Capítulo XXXIII

Me sentí muy conmovido. Su juventud, su ignorancia, su hermosa belleza, que tenía el sencillo encanto y el delicado vigor de una flor silvestre, sus ruegos patéticos, su desamparo, me atrajeron casi con la fuerza de su propio temor irrazonable y natural.

Ella temía lo desconocido como todos nosotros, y su ignorancia hacía que lo desconocido fuese infinitamente vasto. Yo lo representaba, era su representante por mí, por ustedes, por todo el mundo al cual no le importaba Jim ni lo necesitaba para nada.

Yo habría estado dispuesto a responder por la indiferencia de la hormigueante tierra, a no ser por la reflexión de que también él pertenecía a ese misterio desconocido de los temores de ella y de que, por mucho que yo representara, no lo representaba a él.

Eso me hizo vacilar.

Un murmullo de dolor desesperado me abrió los labios. Comencé por protestar que por lo menos no había llegado con la intención de llevarme a Jim.

¿Y por qué había ido, entonces? Luego de un leve movimiento, ella quedó tan inmóvil como una estatua de mármol en la noche. Traté de explicarlo en pocas palabras: amistad, negocios; si tenía algún deseo en el asunto, era el de que se quedase…

—Siempre nos abandonan —murmuró ella. El aliento de triste sabiduría de la tumba que su piedad cubría de flores pareció pasar en un tenue suspiro Nada, dije, podía separar a Jim de ella.

Ahora esa es mi firme convicción, lo era en aquel momento; era la única conclusión posible a partir de los hechos del caso. No se hizo más segura porque ella me susurrase en el tono en que uno habla consigo mismo.

—Él me lo juró. ¿Usted se lo pidió? —pregunté.

Ella dio un paso para acercarse.

—No. ¡Nunca! —Sólo le había pedido que se fuese.

Ello ocurrió esa noche, a la orilla del río, después que él mató al hombre… después que ella arrojó la antorcha al agua, porque él la miraba de esa manera.

Había demasiada luz, y el peligro ya no existía, por un momento, por un momento muy corto. Entonces él le dijo que no la abandonaría en manos de Cornelius. Ella insistió. Quería que la dejara. Él dijo que no podía, que era imposible… tembló mientras lo decía. Ella lo sintió temblar… No hace falta mucha imaginación para ver la escena, casi para escuchar sus susurros. Ella también temía por él. Creo que entonces sólo veía en él a una víctima predestinada, de peligros que entendía mejor que el propio Jim. Aunque sólo fuese con su simple presencia, él había dominado su corazón, llenado todos sus pensamientos, se había adueñado de todos sus afectos, y, sin embargo, ella subestimaba las posibilidades de éxito de Jim. Es evidente que para entonces todos se inclinaban a subestimar sus posibilidades. Hablando en términos estrictos, él no parecía tener ninguna. Sé que ese era el punto de vista de Cornelius.

Me lo confesó como atenuante del papel sospechoso que había representado en la conspiración de Sherif Alí para terminar con el infiel. Inclusive el propio Sherif Alí, como ahora parece indudable, no abrigaba otra cosa que desprecio hacia el hombre blanco. Jim debía ser asesinado, principalmente por motivos religiosos, creo. Un simple acto de piedad (y en esa medida infinitamente meritorio), pero, por lo demás, sin mayor importancia. Cornelius coincidía con la última parte de esa opinión.

—Honorable señor —argumentó, abyecto, en la única ocasión en que consiguió que lo escuchase—. Honorable señor, ¿cómo podía saber yo? ¿Quién era él? ¿Qué podía hacer para que la gente creyese en él? ¿Qué quería hacer Mr. Stein, cuando envió a un joven como él, para hablar en voz alta con un antiguo servidor? Yo estaba dispuesto a salvarlo por ochenta dólares. ¿Por qué no se fue, el tonto? ¿Debía ser yo apuñalado en bien de un desconocido? —Se arrastró en espíritu ante mí, con el cuerpo doblado, insinuante, con las manos moviéndose cerca de mis rodillas como si estuviera a punto de abrazarme las piernas—. ¿Qué son ochenta dólares? Una suma insignificante para dársela a un anciano indefenso y arruinado por el resto de su vida por una diablesa muerta.

