Doramin era uno de los hombres más notables de su raza que jamás haya visto. Por ser malayo, su corpachón era inmenso, pero no parecía obeso; tenía un aspecto imponente, monumental. Este cuerpo inmóvil, envuelto en ricas telas todas coloreadas, bordadas de oro; esa cabeza gigantesca, cubierta por un pañuelo rojo y oro, la cara chata, grande redonda, arrugada, surcada con dos pesados pliegues semicirculares que comenzaban a cada lado de anchas y feroces fosas nasales, encerraba una boca de labios gruesos; la garganta como el cuello de un toro; la vasta frente arrugada sobre los ojos de mirada altiva: todo ello componía un conjunto que, una vez visto, no era posible olvidar. Su impasible reposo (pocas veces movía un músculo, una vez que se sentaba) era como una exhibición de dignidad. Nunca se supo que levantara la voz. Era un murmullo ronco y poderoso, apenas velado, como si se escuchara desde lejos. Cuando caminaba, dos jóvenes de baja estatura, robustos, desnudos hasta la cintura, de sarong blanco y casquetes negros en la coronilla de la cabeza, le sostenían los codos. Lo acomodaban y se quedaban de pie detrás de su sillón hasta que él quisiera levantarse, en cuya ocasión volvía la cabeza con lentitud, como con dificultad, a derecha e izquierda, y entonces lo tomaban de las axilas y lo ayudaban a ponerse de pie. A pesar de todo esto, nada había en él de inválido. Por el contrario, todos sus pesados movimientos eran como manifestaciones de una potente fuerza deliberada. En general se creía que consultaba a su esposa en cuanto a los asuntos públicos, pero nadie, hasta donde sé, los oyó jamás intercambiar una sola palabra. Cuando se sentaban, con toda pompa, junto a la ancha abertura, lo hacían en silencio. Podían ver debajo de ellos en la luz declinante, la vasta extensión del territorio boscoso, un mar dormido y oscuro, de un verde sombrío, que ondulaba hasta llegar a la cadena de montañas violetas y purpúreas. El brillo sinuoso del río, como una inmensa letra S de plata batida; la cinta parda de las casas que seguían la curva de ambas orillas coronada por las colinas mellizas que se levantaban por encima de las copas de los árboles más cercanos. Ofrecían un maravilloso contraste: ella ligera, delicada, delgada, rápida, un tanto parecida a una bruja, con un toque de afanosidad maternal en su reposo; él, frente a ella inmenso y pesado, como la figura de un hombre toscamente labrado en piedra, con algo de magnánimo e implacable en su inmovilidad. El hijo de estos ancianos era un joven muy distinguido.
Lo habían tenido a una edad ya avanzada. Quizá no era tan joven como parecía. Veinticuatro años no es una edad juvenil cuando un hombre ya es padre de familia a los dieciocho. Cuando entraba en la gran habitación, forrada y alfombrada de delicadas esteras, y con alto cielo raso de telas blancas, donde la pareja se sentaba en medio de su boato, rodeada por el séquito más deferente, se dirigía enseguida hacia Doramin, para besarle la mano —que el otro le abandonaba con majestuosidad—, y luego avanzaba hacia el sillón de su madre. Supongo que puedo decir que lo idolatraban, pero nunca los vi lanzarle una mirada franca. Esas, es cierto, eran funciones públicas. Por lo común, la sala estaba atestada. La solemne formalidad de saludos y despedidas, el profundo respeto expresado en ademanes, en los rostros, en los susurros bajos, es sencillamente indescriptible.
—Vale la pena verlo —me aseguró Jim mientras cruzábamos el río, de regreso—. Son como personajes de un libro, ¿no es verdad? —dijo, triunfante—. Y Dain Waris —su hijo— es el mejor amigo (exceptuado usted) que nunca tuve. Lo que Mr. Stein llamaría un buen «camarada de armas». Tuve suerte. ¡Cielos! Tuve suerte cuando caí entre ellos con mi último aliento. —Meditó, con la cabeza baja, y luego, despertándose, agregó:
—Es claro que no me di tiempo para pensarlo, pero… —Volvió a hacer una pausa—. Pareció como si se me ocurriera de repente —murmuró—. De pronto vi qué debía hacer…
No cabe duda de que se le ocurrió; además, pareció llegarle gracias a la guerra, como es natural, puesto que ese poder que obtuvo era el poder de establecer la paz. Sólo en ese sentido es justo tan a menudo el poder. No piensen que vio su camino enseguida. Cuando llegó a la comunidad bugi, ésta se encontraba en una situación muy crítica.
