Capítulo XXVIII

El derrotado Sherif Alí huyó de la región sin intentar una nueva defensa, y cuando los desdichados y acosados aldeanos comenzaron a salir de la selva, para volver a sus casas podridas, fue Jim quien en consulta con Dain Waris, designó a los jefes. De tal manera, se convirtió en el gobernante virtual de la región. En cuanto al viejo Tunku Allang, sus temores, al principio, no tuvieron límites.

Se dice que al enterarse del exitoso ataque de la colina, se dejó caer, boca abajo, en el suelo de bambú de su salón de audiencias, y permaneció inmóvil toda una noche y todo un día, emitiendo sonidos ahogados de naturaleza tan aterradora, que nadie se atrevió a acercarse a su cuerpo postrado. Ya se veía expulsado ignominiosamente de Patusán, vagando, abandonado, desnudo, sin opio, sin sus mujeres, sin seguidores, presa fácil del primero a quien se le ocurriese matarlo. Después de Sherif Alí, le tocaría el turno a él, ¿y quién podía resistir un ataque dirigido por semejante demonio? Y en verdad, debía su vida y la autoridad que todavía le quedaba en el momento de mi visita, a Jim, a su idea de lo que era justo. Los bugis se mostraron muy ansiosos por saldar antiguas cuentas, y el impasible anciano Doramin abrigaba la esperanza de poder ver todavía a su hijo como gobernante de Patusán. Durante una de nuestras entrevistas, me permitió, en forma deliberada, percibir una vislumbre de su ambición secreta.

Nada podía ser más delicado, a su manera, que la digna cautela de sus tanteos. Él mismo —comenzó por declarar— había usado su fuerza en su juventud, pero ahora ya era viejo y estaba cansado… Con su imponente cuerpo y sus ojillos altaneros que se movían sagaces, en miradas interrogadoras, le recordaba a uno, de manera irresistible, a un viejo elefante astuto. El lento ascenso y descenso de su vasto pecho continuaba, poderoso y regular, como el movimiento de un mar en calma.

También él, según afirmó, tenía ilimitada confianza en la sabiduría de Tuan Jim. ¡Si sólo pudiese obtener una promesa! ¡Una palabra bastaría…! Sus silencios jadeantes, los bajos retumbos de su voz, recordaban los últimos esfuerzos de una tormenta al amainar.

Traté de dejar el tema a un lado. Era difícil, pues no cabía duda de que Jim era dueño del poder; en su nueva esfera no parecía existir nada que no fuese suyo, para retenerlo o darlo. Pero eso, repito, nada era en comparación con la idea, que se le ocurrió mientras escuchaba exhibiendo atención, de que parecía haberse acercado mucho, por fin, al dominio de su destino. Doramin se mostraba ansioso por el futuro del país, y a mí me llamó la atención el giro que le dio a la discusión. La tierra permanece donde Dios la puso; pero los blancos —dijo— vienen a nosotros, y un poco después se van. Se van. Aquellos a quienes dejan detrás no saben cuándo esperar su regreso. Vuelven a su tierra, a su gente, y también este blanco se iría… No sé qué me indujo a comprometerme, en ese punto, con un vigoroso «no, no».

La amplitud de esta indiscreción se hizo evidente cuando, Doramin, quien volvió hacia mí su rostro, cuya expresión, fija en arrugados pliegues profundos, permanecía inalterable, como una gigantesca máscara morena, dijo que esa era en verdad una buena noticia, y lo dijo con tono reflexivo; después quiso saber por qué.

