Capítulo XXII

La conquista del amor, del honor, de la confianza de los hombres… el orgullo de ello, el poder que eso da, son materiales idóneos para una narración heroica. Sólo que nuestra mente recibe únicamente lo exterior de ese éxito, y para el éxito de Jim no hubo cosas exteriores. Cincuenta kilómetros de bosque lo apartaban de la visión de un mundo indiferente, y el ruido de la rompiente blanca a lo largo de la costa apagaba la voz de la fama. El torrente de la civilización, como dividido en un promontorio a ciento cincuenta kilómetros al norte de Patusán, se ramifica al este y sureste, dejando sus llanuras y valles, sus viejos árboles y su vieja humanidad, descuidada y aislada, como un insignificante y desmoronado islote entre dos ramas de un torrente poderoso y devorador. Encontrarán el nombre de la región muy a menudo en colecciones de antiguos viajes. Los traficantes del siglo XVII iban allí en busca de pimienta, pues la pasión por la pimienta parecía arder como una llama de amor en el pecho de los aventureros holandeses e ingleses de la época de Jaime I. ¡A dónde no irían a buscar pimienta! Por un bolso de ella se cortarían unos a otros la garganta sin vacilar, y abjurarían de su alma de la cual eran tan cuidadosos en otro sentido. La extravagante obstinación de ese deseo los hacía desafiar la muerte de mil maneras; el mar desconocido, las enfermedades extrañas y repugnantes; las heridas, el cautiverio el hambre, la peste y la desesperación. ¡Los hacía grandes! ¡Por el cielo!, los volvía heroicos. Y los hacía, además, patéticos en su ansia por el comercio, en tanto que la muerte inflexible cobraba su tributo en jóvenes y viejos. Parece imposible creer que la simple avidez pudiese imponer en los hombres tal firmeza de objetivos, tan ciega persistencia en los esfuerzos y sacrificios. Y por cierto que aquellos que aventuraban sus personas y sus vidas arriesgaban todo lo que tenían por una magra recompensa. Dejaban sus huesos blanqueando en costas distantes, para que la riqueza pudiese afluir a manos de los que vivían en la patria lejana. Para nosotros, sus sucesores menos probados, se nos aparecían enaltecidos, no como agentes de comercio, sino como instrumentos de un destino documentado, que se internaban en lo desconocido en obediencia a una voz interior, a un impulso que palpitaba en la sangre, a un sueño del futuro. Eran magníficos; y es preciso admitir que estaban preparados para lo magnífico. Lo registraban con complacencia en sus sufrimientos, en el aspecto del mar, en las costumbres de naciones extrañas, en la gloria de espléndidos gobernantes.

En Patusán encontraron mucha pimienta, y les impresionó la magnificencia y sabiduría del sultán.

Pero de alguna manera, después de un siglo de relaciones entrecruzadas, la región parece haberse apartado poco a poco del intercambio. Quizá se acabó la pimienta. Sea como fuere, a nadie le interesa ahora. La gloria desapareció, el sultán es un joven imbécil con dos pulgares en la mano izquierda y una renta incierta y mezquina arrancada a una miserable población, y que sus numerosos tíos le roban.

Es claro que esto lo sé por Stein. Me dio los nombres de ellos y un breve esbozo de la vida y carácter de cada uno. Estaba tan henchido de datos sobre los Estados nativos, como un informe oficial, pero resultaba muchísimo más divertido. Tenía que saber. Había traficado en tantos, y en algunos distritos —como en Patusán, por ejemplo— su firma era la única que tenía una agencia, por permiso especial de las autoridades holandesas. El gobierno confiaba en su discreción, y se daba por entendido que corría con todos los riesgos. Los hombres que empleaba también lo entendían, pero en apariencia él los recompensaba por ello. Fue muy franco conmigo durante el desayuno, por la mañana. Hasta donde él sabía (la última noticia tenía trece años de antigüedad, explicó con exactitud), la situación normal era una absoluta inseguridad en materia de vida y propiedades.

