Capítulo XXV

Aquí estuve prisionero durante tres días —me murmuró (era en ocasión de nuestra visita al rajá), mientras nos abríamos paso con lentitud a través de una especie de aterrorizado motín de dependientes, en el patio de Tunku Allang—. Un lugar sucio, ¿verdad? Tampoco podía conseguir nada de comer, a menos de que armase un alboroto, y entonces me traían un platito de arroz y pescado frito, no mayor que un molusco. ¡Malditos sean! ¡Cielos! Tuve hambre, merodeando dentro de este apestoso cercado, con alguno de estos vagabundos que me metían sus cuencos bajo la nariz. Ante la primera exigencia, entregué ese famoso revólver suyo. Me alegré de librarme de él. Parecía un tonto, paseándome con un revólver descargado en la mano.

En ese momento llegamos a presencia del rajá, y él adoptó con su ex captor una expresión imperturbablemente grave y cumplida. ¡Oh! ¡Magnífico! Me dan ganas de reír, cuando pienso en eso. Pero al mismo tiempo me impresionó. El viejo y despreciable Tunku Allang no pudo dejar de mostrar su temor (no era un héroe, a pesar de las narraciones de su briosa juventud, que gustaba de relatar), y al mismo tiempo había en sus modales para con su ex prisionero una especie de ansiosa confianza. ¡Fíjense! Inclusive donde más se lo podía odiar, se confiaba en él. Jim —hasta donde pude entender por la conversación— perfeccionaba la ocasión por medio de la emisión de una arenga. Algunos pobres aldeanos habían sido asaltados y robados cuando se dirigían a la casa de Doramin, con unos pocos trozos de goma o cera de abeja que deseaban cambiar por arroz.

—Doramin era un ladrón —estalló el rajá. Una temblorosa furia pareció penetrar en el viejo cuerpo frágil. Se retorció fantásticamente en su estera, gesticuló con las manos y los pies, agitó los enmarañados mechones de su cabellera… importante encarnación de cólera. En todo nuestro derredor había ojos enormemente abiertos y mandíbulas caí das. Jim comenzó a hablar. Con decisión, con frialdad, y durante un largo rato, expuso el argumento de que a hombre alguno podía impedírsele conseguir su alimento y el de sus hijos con honestidad. El otro se encontraba sentado como un sastre ante su mesa, una palma en cada rodilla la cabeza baja, y miraba a Jim por entre el cabello gris que le caía sobre los ojos. Cuando Jim terminó, se produjo un gran silencio. Nadie parecía respirar; nadie emitió un sonido hasta que el viejo rajá lanzó un leve suspiro y, levantando la vista, con una agitación de la cabeza, dijo con rapidez:

—¡Ya lo han oído, hombres de mi pueblo! Basta de estos jueguitos.

Este decreto fue recibido en profundo silencio.

Un hombre más bien pesado, sin duda alguna ocupante de un cargo de confianza, de ojos inteligentes, rostro huesudo, amplio, muy oscuro, y modales alegremente oficiosos (más tarde me enteré de que era el verdugo), nos ofreció dos tazas de café en una bandeja de bronce, que tomó de manos de un servidor inferior.

—No necesita beber —murmuró Jim con rapidez.

No entendí el significado, al principio, y no hice más que mirarlo. Él dio un buen sorbo y permaneció sentado, sereno, sosteniendo la tacita en la mano izquierda. Un momento después me sentí muy disgustado.

—¿Por qué demonios —susurré, sonriéndole con afabilidad— me expone a un riesgo tan estúpido? Bebí, por supuesto, no había peligro alguno, mientras él no viera señales de ello, y casi enseguida nos despedimos. Mientras atravesábamos el patio, hacia nuestro bote, escoltados por el inteligente y alegre verdugo, Jim dijo que lo lamentaba mucho.

Era una posibilidad, por supuesto. Él, por su parte, no creía en el veneno. La posibilidad más remota.

Se lo consideraba —me aseguró— mucho más útil que peligroso, y por lo tanto…

—Pero el rajá le tiene muchísimo temor. Cualquiera puede darse cuenta de eso —argumenté, lo confieso, con cierta irritación, mientras esperaba con ansiedad el primer retortijón de algún horrible cólico. Estaba muy disgustado.

—Si quiero servir de algo aquí y mantener mi puesto —dijo, sentándose a mi lado en el bote—, debo correr el riesgo. Lo corro una vez por mes, por lo menos. Muchas personas esperan que lo haga… por ellos. ¡Temeroso de mí! De eso se trata. Lo más probable es que me tema porque a mí no me asusta su café. —Luego me mostró un lugar, en el lado norte del cercado, en que las partes superiores, aguzadas, de varias estacas, se encontraban rotas—. Allí salté al otro lado al tercer día de mi estada en Patusán.

