Esa era la teoría de las caminatas maritales nocturnas de Jim. Yo fui el tercero más de una vez, con la desagradable conciencia, en cada ocasión, de la cercanía de la figura de Cornelius, quien abrigaba el sentimiento ofendido de su paternidad legal, y se escurría por las vecindades con ese particular retorcimiento de la boca, como si estuviese perpetuamente a punto de rechinar los dientes. ¿Pero advierten ustedes cómo, quinientos kilómetros más allá del final de los cables telegráficos y de las líneas de buques-correo, macilentas mentiras utilitarias de nuestra civilización se marchitan y mueren para ser reemplazadas por puros ejercicios de imaginación, que tienen la inutilidad, a menudo el encanto y a veces la profunda veracidad oculta de las obras de arte? El romanticismo había señalado a Jim como propio… y esa erala parte verdadera de la historia, que en todos los demás sentidos era errónea. No ocultaba su joya, en verdad estaba muy orgulloso de ella.
Se me ocurre ahora que, en general, yo la había visto muy poco. Lo mejor que recuerdo es la palidez pareja, olivácea, de su tez, y los intensos resplandores negro-azulados de sus cabellos que se derramaban, abundantes, por debajo de casquete color carmesí que llevaba muy echado atrás en la delicada cabeza. Sus movimientos eran sueltos, seguros, y cuando se ruborizaba su rostro adquiría un color rojo oscuro. Mientras Jim y yo conversábamos, ella iba y venía lanzándonos rápidas miradas, dejando a su paso una impresión de gracia y encanto, y una clara sugestión de vigilancia.
Sus modales ofrecían una curiosa combinación de timidez y audacia. Cada una de las hermosas sonrisas era reemplazada enseguida por una expresión de ansiedad silenciosa, reprimida, como si huyese ante el recuerdo de algún peligro permanente. En ocasiones se sentaba con nosotros y, con las suaves mejillas hundidas por los nudillos de su manita, escuchaba nuestra conversación. Sus grandes ojos claros se clavaban en nuestros labios, como si cada palabra pronunciada tuviese una forma visible. Su madre le había enseñado a leer y escribir; aprendió mucho inglés de Jim, y lo hablaba en la forma más divertida, con la entonación cortada y juvenil de él.
Su ternura revoloteaba sobre Jim como un palpitar de alas. Vivía tan por entero contemplándolo, que había adquirido parte del aspecto exterior de Jim, algo que lo recordaba en sus movimientos, en la manera de estirar el brazo, de volver la cabeza, de dirigir sus miradas. Su aspecto vigilante tenía una intensidad que lo hacía casi perceptible a los sentidos; en verdad parecía existir en la materia ambiente del espacio, envolver a Jim en una fragancia particular, vivir al sol como una nota trémula apagada y apasionada. Supongo que pensarán que también yo soy un romántico, pero es un error. Les relato las sobrias impresiones de un fragmento de juventud, de un extraño e inquieto amor que se había cruzado por mi camino. Observaba con interés la acción de la… bien… buena fortuna de él. Se lo amaba con celos pero yo no sabía de qué podía estar ella celosa, ni por qué. La tierra, la gente, los bosques, eran sus cómplices, lo protegían con vigilante acuerdo, con un aspecto de reclusión de misterio, de posesión invencible. En apariencia, no existía atractivo; él se encontraba prisionero dentro de la libertad misma de su poder, y ella aunque pronta a convertir su cabeza en un taburete para los pies de él, protegía su conquista de manera inflexible… como si él fuese difícil de retener. El propio Tamb’ Itam, que en nuestros viajes pisaba los talones a su señor blanco, con la cabeza echada hacia atrás, truculento y armado como un jenízaro, con kris, cuchillo y lanza (además de llevar la escopeta de Jim); inclusive él se permitía adoptar la expresión de inflexible guardián, como un hosco y abnegado carcelero dispuesto a entregar su vida por su cautivo. En las noches en que nos quedábamos levantados hasta tarde su figura silenciosa, indistinta, pasaba y volvía a pasar debajo de la galería, con pisadas silenciosas, o yo levantaba la cabeza y de pronto lo distinguía erguido, rígido, en las sombras. Por regla general desaparecía al cabo de un rato, sin un ruido; pero cuando nos poníamos de pie él saltaba cerca de nosotros, como si saliera del suelo, preparado para cualquier orden que Jim quisiera darle. También la joven creo, jamás iba a dormirse hasta que nos separábamos para retirarnos a nuestras respectivas habitaciones.
