Ya imaginarán con qué interés escuché. Veinticuatro horas más tarde se percibió que todos esos detalles tenían alguna importancia. Por la mañana, Cornelius no hizo alusión a los sucesos de la noche.
—Supongo que volverá a mi pobre casa —murmuró, con aspereza, escurriéndose hacia Jim en el momento en que éste entraba en la canoa para dirigirse al campong de Doramin. Jim sólo asintió, sin mirarlo—. No cabe duda de que lo encuentra divertido —masculló el otro con tono agrio. Jim se pasó el día con el viejo makhoda, predicando la necesidad de una vigorosa acción ante los principales hombres de la comunidad de los bugis, quienes habían sido convocados para una gran conversación. Recordó con placer cuán elocuente y persuasivo se había mostrado.
—Conseguí infiltrarles un poco de energía, esa vez, no cabe duda —dijo. La última incursión de Sherif Alí había barrido las afueras del caserío, y algunas mujeres pertenecientes al pueblo fueron llevadas a la empalizada. Los emisarios de Sherif Alí fueron vistos en el mercado, el día anterior, pavoneándose, altaneros, envueltos en capas blancas, y jactándose de la amistad del rajá para con su amo. Uno de ellos se encontraba a la sombra de un árbol, y apoyado en el largo caño de un rifle, exhortó a la gente a la oración y el arrepentimiento, y les aconsejó que matasen a todos los extranjeros que tenían entre ellos algunos de los cuales, dijo, eran infieles, y otros algo peor… hijos de Satán disfrazados de musulmanes.
Se informó que varios de los hombres del rajá, entre los oyentes, expresaron en voz alta su aprobación.
El terror de los pobladores comunes era intenso.
Jim, inmensamente complacido con su trabajo del día, volvió a cruzar el río antes de la puesta del sol.
Como había comprometido de manera irremisible a los bugis a actuar, y se hacía responsable del éxito con su propia cabeza, se sintió tan alborozado, que en el júbilo de su corazón hizo todos los esfuerzos posibles para ser cortés con Cornelius.
Pero éste, en respuesta, se mostró de una jovialidad demencial, y Jim dice que escuchar sus chillidos de risa falsa, verlo retorcerse y parpadear, y de pronto tomarse la barbilla y acurrucarse sobre la mesa, con mirada enloquecida, fue más de lo que le resultaba posible soportar. La joven no se mostró, y Jim se retiró temprano. Cuando se levantó para decir buenas noches, Cornelius se puso de pie de un salto, derribó la silla y se escurrió fuera de la vista, como si tuviese que recoger algo que había dejado caer. Sus «buenas noches» se escuchó, ronco, desde abajo de la mesa. Jim se sorprendió al verlo surgir con la mandíbula caída y ojos grandes, estúpidamente asustados. Se aferró del borde de la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Se siente mal? —preguntó Jim.
—Sí, sí, sí. Un gran cólico en mi estómago —dice el otro; y en opinión de Jim, eso era muy cierto. En ese caso, y en vista de la acción que pensaban llevar a cabo, era una señal abyecta de una dureza todavía imperfecta, cuyo mérito hay que reconocerle por entero.
Sea como fuere, el sueño de Jim fue perturbado por un ensueño de un cielo como bronce, que resonaba con una gran voz, la cual lo instaba: «¡Despierte! ¡Despierte!», con tanta energía, que, a pesar de su desesperada decisión de seguir durmiendo, despertó en realidad. Cayó sobre sus ojos el resplandor de una roja conflagración hirviente, que se extendía en mitad del aire. Espirales de denso humo muy negro se encorvaban en torno de la cabeza de una aparición, un ser extra terrenal, todo vestido de blanco, de rostro severo, tenso, ansioso. Al cabo de un par de segundos, reconoció a la joven.