—Todos tenían miedo —me dijo—, cada uno temía por sí; en tanto que yo vi con la mayor claridad posible que debían hacer algo enseguida, si no querían sucumbir uno tras otro, entre el rajá y ese vagabundo Sherif.
Pero ver no era nada. Cuando se le ocurrió la idea tuvo que meterla en mentes hostiles, atravesar los baluartes del miedo, del egoísmo. Por fin la introdujo.
Y eso nada fue. Tuvo que idear los medios.
Los ideó… un plan audaz. Y su tarea estaba hecha apenas a medias. Debió convencer con su propia confianza a una cantidad de gente que tenía razones escondidas y absurdas para no colaborar. Tuvo que conciliar celos imbéciles, y destruir con argumentación todo tipo de desconfianzas insensatas. Sin el peso de la autoridad de Doramin, y sin el ígneo entusiasmo de su hijo, habría fracasado. Dain Waris, el joven distinguido, fue el primero en creer en él. La de ellos era una de esas amistades extrañas, profundas, raras entre morenos y blancos, en donde la diferencia misma de la raza parece atraer a dos seres humanos y acercarlos más debido a un elemento místico de simpatía. Sobre Dain Waris, su propia gente decía con orgullo que sabía combatir como un blanco. Eso era cierto; poseía ese tipo de valor —el valor abierto, puedo decir—, pero también tenía una mentalidad europea. A veces se los encuentra así, y uno se sorprende de descubrir, en forma inesperada, un modo de pensamiento familiar, una visión no oscurecida, una tenacidad de objetivos, un toque de altruismo. De escasa estatura, pero muy bien proporcionado, Dain Waris tenía un porte orgulloso, un talante pulido, desenvuelto, un temperamento como el de una llama clara. Su rostro oscuro, sus grandes ojos negros, eran expresivos en la acción, reflexivos en el reposo. Era de índole silenciosa; una mirada firme, una sonrisa irónica, una cortés deliberación de modales parecían insinuar grandes reservas de inteligencia y poder. Tales seres abren ante los ojos de Occidente, tan a menudo preocupados por las simples superficies, las posibilidades ocultas de razas y tierras sobre las cuales pende el misterio de siglos y siglos. No sólo confiaba en Jim, sino que, además, lo entendía, y así lo creo con firmeza.
Hablo de él porque me cautivó. Su cáustica placidez —si puedo decirlo así— y, al mismo tiempo, su inteligente simpatía con las aspiraciones de Jim, me atrajeron.
Me pareció presenciar el origen mismo de su amistad. Si Jim tomó la delantera, el otro cautivó a su dirigente. En rigor, Jim el jefe era el cautivo en todo sentido. El país, la gente, la amistad, el amor, eran como los celosos guardianes de su cuerpo. Todos los días agregaban un eslabón a los grilletes de esa extraña libertad. Me sentí convencido de ello, a medida que, de día en día, llegaba a conocer más el fondo del asunto.
¡El asunto! ¿No lo había escuchado? Lo escuché en la marcha, en el campamento (me hizo recorrer la región detrás de invisibles animales de caza); escuché buena parte de la historia en una de las dos cumbres gemelas después de trepar el último centenar de metros, más o menos, a gatas. Nuestra escolta (teníamos acompañantes voluntarios de aldea en aldea) había acampado, entretanto, en un trozo de terreno llano, a mitad de camino hacia la cima, y en la inmóvil noche silenciosa el olor del humo de madera llegaba a nuestras fosas nasales desde abajo con la penetrante delicadeza de algún aroma exquisito.
Las voces también ascendían, maravillosas en su claridad distinta e inmaterial. Jim se hallaba sentado en un tronco de un árbol caído; sacó la pipa y comenzó a fumar. Brotaban nuevos pastos y arbustos; había rastros de obras bajo una masa de ramas espinosas.
—Todo partió de aquí —dijo, luego de un largo silencio meditativo. En la otra colina, a doscientos metros por encima de un sombrío precipicio, vi una línea de altas estacas ennegrecidas, que se mostraban, aquí y allí, ruinosas… los restos del inexpugnable campamento de Sherif Alí.
