Capítulo XXVII

La leyenda ya lo había dotado de poderes sobrenaturales.

Sí, se decía, hubo muchas cuerdas dispuestas con astucia, y un extraño mecanismo que giraba gracias a los esfuerzos de muchos hombres, y cada cañón subía con lentitud, por entre los arbustos, como un jabalí salvaje abriéndose paso a través de las malezas, pero… y aquí el más sabio meneo de cabeza.

Había algo oculto en todo eso, sin duda; pues, ¿qué es la fuerza de las cuerdas y de los brazos humanos? En las cosas hay un alma rebelde que es preciso dominar por medio de hechizos y encantamientos poderosos. Así decía el viejo Sura —un muy respetable dueño de casa de Patusán— con quien tu ve una tranquila charla una noche. Pero Sura era también un brujo profesional, que concurría a todas las siembras y cosechas de arroz, en kilómetros a la redonda, con el objetivo de dominar el alma empecinada de las cosas. Parecía creer que esta ocupación era muy ardua, y tal vez las almas de las cosas son más tercas que las de los hombres. En cuanto a la gente sencilla de las aldeas vecinas, creían y decían (como la cosa más natural del mundo) que Jim llevó los cañones colina arriba, a la espalda… de a dos por vez.

Esto hacía que Jim golpeara con el pie en el suelo, ofendido, y que exclamara con una risita exasperada.

—¿Qué se puede hacer con estos tontos? Se quedan sentados la mitad de la noche, diciendo estupideces, y cuanto mayor la mentira, más parecen creer en ella.

En esa irritación se podía percibir la sutil influencia de su ambiente. Era parte de su cautiverio.

La sinceridad de sus negativas resultaba divertida, y al cabo le dije:

—Mi querido amigo, no supondrá que yo lo creo.

—Me miró, sobresaltado.

—¡Bien no! Supongo que no —dijo, y estalló en una carcajada homérica—. Bueno, de cualquier manera, los cañones estaban aquí, y dispararon juntos al salir el sol. ¡Cielos! ¡Habría tenido que ver volar las astillas! —exclamó. Junto a él, Dain Waris, que escuchaba con una sonrisa tranquila dejó caer los párpados y removió un poco los pies. Parece que el éxito obtenido al subir los cañones dio a la gente de Jim tal sentimiento de confianza, que se aventuraron a dejar la batería a cargo de dos bugis ancianos que habían combatido un poco en su época, y que fueron a unirse a Dain Waris y al grupo atacante, oculto en el barranco. Antes del alba comenzaron a trepar, y cuando se encontraban a dos tercios del camino hacia arriba, se echaron en el pasto húmedo, a la espera de la aparición del sol, que era la señal convenida.

Me dijo con qué impaciente y angustiosa emoción contempló la rápida aparición de la aurora; cómo, acalorado por el trabajo y el ascenso, sintió que el rocío helado le congelaba los huesos; cómo temió comenzar a temblar y a estremecerse como una hoja, antes que llegase el momento del avance.

—Fue la media hora más lenta de mi vida —declaró. Poco a poco el silencioso cercado se destacó en el cielo, encima de él. Los hombres dispersos por toda la ladera se agazapaban entre las piedras oscuras y las malezas chorreantes. Dain Waris yacía, aplastado contra el suelo, a su lado.

—Nos miramos —dijo Jim, apoyando una mano suave en el hombro de su amigo—. Me sonrió con alegría, y yo no me atreví a mover los labios por temor de estallar en temblores. ¡Palabra, se lo juro! Cuando nos ocultamos chorreaba de transpiración… de modo que puede imaginar… —Declaró, y yo le creí, que no tenía temores en cuanto al resultado.

Sólo sentía ansiedad respecto de su capacidad para reprimir esos estremecimientos. El resultado no le preocupaba. Estaba seguro de llegar a la cima de esa colina y quedarse allí, sucediera lo que sucediese.

Para él no había retirada. Esas personas habían confiado en él de manera implícita. ¡Sólo en él! Nada más que en su palabra…

Recuerdo que en ese punto se interrumpió, con la vista clavada en mí. Hasta donde sabía, nunca tuvieron ocasión de lamentarlo, dijo, nunca. Esperaba que nunca llegaran a tenerla. Entretanto —¡qué mala suerte!— se habían acostumbrado a aceptar su palabra por cualquier cosa y por todas.

—¡Yo no tenía ni idea! Pero si el otro día un viejo tonto quien jamás había visto en su vida llegó desde su aldea, a varios kilómetros de distancia, para averiguar si debía divorciarse de su esposa. De veras.