En ese momento lloró. Pero me anticipo. Esa noche no me encontré con Cornelius hasta que hablé con la joven.

Se mostraba abnegada cuando instaba a Jim a abandonarla e inclusive a salir de la región. El peligro que corría él era lo que predominaba en los pensamientos de la joven… aunque también quisiese salvarse ella… quizá sin tener conciencia de ello. Pero vean, por otra parte, la advertencia que recibió, vean la lección que podía extraerse de cada momento de la vida hacía poco terminada, en la cual se concentraban todos sus recuerdos. Cayó a los pies de él… así me lo dijo… allí, junto al río, a la discreta luz de las estrellas que nada mostraban, salvo grandes masas de sombras silenciosas, indefinidos espacios abiertos, y que temblaban apenas en el ancho río, que hacían parecer tan vasto como el mar. Él la levantó. La levantó, y entonces ella no forcejeó más.

Es claro que no. Brazos fuertes, una voz tierna, un hombro musculoso en que apoyar su pobre y desolada cabecita. La necesidad —la infinita necesidad— de todo eso para el corazón dolorido, para la mente desconcertada… las ansias de la juventud… la necesidad del momento. ¿Qué quieren? Uno entiende… a menos de que sea incapaz de entender nada bajo el sol. Y entonces ella se conformó con que la levantasen… y la retuviesen.

—¡Sabe… cielos!… Esto es serio… ¡No es una tontería!, como susurró Jim deprisa, con rostro turbado y preocupado, en el umbral de su casa. No sé gran cosa en lo que se refiere a las tonterías, pero no había nada de ligereza en su amor. Se unieron bajo la sombra del desastre de una vida, como un caballero y una doncella que se encuentran para intercambiar juramentos entre ruinas habitadas por fantasmas. La luz de las estrellas era suficiente para esa historia, una luz tan tenue y remota, que no puede resolver las sombras en formas, y mostrar la otra orilla de un río. Esa noche contemplé ese río, y desde el mismo lugar; rodaba silencioso y negro como el Estigio. Al día siguiente me fui, pero no es probable que olvide de qué quería ser salvada ella cuando le suplicó que la dejase mientras todavía Había tiempo. Me dijo de qué se trataba, serena —ahora estaba demasiado apasionadamente interesada para una simple excitación—, con una voz tan tranquila en la oscuridad, como su figura blanca, semi perdida. Me dijo:

—No quería morir llorando.

Pensé que no había oído bien.

—¿No quería morir llorando? —repetí.

—Como mi madre —agregó ella enseguida. Los contornos de su blanca sombra no se movieron para nada—. Mi madre lloró con amargura antes de morir —explicó. Una calma inconcebible parecía haberse elevado del suelo que nos rodeaba, de manera imperceptible, como el firme ascenso de una inundación por la noche, que borra los mojones familiares de las emociones. Y entonces me sobrecogió, como si hubiese sentido que perdía pie en medio de las aguas, un temor repentino, el miedo a las profundidades desconocidas. Ella siguió explicando que durante les últimos momentos, a solas con su madre, tuvo que abandonar el costado del lecho para ir y apoyar la espalda contra la puerta, a fin de impedir que Cornelius entrara. Deseaba entrar, y golpeó en la puerta con ambos puños, y sólo de vez en cuando desistía para gritar, ronco:

—¡Déjenme entrar! ¡Déjenme entrar! ¡Déjenme entrar! En un rincón lejano, sobre unas pocas esteras, la mujer moribunda, ya sin habla e incapaz de levantar el brazo, movió la cabeza de un lado al otro, y con un débil movimiento de la mano pareció ordenar: «¡No! ¡No!» y la hija, obediente, la miraba, apoyando con todas sus fuerzas los hombros contra la puerta.

