Supongo que no han oído hablar de Patusán —continuó Marlow, después de un silencio ocupado en el cuidadoso encendido de un cigarro—. No importa.
Hay muchos cuerpos celestes, de entre la multitud que se apiñan sobre nosotros, sobre la noche, acerca de los cuales la humanidad nunca oyó hablar, pues se encuentran fuera de las esferas de sus actividades, y no son de importancia terrenal para nadie, salvo los astrónomos, a quienes se les paga para que hablen con sabiduría respecto de su composición, peso, trayectoria… las irregularidades de su conducta, las aberraciones de su luz… una especie de murmuraciones científicas escandalosas. Lo mismo ocurría con Patusán. Se lo mencionaba con acento de conocedores en los círculos gubernamentales internos de Batavia, con especial referencia a sus irregularidades y aberraciones, y algunos, muy pocos, en el mundo mercantil, lo conocían de nombre. Pero nadie había estado allí, y sospecho que nadie deseaba ir en persona, tal como un astrónomo, me imagino, se opondría con energía a ser transportado a un distante cuerpo celestial, en donde separado de sus instrumentos terrenales, se sentiría asombrado ante la visión de un cielo desconocido. Pero ni los cuentos celestes ni los astrónomos tienen nada que ver con Patusán. Jim fue quien se dirigió hacia allí. Sólo quería que entendieran que si Stein hubiera dispuesto enviarlo a una estrella de quinta magnitud, el cambio no habría sido mayor. Dejó tras de sí sus defectos terrenales, y la clase de reputación que se había granjeado, y surgió todo un nuevo grupo de condiciones para que trabajase en ellas su facultad imaginativa. Nuevas en todo sentido, y desde todo punto de vista notables.
Y él se apoderó de ellas en forma notable.
Stein era el hombre que conocía más que nadie lo referente a Patusán. Más de lo que se sabía en los círculos gubernamentales, sospecho. No tengo duda de que estuvo allí, ya sea en su época de cazador de mariposas, o más tarde cuando trataba, a su manera incorregible, de sazonar con una pizca de romanticismo los platos que engordaban demasiado, en su cocina comercial. Existen muy pocos lugares del archipiélago que él no haya visto en la penumbra primitiva de su ser, antes que la luz (e inclusive la luz eléctrica) hubiese sido llevada a ellos con fines de mayor moralidad y… y… bien… mayor ganancia, además. Mencionó el lugar durante el desayuno, en la mañana siguiente a nuestra conversación sobre Jim, después que yo cité la frase del pobre Brierly: «Que se meta seis metros bajo tierra y se quede allí». Me miró con interesada atención, como si hubiese sido un raro insecto.
—Eso también puede hacerse —dijo, sorbiendo el café.
—Enterrarlo de alguna manera —expliqué—. Por supuesto, a uno no le agrada hacerlo, pero sería lo mejor, viendo quién es él.
—Sí, es joven —caviló Stein.
—El ser humano más joven que existe ahora —afirmé.
—Schön. Está Patusán —continuó en el mismo tono…— Y la mujer ya está muerta —agregó, en forma incomprensible.
Es claro que ustedes no conocen la historia; yo sólo puedo suponer que alguna vez, en tiempos lejanos, Patusán fue usada como tumba de algún pecado, trasgresión o desdicha. Es imposible sospechar de Stein. La única mujer que jamás existió para él fue la joven malaya a quien llamaba «mi esposa la princesa», o, en momentos más raros, de expansión, «la madre de mi Emma». No sé quién era la mujer que mencionó en relación con Patusán, pero por sus alusiones entendí que había sido una joven holando-malaya educada y muy bien parecida, de historia trágica, o tal vez apenas lamentable, pero no cabe duda de que la parte más penosa era su casamiento con un portugués de Malaca, empleado de alguna casa comercial de las colonias holandesas.
Entendí, por lo que decía Stein, que ese hombre era una persona insatisfactoria en más de un sentido, todos ellos más o menos indefinidos y ofensivos.
Sólo por su esposa lo había nombrado Stein gerente del puesto comercial de Stein y Co, en Patusán; pero en términos comerciales el asunto no tuvo éxito, por lo menos para la firma, y ahora que la mujer había muerto Stein estaba dispuesto a probar allí con otro agente. El portugués, que se llamaba Cornelius, se consideraba una persona muy merece dora pero de quien se había abusado, y que merecía un puesto mejor, dadas sus capacidades. Jim debía relevar a ese hombre.
—Pero no creo que se vaya del lugar —señaló Stein—. Eso nada tiene que ver conmigo. Sólo por la mujer yo…
Pero como creo que queda una hija, lo dejaré, si así lo quiere, quedarse con la casa antigua.
Patusán es un distrito remoto en un Estado gobernado por nativos, y el caserío principal lleva el mismo nombre.