Todavía no volvieron a poner nuevas estacas.

Buen salto, ¿eh? —Un momento después pasamos ante la boca de un arroyo fangoso—. Este es mi segundo salto. Llegué corriendo y lo atravesé al vuelo, pero me quedé corto. Pensé que dejaba el pellejo aquí. Perdí los zapatos mientras me esforzaba. Y en tanto pensaba cuán espantoso sería recibir una herida de una maldita lanza larga mientras estaba atascado en el fango. Recuerdo lo mal que me sentí mientras me retorcía en ese lodo. Quiero decir, enfermo de veras… como si me hubiese mordido algo podrido.

Así era… y la oportunidad corrió a su lado, saltó sobre la brecha, trastabilló en el fango… todavía velada.

Lo inesperado de su llegada fue lo único, ¿entienden?, que lo salvó de ser despachado en el acto con krises y arrojado al río. Lo tenían, ¿pero cómo aferrar una aparición, un duende un portento? ¿Qué significaba eso? ¿Qué hacer con él? ¿Era demasiado tarde para conciliarlo? ¿No sería mejor matarlo sin más demoras? ¿Pero qué sucedería entonces? El viejo desdichado de Allang casi enloqueció de aprensión, y por la dificultad de adoptar alguna decisión.

En varias ocasiones se interrumpió el consejo, y los asesores corrieron, atropellándose, hacia la puerta, y salieron a la galería. Uno —se dice— inclusive saltó al suelo —cuatro metros y medio, calculo— y se fracturó la pierna. El real gobernador de Patusán tenía amaneramientos extravagantes, y uno de ellos consistía en introducir jactanciosas rapsodias en cualquier discusión ardua; después se excitaba poco a poco, y terminaba volando de su percha con un kris[10] en la mano. Pero aparte de estas interrupciones, las deliberaciones vinculadas con el destino de Jim siguieron noche y día.

Entretanto, éste vagaba por el patio. Algunos lo eludían; otros lo miraban con furia, pero todos lo observaban, y en la práctica se encontraba allí, a merced del primer pelafustán que tuviese un cuchillo.

Se adueñó de un pequeño cobertizo destartalado para dormir; los efluvios de la mugre y las sustancias podridas lo incomodaban mucho; parece que no había perdido el apetito, porque —me dijo— tuvo hambre todo el tiempo. De vez en cuanto «algún asno afanoso», delegado por la sala del consejo, llegaba corriendo hasta él, y en tonos almibarados le administraba sorprendentes interrogatorios:

—¿Llegaban los holandeses a apoderarse de la región? —¿Le gustaría al hombre blanco volver río abajo? ¿Cuál era el objeto de su llegada a tan miserable región? El rajá quería saber si el hombre blanco podía reparar un reloj.

Inclusive le llevaron un reloj de níquel fabricado en Nueva Inglaterra, y por puro insoportable aburrimiento se dedicó a tratar de hacer que funcionase el timbre del despertador. En apariencia se encontraba así ocupado en su cobertizo, cuando cayó sobre él la percepción de su verdadero y extremo peligro. Dejó caer el objeto, dice, «como una papa caliente», y salió corriendo deprisa, sin la menor idea de lo que haría, o, en verdad, de lo que podía hacer. Sólo sabía que la situación era intolerable. Se paseó sin rumbo, y llegó más allá de un maltrecho y pequeño granero encaramado sobre postes, y su mirada cayó sobre las estacas rotas de la empalizada.

Luego, dice, en el acto, sin proceso mental alguno, por así decirlo, sin impulso ninguno de la emoción, se dedicó a preparar su fuga como si ejecutase un plan madurado durante un mes. Se apostó con negligencia para tener buen impulso, y cuando se volvió ya tenía junto a él a cierto dignatario, acompañado de dos lanceros, quien quería hacerle una pregunta. Corrió «bajo las mismas narices de él», pasó por encima «como un pájaro» y aterrizó al otro lado con una caída que le sacudió todos los huesos y que pareció partirle la cabeza. Se puso de pie en el acto. En ese momento no pensaba en nada; lo único que podía recordar, dijo, fue un gran grito. Las primeras casas de Patusán aparecieron ante él unos cuatrocientos metros más allá. Vio el arroyo, y, por así decirlo, en forma mecánica acentuó el ritmo. La tierra parecía casi volar hacia atrás bajo sus pies.