Tenía en alto, con el brazo extendido, una antorcha de dammar[11], y con voz monótona, persistente, lo instaba repetidamente:
—¡Levántese! ¡Levántese! ¡Levántese! De pronto él se levantó de un brinco. En el acto ella le puso en la mano un revólver, el de él, que pendía de un clavo, pero esta vez cargado. Jim lo apretó en silencio, desconcertado, parpadeando en la luz. Se preguntó qué podía hacer por ella.
Ella dijo con rapidez, y en voz muy baja:
—¿Puede hacer frente a cuatro hombres con esto? —Él rió mientras me narraba esta parte, al recordar su cortés vivacidad. Parece que lo convirtió en una gran exhibición.
—Sin duda… por supuesto… sin duda… ordéneme.
No estaba despierto del todo, y se le ocurrió que debía ser muy cortés en esa circunstancia extraordinaria, que tenía que mostrar su disposición devota e incuestionable. Ella salió de la habitación, y él la siguió. En el corredor despertaron a una vieja arpía que hacía las comidas de la casa, aunque era tan decrépita que casi no podía entender el habla humana. Se levantó y cojeó detrás de ellos mascullando con las encías. En la galería, una hamaca de lona de velas perteneciente a Cornelius, se balanceó apenas al contacto del codo de Jim. Estaba vacía.
El establecimiento de Patusán, como todos los puestos de la Compañía Comercial de Stein, estaba compuesto al comienzo de cuatro edificios. Dos de ellos se encontraban representados por dos montículos de palos bambúes rotos, bálago podrido, sobre el cual los cuatro postes de las esquinas, de madera dura, se inclinaban, tristes, en distintos ángulos.
Pero el depósito principal todavía se veía frente a la casa del agente. Era una choza rectangular, hecha de barro y arcilla. En un extremo tenía una amplia puerta de gruesas tablas que hasta ese momento no se había salido de los goznes, y en una de las paredes laterales se veía una abertura cuadrada, una especie de ventana, con tres barrotes de madera. Antes de bajar los pocos escalones, la joven dio vuelta el rostro por sobre el hombro y dijo con rapidez:
—Iban a atacarlo mientras dormía.
Jim me dice que experimentó un sentimiento de desilusión. Ya estaba aburrido de esas alarmas. Me aseguró que se enfureció con la joven por engañarlo.
La había seguido bajo la impresión de que ella era quien necesitaba su ayuda, y en ese momento tuvo deseos de volver sobre sus pasos y regresar, disgustado.
—¿Sabe? —comentó, profundo—, creo, más bien que en esa época me pasé semanas enteras sin ser el mismo de siempre.
—Sí. Sin embargo, lo fue —no pude dejar de contradecirlo.
Pero ella avanzó con rapidez, y él la siguió al patio. Todas sus cercas habían caído hacía tiempo; los búfalos de los vecinos se paseaban por la mañana en el espacio abierto, lanzando profundos bufidos, sin prisa. La selva misma ya lo invadía. Jim y la joven se detuvieron en el pastizal. La luz bajo la cual se hallaban componía una densa negrura en torno, y sólo sobre sus cabezas se veía un opulento resplandor de estrellas. Me dijo que era una noche hermosa… muy fresca, con una leve brisa del río. Parece que advirtió su amistosa hermosura. Recuerden que esto que les narro es una historia de amor. Una noche encantadora, que parecía envolverlos en una suave caricia. La llama de la antorcha fluía de vez en cuando con un ruido de aleteo, como una bandera, y durante un rato ese fue el único sonido.
—Están en el depósito, esperando —susurró la joven.
—Esperan la señal.
—¿Quién la dará? —preguntó él. Ella agitó la antorcha, que llameó luego de una lluvia de chispas.
—Sólo que usted dormía tan inquieto —continuó, en un murmullo—. Yo también vigilé su sueño.
—¡Usted! —exclamó él, estirando el cuello para mirar alrededor.
—¡Cree que vigilé sólo esta noche! —exclamó ella con una especie de desesperada indignación.