Palabra de honor. Ese era el tipo de cosas… Él jamás lo habría creído. ¿Y yo? Acuchillado en la galería, mascando nuez de betel, suspirando y escupiendo por todas partes, durante más de una hora, y tan torvo como un enterrador, antes de exponer su maldito problema. Esas son las cosas que no resultan tan graciosas como parecen. ¿Qué podía decir uno?… ¿Buena esposa?… Sí. Buena esposa… aunque vieja; inició un relato muy largo sobre unos cacharros de bronce. Vivían juntos desde hacía quince años… veinte años… no estaba seguro. Mucho, mucho tiempo. Buena, buena esposa. Le pegaba un poco… no mucho… un poco, cuando era joven. Tenía que hacerlo… en defensa de su honor.

De pronto, en la vejez, ella va y le presta tres ollas de bronce a la esposa del hijo de su hermana, y comienza a insultarlo todos los días, en voz alta. Sus enemigos se burlaban de él; tenía el rostro ennegrecido por completo. Las ollas estaban perdidas. Se sentía muy enojado. Imposible descubrir el fondo de una historia como esa; le dije que volviera a su casa, y le prometí que iría yo mismo y lo solucionaría todo. Está muy bien sonreír, ¡pero era un engorro infernal! Un día de viaje a través del bosque, otro día perdido en interrogar a una cantidad de aldeanos tontos para entender los detalles del asunto. El problema tenía posibilidades de convertirse en una riña sanguinaria. Todos los malditos imbéciles tomaban partido por una u otra familia, y una mitad de la aldea estaba a punto de lanzarse sobre la otra mitad, con cualquier cosa que tuviesen a mano. ¡Por mi honor! ¡No bromeo! En lugar de ocuparse de sus malditas cosechas. Es claro que les devolví sus infernales ollas… y pacifiqué a todos. No fue muy difícil. Es claro que no. Podía solucionar la pendencia más mortífera del territorio con solo mover el meñique. El problema consistía en llegar a la verdad de las cosas. Ni siquiera entonces estaba seguro de haber sido justo para con todos. Me preocupaba. ¡Y las murmuraciones! ¡Cielos! En apariencia, no tenían pies ni cabeza. Prefería atacar una vieja empalizada de seis metros de alto. ¡Siempre era preferible! Un juego de niños, en comparación con lo otro. Y, además, no llevaba tanto tiempo. Bien sí; una situación extraña, en general… el tonto parecía lo bastante viejo como para ser su abuelo. Pero desde otro punto de vista no era broma. Su palabra lo decidía todo desde que aplastó a Sherif Alí.

—Una enorme responsabilidad —repitió—. No, de veras… bromas aparte si hubieran sido tres vidas en lugar de tres podridas ollas de bronce, habría sido exactamente lo mismo…

Así ilustró el efecto moral de su victoria en la guerra. En verdad era inmensa. Lo llevó de la contienda a la paz, y, a través de la muerte, a la vida más íntima de la gente. Pero la penumbra de la región encendida bajo el sol conservaba su apariencia de inescrutable, de secular reposo. El sonido de su voz fresca y joven —es extraordinario cuán pocas señales de fatiga mostraba— flotaba con ligereza, y se alejaba sobre el rostro inmutable de los bosques, como el sonido de los grandes cañones en aquella fría mañana cubierta de rocío, en que no tenía otra preocupación en la tierra, aparte del adecuado dominio de los estremecimientos del cuerpo. Con el primer sesgo de los rayos del sol sobre esas inmóviles copas de árboles, la cima de una colina se envolvió, con pesados estampidos, en blancas nubes de humo, y la otra estalló en un sorprendente estrépito de gritos, aullidos de guerra, alaridos de cólera, de sorpresa, de congoja. Jim y Dain fueron los primeros en tocar las estacas. La historia popular afirma que Jim, con el contacto de un dedo, derribó la puerta. Es claro que él se esforzó por refutar esa hazaña. Toda la empalizada —insistía al explicárselo a uno— era débil (Sherif Alí confiaba ante todo en su situación inaccesible).

Y de cualquier manera, ya había quedado hecha pedazos, y sólo se sostenía por milagro. La empujó con el hombro, como un tonto, y cayó de cabeza.