En un punto del río a sesenta y cinco kilómetros del mar, donde las primeras casas aparecen a la vista, puede verse surgir por sobre el nivel de los bosques las cúspides de dos colinas muy empinadas y juntas, separadas por lo que parece una profunda fisura, el clivaje de algún golpe poderoso. En rigor, el valle es apenas un estrecho cañadón; el aspecto, desde el caserío, es el de una colina cónica, irregular, dividida en dos, y las dos mitades apenas separadas.
Al tercer día la luna llena, tal como se la veía desde el espacio abierto de adelante de la casa de Jim (tenía una casa muy bonita, de estilo nativo, cuando lo visité), se elevaba con exactitud detrás de dichas colinas, y su luz difusa dibujó al comienzo, en un relieve muy negro, las dos masas, y luego, el disco casi perfecto, de resplandor rojizo, apareció deslizándose hacia arriba, entre los bordes del abismo, hasta flotar sobre las cimas, como si escapara de una tumba abierta, en tenue triunfo.
—Magnífico efecto —dijo Jim—. Merece verse. ¿No es así? Y esta pregunta fue dicha con una nota de orgullo personal que me hizo sonreír, como si hubiese participado en la regulación de ese espectáculo singular.
¡Había regulado tantas cosas en Patusán! Cosas que habrían parecido muy por encima de su dominio, como la luna y las estrellas.
Era inconcebible. Esa era la cualidad distintiva del aspecto en el cual Stein y yo lo habíamos hecho caer sin quererlo, sin otra idea que la de sacarlo del paso; para ponerlo en su propio camino, entiéndase.
Ese era nuestro principal objetivo, aunque, lo confieso, puede que yo tuviese otro motivo que había influido un poco sobre mí. Estaba a punto de volver a mi hogar por un tiempo; y tal vez deseara, más de lo que yo creía, librarme de él —librarme de él, entienden—, antes de irme. Volvía a casa. Él había venido hacia mí desde allí, con su desdichado problema y su sombrío pedido, como un hombre en la bruma que jadease bajo una carga. No puedo decir que jamás lo hubiese visto con claridad… Ni siquiera hoy, después de haberlo visto por última vez. Pero me pareció que cuanto menos lo entendiese más unido estaría a él en nombre de la duda que es porción inseparable de nuestro conocimiento.
No conocía tanto acerca de mí mismo. Y además, repito, volvía al hogar… a ese hogar lo bastante distante para que sus chimeneas sean como una sola y el más humilde de nosotros tenga el derecho de sentarse ante ella. Vagamos por millares en la tierra, los ilustres y los oscuros, y conquistamos, más allá de los mares, nuestra fama, nuestro dinero, o sólo una costra de pan. Pero me parece que para cada uno de nosotros que vuelve al hogar eso tiene que ser algo así como ir a rendir cuentas. Volvemos para enfrentarnos con nuestros superiores, nuestros parientes, nuestros amigos… aquellos a quienes obedecemos, y aquellos a quienes amamos. Inclusive quienes no tienen ni a unos ni a otros, los más libres, solitarios, irresponsables y carentes de vínculos… aun aquellos para quienes el hogar no contiene un rostro querido, una voz familiar, para aquellos que deben encontrarse con el espíritu que mora en la tierra, bajo su cielo, en su aire, en sus valles y en sus elevaciones, en sus cantos, en sus aguas y árboles un amigo mudo, juez e instigador.
Digan lo que quieran, para recibir su alegría, respirar su paz, hacer frente a su verdad, hay que volver con la conciencia clara. Todo esto podrá parecerles puro sentimentalismo; y en verdad, muy pocos de nosotros poseemos la voluntad o la capacidad para mirar de manera consciente por debajo de la superficie de emociones familiares. Están las mujeres que amamos, los hombres de quienes recibimos experiencia, la ternura, las amistades, las oportunidades, los placeres. Pero sigue en pie el hecho de que es preciso tocar la recompensa con las manos limpias, no sea que se convierta en hojas muertas, en espinas, en manos de uno. Creo que son los solitarios, sin un fuego de hogar o un afecto que puedan considerar propio, quienes regresan, no a una morada, sino al país mismo, a encontrar su cuerpo desencarnado, eterno e inmutable; esos son quienes mejor entienden su severidad, su poder salvador, la gracia de su derecho secular a nuestra fidelidad, a nuestra obediencia. ¡Sí, pocos de nosotros entendemos, pero todos sentimos, y digo todos sin excepción, porque quienes no sienten no cuentan! Cada brizna de hierba tiene su punto en la tierra, del cual extrae su vida, su fuerza; y así también el hombre está arraigado a la tierra de la cual extrae su fe junto con su vida. No sé cuánto entendí a Jim, pero sé que entendía, sentía, de manera confusa pero poderosa, la exigencia de esa verdad y de alguna ilusión…
No me importa cómo la llamen existe muy poca diferencia, y la diferencia tiene poco sentido.
