Capítulo XXXII

Jim ocupó una posición segura y los arreó hacia fuera, en grupo, a través de la puerta. Durante todo el tiempo la antorcha se había mantenido vertical, aferrada por la manita, sin un solo temblor. Los tres hombres lo obedecieron, mudos, moviéndose como autómatas. Los formó en fila.

—¡Tómense del brazo! —ordenó. Así lo hicieron—. El primero que retire el brazo o vuelva la cabeza es un hombre muerto —dijo—. ¡En marcha! Salieron juntos, rígidos, él los siguió, y a su lado la joven de largo vestido blanco; el cabello negro le caía hasta la cintura, y llevaba la antorcha en la mano.

Erguida y bamboleante, parecía deslizarse sin tocar la tierra. El único sonido era el susurro sedoso entre los altos pastos.

—¡Alto! —gritó Jim.

La orilla del río era empinada. Subía una gran frescura, la luz caía sobre el borde de lisas aguas negras que espumeaban sin una ondulación. A derecha e izquierda, las formas de las casas se unían debajo de agudos perfiles de los techos.

—Llévenle mis saludos a Sherif Alí, hasta que vaya yo mismo —dijo Jim. Ni una cabeza de las tres se movió—. ¡Salten! —tronó. Los tres chapoteos fueron uno solo, ascendió una ducha, y las cabezas negras se bambolearon, convulsivas, y desaparecieron. Pero se oyeron grandes resoplidos, que se hacían cada vez más débiles, pues se zambullían empeñosamente, temerosos de un último disparo. Jim se volvió hacia la joven quien hasta ese momento era una observadora, silenciosa y atenta. De pronto le pareció que el corazón era demasiado grande para su pecho y que lo ahogaba en el hueco de la garganta.

Es probable que eso lo dejase sin habla durante mucho tiempo, y después de devolverle la mirada ella arrojó la antorcha encendida, con un amplio movimiento del brazo, al río. El rojizo resplandor ígneo hizo un prolongado vuelo a través de la noche, se hundió con un silbido maligno, y la serena y suave luz de las estrellas descendió sobre ellos sin obstáculos.

No me contó lo que dijo cuando recobró, por último, la voz. No supongo que haya sido muy elocuente.

El mundo estaba inmóvil, la noche respiraba sobre ellos una de esas noches que parecen creadas para el abrigo de la ternura, y hay momentos en que nuestra alma, como liberada de su envoltura negra, brilla con exquisita sensibilidad que hace que ciertos silencios resulten más lúcidos que un discurso. Respecto de la joven me dijo:

—Se derrumbó un poco. La excitación, ¿sabe? Reacción. Tiene que haber estado muy cansada… y todo eso… y… y… maldición… me tenía cariño, ¿entiende?…

Yo también… no lo sabía, es claro… nunca me había entrado en la cabeza…

En ese momento se puso de pie y comenzó a pasearse, concierta agitación.

—Yo… yo la amo enormemente. Más de lo que puedo decirlo. Es claro que uno no puede decirlo.

Uno tiene una visión distinta de sus acciones cuando llega a entender, cuando se lo obliga a entender todos los días que su existencia es necesaria… ¿entiende? Necesaria en absoluto… para otra persona.

A mí me hacen sentir eso. Maravilloso. ¡Pero trate de pensar nada más en lo que había sido su vida! ¡Demasiado horrenda, espantosa! ¿No es verdad? Y yo que la encuentro así… como quien sale a dar un paseo y de pronto encuentra a alguien que se ahoga en un lugar solitario y oscuro. ¡Cielos! No hay tiempo que perder. Bueno, y además es una confianza… creo que estoy a la altura de ella.

Debo decirles que la joven nos había dejado solos un tiempo antes. Él se palmeó el pecho.

