no se hubiese mostrado tan dispuesto a escurrirse en cuanto uno lo miraba. Se escurría ante la mirada severa de Jim, ante la mía, que trataba de ser indiferente, e inclusive ante la mirada superior y hosca del Tamb’ Itam. Se escurría siempre. Cada vez que aparecía se lo veía alejándose en línea oblicua, el rostro sobre el hombro, con una mueca desconfiada, o con un aspecto lamentable, penoso, mudo. Pero ninguna expresión fingida podía ocultar esa abyección innata e irremediable de su naturaleza, tal como un ropaje no puede ocultar una deformidad monstruosa del cuerpo.
No sé si fue por la desmoralización de mi derrota total en mi encuentro con un espectro del miedo, menos de una hora antes, pero lo dejé capturarme sin siquiera exhibir un poco de resistencia.
Estaba condenado a ser el destinatario de sus confidencias, y a verme enfrentado con preguntas que no tenían respuesta. Era pesado; pero el desprecio, el desprecio irrazonado que provocaba el aspecto del hombre, hizo más fácil soportarlo. Un individuo así no podía tener importancia. Nada importaba, pues ya había decidido que Jim, el único que me interesaba, había dominado por fin a su destino. Me dijo que estaba satisfecho… casi. Esto es ir mucho más allá de lo que nos atrevemos la mayoría de nosotros.
Yo —que tengo derecho a pensar bastante bien de mí— no me atrevo. ¿Supongo que tampoco ninguno de los que están aquí? Marlow se interrumpió, cono si esperase una respuesta. Nadie habló.
—En efecto —continuó—. Que nadie lo sepa, pues la verdad sólo puede arrancárnosla alguna catástrofe cruel, minúscula espantosa. Pero es uno de los nuestros, y podía decir que estaba satisfecho… casi.
¡Imagínenlo! Casi satisfecho. Casi se le podía envidiar su catástrofe. Casi satisfecho. Después de eso, nada podía importar. No importaba quién sospechaba de él, quién confiara en él, quién lo amara, quién lo odiase… en especial, ya que era Cornelius quien lo odiaba.
Pero en fin de cuentas eso era algo así como un reconocimiento. Se juzga a un hombre por sus enemigos, tanto como por sus amigos, y ese enemigo de Jim era tal, que ningún hombre decente se habría avergonzado de reconocerlo, pero sin darle mayor importancia. Esa era la posición que adoptaba Jim y que yo compartía, pero Jim lo despreciaba por motivos generales.
—Mi querido Marlow —me había dicho—, siento que si camino en línea recta nada puede tocarme. Se lo aseguro.
Ahora usted ya estuvo aquí el tiempo suficiente para echar una buena mirada en torno… y, con franqueza, ¿no le parece que estoy bastante a salvo? Todo depende de mí, ¡y, cielos!, tengo mucha confianza en mí. Lo peor que podría hacer él sería matarme, supongo. No creo ni por un instante que lo haga. No podría, ¿sabe?… Ni aunque yo mismo le entregara un rifle cargado y luego le volviese la espalda.
Así es ese sujeto. Y suponga que lo haga… suponga que lo haga.
Bien… ¿y qué? No vine aquí huyendo para salvar mi vida, ¿verdad? Vine para poner mi espalda contra la pared, y estoy dispuesto a quedarme…
—Hasta que esté completamente satisfecho —interrumpí.
En ese momento nos encontrábamos sentados bajo el techo, en la popa de su bote; veinte palas de remo relampagueaban como una, diez por lado, hundiéndose en el agua con un solo chapuzón, en tanto que a nuestra espalda Tamb’ Itam piloteaba en silencio a derecha e izquierda, y miraba río abajo, atento, para mantener la larga canoa en la fuerza más intensa de la corriente. Jim inclinó la cabeza, y nuestra última conversación pareció extinguirse para siempre. Me despedía; llegaría conmigo hasta la boca del río. La goleta había partido el día anterior, navegando hacia abajo y moviéndose con la marea, mientras yo prolongaba mi estada durante la noche.
Y ahora me despedía.
Jim se encolerizó un poco conmigo por haber mencionado a Cornelius. En verdad yo no dije gran cosa. El hombre era demasiado insignificante para ser peligroso, aunque estaba tan repleto de odio como el que podía albergar. Me llamó «honorable señor» cada dos frases, y gimió junto a mi codo mientras me seguía desde la tumba de su «extinta esposa» hasta los portones del cercado de Jim. Se declaró el más desdichado de los hombres, una víctima, aplastado como un gusano. Me suplicó que lo mirase. Yo no quise volver la cabeza para hacerlo, pero pude ver, con el rabo del ojo, su obsequiosa sombra que se deslizaba detrás de la mía, en tanto que la luna, colgada a nuestra izquierda, parecía regocijarse, serena, con el espectáculo. Trató de explicar —como les dije— su participación en los hechos de la noche memorable. Era un asunto de conveniencia. ¿Cómo podía saber quién llegaría a triunfar?
—¡Yo lo habría salvado, honorable señor! Lo habría salvado por ochenta dólares —protestó con tono almibarado, manteniéndose a un paso detrás de mí.
—Se salvó él mismo —dije—, y lo perdonó.
Escuché una especie de risita, y me volví hacia él. En el acto pareció dispuesto a reír.
—¿De qué se ríe? —pregunté, inmóvil.
