Capítulo XXX

Luego me dijo que no sabía qué lo hizo aferrarse… pero es claro que podemos adivinarlo. Simpatizaba mucho con la joven indefensa, a merced de ese «pillastre mezquino y cobarde». Parece que Cornelius le daba una mala vida, que no llegaba a maltratarla cosa para la cual le faltaba valor, supongo.

Insistía en que lo llamase padre, «y, además, con respeto». «Con respeto», gritaba, blandiendo un pequeño puño amarillo ante el rostro de ella.

—Yo soy un hombre respetable, ¿y qué eres tú?, dime… ¿qué eres tú? ¿Crees que criaré una hija ajena y le permitiré que me trate sin respeto? Deberías alegrarte de que te lo permita, vamos… di, padre…

¿No?… espera un poco.

Entonces injuriaba a la mujer muerta, hasta que la joven huía, apretándose la cabeza con las manos.

Él la perseguía, entrando en la casa y saliendo de ella y luego alrededor, entre los cobertizos, la acorralaba en algún rincón, donde ella caía de rodillas tapándose los oídos. Entonces él permanecía a cierta distancia y declamaba sucias denuncias contra su espalda, a veces durante media hora seguida.

—Tu madre era un demonio, un demonio falso… y también tú lo eres —chillaba en un estallido final recogía un poco de tierra seca o un puñado de barro (había barro de sobra en torno de la casa), y se lo arrojaba al cabello. Pero a veces ella lo enfrentaba henchida de desprecio, en silencio, el rostro sombrío y contraído, y sólo de vez en cuando murmuraba una o dos palabras que hacían saltar al otro, retorciéndose bajo el agujazo. Jim me dijo que esas escenas eran terribles. En verdad, era extraño toparse con ellas en un lugar salvaje. Lo interminable de una situación tan sutil y cruel resultaba aterrador… si se piensa en ello. El respetable Cornelius (Inch’Nelyus, lo llamaban los malayos, con una mueca que significaba muchas cosas) era un hombre muy desilusionado.

No sé qué había esperado que se hiciese por él en consideración a su matrimonio, pero resultaba evidente que la libertad de robar, desfalcar y apropiarse, durante muchos años, y en todas las formas en que le pareció conveniente, de las mercancías de la Compañía Comercial de Stein (Stein mantuvo el abastecimiento sin interrupciones, mientras pudo hacer que sus capitanes lo llevasen hasta allí), no le parecía un equivalente justo del sacrificio de su honorable apellido.

A Jim le habría agradado mucho darle a Cornelius una paliza hasta dejarlo casi muerto; por otro lado, las escenas eran de carácter tan lastimoso, tan abominable, que su impulso era alejarse para no escucharlas a fin de no lastimar los sentimientos de la joven. La dejaban agitada, muda, apretándose el pecho de vez en cuando, con rostro pétreo, desesperado, y entonces Jim se aproximaba y decía, con tono de desdicha:

—Vamos… de veras… de qué sirve… tiene que tratar de comer un poco —u ofrecía cualquier otra señal de simpatía por el estilo. Cornelius continuaba escurriéndose por las puertas, a lo largo de la galería y volvía, mudo como un pez, y con miradas malévolas desconfiadas, huidizas.

—Puedo detener el juego de él —le dijo Jim a ella una vez—. No tiene más que pedírmelo.

¿Y saben qué respondió la joven? Respondió —Jim me lo contó impresionado— que si no hubiese estado segura de que el propio Cornelius era intensamente desdichado, habría encontrado el valor necesario para matarlo con sus propias manos.

—¡Imagínese eso! El diablillo de chica, casi una niña, empujada a hablar de esa manera —exclamó, horrorizado.