—¡Sí! Siento eso, ¡pero creo que estoy a la altura de toda mi buena suerte! Poseía el don de encontrar un significado especial en todo lo que le ocurría. Esa era la concepción que tenía de su amor. Era idílica, un tanto solemne, y, además, cierta, pues su creencia tenía toda la inconmovible seriedad de la juventud. Tiempo después, en otra ocasión me dijo:

—Hace sólo dos años que estoy aquí, y ahora, palabra, no puedo entender cómo pude vivir en ninguna otra parte. De sólo pensar en el mundo de afuera, me da miedo. Porque, ¿entiende? —continuó, con los ojos bajos, contemplando la acción de su bota ocupada en aplastar a fondo un trocito minúsculo de barro seco (nos paseábamos por la orilla del río)—, porque no olvidé por qué vine aquí. ¡Todavía no! Me abstuve de mirarlo, pero creo que escuché un breve suspiro. Dimos una o dos vueltas en silencio.

—Por mi alma y conciencia —continuó—, si una cosa así puede olvidarse, entonces creo que tengo derecho a borrarla de mi mente. Pregúntele a cualquiera, aquí… —La voz le cambió—. ¿Pero no es extraño —prosiguió con tono suave, casi ansioso que toda esta gente, todas estas personas que harían cualquier cosa por mí, nunca puedan llegar a entender? ¡Nunca! Créame, no podría llamarlos para hablarles de eso. No sé por qué parece difícil. Soy un estúpido, ¿verdad? ¿Qué más puedo desear? Si les pregunta quién es valiente… quién es veraz… quién es justo… a quién confían su vida, le dirán: a Tuan Jim. Y, sin embargo, jamás podrán conocer la verdad, la verdad real…

Eso fue lo que me dijo el último día que pasé con él. No dejé que se me escapara un murmullo; sentí que estaba por decir algo más, por acercarse a la raíz del asunto. El sol, cuyo fuego concentrado empequeñece la tierra hasta convertirla en una inquieta mota de polvo, se había hundido detrás del bosque, y la luz difusa de un cielo opalino parecía dejar caer, sobre un mundo sin sombras y sin brillo, la ilusión de una grandeza serena y pensativa. No sé por qué, mientras lo escuchaba, percibí con tanta claridad el gradual oscurecimiento del río, del aire; el irresistible y lento trabajo de la noche que caía en silencio sobre todas las formas visibles, que borraba los contornos, que hundía las sombras cada vez más y más profundas, como una firme caída de un impalpable polvo negro.

—¡Cielos! —dijo, de pronto—. Hay días en que uno se siente demasiado absurdo para nada. Sólo sé que puedo decirle qué me gusta. Me gusta haber terminado con eso… con el maldito asunto que tenía en el fondo del cerebro… olvidar… ¡que me cuelguen si lo sé! Puedo pensar en eso con tranquilidad. En fin de cuentas, ¿qué demostró? Nada. Supongo que usted no lo cree así…

Ofrecí un murmullo de protesta.

—No importa —continuó—. Estoy satisfecho… casi.

Sólo tengo que mirar el rostro del primer hombre que pase, para recuperar la confianza. No se les puede hacer entender lo que ocurre dentro de mí.

¿Y qué? ¡Vamos! No me fue tan mal.

—No tan mal —repetí.

—Pero de todos modos, usted no me querría a bordo de su propio barco… ¿eh?

—¡Maldito sea! —exclamé—. Termine con eso.

—¡Ahá! Ya ve —exclamó, croando, por así decirlo, con placidez—. Pero —prosiguió— intente decirle eso a cualquiera de los de aquí. Pensarán que es un tonto un embustero, o algo peor. Y entonces puedo soportarlo.

Hace un par de cosas para ellos pero eso es lo que ellos hicieron por mí.

—Mi querido amigo —exclamé—, siempre será para ellos un misterio insoluble. —Guardamos silencio.

—Misterio —repitió antes de levantar la vista—. Bueno, pues entonces deje que me quede siempre aquí.

Después que el sol se puso, la oscuridad pareció caer sobre nosotros, arrastrada por cada débil soplo de la brisa.