—¡No se engañe, honorable señor! —chilló, en apariencia perdido el dominio de sus sentimientos—. ¡Él salvarse por sí mismo! Él no sabe nada, honorable señor… nada. ¿Quién es? ¿Qué quiere aquí… el gran ladrón? ¿Qué quiere aquí? Arroja polvo a los ojos de todos; arroja polvo a sus ojos, honorable señor, pero no puede arrojarlos a los míos, es un gran tonto, honorable señor. —Yo reí con desprecio, giré sobre mis talones y continué caminando. Él corrió hasta mi codo y me susurró, con fuerza:
—Aquí no es más que un chiquillo… un chiquillo… un chiquillo.
Es claro que no le presté la menor atención, y como veía que el tiempo apremiaba, pues nos acercábamos a la cerca de bambú que brillaba sobre el suelo ennegrecido del terreno, fue al grano. Empezó por mostrarse abyectamente lacrimoso. Sus grandes desdichas le habían afectado la cabeza. Abrigaba la esperanza de que yo tuviese la bondad de olvidar lo que nada, como no fuesen sus preocupaciones, lo empujaba a decir. No había intención en ello; sólo que el honorable señor no sabía qué significaba estar arruinado, quebrantado, pisoteado. Después de esta introducción, llegó al asunto que más le interesaba, pero en forma tan inconexa, exclamativa y ruin que durante mucho tiempo no pude entender a qué se refería.
Quería que intercediese ante Jim a su favor. En apariencia, también había no sé qué problema de dinero. Escuché una y otra vez la frase «una provisión moderada… un adecuado presente». Parecía exigir el valor de algo, e inclusive llegó a decir, con cierto calor, que la vida no valía la pena de vivirse si a un hombre se lo despojaba de todo. Es claro que yo no pronuncié una palabra, pero tampoco me tapé los oídos.
La médula del tema que poco a poco se me aclaró, consistía en que se consideraba con derecho a algún dinero a cambio de la joven. Él la había criado. Una hija ajena. Grandes sufrimientos y dolo res… Un anciano ahora… un presente adecuado. Si el honorable señor quisiera decirle una palabra… Yo me detuve para mirarlo con curiosidad, y por temor de que lo considerase extorsivo, supongo, se obligó, deprisa, a hacer una concesión. En consideración a un «regalo adecuado», entregado enseguida, estaba dispuesto, declaró, a hacerse cargo de la joven «sin ninguna otra estipulación cuando llegase el momento en que el caballero tuviese que volver a su hogar». Su rostro amarillo, arrugado como si hubiese sido estrujado, expresaba la avaricia más ansiosa y ávida. Su voz gimió, aduladora:
—No más problemas… guardián natural… una suma de dinero…
Me quedé allí, asombrado. En él ese tipo de cosas era, no cabía duda, una vocación. De pronto descubrí en su actitud amedrentada una especie de seguridad, como si toda su vida hubiese tratado con certidumbres. Debe haber creído que yo consideraba con desapasionamiento su proposición, pues se volvió tan dulce como la miel.
—Todos los caballeros entregaron algo cuando llegó el momento de volver a su hogar —comenzó a decir, insinuante.
Cerré con fuerza el portoncito.
—En este caso, Mr. Cornelius —respondí—, jamás llegará el momento.
Se tomó unos segundos para entender eso.
—¡Qué! —casi gritó.
—¿Cómo? —continué, desde mi lado del portón—. ¿No se lo oyó decir usted mismo? Nunca volverá a su casa.
—¡Oh, esto es demasiado! —gritó. Ya no me llamó «honorable señor». Permaneció un rato sin moverse, y luego, sin rastros de humildad, dijo en voz muy baja—: Nunca se irá…
¡Ah! Él… él… viene aquí, el diablo sabe de dónde viene el diablo sabe de dónde para pisotearme hasta matarme… Ah… pisotearme —pisoteó con suavidad, con ambos pies—. Pisotearme así… nadie sabe por qué… hasta matarme… —La voz casi se le apagó: le molestaba una tosecita; se acercó a la verja y me dijo, con tono confidencial y lamentable, que él no se dejaría pisotear—. Paciencia… paciencia —murmuró, golpeándose el pecho. Yo había terminado de reírme de él, pero de pronto me agasajó con un loco y cascado estallido de su propia risa—. ¡Ja, ja, ja! ¡Ya lo veremos! ¡Ya veremos! ¡Qué! ¿Robarme a mí? ¿Despojarme de todo? ¡De todo! ¡De toodo! —La cabeza se le cayó sobre un hombro, las manos le colgaban por delante, apenas apretadas una a la otra.
Cualquiera hubiera creído que adoraba a la joven con un amor enorme, que su espíritu había quedado aplastado y su corazón roto por la más cruel de las expoliaciones. De repente levantó la cabeza y lanzó una palabra infame.
—Como su madre… se parece a su engañosa madre. Exactamente. Y también en el rostro. En su rostro. ¡La diablesa! —Apoyó la cabeza contra la cerca, y en esa posición lanzó amenazas y horribles blasfemias en portugués, en exclamaciones muy débiles, mezcladas con desdichadas quejas y gemidos, que surgían con un movimiento de los hombros, como si lo abrumase un mortífero acceso de enfermedad. Fue un espectáculo inexplicablemente grotesco y ruin, y yo me apresuré a alejarme.
Trató de gritarme algo. Algún insulto contra Jim, creo… no muy fuerte, estábamos demasiado cerca de la casa. Sólo oí con claridad:
—No más que un chiquillo… un chiquillo…