En Patusán existían fuerzas antagónicas, y una de ellas era el rajá Allang, el peor de los tíos del sultán, el gobernador del río, quien se dedicaba a extorsiones y robos, y aplastaba, hasta el punto de la extinción, a los malayos nacidos en la región, quienes, indefensos en absoluto, no contaban siquiera con el recurso de emigrar, «Pues en verdad —como señaló Stein—, ¿a dónde podían ir, y cómo podían alejarse?» No cabe duda de que ni siquiera deseaban irse. El mundo (circunscrito por elevadas montañas infranqueables) había sido puesto en manos de los de elevada cuna, si conocían a ese rajá. Era miembro de la casa real de ellos. Yo tuve el placer de conocer al caballero más adelante. Era un anciano sucio, pequeño, gastado, de ojos malignos y boca débil, que tragaba una píldora de opio cada dos horas, y, en desafío a la decencia común, llevaba el cabello descubierto y caído en salvajes rizos fibrosos, en torno de su arrugada y sucia cara. Cuando daba audiencia, trepaba a una especie de estrecho escenario levantado en un salón parecido a un ruinoso granero, con podrido piso de bambú, a través de las grietas del cual se podían ver, tres o cuatro metros más abajo, los montículos de residuos y desperdicios de todo tipo que yacían debajo de la casa. Allí nos recibió cuando, acompañado por Jim, le hice una visita de ceremonia. Había unas cuarenta personas en la sala y quizá tres veces más en el patio de abajo. Se advertía un constante movimiento, idas y venidas, empellones y murmullos a nuestra espalda.

Unos pocos jóvenes envueltos en alegres sedas miraban con ira desde lejos; la mayoría, esclavos y humildes dependientes, iban casi desnudos, en harapientos sarongs, sucios de ceniza y de manchas de barro. Nunca vi a Jim con aspecto tan grave, tan dueño de sí, en forma impenetrable e impresionante.

En medio de esos hombres de cara morena, su cuerpo membrudo de vestimenta blanca, los brillantes mechones de su cabello rubio, parecían reflejar toda la luz del sol que se filtraba a través de las grietas de los postigos cerrados del salón, con sus paredes de esteras y techo de paja. Parecía una criatura, no sólo de otra especie, sino además de otra esencia. Si no lo hubiesen visto llegar en canoa, habrían creído que descendía entre ellos desde las nubes. Y, sin embargo, había llegado en una loca piragua, sentado (muy inmóvil y con las rodillas juntas, por temor a hacerla zozobrar), sentado en una caja de hojalata… que yo le presté… con un revólver en el regazo, del modelo de la marina —que le regalé al partir— y que, por interposición de la Providencia, o por alguna otra idea equivocada, muy de él, o bien por pura e instintiva sagacidad, había decidido llevar sin carga. Y así subió por el río Patusán.

Nada habría podido ser más prosaico y menos seguro, más extravagantemente negligente, más solitario.

Cosa extraña, esa fatalidad que todavía otorgaba el sentido de una huida a todos sus actos, e impulsiva deserción no meditada… de un salto hacia lo desconocido.

Precisamente, la negligencia es lo que más me llama la atención. Ni Stein ni yo teníamos una clara idea de lo que podría ocurrir al otro lado cuando, hablando en términos metafóricos, lo izáramos y lo hiciéramos pasar por la pared, con muy poca ceremonia.

En ese momento, yo sólo deseaba lograr su desaparición. Stein, cosa característica, tenía un motivo sentimental. Abrigaba la idea de pagar (en especie, supongo) la antigua deuda que jamás olvidó.

Por cierto que durante toda su vida se mostró muy amistoso para todos los que provenían de las islas británicas. Es cierto que su extinto benefactor era un escocés —inclusive hasta el punto de llamarse Alexander M’Neil—, y Jim provenía de muy al sur de Tweed. Pero a la distancia de diez o doce mil kilómetros, Gran Bretaña, aunque nunca disminuida, parecía lo bastante abreviada como para que sus propios hijos la despejaran de tales detalles de su importancia. Stein era perdonable, y sus intenciones insinuadas resultaban tan generosas que le rogué, con la máxima ansiedad, que las mantuviese en secreto durante un tiempo. Me parecía que no había que permitir que ninguna consideración de ventajas personales influyese sobre Jim; que ni siquiera había que correr el riesgo de semejantes influencias. Teníamos que hacer frente a otro tipo de realidad. Él quería un refugio, y era preciso ofrecerle un refugio a costa de peligros… y nada más.