Saltó desde el último punto seco, sintió que hendía el aire, sintió que, sin sacudida alguna, quedaba plantado, erguido, en una orilla fangosa muy blanda y pegajosa. Sólo cuando trató de mover las piernas y descubrió que no podía, «volvió en sí», según sus propias palabras. Comenzó a pensar en las «malditas lanzas largas». En verdad, si se considera que la gente de adentro del cercado tenía que correr a los portones, bajar al embarcadero, meterse en los botes y dar la vuelta a una punta de tierra, les llevaba más ventaja de la que imaginaba. Además, como había marea baja, el arroyo estaba casi sin agua —no se lo podía considerar seco—, y en la práctica se encontraba a salvo, durante un tiempo, de nada que no fuese un disparo muy largo. El terreno firme, más arriba, estaba a un metro ochenta por delante de él.

—Pensé que de cualquier manera tendría que morir allí —dijo. Estiró los brazos y aferró con desesperación, con las manos, y sólo logró recoger un puñado de fango brillante, horriblemente frío, contra el pecho… hasta la barbilla. Le pareció que se enterraba vivo, y entonces se movió como enloquecido, dispersando el fango con los puños. Le cayó sobre la cabeza, la cara, los ojos, dentro de la boca.

Me contó que de pronto recordó el patio, como quien recuerda un lugar en que se ha sido muy dichoso años atrás. Ansiaba —así dijo— volver allí a arreglar el reloj. Arreglar el reloj… esa era la idea.

Hizo esfuerzos, tremendos esfuerzos sollozantes, jadeantes, esfuerzos que parecieron hacerle estallar los ojos en las órbitas y enceguecerlo, y que culminaron en un poderoso envión supremo, en la oscuridad, para abrir la tierra, desprenderla de sus miembros… y sintió que trepaba, débil, orilla arriba.

Cayó cuan largo era en tierra firme, y vio la luz, el cielo. Entonces, como una especie de pensamiento feliz, se le ocurrió la idea de que se dormiría. Afirma que en realidad durmió. Que durmió… tal vez un minuto, quizá veinte segundos, o sólo un segundo, pero recuerda con claridad el violento sobresalto convulsivo del despertar. Permaneció inmóvil, echado, durante un rato, y luego se incorporó, embarrado de la cabeza a los pies, y se quedó allí, pensando que estaba solo, separado de su especie por cientos de kilómetros solo, sin ayuda, sin simpatía sin piedad que esperar de nadie, como un animal acorralado. Las primeras casas estaban a no más de veinte metros de él. Pero el desesperado grito de una mujer asustada que trataba de llevarse a un niño volvió a sobresaltarlo. Corrió en línea recta, en calcetines, cubierto de suciedad, perdida toda apariencia de ser humano. Atravesó más de la mitad del largo del caserío. Las mujeres más ágiles huían a derecha e izquierda, los hombres más lentos dejaban caer lo que tenían entre las manos y permanecían petrificados, con la mandíbula caída. Era un terror fugaz. Dice que vio que los chiquillos trataban de correr para salvar la vida, que caían boca abajo y pataleaban. Giró entre dos casas, subió una cuesta, trepó, desesperado, sobre una barricada de árboles derribados (en esa época no pasaba semana sin que hubiese algún combate en Patusán), e irrumpió, a través de una cerca, en un maizal, donde un chico asustado le arrojó un palo; llegó a los tropezones a una vereda, y de pronto cayó en brazos de varios hombres sobresaltados. Apenas le quedaba aliento suficiente para jadear «¡Doramin! ¡Doramin!» Recuerda que a medias lo acarrearon y a medias lo empujaron hacia la cima de la cuesta, y que en un vasto cercado, con palmeras y frutales, lo hicieron subir, corriendo, hasta llegar donde un hombre corpulento se hallaba sentado, macizo, en un sillón, en medio de la mayor conmoción y excitación posibles. Buscó entre el barro y las ropas, para encontrar el anillo, y, al hallarse de pronto de espaldas, se preguntó quién lo había derribado. Es que, sencillamente, lo soltaron, ¿saben?, pero no pudo permanecer de pie. En el arranque de la cuesta se escucharon varios disparos al azar, y por sobre los techos del caserío se elevó un apagado rugido de asombro. Pero él estaba a salvo. La gente de Doramin levantaba una barricada en los portones y le echaba agua por la garganta. La anciana esposa de Doramin, llena de vivacidad y conmiseración, emitía chillonas órdenes a sus hijas.

—La anciana —dijo, con suavidad— se ocupó de mí, afanosa, como si hubiese sido su propio hijo. Me acostaron en una cama inmensa —la cama de gala de ella—, y la mujer entraba y salía enjugándose los ojos, para palmearme la espalda. Debo haber sido un objeto digno de lástima. Estuve echado allí, como un tronco, durante no sé cuánto tiempo.