—Las lágrimas le caían de los ojos… y después murió —concluyó la joven con tono monótono e imperturbable, que más que ninguna otra cosa, más que la blanca inmovilidad estatuaria de su persona, más de lo que pueden hacerlo las simples palabras, me turbó los pensamientos muy en lo hondo con el horror pasivo, irremediable, de la escena. Tuvo el poder de apartarme de mi concepción de la existencia, sacarme del refugio que cada uno se construye para sí, para introducirse en él en los momentos de peligro, como una tortuga se refugia dentro de su caparazón. Durante un momento tuve la visión de un mundo que parecía exhibir un vasto y aterrador aspecto de desorden cuando en verdad, gracias a nuestros esfuerzos infatigables, es un ordenamiento tan soleado, de pequeñas conveniencias, como puede concebirlo la mente del hombre. Pero aun así… fue apenas un momento. Enseguida me introduje de vuelta en mi caparazón. Es necesario… ¿saben?…

Aunque me parecía haber perdido todas mis palabras en el caos de oscuros pensamientos, miré durante uno o dos segundos más allá de la empalizada.

Y las palabras también volvieron muy pronto, pues también pertenecen a la concepción protectora de la luz y el orden que es nuestro refugio. Las tenía listas, a mi disposición, antes de que ella musitara con dulzura:

—Juró que jamás me dejaría, cuando estábamos allí, solos. ¡Me lo juró!

—¿Y es posible que usted… usted… no le crea? —inquirí, con un reproche sincero, auténticamente conmovido. ¿Por qué no podía creer? De ahí esa ansia por la incertidumbre, ese aferrarse al temor, como si la incertidumbre y el temor hubiesen sido las salvaguardias de su amor. Era monstruoso. Habría podido construirse para sí un refugio de inexpugnable paz, con ese sincero afecto. Carecía del conocimiento… y también, tal vez, de la habilidad.

La noche había llegado a toda prisa. En el lugar en que nos encontrábamos reinaba una oscuridad total, de modo que, sin moverse, ella se desvaneció como la forma intangible de un espíritu anhelante y perverso.

Y de pronto volví a escuchar su suave susurro:

—Otros hombres juraron lo mismo. —Fue como un comentario meditativo sobre ciertos pensamientos henchidos de tristeza, de temor. Y agregó, con voz más baja aún, si es posible:

—Mi padre lo hizo. —Se interrumpió el tiempo necesario para hacer una inspiración inaudible.

El padre de ella también… ¡Esas eran las cosas que conocía! Enseguida dije:

—¡Ah, pero él no es así! Me pareció que ella no tenía la intención de discutir eso. Pero al cabo de un rato el extraño susurro tenue llegó soñador, con el aire, y se introdujo en mis oídos.

—¿Por qué es él diferente? ¿Es mejor? ¿Es…?

—Palabra de honor —interrumpí—, creo que lo es.

Bajamos el tono hasta un nivel misterioso. Entre las chozas de los trabajadores de Jim (casi todos esclavos liberados del cercado de Sherif), alguien comenzó una canción aguda, gangosa. Al otro lado del río, una gran fogata (creo que en casa de Doramin) formaba una bola resplandeciente, por completo aislada en la noche.

—¿Es más veraz? —murmuró ella.

—Sí —respondí.

—Más veraz que ningún otro hombre —repitió ella con acento demorado.

—Nadie, aquí —dije—, soñaría en dudar de su palabra…

Nadie se atrevería… salvo usted.

Creo que en ese momento hizo un movimiento.

—Más valiente —continuó, con tono distinto.

—El temor nunca lo apartará de usted —repliqué, un tanto nervioso. La canción se interrumpió en una nota chillona, y fue seguida por varias voces que hablaban a lo lejos. También la voz de Jim. Me llamó la atención el silencio de ella.

—¿Qué estuvo diciéndole? ¿Le dijo algo? —pregunté. No hubo respuesta—. ¿Qué le dijo? —insistí.

—¿Le parece que puedo decírselo? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo entender? —exclamó al cabo.

Hubo un movimiento. Creo que se retorcía las manos.

—Hay algo que él jamás podrá olvidar.

—Tanto mejor para usted —respondí, lúgubre.