En todos los demás sentidos fui muy franco con él, e inclusive (como lo creía en ese momento) exageré el peligro de la empresa. En rigor, no le hice justicia; su primer día en Patusán casi fue el último… y habría sido el último si él no fuese tan osado, o tan duro consigo mismo y hubiese condescendido en cargar el revólver. Recuerdo, cuando desplegué nuestro precioso plan para su retiro, que su resignación empecinada pero fatigada fue reemplazada poco a poco por la sorpresa, el interés, el asombro y una juvenil ansiedad. Esa era la oportunidad con la cual soñaba. No se le ocurría cómo podía merecer que yo… Que lo mataran si entendía a qué debía…

Y fue Stein, Stein el comerciante, quien… Pero es claro que a mí tenía que… Lo interrumpí. No era coherente, y su gratitud me provocaba un dolor inexplicable. Le dije que si debía esa oportunidad a alguien en especial, era a un viejo escocés de quien jamás había oído hablar, que murió hace muchos años, y de quien poco se recordaba, aparte de una voz rugiente y de una especie de tosca honestidad.

En verdad no había nadie que pudiese recibir su agradecimiento. Stein ofrecía a un joven la ayuda que él había recibido en su juventud, y yo no hice otra cosa que mencionar su nombre. Al escuchar esto, se ruborizó, y, retorciendo entre los dedos un trozo de papel, observó, con timidez, que yo siempre había confiado en él.

Admití que así era, y agregué, luego de una pausa, que deseaba que él hubiese podido seguir mi ejemplo.

—¿Le parece que no lo hice? —preguntó, inquieto, y señaló en un murmullo que primero uno debía mostrar algo. Luego se animó un poco, y en voz alta afirmó que no me daría oportunidad de lamentar mi confianza, que… que…

—No me entienda mal —lo interrumpí—. Usted no puede hacerme lamentar nada. —No habría lamentaciones; pero si las había, correrían por mi cuenta.

Por otro lado, deseaba que entendiese con claridad que ese asunto, ese… ese… experimento era cosa de él. Él era el responsable, y nadie más.

—¿Por qué? ¿Por qué? —tartamudeó—. Esto es lo que yo…

Le rogué que no fuese tonto, y pareció más intrigado que nunca. Estaba muy a punto de volver intolerable su propia vida.

—¿Le parece? —preguntó, perturbado. Pero un momento después agregó, con tono confidencial—: Y, sin embargo, progresaba, ¿no es así? —Resultaba imposible enojarse con él. No pude evitar una sonrisa, y le dije que en otros tiempos quienes se comportaban así iban en camino de convertirse en ermitaños en un desierto.

—¡Al demonio con los ermitaños! —comentó, con agradable impulsividad. Es claro que no le molestaba un desierto…

—Me alegro —le dije. Porque iría a uno de ellos.

Lo encontraría bastante animado, me aventuré a prometerle.

—Sí, sí —dijo con avidez—. Había mostrado deseos —continué, inflexible— de salir y cerrar la puerta detrás de sí.

—¿Es verdad? —interrumpió, en un extraño acceso de tristeza que pareció envolverlo de la cabeza a los pies, como la sombra de una nube pasajera. En fin de cuentas, era maravillosamente expresivo. ¡Maravillosamente!— ¿Es verdad? —repitió, con amargura—. No puede decir que haya hecho mucho ruido. Y puedo seguir así… sólo que, ¡maldita sea! Me muestra una puerta…

—Muy bien. Adelante —interrumpí. Podía hacer la solemne promesa de que quedaría cerrada detrás de él con toda solidez. Su destino, fuese cual fuere, sería olvidado, porque la región, a pesar de su situación de podredumbre, no era considerada madura para una intervención. En cuanto entrase, para el mundo exterior sería como si jamás hubiera existido.

Sólo tendría las plantas de sus dos pies para plantarse sobre ellas y ante todo debería encontrar su terreno.

—Como si nunca hubiera existido… ¡Eso es, cielos! —murmuró para sí. Sus ojos, clavados en mis labios, chispearon. Si había entendido a fondo la situación, pensé, era mejor que saltase al primer gharry que pudiera encontrar y fuera a la casa de Stein, para sus últimas instrucciones. Salió de la habitación antes de que yo terminase de hablar.