En apariencia tenía gran simpatía por la anciana esposa de Doramin. Ella por su parte, le cobró un afecto maternal.

Tenía un rostro redondo, suave, moreno como una nuez, cubierto de delicadas arrugas, grandes labios de un rojo vivo (mascaba betel con asiduidad), y ojos entrecerrados, benévolos que guiñaban a cada rato. Se mantenía en constante movimiento, regañaba afanosa, y daba incesantes órdenes a un grupo de muchachos de rostros morenos y grandes ojos graves, sus hijas, sus criadas, sus esclavas. Ya saben cómo son esas casas: por lo general resulta imposible distinguir a unas de otras. Era muy delgada, e inclusive sus amplias vestimentas exteriores, abrochadas por delante con hebillas enjoyadas, producían, quién sabe cómo, un efecto de sencillez.

Llevaba los desnudos pies morenos metidos en chinelas de paja amarillas de fabricación china. Yo mismo la vi correr de un lado al otro, con los muy espesos y largos cabellos grises cayéndole sobre los hombros. Emitía penetrantes dichos caseros, era de noble cuna, excéntrica y arbitraria. Por la tarde se sentaba en un amplio sillón, frente a su esposo, y miraba a través de una gran abertura de la pared, que le ofrecía un extenso panorama del caserío y el río.

Invariablemente metía los pies debajo del cuerpo, pero el anciano Doramin se sentaba erguido, imponente como una montaña en una llanura. Pertenecía a la clase makhoda de comerciantes, pero el respeto que se le mostraba y la dignidad de su porte resultaban notables. Era el jefe del segundo poder de Patusán. Los inmigrantes de las Célebes (unas sesenta familias que, con agregados y demás podían reunir unos doscientos hombres «que llevaban el kris») lo habían elegido jefe hacía unos años. Los hombres de esa raza son inteligentes, emprendedores, vengativos, pero con una valentía más franca que los otros malayos, y les molesta la opresión.

Formaban el partido opuesto al rajá. Es claro que las pendencias tenían relación con el comercio. Esa era la causa principal de las luchas de facción, de los repentinos estallidos que llenaban tal o cual parte del caserío de humo, llamas, ruido de disparos y gritos. Las aldeas ardían, los hombres eran arrastrados a la empalizada del rajá, para ser asesinados o torturados por el crimen de comerciar con alguien que no fuese él. Uno o dos días antes de la llegada de Jim, varios jefes de familia de la aldea pesquera que más tarde quedó bajo su protección especial habían sido arrojados de los acantilados por un grupo de los lanceros del rajá, sospechosos de recoger nidos comestibles, de aves, para un comerciante de las Célebes. El rajá Allang pretendía ser el único comerciante de su región, y el castigo por la violación del monopolio era la muerte. Pero resultaba imposible distinguir su idea del comercio de las formas más comunes de robo. Su crueldad y rapacidad no tenían otros límites que su cobardía, y tenía el poder organizado de los hombres de las Célebes, sólo que —hasta que llegó Jim— no les temía lo suficiente como para quedarse quieto. Los atacaba por medio de sus súbditos, y, en forma patética, creía tener razón. La situación era más complicada aún debido a la existencia de un vagabundo desconocido, un mestizo árabe, quien creo, por motivos puramente religiosos, había incitado a las tribus del interior (la gente del monte, como la llamaba el propio Jim) a rebelarse, y se estableció en un campamento fortificado, en la cima de una de las colinas gemelas. Pendía sobre la ciudad de Patusán como un halcón sobre un gallinero, pero devastaba el territorio abierto. Aldeas enteras, desiertas, se pudrían sobre sus bosques ennegrecidos, al lado de orillas de arroyos claros, y dejaban caer, de a poco, en el agua, el pasto de sus paredes, las hojas de sus techos, con un curioso efecto de decadencia natural, como si hubiesen sido una forma de vegetación atacada por un añublo en su raíz misma. Los dos partidos de Patusán no estaban seguros de a cuál de ellos tenía más deseos de saquear ese guerrillero. El rajá intrigaba débilmente con él. Algunos de los colonos bugis, cansados de esa permanente inseguridad, mostraban cierta inclinación a llamarlo. Los espíritus más jóvenes de entre ellos en broma, aconsejaron «llamar a Sherif Alí con sus hombres salvajes y expulsar al rajá Allang de la región». Doramin los contenía con dificultades. Envejecía, y aunque su influencia no había disminuido, la situación se le escapaba de entre las manos. Tal era el estado de cosas cuando Jim, en fuga del cercado del rajá, apareció ante el jefe de los bugis, presentó el anillo y fue recibido, por así decirlo, en el corazón de la comunidad.