Capítulo XXIII

No volvió hasta la mañana siguiente. Se lo retuvo para la cena y para pasar la noche. Nunca existió un hombre tan maravilloso como Mr. Stein. Tenía en el bolsillo una carta para Cornelius («el tipo que recibiría el despido», explicó, con una momentánea interrupción en su alborozo), y exhibió, con júbilo, un anillo de plata, como el que usan los nativos, gastado, muy delgado, y que mostraba débiles rastros de la obra del cincel.

Esa era su presentación para un viejo llamado Doramin… uno de los hombres principales de allí… un personaje… quien había sido amigo de Mr. Stein en la región en que corrió todas sus aventuras. Mr.

Stein lo llamaba «compañero de armas». Y compañero de armas estaba bien. ¿No es cierto? ¿Y no hablaba Mr. Stein el inglés muy bien? Le dijo que lo había aprendido en las Célebes… ¡nada menos! Era muy gracioso, ¿verdad? Hablaba con acento… con un balbuceo… ¿no lo advertía yo? Ese tipo, Doramin, le había dado el anillo. Intercambiaron regalos cuando se separaron por última vez. Algo así como una promesa de eterna amistad. A él le parecía magnífico… ¿no era cierto? Habían huido para salvar la vida cuando Mohammed… Mohammed… ¿cómo se llama?, fue asesinado. Yo conocía la historia por supuesto. Era una verdadera pena, ¿verdad? Y siguió así, olvidado del plato, con un cuchillo y un tenedor en la mano (me encontró a la hora de la merienda), un tanto ruborizado, y con los ojos oscurecidos en varios matices, cosa que en él era signo de excitación. El anillo era una especie de credencial («es como algo que se lee en los libros», interpuso, apreciativo), y Doramin haría todo lo posible por él. Mr. Stein fue en alguna ocasión el salvador de la vida de ese hombre; por puro accidente, decía, pero él —Jim— tenía su propia opinión al respecto. Mr. Stein era el hombre que buscaba esos accidentes. No importa. Por accidente o adrede ello le resultaría de inmenso beneficio. Ojalá el buen viejo no hubiera enloquecido entre tanto. Mr. Stein no podía asegurarlo. Hacía más de un año que no tenía noticias de él; allí había un alboroto de los mil demonios, y el río estaba cerrado. Eso era muy molesto, pero no importa, ya se las arreglaría para encontrar una hendidura y entrar.

Me impresionó, casi me asustó, con su jubiloso parloteo. Se mostraba voluble como un joven en vísperas de unas largas vacaciones, con una perspectiva de deliciosas pendencias, y esa actitud mental, en un hombre crecido, y en relación con el caso, contenía algo enorme, un tanto demencial, peligroso, inseguro. Estuve a punto de suplicarle que tomase las cosas en serio, cuando dejó caer el cuchillo y el tenedor (había comenzado a comer, o más bien a tragar alimentos, por así decirlo, en forma inconsciente), y comenzó una búsqueda en torno de su plato. ¡El anillo! ¡El anillo! ¿Dónde diablos…? ¡Ah!… Helo aquí… Cerró la manaza sobre él, y se palpó todos los bolsillos uno tras otro. ¡Cielos!, no había que perderlo. Meditó con gravedad, mirándose el puño. ¡Se colgaría el maldito adminículo en torno del cuello! Y lo hizo en el acto, para lo cual extrajo un cordel (que se parecía mucho a un cordón de zapatos, de algodón) para ese fin.

¡Eso es! ¡Era la solución! Sería una tragedia si… Pareció ver mi expresión por primera vez, y ello lo tranquilizó un tanto. Tal vez no percibía, dijo con ingenua gravedad, la importancia que asignaba a ese símbolo.

Representaba a un amigo; y es bueno tener un amigo. Él sabía algo al respecto. Me señaló con la cabeza, de manera expresiva, pero ante mi ademán derechazo apoyó la cabeza en la mano, y durante un rato permaneció en silencio, jugueteando, pensativo, con las migas de pan del mantel…

—Cerrar con un portazo… Muy bien dicho —exclamó, se puso de pie de un salto, comenzó a pasearse por la habitación, recordándome, por la postura de los hombros, la inclinación de la cabeza, los pasos precipitados y desparejos, la noche en que se paseó de esa manera, confesándose, explicando —como les parezca— pero, en última instancia, viviendo, viviendo ante mí, bajo su propia nubecilla con toda la sutileza inconsciente que podía extraer consuelo de la fuente misma de la pena. Era el mismo estado de ánimo, el mismo y distinto, como un compañero voluble que hoy lo guía a uno por el camino verdadero con los mismos ojos, el mismo paso, el mismo impulso con que mañana lo llevará por una senda irremediablemente extraviada. Sus pasos eran seguros, sus ojos móviles, oscurecidos, parecían buscar algo en la habitación. En cierta forma, una de sus pisadas parecía más fuerte que la otra —defecto de sus botas, tal vez— y daba una curiosa impresión de una invisible detención en su marcha.