Él dice que fue como si hubiese recibido un golpe en el pecho. Jadeó. Pensó que de alguna manera se había comportado como un animal, y se sintió con remordimientos, conmovido, feliz, jubiloso. Esto, quiero recordarles de nuevo, es una historia de amor. Se advierte por la imbecilidad, no una imbecilidad repulsiva, sino la exaltada imbecilidad de todos esos movimientos, esa caminata a la luz de la antorcha, como si hubiesen ido allí adrede para una batalla edificante con los asesinos ocultos. Si los emisarios de Sherif Alí hubieran poseído —como señaló Jim— un ápice de bríos, ese habría sido el momento de llevar a cabo una acometida. El corazón le palpitaba —no de miedo— pero le pareció oír el susurro del pasto, y salió con vivacidad de la mancha de luz. Algo oscuro, visto de manera imperfecta, se escurrió con rapidez. Llamó en voz alta:
—¡Cornelius! ¡Cornelius! Se hizo un silencio profundo. Su voz parecía no haber llegado más allá de unos cinco o seis metros.
La joven estaba otra vez a su lado.
—¡Huya! —dijo. La anciana se acercaba; el cuerpo quebrado apareció, en saltitos tullidos, al borde de la luz. La oyeron mascullar, y lanzar un suspiro leve, quejumbroso.
—¡Huya! —repitió la joven excitada—. Ahora están asustados… esta luz… las voces. Saben que está despierto… saben que es grande fuerte, intrépido…
—Si soy todo eso —comenzó a decir él, pero ella lo interrumpió.
—¡Sí… esta noche! ¿Pero y mañana a la noche? ¿O la noche siguiente? ¿Y la otra… y todas las muchas, muchas noches? ¿Puedo vigilar siempre? Un sollozo que le cortó el aliento afectó a Jim más allá del poder de las palabras.
Me dijo que nunca se había sentido tan diminuto, tan impotente… y en cuanto a la valentía, ¿de qué servía?, pensó. Estaba tan desamparado, que hasta la huida parecía inútil. Y aunque ella siguió susurrando «vaya a lo de Doramin, vaya a lo de Doramin», con afiebrada insistencia, él se dio cuenta de que para él no existía refugio respecto de esa soledad que centuplicaba todos sus peligros, salvo… en ella.
—Pensé —me dijo— que si me alejaba de ella eso, de alguna manera, sería el fin de todo.
Sólo porque no podían permanecer para siempre en medio del patio, decidió ir a mirar en el depósito.
La dejó seguirlo sin pensar en protestar, como si ya hubiesen estado unidos de manera indisoluble.
—Soy intrépido… ¿eh? —murmuró él entre dientes.
Ella lo tomó del brazo.
—Espere hasta que oiga mi voz —le dijo, y, antorcha en mano, corrió con ligereza y dio vuelta a la esquina. Él se quedó a solas en la oscuridad, de cara a la puerta. Ni un sonido, ni una respiración le llegaban del otro lado. La vieja bruja lanzó un lúgubre sonido a sus espaldas. Oyó un llamado chillón, casi un aullido, de la joven.
—¡Ahora! ¡Empuje! Él empujó con violencia; la puerta se abrió con un crujido y un estrépito, y reveló, para su intenso asombro, el interior bajo, parecido a una mazmorra iluminado por una luz cárdena, vacilante. Un remolino de humo descendía sobre un cajón de madera vacío en el centro del piso; un puñado de trapos y paja trataron de elevarse, pero apenas si se agitaron con debilidad en la corriente. Ella había introducido la luz por entre los barrotes de la ventana. Jim vio su brazo redondo, desnudo, extendido y rígido, sosteniendo la antorcha con la firmeza de un soporte de hierro. Un montículo cónico, deforme, de viejas esteras, se apilaba en un rincón distante, casi hasta el cielo raso, y eso era todo.
Me explicó que sintió una amarga desilusión. Su fortaleza había sido puesta a prueba con tantas advertencias, durante tantas semanas se vio rodeado por tantas sugestiones de peligro, que quería el alivio de alguna realidad, de algo tangible que pudiese enfrentar.