Le parecía imposible salvarla no sólo del sucio pillastre, sino inclusive de sí misma. No es que le tuviera tanta lástima, afirmó; era más que lástima; era como si tuviese algo en la conciencia, mientras continuaba esa vida. Abandonar la casa habría parecido una deserción infame. Por fin entendió que nada había que esperar de una estada más prolongada, ni cuentas, ni dinero, ni verdad de ninguna clase, pero se quedó y exasperó a Cornelius, llevándolo hasta el borde no diré de la insania, sino casi de la intrepidez. Entretanto sentía que todo tipo de peligros se agrupaban, oscuros, en su derredor. Doramin envió en dos ocasiones a un criado digno de confianza para decirle, con toda seriedad, que nada podía hacer por su seguridad, si no volvía a cruzar el río y vivía entre los bugis, como al comienzo. Gente de todas las extracciones solían visitarlo, a menudo en mitad de la noche, para revelarle conjuras orientadas a asesinarlo. Se lo envenenaría.

Se lo apuñalaría en una casa de baños. Se tomaban medidas para dispararle desde un bote, en el río. Cada uno de sus informantes afirmaba ser su buen amigo. Y era —me dijo— como para arruinarle a uno el descanso para siempre. Algo de eso resultaba posible en un extremo; más aún, probable, pero las mendaces advertencias sólo le daban una sensación de mortíferas conjuras que se desarrollaban a su alrededor, por todas partes, en la oscuridad. Nada mejor calculado para conmover el más sólido de los sistemas nerviosos. Por último, una noche, el propio Cornelius, con gran exhibición de alarma y secreto, expuso, en solemnes tonos quejumbrosos, un plan según el cual, por cien dólares —o inclusive por ochenta; digamos ochenta—, él, Cornelius, conseguiría un hombre digno de confianza para llevar a Jim al río, a salvo. Ya no cabía otro remedio… si a Jim le importaba algo su vida. ¿Qué eran ochenta dólares? Una nadería. Una suma insignificante.

En tanto que él, Cornelius, que debía quedarse, cortejaba la muerte con su prueba de devoción hacia el joven amigo de Mr. Stein. La visión de sus abyectas muecas —me dijo Jim— fue muy difícil de soportar se mesaba el cabello, se golpeaba el pecho, se balanceaba de un lado al otro, con las manos apretadas contra el estómago, y llegó a fingir que lloraba.

—Que su sangre caiga sobre su cabeza —chilló al final, y salió corriendo.

Sería curioso saber hasta qué punto Cornelius fue sincero en esa exhibición. Jim me confesó que después que el sujeto se hubo ido no durmió ni un segundo. Se quedó echado de espaldas, sobre una delgada estera extendida en el piso de bambú, y trató, ocioso, de distinguir las vigas desnudas, mientras escuchaba los susurros del destrozado techo de bálago.

De pronto una estrella parpadeó a través del agujero del techo. Tenía un remolino en el cerebro, pero, no obstante, esa misma noche maduró su plan para vencer a Sherif Alí. Pensaba en eso en todos los momentos que podía dedicarle, aparte de la desesperada investigación de los negocios de Stein, pero la idea —dice— se le ocurrió entonces, de repente.

Pudo ver, por decirlo así, los cañones montados en la cima de la colina.

Se sintió acalorado y tenso, mientras continuaba acostado.

Ya no se podía pensar en dormir. Se levantó de un salto y salió, descalzo, a la galería. Caminó en silencio y se encontró con la joven inmóvil contra la pared, como si vigilase. En su estado mental de ese momento, no le sorprendió verla despierta, ni escucharla preguntar, en un ansioso susurro, dónde estaría Cornelius. Él respondió con sencillez que no lo sabía. Ella gimió un tanto, y atisbó en el campong.

Todo estaba en silencio. Él era presa de su nueva idea, y estaba tan henchido de ella que no pudo dejar de contárselo todo a la joven. Ésta escuchó, palmoteó apenas, susurró con suavidad su admiración, pero resultaba evidente que seguía alerta. Parece que él se había acostumbrado a convertirla en su confidente… y que ella por su parte, podía darle y le daba útiles insinuaciones en cuanto a los asuntos de Patusán; de ello no cabe duda. Él me aseguró más de una vez que los consejos de la joven nunca le resultaron inútiles. Por lo menos, en ese momento le explicaba en detalle su plan, cuando ella le oprimió el brazo una vez y desapareció de su lado.