¡Cielos! Si no hubiese sido por Dain Waris, un vagabundo tatuado y con marcas de viruela lo habría clavado con su lanza a la corteza de un tronco, como a uno de los escarabajos de Stein. El tercer hombre en entrar, parece, fue Tamb’ Itam, el criado de Jim. Era un malayo del norte, un desconocido que había llegado a Patusán y que fue detenido por la fuerza, por el rajá Allang para usarlo como remero de uno de sus botes de gala. Huyó en la primera oportunidad, y luego de encontrar un precario refugio (pero muy poco que comer) entre los colonos bugis, se unió a las personas de Jim. Su tez era muy oscura, su rostro chato, sus ojos salientes e inyectados de bilis. Había algo de excesivo, casi fanático en la devoción a su «señor blanco». Era inseparable de Jim, como una sombra lúgubre. En los momentos de boato, pisaba los talones de su amo, una mano en la empuñadura de su kris, y mantenía a la gente común a distancia con sus truculentas miradas con centradas. Jim lo había convertido en el jefe de su establecimiento, y todo Patusán lo respetaba y cortejaba como a una persona de gran influencia. En la toma del cercado se distinguió en gran medida por la metódica ferocidad de su manera de combatir. El grupo de ataque llegó con tanta rapidez —dijo Jim—, que a pesar del pánico de la guarnición hubo «cinco minutos calientes, mano a mano, dentro de la empalizada, hasta que algún estúpido del demonio puso fuego a los refugios de ramas y hojas secas, y todos tuvimos que correr para salvar la vida».

La derrota, parece, fue completa. Doramin esperaba inmóvil en su sillón, en la ladera, con el humo de los cañones que se extendía con lentitud sobre su cabezota; recibió la noticia con un profundo gruñido. Cuando se le informó que su hijo estaba a salvo y dirigía la persecución, él, sin otro sonido, hizo un poderoso esfuerzo para ponerse de pie; sus criados corrieron en su ayuda, e incorporado con reverencia, arrastró los pies, con gran dignidad, hacia un lugar de sombra, donde se recostó a dormir, cubierto por completo por una sábana blanca. En Patusán, la excitación era intensa. Jim me dijo que desde la colina, de espaldas a la empalizada con sus ascuas, sus cenizas negras y cadáveres semi consumidos, podía ver, cada instante, que los espacios abiertos entre las casas, a ambos lados del arroyo, se llenaban de pronto con una hirviente embestida de personas y se vaciaban en un instante.

Sus oídos captaron desde abajo, aunque le llegaba con debilidad, el tremendo estrépito de bombos y tambores; percibió los gritos salvajes de la multitud en estallidos de leves rugidos. Una cantidad de gallardetes aletearon como pajarillos blancos, rojos y amarillos en medio de los aleros pardos de los techos.

—Debe haber gozado con ello —murmuré, sintiendo la agitación de una simpatía emocionada.

—Fue… inmenso. ¡Inmenso! —gritó, abriendo los brazos. El repentino movimiento me sobresaltó, como si hubiese visto desnudar los secretos de su pecho bajo el sol, a los meditativos bosques, al mar acerado. Debajo de nosotros, la aldea reposaba en fáciles curvas, sobre las orillas de un arroyo cuya corriente parecía dormir—. ¡Inmenso! —repitió por tercera vez, hablando en un susurro, sólo para sí.

¡Inmenso! No cabe duda de que fue inmerso; y el sello del éxito, el terreno conquistado para las plantas de sus pies, la ciega confianza de los hombres, la creencia en sí mismo arrebatada del fuego, la soledad de su hazaña. Todo esto, —como les previne—, queda empequeñecido en la narración. No puedo trasmitirles, con simples palabras, la impresión de su aislamiento total y absoluto. Sé, por supuesto, que en todo sentido era el único de su especie allí, pero las cualidades insospechadas de su naturaleza lo habían puesto en contacto tan estrecho con su ambiente, que dicho aislamiento parecía sólo el efecto de su poderío. Su soledad acrecentaba su estatura.

No había a la vista nada que se comparase con él, como si hubiese sido uno de los hombres excepcionales a los cuales sólo es posible medir por la grandeza de su fama. Su fama, recuérdenlo, era lo más grande que existía para muchos, en los alrededores, a lo largo de muchas jornadas de viaje. Había que remar, empujar con una pértiga o abrirse paso fatigosamente a través de la selva, antes de quedar fuera del alcance de la voz de ésta. Y su voz no era el trompeteo de la diosa deshonrosa que conocemos… no era vocinglera… no era descarada. Recibía su tono del silencio y la penumbra de la tierra sin pasado, donde la palabra de él era la única verdad de todos los días. Participaba de la naturaleza de ese silencio a través del cual lo acompañaba a uno por profundidades inexploradas, oídas continuamente junto a uno, penetrante, prolongada… teñida de asombro y misterio en los labios de los hombres susurrantes.