Más de una vez los vi, a ella y a Jim, a través de la ventana de mi cuarto, cuando salían juntos, silenciosos, y se apoyaban en la tosca balaustrada… dos formas blancas, muy pegadas, el brazo de él rodeándole la cintura, la cabeza de ella sobre el hombro de Jim. Sus suaves murmullos me llegaban penetrantes, tiernos, con una tranquila nota triste en el silencio de la noche, como una auto comunión de una sola persona, emitida en dos tonos. Más tarde mientras me revolcaba en la cama, bajo el mosquitero, tuve la certeza de escuchar leves sonidos, una respiración tenue, una garganta que carraspeaba con cautela… y entonces sabía que Tamb’ Itam seguía merodeando. Aunque tenía (gracias al favor del señor blanco) una casa en el cercado, había «tomado esposa» y últimamente había sido bendecido por el nacimiento de un niño, creo que, por lo menos durante mi estada, dormía en la galería todas las noches.
Era muy difícil hacer hablar a ese fiel y torvo criado. Al propio Jim le contestaba con frases breves, secas, por así decirlo bajo protesta. Hablar, parecía insinuar, no era cosa suya. El discurso más prolongado que le escuché ofrecer ocurrió una mañana cuando, extendiendo de pronto la mano hacia el patio, señaló a Cornelius y dijo:
—Ahí viene el nazareno.
No creo que se dirigiese a mí, aunque yo me encontraba a su lado. Su objetivo parecía más bien despertar la atención indignada del universo. Algunas alusiones masculladas, que siguieron, referentes a perros y al olor a carne asada, me parecieron singularmente felices. El patio, un gran espacio cuadrado, era un tórrido ardor de sol, y estaba bañado por la intensa luz. Cornelius se escurría a través de él, a plena vista de todos, con un inexpresable efecto de sigilo, de acción oscura, secreta y a hurtadillas.
Le recordaba a uno todo lo que es desagradable.
Su lenta marcha laboriosa se parecía al reptar de un escarabajo repulsivo, y sólo las piernas se movían con horrenda industriosidad, en tanto que el cuerpo se deslizaba sin moverse. Supongo que se orientaba en forma bastante directa hacia el lugar al cual quería ir, pero su avance con un hombro hacia delante parecía oblicuo. A menudo se lo veía circular con lentitud entre los cobertizos, como si siguiera una pista; pasaba ante la galería con furtivas miradas hacia arriba; desaparecía sin prisa en torno de la esquina de alguna choza. El hecho de que pareciera en libertad de recorrerlo todo demostraba el absurdo descuido de Jim, o bien su infinito desdén, pues Cornelius había representado un papel muy dudoso (para decir lo menos) en cierto episodio que habría podido tener un final fatal para Jim. En rigor, redundó en su gloria. Pero todo redundaba en su gloria; y la ironía de su buena suerte consistía en que él, que otrora se había mostrado tan cuidadoso respecto de ella parecía vivir una vida encantada.
Deben saber que abandonó la casa de Doramin muy poco después de su llegada… demasiado pronto, en verdad, para su seguridad, y es claro que mucho tiempo antes de la guerra. En ese aspecto lo impulsó un sentimiento del deber; debía ocuparse de los asuntos de Stein, dijo. ¿No era así? Para ello, con absoluto desprecio por su seguridad personal, cruzó el río y se alojó con Cornelius. No puedo decir cómo se las había arreglado este último para existir en tiempos de tanta perturbación. En fin de cuentas, como agente de Stein, debe de haber contado, en cierta medida, con la protección de Doramin.