—Por lo menos habría saneado el aire durante un par de horas, si entiende lo que quiero decir —me dijo—. ¡Cielos! Hacía días que vivía con una piedra sobre el pecho. Ahora, por fin, pensó que se toparía con algo, ¡y… nada! Ni un rastro, ni una señal de alguien. Levantó el arma cuando la puerta se abrió en par en par, pero en ese momento dejó caer el brazo.
—¡Haga fuego! ¡Defiéndase! —gritó la joven afuera, con voz torturada. Como estaba en la oscuridad, y con el brazo metido hasta el hombro en el estrecho agujero, no podía verlo que ocurría, ni se atrevía a retirar la antorcha para dar la vuelta corriendo.
—¡Aquí no hay nadie! —gritó Jim, despectivo, pero su impulso de estallar en una carcajada exasperada y resentida se apagó sin un sonido. Advirtió en el acto mismo de alejarse, que intercambiaba miradas con un par de ojos que se asomaban en el montículo de esteras. Vio un brillo móvil de pupilas.
—¡Salga! —gritó, enfurecido, con cierta duda, y una cabeza de rostro moreno, una cabeza sin cuerpo, modelada entre los desperdicios, una cabeza extrañamente separada, lo miró con firme ceño. Al instante, todo el montículo se agitó, y con un gruñido bajo, un hombre surgió imprevistamente y saltó hacia Jim. Detrás de él pareció que las esteras saltaban y volaban, tenía el brazo derecho levantado, con el codo doblado, y la hoja opaca de un kris se le asoma a del puño en alto, un poco por encima de la cabeza. Una tela ceñida en torno de la cintura parecía de un blanco enceguecedor sobre su piel bronceada; el cuerpo desnudo le relucía como si estuviese mojado.
Jim advirtió todo eso. Me dijo que experimentó una sensación de indecible alivio, de vengativo júbilo.
Contuvo el disparo, me dice de manera deliberada.
Lo contuvo durante la décima parte de un segundo, tres zancadas del hombre… un tiempo desmesurado. Lo contuvo por el placer de decirse«¡Ese es un hombre muerto!» Tenía la absoluta certeza. Lo dejó avanzar porque no importaba. De cualquier manera, era un hombre muerto… Vio las fosas nasales dilatadas, los ojos abiertos, la intensa y ansiosa expresión del rostro, y luego disparó.
El estallido, en ese espacio cerrado, fue ensordecedor.
Retrocedió un paso. Vio que el hombre levantaba la cabeza con una sacudida, lanzaba los brazos hacia delante y dejaba caer el kris. Después supo que la bala le había penetrado en la boca, un poco hacia arriba, para salir por la nuca. Con el ímpetu de su embestida, el hombre siguió adelante, el rostro de pronto abierto y desfigurado, las manos tanteando ante sí, como ciego, y aterrizó con espantosa violencia, golpeando con la frente, casi al lado de los pies desnudos de Jim. Éste dice que no se perdió el menor detalle de todo ello. Se sentía calmo, tranquilo, sin rencor, sin inquietud, como si la muerte del hombre hubiese sido una expiación de todo. El lugar comenzaba a llenarse del humo resinoso de la antorcha, en el cual la llama inmóvil ardía, roja como la sangre, sin parpadear. Entró con decisión, pasó por encima del cadáver y cubrió con su revólver a otra figura desnuda que se delineaba vagamente en el otro extremo. Cuando estaba a punto de oprimir el disparador, el hombre arrojó con fuerza, a un costado, una lanza corta y pesada, y se acuclilló, sumiso, sobre los muslos de espaldas a la pared, con las manos entrelazadas entre las piernas.
—¿Quieres tu vida? —El otro no emitió un sonido—. ¿Cuántos más de ustedes hay? —volvió a preguntar Jim.
—Dos más, Tuan —dijo el hombre con gran suavidad, mirando, con enormes ojos fascinados, la boca del revólver. En efecto, otros dos salieron de abajo de las esteras, y presentaron, de modo ostentoso, sus manos vacías.