Entonces surgió Cornelius de alguna parte, y al ver a Jim se escurrió de costado, como si le hubieran lanzado un disparo, y después se quedó muy inmóvil en la penumbra. Al cabo se adelantó con prudencia, como un gato suspicaz.

—Había algunos pescadores ahí… con pescado —dijo con voz temblorosa—. Para vender pescado… ¿entiende? Serían en ese momento las dos de la mañana… ¡hora muy oportuna para que nadie anduviese vendiendo pescado! Pero Jim dejó pasar la afirmación, y no le dedicó el menor pensamiento. Otros asuntos ocupaban su mente, y, además, no había visto ni oído nada. Se conformó con decir «¡Ah!», distraído. Bebió de un jarro que había cerca, y dejó a Cornelius presa de una inexplicable emoción… que lo hizo tomarse con ambos brazos de la corroída balaustrada de la galería, como si se le aflojaran las piernas… Entró de nuevo y se acostó en su estera, a pensar. Pronto escuchó pisadas sigilosas. Se detuvieron. Una voz cuchicheó, trémula a través de la pared:

—¿Está dormido?

—¡No! ¿Qué sucede? —respondió con vivacidad, y afuera hubo un movimiento brusco, y luego todo quedó en silencio, como si el cuchicheante se hubiera sobresaltado. Muy disgustado con ello, Jim salió impetuosamente, y Cornelius, con un leve chillido, huyó por la galería hasta los escalones, donde se tomó de la balaustrada rota. Intrigado, Jim lo llamó desde lejos, para saber qué diablos quería.

—¿Prestó atención a lo que le dije? —preguntó Cornelius, pronunciando las palabras con dificultad, como un hombre con escalofríos de fiebre.

—¡No! —gritó Jim, apasionado—. No lo hice, ni pienso hacerlo. Voy a vivir aquí en Patusán.

—M-m-morirá a-a-aquí —respondió Cornelius, todavía estremecido con violencia, y con voz agonizante.

Todo ello resultaba tan absurdo y chocante, que Jim no supo si debía sentirse divertido o furioso.

—No será hasta que lo vea enterrado, le apuesto —gritó, exasperado, pero a punto de reír. Medio en serio (excitado con sus propios pensamientos ¿saben?), continuó gritando:

—¡Nada puede tocarme! Haga lo que le parezca.

De alguna manera, la sombra de Cornelius, lejana parecía ser la odiosa encarnación de todos los disgustos y dificultades que había encontrado en su camino. Se sentó… tenía los nervios destrozados desde hacía días… y lo injurió: estafador, embustero, pillastre lamentable; en rigor, se desahogó en forma extraordinaria. Admite que fue más allá de todos los límites, que estaba fuera de sí… desafió a todo Patusán a que tratara de asustarlo… declaró que todavía los haría bailar al compás de su música, etcétera, en una veta amenazadora y jactanciosa. En todo sentido pomposo y ridículo, dijo. Las orejas le ardían de sólo recordarlo. Debía estar un tanto chiflado, de alguna manera… La joven sentada con nosotros, movió la cabecita, en señal de asentimiento con rapidez frunció apenas el entrecejo, y dijo:

—Yo lo escuché —con infantil solemnidad. Él rió y se ruborizó… Lo que al final lo detuvo, dijo, fue el silencio, el silencio total y como de muerte, de la indistinta figura lejana, que parecía colgar, derrumbada, doblada sobre la balaustrada, en extraña inmovilidad.

Volvió en sí, se calló de pronto, y se asombró enormemente de sí mismo. Miró durante un rato. Ni un movimiento, ni un sonido.

—Tal como si el tipo hubiera dormido mientras yo hacía todo ese ruido —dijo. Se avergonzó tanto de sí, que entró deprisa, sin otra palabra, y volvió a recostarse.

Pero la pendencia parecía haberle hecho bien porque durmió el resto de la noche como un niño. Hacía semanas que no dormía así.

—Pero yo no dormí —intervino la joven con un codo en la mesa, y acariciándose la mejilla—. Yo vigilé. —Los grandes ojos le llamearon, se movieron un poco, y luego los clavó en mi rostro, con intensidad.