Capítulo XXIV

La costa de Patusán (la vi casi dos años después) es recta y sombría, y enfrenta un océano brumoso.

Sendas rojas se ven como cataratas de óxido que chorrean por debajo del follaje verde oscuro de arbustos y trepadoras sobre los riscos bajos. Llanuras pantanosas se abren en la boca de los ríos, con una visión de picos azules, dentados, más allá de los vastos bosques. Mar afuera, una cadena de islas sombras negras, desmigajadas, se destacan en la permanente bruma soleada, como los restos de un muro desmoronado por el mar.

Hay una aldea de pescadores en la boca de la rama Batu Kring del estuario. El río, cerrado desde hacía tanto tiempo, se hallaba abierto entonces, y la pequeña goleta de Stein, en la cual yo viajaba, subió en tres mareas sin verse expuesta al fuego de fusilería de «personas irrespondibles». Ese estado de cosas ya pertenecía a la historia antigua, si podía creer al anciano jefe de la aldea de pescadores, quien subió a bordo para actuar a modo de piloto. Me habló a mí (el segundo hombre blanco que veía en toda su vida) con confianza, y la mayor parte de su conversación se refirió al primer hombre blanco que había visto hasta entonces. Lo llamaba Tuan Jim, y el tono de sus referencias se destacaba por una extraña mezcla de familiaridad y respeto. En la aldea se encontraban bajo la protección especial de este lord, lo cual mostraba que Jim no guardaba rencor. Si me había prevenido de que oiría hablar de él, estaba muy en lo cierto. Oía hablar de él. Ya corría la historia de que la marea se había retirado dos horas antes del momento habitual, para ayudarlo en su viaje río arriba. El propio anciano parlanchín piloteó la canoa y se maravilló ante el fenómeno. Más aún, toda la gloria quedaba en su familia. Su hijo y su yerno fueron los remeros; pero eran jóvenes sin experiencia, que no advirtieron la velocidad de las canoas hasta que él les señaló el sorprendente hecho.

La llegada de Jim a la aldea pesquera fue una bendición. Pero para ellos como para muchos de nosotros, la bendición llegó precedida por terrores.

Habían pasado tantas generaciones desde que el último hombre blanco visitó el río, que la tradición misma se había perdido. La aparición del ser que descendió sobre ellos y exigió, inflexible, que se lo llevara a Patusán, resultaba desconcertante; su insistencia era alarmante; su generosidad, más que sospechosa. Era un pedido inaudito; no existían precedentes. ¿Qué diría el rajá? ¿Qué les haría? Buena parte de la noche se pasó en consultas; pero el peligro inminente de la cólera de ese hombre desconocido parecía tan grande que al cabo se preparó una maltrecha piragua. Las mujeres chillaron de pena cuando partió. Una atrevida vieja arpía maldijo al desconocido.

Éste se sentó en la embarcación, como les dije, sobre su caja de hojalata, con el revólver descargado en el regazo. Se sentó con precaución —no hay cosa más fatigosa que esa—, y así entró en el territorio que estaba destinado a llenar con la fama de sus virtudes, desde los picos azules, tierra adentro, hasta la cinta blanca de la rompiente en la costa. En el primer recodo perdió de vista el mar, con sus afanosas olas que subían eternamente, descendían y desaparecían para volver a ascender —imagen misma de los esfuerzos de la humanidad—, y se enfrentó con los inmóviles bosques profundamente hundidos en el suelo, erguidos hacia el sol, eternos en el sombrío poderío de su tradición, como la vida misma. Y su oportunidad se sentaba a su lado, velada, como una novia oriental que esperase ser descubierta por la mano del amo. ¡También él era heredero de una tradición sombría y poderosa! Pero me dijo que nunca en su vida se sintió tan deprimido y cansado como en esa canoa. El único movimiento que se permitió fue el de tomar, como con sigilo, la cáscara del medio que flotaba entre sus zapatos, y achicar un poco de agua con acciones cuidadosas y limitadas. Descubrió cuán dura era la tapa de una caja de hojalata, cuando uno se sentaba en ella. Poseía una salud heroica, pero varias veces, durante el viaje, experimentó accesos de vértigo, y entre tanto especulaba, casi sin advertirlo, en cuanto al tamaño de la ampolla que el sol estaba provocándole en la espalda. Para divertirse, trató de decidir, mirando hacia delante, si el objeto fangoso que veía al borde del agua era un tronco o un cocodrilo. Sólo que muy pronto tuvo que abandonarlo. No resultaba divertido. Siempre era un cocodrilo.