Llevaba una de las manos hundida en el bolsillo del pantalón, y la otra se agitó de pronto sobre su cabeza.

—¡Cerrar con un portazo! —gritó—. Estaba esperándolo.

Todavía le mostraré… yo… estoy dispuesto a cualquier cosa… He soñado con eso… ¡Cielos! ¡Salir de esto! ¡Cielos! Por fin un poco de buena suerte…

Espere… Yo…

Sacudió la cabeza con intrepidez, y confieso que por primera y última vez en nuestras relaciones me sorprendí, de pronto, absolutamente cansado de él, ¿por qué esos humos? Taconeaba por la habitación, agitando los brazos de manera absurda, y de vez en cuando se palpaba el pecho para sentir el anillo bajo las ropas. ¿Qué sentido tenía tal exaltación en un hombre destinado a ser un empleado, en un lugar en que no había comercio… ya que estamos en eso? ¿Por qué lanzar su desafío al universo? Ese no era el estado de ánimo adecuado para encarar ninguna empresa; un estado de ánimo inadecuado, no sólo para él, dije, sino para cualquier hombre. Permaneció inmóvil ante mí. ¿Me parecía?, preguntó, pero en modo alguno apaciguado, con una sonrisa en la cual me pareció percibir de repente algo insolente.

Pero por lo demás soy veinte años mayor que él. La juventud es insolente. Es su derecho… su necesidad.

Tiene que afirmarse, y toda afirmación, en este mundo de dudas, es un desafío, es una insolencia.

Se fue hacia el rincón lejano, y al volver, hablando en términos figurados, se dedicó a desgarrarme. Yo hablaba así porque yo… inclusive yo, que tan bondadoso había sido con él… inclusive yo recordaba… recordaba… contra él… lo que… lo que había sucedido.

¿Y los demás… el… el mundo? ¿Qué tenía de extraño que quisiera salir, que tuviese la intención de salir, que estuviera decidido a quedarse afuera…? ¡Cielos! ¡Y yo hablaba de estado de ánimo adecuado!

—No somos yo ni el mundo quienes recordamos —grité—. Sino ustedes… usted, el que recuerda.

No parpadeó, y continuó, con calor.

—Olvidarlo todo, a todos, a todos… —La voz se le debilitó—. Menos a usted —agregó.

—Sí… también a mí… si sirve de algo —dije, en voz baja. Después de ello nos quedamos en silencio, lánguidos, durante un rato, como agotados. Y luego volvió a hablar, con compostura, y me dijo que Mr.

Stein le había dado órdenes de esperar un mes, más o menos, para ver si le resultaba posible quedarse, antes de comenzar a construirse una nueva casa, a fin de evitar «gastos inútiles». Usaba expresiones extrañas… Stein usaba expresiones extrañas. «Gastos inútiles» estaba bien… ¿Quedarse? ¡Pero por supuesto! Se aferraría. Que lo dejaran entrar… eso era todo. Él aseguraba que se quedaría… No saldría más. Era bastante fácil quedarse.

—No sea arriesgado —dije, inquieto ante su tono amenazador—. Si vive lo suficiente, querrá regresar.

—¿Regresar a qué? —preguntó, distraído, con la vista clavada en la esfera de un reloj de pared.

Guardé silencio durante un rato.

—¿Entonces nunca? —pregunté.

—Nunca —repitió, soñador, sin mirarme, y de pronto se lanzó a una repentina actividad—. ¡Cielos! Las dos, y yo debo zarpar a las cuatro.

Era cierto. Un bergantín de Stein zarpaba hacia el oeste esa tarde y se le había ordenado que viajara en él, sólo que no se habían dado órdenes de demorar la partida. Supongo que Stein se olvidó. Se precipitó a recoger sus cosas, mientras yo subía a bordo de mi barco, donde me prometió visitarme camino al puerto exterior. Se presentó, como había prometido, muy deprisa, y con un maletín de cuero en la mano. Eso no servía, y le ofrecí un viejo baúl de hojalata, mío, supuestamente estanco, o por lo menos hermético a la humedad. Llevó a cabo el traspaso por el sencillo proceso de volcar el contenido de su valija como quien vuelca un saco de trigo. En medio del revoltillo vi tres libros; dos pequeños, de cubierta oscura, y un tercer volumen verde y oro: un Shakespeare completo, de media corona.