Y de uno u otro modo se las compuso para escurrirse a través de todas las mortíferas complicaciones; aunque no me caben dudas acerca de su conducta, fuese cual fuere el camino que se vio obligado a seguir, dicho camino estaba señalado por la abyección que parecía el sello del hombre. Esa era su característica; en lo fundamental, y en lo exterior, era abyecto, tal como otros hombres tienen de manera notable, una apariencia generosa, distinguida o venerable. Era un elemento de su naturaleza que impregnaba todos sus actos, pasiones y emociones; sus cóleras eran abyectas, abyectas sus sonrisas, abyecta su tristeza; sus cortesías e indignaciones eran abyectas por igual. Estoy seguro de que su amor habría sido el más abyecto de sus sentimientos…
¿Pero puede uno imaginar enamorado a un insecto repugnante? Y también su repugnancia era abyecta; de modo que una persona apenas desagradable habría parecido noble a su lado. No tiene lugar ni en el segundo ni en el primer plano del relato; sólo se lo ve agazapado en su periferia, enigmático e impuro, manchando la fragancia de la juventud e ingenuidad de dicha historia.
De cualquier manera, su situación sólo podía ser de gran miseria, pero es muy posible que haya encontrado algunas ventajas en ella. Jim me dijo que al principio fue recibido con una abyecta exhibición de los sentimientos más amistosos.
—En apariencia el individuo no podía contener su alegría —dijo Jim con disgusto—. Corría hacia mí todas las mañanas para estrecharme las dos manos.
¡Maldito sea! Pero yo nunca podría saber si habría desayuno. Si conseguía tres comida en dos días me consideraba muy afortunado, y todas las semanas me hacía firmar un papel por diez dólares. Dijo que estaba seguro de que Mr. Stein no querría que me mantuviese por nada. Bien… me mantuvo casi por nada. Y con nada. Lo explicaba por el estado de inquietud de la región, y fingía mesarse el cabello, me pedía perdón diez veces por día, de modo que al final debía rogarle que no se preocupara. Me enfermaba.
La mitad del techo de su casa se había hundido, y todo el lugar tenía un aspecto sarnoso, por todas partes se asomaban matas de pasto seco y las puntas de las esteras rotas aleteaban en todas las paredes. Hizo lo posible para señalar que Mr. Stein le debía dinero de los últimos tres años de comercio, pero sus libros estaban todos rotos, y algunos faltaban. Trató de insinuar que eso era culpa de su extinta esposa. ¡Pillastre asqueroso! Al cabo tuve que prohibirle que volviese a mencionar a su difunta esposa. Hacía llorar a Joya. No pude descubrir qué había ocurrido con todas las mercancías; en el depósito no había más que ratas, que se divertían en grande en medio de un basural de papel de estraza y sacos viejos. En todas partes se me aseguró que tenía enterrada en algún lugar una cantidad de dinero, pero es claro que nada pude sacar de él. Viví en esa casa endemoniada la existencia más miserable. Traté de cumplir con mis obligaciones hacia Stein, pero también tenía otros asuntos en que pensar. Cuando escapé a la casa de Doramin, el viejo Tunku Allang se asustó y me devolvió todas las cosas.
Lo hizo en forma indirecta, y con mucho misterio, por intermedio de un chino que tiene aquí un pequeño comercio. Pero en cuanto dejé el sector de los bugis y fui a vivir con Cornelius, se comenzó a decir abiertamente que el rajá había decidido hacerme matar antes de que pasara mucho tiempo.
Agradable, ¿verdad? Y yo no veía qué podía impedírselo, si en verdad lo había decidido. Lo peor de todo es que no podía dejar de sentir que nada de bueno hacía, ni para Stein, ni para mí. ¡Ah, fueron un infierno… las seis semanas!