Uno de ellos se desplomó en el río y casi hizo zozobrar la canoa. Pero esta diversión terminó muy pronto. Luego, en un tramo largo y desierto, se sintió muy agradecido con una banda de monos que descendieron a la orilla y provocaron un insultante estrépito a su paso. Tal era la forma en que se acercaba a una grandeza tan auténtica como la que hombre alguno hubiese alcanzado jamás. Ante todo, ansiaba la puesta del sol; y entretanto, sus tres remeros se preparaban a poner en ejecución su plan de entregarlo al rajá.

—Supongo que debí estar algo atontado por la fatiga, o tal vez dormité un rato —dijo. Antes de que se diera cuenta de nada, su canoa se acercaba a la orilla. Al mismo tiempo advirtió que el bosque había quedado atrás, que las primeras casas se veían ya más arriba, que a la izquierda tenía una empalizada, que sus boteros saltaban juntos sobre una baja punta de tierra y huían. Por instinto, saltó tras ellos.

Al principio se creyó abandonado por algún motivo inconcebible, pero escuchó gritos excitados, un portón que se abría y una cantidad de gente que surgía a través de él, hacia él. Al mismo tiempo, un bote repleto de hombres armados apareció en el río y se puso al lado de su canoa vacía, con lo cual le cortó la retirada.

—Me sentí demasiado sorprendido como para conservarla serenidad, ¿sabe?, y si ese revólver hubiese estado cargado, habría matado a alguien… quizás a dos, tres personas; y ahí habría terminado todo. Pero no lo estaba…

—¿Por qué no? —pregunté.

—Bueno, no podía luchar contra toda la población, y no llegaba a ellos como si temiera por mi vida —respondió, con una leve insinuación de su empecinada hosquedad en la mirada que me lanzó.

Me abstuve de señalarles que ellos no podían saber que el arma no estaba cargada. Tenía que satisfacerse a su modo.

—De cualquier manera, no lo estaba —repitió, de buen humor—, por lo cual me quedé inmóvil y les pregunté qué pasaba. Eso pareció dejarlos pasmados.

Vi que algunos de esos ladrones se iban con mi caja. Ese viejo pillastre de piernas largas. Kassim (mañana se lo mostraré) llegó corriendo hacia mí, alborotado, diciéndome que el rajá quería verme.

«Muy bien», le respondí. Yo también quería ver al rajá, y pasé por los portones y… y… aquí estoy. —Rió, y luego, con inesperado énfasis:

—¿Y sabe qué es lo mejor de todo ello? —preguntó—. Se lo diré. Es saber que si me hubiesen derrotado, el que hubiese perdido hubiese sido este lugar.

Me habló así delante de su casa, la noche que mencioné, después que vimos a la luna alejarse flotando, por sobre el abismo de entre las colinas, como un espíritu que saliera de su tumba. Su resplandor caía, frío y pálido, como el fantasma de un sol muerto. Siempre hay algo de obsesionante en la luz de la luna; tiene todo el desapasionamiento de un alma desencarnada, y algo de su inconcebible misterio. Para la luz de nuestro sol, que —digan lo que quieran— es lo único por lo cual vivimos, es lo que el eco resulta ser del sonido: engañosa y confusa, ya sea la nota burlona o triste. Despoja a todas las formas de su materia —la cual, en definitiva, es nuestro dominio—, de su sustancia, y otorga una siniestra realidad sólo a las sombras. Y las sombras eran muy reales en nuestro derredor, pero Jim, a mi lado, parecía muy musculoso, como si nada ni siquiera el poder oculto de la luna, pudiese despojarlo de su realidad ante mi vista. Tal vez nada podía tocarlo, ya que había sobrevivido al ataque de las potencias ocultas. Todo estaba en silencio, quieto; inclusive en el río, los rayos de la luna dormían como en un estanque. Era el momento de la marea alta, un momento de inmovilidad que acentuaba el aislamiento absoluto de este rincón perdido de la tierra. Las casas que se apiñaban a lo largo de la ancha franja brillante, sin ondulaciones ni parpadeos, metiéndose en el agua en una línea de formas que se empujaban entre sí, vagas, grises, plateadas, mezcladas con masas negras de sombras, eran como un rebaño espectral de criaturas informes que se adelantaban para beber en una corriente espectral e inerte. Aquí y allá, un relumbre rojizo chisporroteaba dentro de las paredes de bambú, cálido, como una chispa viva, representativo de afectos humanos, de refugio, de reposo.