En medio de un sendero bordeado de setos vi la silueta detenida, flaca, vigilante y en apariencia coja, de Tamb’ Itam.

Y a través del espacio en penumbra mi mirada percibió algo blanco que se movía de un lado al otro, entre los soportes del techo. En cuanto Jim, con Tamb’ Itam a sus talones, inició su ronda nocturna, yo subí a la casa solo, y en forma inesperada me vi abordado por la joven quien era evidente, esperaba esa oportunidad.

Me resulta difícil decirles qué era, con exactitud, lo que ella quería arrancarme. Es evidente que tenía que tratarse de algo muy sencillo… la más sencilla imposibilidad del mundo. Como por ejemplo, la descripción exacta de la forma de una nube. Quería una seguridad, una afirmación, una promesa, una explicación… no sé cómo llamarlo. La cosa no tiene nombre. Había oscuridad bajo el alero del techo y lo único que pude ver fueron las líneas fluidas de su vestido, el pequeño óvalo pálido de su rostro, con el fulgor blanco de sus dientes y, vueltas hacia mí, las grandes órbitas sombrías de sus ojos, donde parecía haber un débil movimiento, como el que uno percibe cuando clava la mirada en el fondo de un pozo inmensamente profundo. ¿Qué se mueve ahí?, se pregunta uno. ¿Es un monstruo ciego, o sólo una vislumbre perdida del universo? Se me ocurrió —no se rían— que como todas las cosas son disímiles, ella era más inescudriñable, en su infantil ignorancia, que la esfinge que proponía infantiles enigmas a los viajeros. Había sido llevada a Patusán antes de abrir los ojos. Creció allí. No vio nada, nada conoció, no tenía concepción alguna de nada. Me pregunto si estaba segura de que existía algo más. Me resultan inconcebibles las nociones que pueda haberse formado acerca del mundo exterior. Los únicos habitantes que conocía eran una mujer traicionada y un bufón siniestro. Su amante también había llegado de allí, dotado de irresistibles seducciones. ¿Pero qué sería de ella si él volviese a esas regiones inconcebibles que siempre parecían reclamar a los suyos? Su madre la había prevenido al respecto con lágrimas, antes de morir…

Me tomó del brazo con firmeza, y en cuanto me detuve retiró la mano deprisa. Era audaz y medrosa.

Nada temía, pero la frenaba la profunda incertidumbre y la extrema rareza… En una persona valiente que andaba a tientas en la oscuridad. Y yo pertenecía a eso. Desconocido que podía reclamar a Jim en cualquier momento. Yo participaba, digámoslo así, del secreto de su naturaleza e intenciones… era el confidente de un misterio amenazador…

¡Tal vez estaba armado de su poder! Creo que supuso que con una palabra podía sacar a Jim de entre sus brazos. Tengo la firme convicción de que pasó por tormentos de aprensión, durante mis largas conversaciones con Jim; por una verdadera e intolerable angustia que podría, sin duda, haberla empujado a tramar mi asesinato si la ferocidad de su alma hubiese estado a la altura de la tremenda situación que creaba. Esa es mi impresión, y es lo único que puedo darles. Todo ello se me ocurrió poco a poco, y a medida que se aclaraba me veía abrumado por un lento e incrédulo asombro. Me hizo creer en ella pero no existe una palabra que en mis labios pueda expresar el efecto de ese susurro precipitado y vehemente, de los tonos suaves y apasionados, de la pausa repentina y entrecortada, y el movimiento de súplica de los blancos brazos extendidos con rapidez.

Cayeron; la figura fantasmal se bamboleó como un árbol esbelto al viento, el pálido óvalo del rostro se dejó caer; era imposible distinguir sus facciones, la negrura de sus ojos resultaba insondable. Dos amplias mangas subieron en la oscuridad, como alas que se desplegasen y guardó silencio, sosteniéndose la cabeza con las manos.