—¿De qué se trata? ¿Qué es? —puso una fuerza extraordinaria de súplica en su tono de ruego—. Dice que ha tenido miedo. ¿Cómo puedo creerlo? ¿Soy una mujer loca como para creer en eso? ¡Todos ustedes recuerdan algo! ¡Todos vuelven a ello! ¿Qué es? ¡Dígamelo! ¿Qué es esa cosa? ¿Está viva… está muerta? La odio. Es cruel. ¿Tiene rostro y voz… esa calamidad? ¿La verá él… la oirá? Tal vez en su sueño, cuando no pueda verme… y entonces se pondrá de pie y se irá. ¡Ah, jamás lo perdonaré! ¡Mi madre perdonó… pero yo, nunca! ¿Será un signo… una señal? Fue una experiencia maravillosa. Ella desconfiaba hasta de los momentos en que él dormía… y parecía creer que yo podía decirle por qué. De la misma manera, un pobre mortal seducido por el hechizo de una aparición habría podido tratar de arrancarle a otro fantasma el tremendo secreto del dominio que otros mundos tienen sobre un alma desencarnada y extraviada entre las pasiones de esta tierra. El suelo mismo que pisaba parecía fundirse bajo mis pies. Y, además, era muy sencillo; pero si los espíritus evocados por nuestros temores e inquietudes han tenido que respaldarse unos a otros, en lo referente a su constancia, ante los perdidos magos que somos, entonces yo —solo yo, de entre los moradores de la carne— me estremecí en el escalofrío desesperado de semejante tarea. ¡Un signo, un llamado! Cuán significativa era la ignorancia de ella en su expresión. ¡Unas pocas palabras! No me imagino cómo llegó a conocerlas cómo pudo pronunciarlas.

Las mujeres encuentran su inspiración en la tensión de momentos que para nosotros apenas son tremendos, absurdos o inútiles. Descubrí que poseía voz, era suficiente para imponer temor al corazón.

Si una piedra despreciada hubiese clamado de dolor, no habría parecido un milagro más grande y más lastimoso. Esos pocos sonidos que vagaban en la oscuridad hicieron que sus dos vidas deslumbradas resultasen trágicas para mis pensamientos. Fue imposible hacerle entender. Yo me encabritaba en silencio ante mi impotencia. Y también Jim… ¡pobre diablo! ¿Quién lo necesitaría? ¿Quién lo recordaría? Tenía lo que quería. Es probable que su existencia misma hubiese estado olvidada ya para entonces.

Ambos habían vencido a sus destinos. Eran trágicos.

Se veía a las claras que la inmovilidad de la joven ante mí era expectante, y mi papel consistía en hablar por mi hermano, desde el reino de las sombras olvidadizas. Me conmovió muy en lo hondo mi responsabilidad y la congoja de ella. Habría dado cualquier cosa por el poder de sosegar su alma frágil, que se atormentaba en su invencible ignorancia, como un pajarillo que golpea contra los crueles alambres de una jaula. Nada más fácil que decir: «¡No temas!»; nada más difícil.

Me pregunto cómo se mata al temor. ¿Cómo se le dispara aun espectro al corazón, cómo se le corta la cabeza espectral, cómo se lo aferra de su garganta espectral? Es una empresa a la cual uno se precipita mientras sueña y se alegra de huir de ella con el cabello húmedo y todos los miembros estremecidos.

La bala no se ha fabricado, la hoja no se forjó, el hombre no nació hasta las palabras aladas de la verdad caen a los pies como trozos de plomo. Hace falta, para un choque tan desesperado, un dardo encantado y envenenado, mojado en una mentira demasiado sutil como para encontrarla en la tierra.

¡Una empresa para un sueño, mis amos! Inicié mi exorcismo con el corazón pesado, con una especie de hosca cólera en él. La voz de Jim, que de pronto se elevó con severa entonación, cruzó el patio, reprochando la negligencia de algún torpe pescador, junto al río. Nada, dije, hablando en un murmullo distinto, nada podía haber, en ese mundo desconocido que ella imaginaba tan ansioso de despojarla de su dicha, nada había, ni vivo ni muerto, ni rostro, ni voz ni poder, que pudiese arrancar a Jim de su lado. Inspiré, y ella susurró con suavidad:

—Él me lo dijo así.

—Le dijo la verdad —respondí.

—Nada… —suspiró, y de pronto se volvió hacia mí con una intensidad de tono apenas audible—: ¿Por qué vino a nosotros desde afuera? Él habla de usted demasiado a menudo. Me da miedo. ¿Usted… usted lo necesita? Una especie de sigilosa ferocidad se había insinuado en sus apresurados murmullos.