Me confesó que a menudo veía las diminutas chispas cálidas apagarse una por una, que le agradaba ver a la gente dormirse bajo su mirada, confiada en la seguridad del mañana.

—Esto es pacífico, ¿eh? —preguntó. No era elocuente, pero había un profundo significado en las palabras que siguieron—. Mire estas casas, no hay ninguna de ellas en donde no se confíe en mí. ¡Cielos! Le dije que me aferraría. Pregúntele a cualquier hombre, mujer o niño… —Hizo una pausa—. Bueno, de todas maneras me siento bien.

Observé con rapidez que eso lo había descubierto al final. Estaba seguro de ello, agregué. Él meneó la cabeza.

—¿De veras? —Me apretó el brazo apenas, por sobre el hombro—. Bien entonces… tenía razón.

Había júbilo y orgullo, y casi asombro, en esa exclamación en voz baja.

—¡Cielos! —exclamó—, piense sólo en lo que significa para mí. —Volvió a oprimirme el brazo—. Y usted me preguntó si pensaba en irme. ¡Buen Dios! ¡Yo! ¡Querer irme! En especial ahora, después de lo que me contó acerca de Mr. Stein… ¡Firme! ¡Pero qué! Pero si eso era lo que más temía. Habría sido más difícil que morir… No, palabra. No sería. Debo sentir —todos los días, cada vez que abro los ojos— que se confía en mí… que nadie tiene derecho… ¿entiende? ¡Irme! ¿A dónde? ¿Para qué? ¿Para conseguir qué? Yo le había dicho —y en verdad era el principal objeto de mi visita— que Stein tenía la intención de ofrecerle enseguida la casa y el acopio de mercancías, en ciertas condiciones sencillas que harían que la transacción resultase desde todo punto de vista regular y válida. Al principio bufó y corcoveó.

—¡Maldita sea su delicadeza! —grité—. No se trata de Stein para nada. Es como darle lo que usted se ganó por sí mismo. Y de cualquier manera, reserve sus observaciones para M’Neil… cuando se encuentre con él en el otro mundo.

Espero que eso no ocurra pronto…

Tuvo que ceder ante mis argumentos, porque todas sus conquistas, la confianza, la fama, las amistades, el amor… todas esas cosas que lo habían convertido en amo también lo convertían en un cautivo. Contempló con ojos de dueño la paz de la noche, el río, las casas, la vida eterna de los bosques, la vida de la eterna humanidad, los secretos de la tierra, el orgullo de su corazón. Pero eso era lo que lo poseía y se apoderaba de él hasta el pensamiento más íntimo, hasta la más leve agitación de la sangre, hasta su último aliento.

Era algo digno de enorgullecerse. También yo me enorgullecí… por él, aunque no estuviese tan seguro del fabuloso precio de la transacción. Era maravilloso. No pensé tanto en su intrepidez. Es extraño lo poco que me impresionó eso; como si hubiese sido algo demasiado convencional para constituirse en la raíz del asunto. No. Me llamaron más la atención los otros dones que había exhibido.

Demostraba su capacidad para abarcar la situación desconocida, su vivacidad intelectual en ese campo del pensamiento. ¡Y, además, estaba su disposición! Sorprendente. Y todo eso había llegado a él como un olor penetrante para un sabueso bien adiestrado.

No era elocuente, pero existía cierta dignidad en su reticencia fundamental, una elevada seriedad en sus tartamudeos. Todavía tenía la vieja costumbre del empecinado rubor. Pero de vez en cuando se le escapaba una palabra, una frase, que mostraban con cuánta profundidad, con cuánta solemnidad sentía todo lo relacionado con el trabajo que le había otorgado la certidumbre de la rehabilitación. Por eso parecía amar la tierra y a la gente, con una suerte de feroz egoísmo, con una despectiva ternura.