Su esposa, la pequeña bruja maternal, se hallaba sentada al otro lado de mí, con la cabeza cubierta y los pies recogidos, mirando a través del gran agujero con postigos. Yo sólo veía un mechón suelto de cabellos grises, un pómulo sobresaliente, el leve movimiento de masticación de la barbilla aguda. Sin apartar la mirada de la vasta perspectiva de bosques que se extendían hasta las colinas, me preguntó, con voz quejumbrosa, por qué él, que era tan joven se había alejado de su hogar, y llegado tan lejos, a través de tantos peligros. ¿Acaso no tenía un hogar, parientes, en su propio país? ¿No tenía una madre anciana, quien siempre recordaría su rostro? Yo no estaba preparado para eso. Sólo pude mascullar y menear la cabeza con vaguedad. Después tuve perfecta conciencia de que hice muy pobre figura mientras trataba de librarme de esa dificultad. Pero en ese momento el anciano makhoda quedó muy taciturno. No estaba satisfecho, me temo, y es evidente que yo le había dado materia para reflexionar. Cosa extraña, en la noche de ese mismo día (que fue el último que pasé en Patusán) me vi otra vez frente al mismo problema, al porqué sin respuesta del destino de Jim. Y esto me lleva a la historia de su amor.

Supongo que piensan que es una historia que pueden imaginar por su cuenta. Hemos escuchado muchas de ellas y la mayoría de nosotros no creemos que sean historias de amor. Las consideramos casi todas como historias de oportunidades: en el mejor de los casos, episodios de pasión, o quizá nada más que de juventud y tentación, condenados a ser olvidados al final, aunque pasen por una realidad de ternura y pena. Casi siempre ese punto de vista es correcto, y quizá también en este caso… Pero no sé. Relatar esto no es en modo alguno tan fácil como podría ser… si el punto de vista corriente fuese adecuado. En apariencia es una historia que se parece mucho a las otras; pero para mí se advierte, en su fondo, la melancólica figura de una mujer, la sombra de una cruel sabiduría enterrada en una tumba solitaria, que mira con avidez con impotencia, con los labios sellados. La tumba misma, tal como la encontré durante un paseo por la mañana temprano, era un montículo más bien informe, pardo, con un pulcro borde incrustado de trozos blancos de coral en la base, y encerrado en una cerca circular hecha de arbolillos cortados, con la corteza intacta.

Una guirnalda de hojas y flores entretejida rodeaba la cabeza de los delgados postes… y las flores eran frescas.

Así, sea la sombra producto de mi imaginación o no, por lo menos puedo señalar el hecho significativo de una tumba no olvidada. Cuando les diga, además, que Jim, con sus propias manos, trabajó en la rústica cerca, percibirán de manera directa la diferencia, el aspecto individual de la historia. En esa adhesión a los recuerdos y afecto pertenecientes a otro ser humano hay algo característico de su seriedad.

Poseía una conciencia, y era una conciencia romántica. Durante toda su vida, la esposa del indecible Cornelius no tuvo otra compañera, confidente y amiga que su hija. Es un misterio para mí la forma en que la mujer llegó a casarse con el espantoso portugués de Malaca —después de la separación del padre de su hija—, y de cómo se produjo dicha separación, si por la muerte, que a veces puede ser piadosa, o por la implacable presión de las convenciones. Por lo poco que Stein (quien conocía tantas historias) había dejado caer al alcance de mi oído, me siento convencido de que no era una mujer común. Su propio padre había sido un blanco; un alto funcionario; uno de los hombres brillantemente dotados que no son lo bastante opacos como para cuidar un éxito, y cuyas carreras terminan tan a menudo bajo una nube. Supongo que también ella debía carecer de esa suerte de opacidad salvadora… y su carrera terminó en Patusán. Nuestro destino común… ¿pues dónde está el hombre —me refiero a un hombre verdadero, sensible— que no recuerda vagamente haber sido abandonado en la plenitud de su posesión por alguien o algo más precioso que la vida?… Nuestro destino común se aferra a las mujeres con particular crueldad. No castiga como un amo, pero inflige un tormento perdurable, como para satisfacer un resentimiento secreto, inextinguible.