Pero se apoderaron de él. Esa fue su idea. Juntó la vieja artillería de Doramin en la cima de esa colina; dos enmohecidos cañones de hierro de siete libras, una cantidad de pequeños cañones de bronce… cañones-dinero. Pero si los cañones de bronce representan riqueza, también, cuando se los llena con osadía hasta la boca, pueden enviar sólida metralla a cierta distancia. El asunto era subirlos.
Me mostró dónde amarró los cables, me explicó cómo improvisó un tosco malacate, con un tronco ahuecado que giraba sobre una estaca aguzada; indicó, con el cuenco de la pipa, los trabajos realizados en el suelo. Y sus últimos treinta metros de ascenso fueron los más difíciles. Se hizo responsable, con su propia cabeza, del éxito. Indujo al grupo de guerreros a trabajar con intensidad toda la noche. Enormes fogatas encendidas a intervalos llameaban a todo lo largo de la cuesta, «pero aquí arriba —explicó— la cuadrilla que izaba las piezas tenía que correr de un lado al otro en la oscuridad». Desde la cima veía a los hombres que se movían en la ladera, como hormigas laboriosas. Esa noche, él mismo bajó y subió corriendo como una ardilla dirigiendo, alentando, vigilando a todo lo largo de la línea. El anciano Doramin se hizo llevar colina arriba en su butaca. Lo depositaron en el lugar llano, en la cuesta, y permaneció sentado a la luz de una de las fogatas…
—Un viejo sorprendente un verdadero jefe —dijo Jim—, con sus ojitos feroces… Un par de inmensas pistolas de chispa en las rodillas. Pistolas magníficas, de ébano, con montura de plata, con hermosos cerrojos y un calibre como el de un antiguo trabuco.
Un regalo de Stein parece… a cambio de ese anillo, ¿sabe? Pertenecían al buen viejo de M’Neil. Sólo Dios sabe cómo las consiguió él. Y estaba sentado ahí, sin mover pie ni mano, con una llama de ramas secas detrás, y multitudes de personas corriendo en torno, gritando y tironeando en su derredor… el viejo más solemne e imponente que se pueda imaginar.
Él no habría tenido grandes posibilidades si Sherif Alí nos hubiese lanzado su infernal tripulación y dispersado a mi gente. ¿Eh? De cualquier manera, había subido para morir allí si algo salía mal. ¡De veras! ¡Cielos! Me emocionó verlo allí… como una roca. Pero Sherif debe de habernos considerado locos, y ni siquiera se molestó en ir a ver cómo nos las arreglábamos. Nadie creía que pudiese hacerse. ¡Caramba! Creo que los tipos que empujaban y sudaban en la faena no creyeron que pudiera hacerse. Estoy seguro de que no lo creyeron…
Estaba erguido, con la encendida pipa de brezo en la mano, una sonrisa en los labios y una chispa en los ojos juveniles. Yo, sentado en el tocón de un árbol, a sus pies, y debajo de nosotros se extendía el terreno, la gran extensión de los bosques, sombríos bajo el sol, ondulados como un mar, con atisbos de ríos serpenteantes, las manchas grises de las aldeas, y aquí y allá un claro, como un islote de luz entre las oscuras olas de las copas de árboles interrumpidos.
Una melancolía cavilosa cubría todo el vasto y monótono paisaje; la luz caía sobre él como en un abismo. La tierra devoraba el sol; sólo a lo lejos, a lo largo de la costa, el océano desierto, suave y bruñido en medio de la débil bruma, parecía subir al cielo en una muralla de acero.
Y yo estaba allí con él, arriba, al sol, en la cima de su histórica colina. Y él dominaba el bosque, la penumbra secular, la vieja humanidad. Era como una figura instalada en un pedestal, para representar, en su persistente juventud, el poder y tal vez las virtudes de razas que nunca envejecen que han surgido de la oscuridad. No sé por qué siempre me pareció simbólico. Tal vez esa sea la verdadera causa de mi interés por su destino. No sé si es justo para él recordar el incidente que había dado una nueva dirección a su vida, pero en ese momento lo recordé con suma claridad. Era como una sombra en la luz.