—Nunca volverá —respondí con amargura—. Y no lo necesito. Nadie lo necesita.

—Nadie —repitió ella con tono de duda.

—Nadie —afirmé, y me sentí movido por una extraña excitación—. Usted lo considera fuerte, sabio, valiente, grande… ¿por qué no creer también que es veraz? Me iré mañana… y eso es el fin de todo. Jamás volverá a ser molestada por una voz de afuera.

Ese mundo que no conoce es demasiado grande para echarlo de menos. ¿Entiende? Demasiado grande. Usted tiene el corazón de él en la mano.

Tiene que sentirlo. Debe saberlo.

—Sí, lo sé —musitó, con fuerza y serenidad, como podría musitar una estatua.

Sentí que nada había hecho. ¿Y qué quería hacer? Ahora no estoy seguro. En ese momento me encontraba animado por un ardor inexplicable, como una tarea grande y necesaria… la influencia del momento sobre mi estado mental y emocional. En nuestra vida existen tales momentos, tales influencias, que vienen del exterior, por así decirlo, irresistibles, incomprensibles… como si las provocaran las misteriosas construcciones de los planetas. Ella era dueña, como se lo dije, del corazón de Jim. Tenía eso, y todo lo demás… si quería creerlo. Lo que quería decirle era que en todo el mundo no existía nadie que necesitara el corazón de él, su mente, su mano.

Era un destino común, y, sin embargo, parecía algo espantoso que decir de cualquier hombre. Ella escuchó sin una palabra, y su inmovilidad era entonces como la protesta de una incredulidad invencible.

¿Qué le importaba el mundo que existía más allá de los bosques?, le pregunté. De entre todas las multitudes que poblaban la vastedad de lo desconocido jamás llegaría, le aseguré, mientras él viviera, ni un llamado ni una señal para Jim. Nunca. Me sentí arrebatado. ¡Nunca! ¡Jamás! Recuerdo con asombro la empecinada ferocidad que exhibí. Tuve la ilusión de haber aferrado por fin al espectro por la garganta.

En verdad, todo el asunto real ha dejado tras de sí la detallada y sorprendente impresión de un sueño.

¿Por qué había ella de temer? Sabía que él era fuerte, veraz, sabio, valiente. Era todo eso. Sin duda.

Y era más. Era grande… invencible… y el mundo no lo necesitaba, lo había olvidado, ni siquiera lo conocería.

Me interrumpí. El silencio que reinaba sobre Patusán era profundo, y el débil sonido seco de un remo que golpeaba el costado de su canoa, en algún lugar, en el centro del río, pareció hacerlo infinito.

—¿Por qué? —murmuró ella. Experimenté el tipo de cólera que se siente durante una pelea difícil. El espectro trataba de deslizarse de entre mis manos—. ¿Por qué? —repitió en voz más alta—. ¡Dígamelo! —Y mientras yo permanecía confuso, ella golpeó con el pie como una chiquilla mimada—. ¿Por qué? Hable.

—¿Quiere saberlo? —pregunté, furioso.

—¡Sí! —exclamó.

—Porque no es lo bastante bueno —dije, brutal.

Durante la pausa de un momento vi que el fuego de la otra orilla se elevaba, dilataba el círculo de su brillo, como una mirada asombrada, y se contraía de pronto hasta convertirse en una roja cabeza de alfiler.

Sólo yo supe cuán cerca de mí estuvo cuando sentí el apretón de sus dedos en mi antebrazo. Sin levantar la voz, puso en ella un infinito de ardiente desprecio, amargura y desesperación.

—Eso es lo mismo que dijo él… ¡Miente! Esta última palabra me la gritó en el dialecto nativo.

—¡Escúcheme! —le rogué. Ella contuvo el aliento, trémula y me soltó el brazo—. Nadie, nadie es lo bastante bueno —comencé a decir con la mayor seriedad.

Escuché el sollozante esfuerzo de su aliento, que de pronto se apresuraba espantosamente. Dejé caer la cabeza. ¿De qué servía todo eso? Se acercaban unas pisadas. Me alejé sin otras palabras…