Cualquiera creería que, signado para gobernar en la tierra, trata de vengarse de los seres que más cerca están de elevarse por encima de las trabas de la cautela terrenal. Pues sólo las mujeres consiguen poner en ocasiones, en su amor, un elemento lo bastante palpable como para asustarlo a uno… un instante extra terrenal. Me pregunto, perplejo… qué aspecto tiene el mundo para ellas… ¡si poseen la forma y sustancia que nosotros conocemos, el aire que nosotros respiramos! ¡A veces imagino que debe ser una región de irrazonables sublimidades!, que hierven con la excitación de sus almas aventureras, iluminadas por la gloria de todos los riesgos y renunciamientos posibles. Pero sospecho que existen muy pocas mujeres en el mundo, aunque, por supuesto, tengo conciencia de las multitudes de la humanidad y de la igualdad de los sexos en materia de números. Pero estoy seguro de que la madre era tan mujer como parecía serlo la hija. ¡No puedo dejar de imaginarme a esas dos, al principio la joven y la niña, después la anciana y la joven la misma espantosa igualdad y el veloz paso del tiempo, la barrera del bosque, la soledad y el torbellino que rodeaban a esas dos vidas solitarias, y cada!, palabra pronunciada entre ellas impregnada de trise significado.

Es casi seguro que hubieron confidencias, no tanto relacionadas con hechos, supongo, como con sentimientos íntimos… lamentos… temores, advertencias, sin duda. Advertencias que la más joven no entendió del todo hasta que la más anciana murió… y llegó Jim. Y entonces estoy seguro de que ella entendió mucho… no todo… en primer lugar el temor, parece. Y Jira la llamó con una palabra que significa preciosa, en el sentido de una piedra preciosa… una joya. Hermosa, ¿verdad? Pero él era capaz de cualquier cosa.

Estaba a la altura de su fortuna, como —en fin de cuentas— debe de haber estado a la altura de su infortunio.

La llamó joya; y lo decía como habría podido decir «Jane», ¿saben? Con un afecto marital, casero, pacífico. Yo escuché el nombre por primera vez, diez minutos después de llegar a su patio, cuando, luego de casi arrancarme el brazo de tanto sacudírmelo, subió corriendo los escalones y comenzó a armar un alegre, juvenil alboroto en la puerta, bajo los pesados aleros.

—¡Joya! ¡Oh, Joya! ¡Rápido! Ha venido un amigo —y de pronto, al verme en la galería en penumbras, masculló con sinceridad—: ¿Sabe? Esto… Es muy en serio. No puedo decirle cuánto le debo a ella… Y así… entiende… yo… tal como sí…

Sus susurros apresurados, ansiosos, quedaron interrumpidos por el aleteo de una forma blanca dentro de la casa, una leve exclamación y una carita infantil pero enérgica, de facciones delicadas y mirada profunda, atenta, que atisbaba desde la oscuridad interior, como un ave desde el fondo de un nido. Me llamó la atención el nombre, pero sólo más tarde lo vinculé con un asombroso rumor que me había salido al paso en mi viaje, en un lugarcito de la costa, a unos trescientos kilómetros al sur del río Patusán. La goleta de Stein, en la cual tenía mi pasaje, ancló allí para recoger algunos productos, y al bajar a tierra encontré, para mi gran sorpresa, que la desdichada localidad podía jactarse de un residente delegado ayudante de tercera clase, un individuo corpulento, obeso, grasiento, parpadeante, de ascendencia mixta, con labios sobresalientes y brillantes.

Lo encontré extendido de espaldas, en un sillón de cañas, repugnantemente desabotonado, con una gran hoja verde de no sé qué clase sobre la cabeza humeante, y otra en la mano, que usaba con movimientos perezosos, como abanico. ¿Iba a Patusán? Oh, sí. La Compañía Comercial de Stein. Él lo sabía. Tenía permiso. No era cosa de él. Las cosas no estaban tan mal allí, ahora, afirmó, con negligencia, y continuó, arrastrando la voz.

—Tengo entendido que allí hay ahora una especie de vagabundo blanco… ¿eh? ¿Cómo dice? ¿Amigo suyo? ¡Bien!…

Entonces era cierto que había uno de esos verdaderamente…

¿Cuál era su intención?… Había conseguido introducirse, el pillastre. ¿Eh? No estaba seguro. Patusán… allí le cortaban la garganta a uno… no era cosa de ellos.

Se interrumpió para gemir:

—¡Puf! ¡Todopoderoso! ¡El calor! ¡El calor! Bien pues era posible, entonces, que la historia fuese cierta, en fin de cuentas, y…

Cerró uno de sus bestiales ojos vidriosos (el párpado siguió temblando), mientras me lanzaba una mirada atroz, de reojo, con el otro.