—¿Usted lee eso? —pregunté.

—Sí. Es lo mejor para animarlo a uno —respondió deprisa. Me llamó la atención esta apreciación, pero no había tiempo para conversaciones shakespeareanas.

En la mesa del tumbadillo había un pesado revólver y dos cajitas de cartuchos.

—Por favor, llévese esto —le dije—. Puede ayudarlo a quedarse. —En cuanto salieron estas palabras de mi boca, percibí el torvo significado que podían tener—. Pueden ayudarlo a entrar —me corregí, con remordimientos—. Pero a él no le molestaban oscuros significados.

Me agradeció con efusividad y salió corriendo, gritando su adiós por encima del hombro.

Oí su voz al costado del barco, instando a sus boteros a que se dieran prisa, y mirando por la portañola de popa vi el bote que daba vuelta bajo la bovedilla. Él estaba sentado, inclinado hacia delante, incitando a sus hombres con la voz y los ademanes; y como se había quedado con el revólver en la mano y parecía apuntarlo a las cabezas de ellos jamás olvidaré los rostros asustados de los cuatro javaneses, y el frenético impulso de sus remadas, que arrebató esa visión de frente a mis ojos. Luego, al volverme, lo primero que vi fueron las dos cajas de cartuchos en la mesa del tumbadillo. Se había olvidado de llevárselas.

Ordené que bajasen enseguida mi canoa de tingladillo, pero los remeros de Jim, bajo la impresión de que sus vidas pendían de un hilo mientras tuviesen a ese demente en el bote, avanzaban a tal velocidad, que antes de atravesar la mitad de la distancia entre las dos embarcaciones, lo vi trepar sobre la borda, y su baúl izado. Todos los trapos del bergantín estaban sueltos, su vela mayor largada, y el cabestrante comenzaba a tintinear cuando pisé su cubierta. El capitán, un garboso mestizo de baja estatura, cuarentón, de traje de franela azul, ojos vivaces, el rostro redondo del color de la cáscara del limón, y con un bigotito delgado y negro caído a cada lado de sus gruesos labios oscuros, se adelantó, sonriente. A pesar de su exterior satisfecho y alegre, resultó ser de un temperamento nervioso. En respuesta a una frase mía (mientras Jim bajaba por un momento), dijo:

—Oh, sí. Patusán.

Llevaría al caballero hasta la boca del río, pero «no ascendería». Su fluido inglés parecía derivar de un diccionario compilado por un lunático. Si Mr.

Stein hubiera querido «ascender», él habría tomado objeto reverentemente (creo que quiso decir con todo respeto, pero sólo el diablo lo sabe) para la seguridad de las propiedades. Si no se hacía caso, habría presentado «su renuncia de abandonar». Hacía doce meses hizo su último viaje allí, y aunque Mr. Cornelius «propició muchos ofertorios» a Mr.

Rajá Allang y a las «principales poblaciones», en condiciones que habrían hecho del comercio «una trampa y cenizas en la boca», se hizo fuego contra su barco desde los bosques, por «personas insensibles», a todo lo largo del río; lo cual, haciendo que su tripulación, «por desnudez de miembros permaneciese oculta en escondrijos», el bergantín casi quedó encallado en un banco de arena de la barra, donde «habría sido perecedera más allá de la acción del hombre». El colérico disgusto ante el recuerdo, el orgullo por su fluidez a la cual prestaba oído atento, lucharon por la posesión de su rostro ancho y sencillo. Me miró ceñudo, resplandeciente, y observó con satisfacción el innegable efecto de su fraseología.

Oscuras ondulaciones corrían con velocidad sobre el plácido mar, y el bergantín, con la gavia de proa al mástil, con la botavara de cangreja en el centro, parecía desconcertado en medio de la ventolina. Me dijo, además, haciendo rechinar los dientes, que el rajá era una «hiena risible» (no me imagino cómo consiguió lo de las hienas), en tanto que algún otro era muchas veces más falso que las «armas de un cocodrilo». Con un ojo fijo en los movimientos de su tripulación a proa, dio rienda suelta a su volubilidad, y comparó el lugar con una «jaula de animales hambrientos por larga impenitencia».

Supongo que quiso decir impunidad. No tenía intenciones, exclamó, de «exhibirse para ser unido adrede a un robo». Los prolongados gemidos, que marcaban el ritmo para la tensión de los hombres que izaban el ancla terminaron, y él bajó la voz.

—Demasiado suficiente bastante de Patusán —terminó con energía.

Después supe que había sido lo bastante indiscreto como para dejarse amarrar el cuello con una cuerda de junco, a un poste plantado en medio de un hoyo de barro, delante de la casa del rajá. Se pasó la mayor parte de un día, y toda una noche, en esa situación tan poco saludable, pero existen todos los motivos para creer que eso estaba destinado a ser una especie de broma. Caviló durante un rato en torno del horrendo recuerdo, supongo, y después se dirigió, en tono pendenciero, al hombre que iba a popa, al timón. Cuando se volvió otra vez hacia mí, fue para hablar con mesura, sin pasión. Llevaría al caballero hasta la boca del río, en Batu Kring (la ciudad de Patusán «que estaba situada internamente —señaló— unos cincuenta kilómetros»). Pero para él, continuó —y un tono de aburrida y fatigada convicción remplazó su anterior volubilidad—, el caballero ya se encontraba «en la semejanza de un cadáver».

—¿Qué? ¿Cómo dice? —pregunté. Adoptó una expresión inquietante y feroz, e imitó a la perfección el acto de apuñalar por la espalda.

—Ya como el cadáver de un desaparecido —explicó, con la expresión insufriblemente engreída de los de su tipo, después de lo que imaginan ser una exhibición de inteligencia. Detrás de él vi a Jim que me sonreía en silencio, y que con una mano en alto contenía la exclamación que estaba a punto de proferir.

Luego, mientras el mestizo, que estallaba de importancia, gritaba sus órdenes, mientras las jarcias se balanceaban, crujiendo, y la pesada botavara se cernía sobre nosotros, Jim y yo, solos por decirlo así, a sotavento de la vela mayor, nos estrechamos la mano e intercambiamos las últimas palabras apresuradas.

Mi corazón quedó libre de ese turbio resentimiento que había coexistido con el interés por el destino de Jim. El absurdo parloteo del mestizo había otorgado a los desdichados destinos de su camino más realidad que las cuidadosas afirmaciones de Stein. En esa ocasión, el tipo de formalidad que siempre se hallaba presente en nuestras conversaciones desapareció de nuestro lenguaje.

Creo que lo llamé «querido muchacho», y que él agregó la palabra «viejo» a cierta semi expresada manifestación de gratitud, como si sus riesgos, comparados con mis años, nos hubiesen igualado más en edad y sentimientos. Hubo un momento de real y profunda intimidad, inesperado y breve como una visión de una verdad perdurable, salvadora. Se esforzó por tranquilizarme, como si hubiese sido el más maduro de los dos.

—Está bien está bien —dijo, con rapidez y sentimiento— prometo cuidarme. Sí; no me buscaré riesgos, ni uno solo. Es claro que no. Pienso aguantar.

No se preocupe. ¡Cielos! Siento como si nada pudiera tocarme. ¡Pero si esta es la buena suerte desde el comienzo mismo! ¡No podría arruinar una oportunidad tan magnífica!…

—¡Una magnífica oportunidad! —Bien era magnífica, pero las oportunidades son lo que los hombres hacen de ellas ¿y cómo podía saber yo nada? Como lo había dicho él, hasta yo… hasta yo recordaba… sus… sus desdichas, en su contra. Era cierto. Y lo mejor que podía hacer era irse.

Mi canoa había quedado en la estela del bergantín, y lo vi a popa, dibujado contra la luz del sol poniente, levantando la gorra muy por encima de la cabeza. Escuché un grito indistinto:

—Ya… tendrá… noticias… mías…

Mías, o de mí, no sé bien. Creo que debe haber sido de mí. Mis ojos estaban demasiado deslumbrados por el resplandor del sol que se elevaba bajo los pies de él, para verlo con claridad. Estoy destinado a no verlo jamás con claridad. Pero les aseguro que hombre alguno habría podido parecer menos «un cadáver de un desaparecido», como lo había dicho el vejete del mestizo. Pude ver el rostro del pequeño desdichado, del tamaño y color de una calabaza madura, que asomaba por debajo del hombro de Jim.

También él levantó el brazo, como para una estocada hacia abajo. ¡Absit omen!