—Vea —dijo, misterioso—, si… ¿entiende? Si en verdad consiguió algo bastante bueno… nada de esos trocitos de vidrio verde… ¿entiende? Soy un funcionario del gobierno… dígale al pillastre… ¿eh? ¿Cómo? ¿Amigo suyo? —Siguió revolcándose con serenidad en la silla…— Ya lo dijo, en efecto; y me alegro de poder sugerírselo. Supongo que también a usted le gustaría conseguir algo de eso. No interrumpa. Dígale que me enteré de eso, pero que a mi gobierno no le informé nada. Todavía no. ¿Entiende? ¿Para qué hacer un informe? ¿Eh? Dígale que venga a verme, si lo dejan salir con vida de la región.

Será mejor que se cuide. ¿Eh? Prometo no hacer preguntas. Con discreción… ¿entiende? También usted… recibirá algo de mí. Una pequeña comisión por la molestia. No me interrumpa. Soy un funcionario gubernamental, y no hago informes. Esto es negocio. ¿Entiende? Conozco a algunas buenas personas que comprarán cualquier cosa que valga la pena, y puedo darle más dinero del que el pillastre jamás vio en la vida. Conozco a los que son como él. —Me miró con firmeza, con ambos ojos abiertos, mientras yo me erguía sobre él, atónito, y me preguntaba si estaba loco o ebrio. Transpiraba, jadeaba, lanzaba débiles gemidos y se rascaba con tan horrible serenidad, que no pude soportar la visión lo suficiente como para averiguarlo. Al día siguiente, mientras hablaba por casualidad con la gente de la pequeña corte nativa del lugar, descubrí que una historia viajaba poco a poco, costa abajo acerca de un misterioso hombre blanco de Patusán que había encontrado una extraordinaria gema… a saber, una esmeralda de enormes dimensiones, y desde todo punto de vista inapreciable. La esmeralda parece atraer la imaginación oriental más que ninguna otra piedra preciosa. El blanco la obtuvo, se me dijo, en parte mediante el ejercicio de su fuerza maravillosa, y en parte por astucia, del gobernador de una región distante, de donde huyó en el acto, para llegar a Patusán en grandes aprietos, pero donde asustó al pueblo con su extrema ferocidad, que nada parecía capaz de dominar. La mayoría de mis informantes eran de opinión de que la piedra tal vez fuese infortunada… como la famosa piedra del sultán de Succadana, que en tiempos antiguos había provocado guerras e incontables calamidades en ese país.

Quizás era la misma piedra… imposible decirlo. En verdad, la historia de una esmeralda fabulosamente grande es tan antigua como la llegada del primer hombre blanco al archipiélago. Y la creencia en ella tan persistente, que menos de cuarenta años antes hubo una investigación holandesa oficial para averiguar la verdad. La mejor manera de conservar esas joyas —me explicó el anciano de quien oí la mayor parte de ese sorprendente mito de Jim— una especie de escriba del desdichado rajá del lugar, esa joya, me dijo, clavándome sus pobres ojos cegatos (se encontraba sentado en el piso de la cabaña, por respeto), la mejor manera de conservarla es ocultarla en la persona de una mujer. Pero no sirve cualquier mujer. Tiene que ser joven —lanzó un profundo suspiro—, e insensible a las seducciones del amor. Meneó la cabeza con escepticismo. Pero en apariencia existía en esos momentos una mujer así. Se le había hablado de una muchacha alta, a quien el hombre blanco trataba con gran respeto y cuidados, y que nunca salía de la casa sin compañía. La gente decía que al blanco se lo veía con ella casi todos los días; caminaban juntos, abiertamente, él sosteniéndole el brazo debajo del propio… apretado contra su costado… así… en la forma más extraordinaria. Podía ser una mentira, admitió, pues era muy extraño que nadie hiciese eso. Por otro lado, no cabía duda de que ella usaba la joya del hombre blanco oculta en su pecho.