El caso es que, en virtud de sus sentimientos, él importaba.
Ahora jamás volvería a su patria. Él no volvería. Nunca. Si hubiese sido capaz de manifestaciones pintorescas, se habría estremecido ante el pensamiento, y los habría hecho estremecer también a ustedes. Pero no era de esa clase, aunque a su modo era bastante expresivo. Ante la idea de volver al hogar, se habría vuelto desesperadamente rígido e inmóvil, con la barbilla baja y los labios fruncidos, y con esos francos ojos azules brillantes, sombríos, bajo un ceño, como ante algo insoportable, como ante algo repugnante. Existía imaginación en ese duro cráneo de él, sobre el cual el denso apiñamiento del cabello le sentaba como una gorra. En cuanto a mí, carezco de imaginación (si la tuviera, hoy estaría más seguro respecto de él), y no quiero insinuar que me haya figurado que el espíritu de la tierra se elevara por sobre los blancos acantilados de Dover, como para preguntarme qué había hecho yo —que regresaba sin huesos rotos, por decirlo así— con mi hermano menor. No podía cometer semejante error. Sabía muy bien que él era de esos acerca de los cuales nada se investiga; he visto a hombres mejores desaparecer, alejarse, diluirse por entero, sin provocar un sonido de curiosidad o pena. El espíritu del país, como conviene al dirigente de grandes empresas, es indiferente hacia innumerables vidas.
¡Ay de los que se rezagan! Sólo existimos en la medida en que estamos juntos. Él, en cierto modo, se había extraviado; no había permanecido unido. Pero tenía conciencia de ello con una intensidad que lo volvía conmovedor, tal como la vida más intensa en un hombre hace que su muerte resulte más conmovedora que la de un árbol. Por casualidad, yo estaba a mano, y por casualidad fui rozado.
Eso era todo. Me preocupaba el camino que pudiese seguir.
Me habría dolido, si, por ejemplo, se hubiera dedicado a la bebida. La tierra es tan pequeña, que yo temía verme abordado algún día por un vagabundo de ojos legañosos, rostro hinchado, manchado, sin suelas en los zapatos de lona, y con un aleteo de harapos en los codos, quien basado en una antigua amistad, me pidiese un préstamo de cinco dólares.
Pero no conocen el horrible porte airoso de esos espantapájaros que le llegan a uno desde un pasado decente, la voz descuidada y ronca, las miradas descaradas, semi desviadas, esos encuentros más difíciles, para un hombre que cree en la solidaridad de nuestras vidas, que la visión del lecho de muerte de un impenitente para un sacerdote. Ese, para decirles la verdad, era el único peligro que podía ver para él y para mí. Pero también desconfiaba de mi falta de imaginación. Inclusive y podía llegar a algo peor, en alguna forma que para mi capacidad de fantasías resultaba imposible prever. No me permitía olvidar cuán imaginativo era, y las personas imaginativas se alejan más en cualquier dirección, como si tuviesen una mayor longitud de amarras en el inquieto ancladero de la vida.
Y es así. También se dedican a la bebida. Es posible que estuviese menospreciándolo con semejante temor. ¿Cómo podía saberlo? Ni el propio Stein pudo decir otra cosa, aparte de que era romántico.
Yo sólo sabía que era uno de los nuestros.
¿Y qué necesidad tenía de ser romántico? Les digo esto, acerca de mis sentimientos instintivos y de mis reflexiones confusas, porque queda muy poco que decir de él. Existía para mí, y en definitiva, sólo por mi intermedio existe parar ustedes. Lo saqué tomado de la mano; lo exhibí ante ustedes. ¿Eran injustos mis temores vulgares? No lo diré… ni siquiera ahora. Tal vez ustedes puedan decirlo mejor, ya que el proverbio afirma que los espectadores ven mejor el juego. Sea como fuere, eran superfluos. Pero no se desvió, en manera alguna; por el contrario, siguió en forma maravillosa, llegó en línea recta, y de manera excelente, que mostraba que tenía tanta resistencia como impulso. Yo habría debido sentirme encantado, pues era una victoria en la cual participé.
Pero no estoy tan satisfecho como lo esperaba.
Me pregunto si su embestida lo sacó en realidad de esa bruma en la cual se erguía, intenso, ya que no muy grande con contornos flotantes… un rezagado que ansía, inconsolable, su humilde lugar en las filas.
Y, además, no está dicha la última palabra… es probable que jamás se diga. ¿No son nuestras vidas demasiado cortas para esa plena emisión que, a través de nuestros balbuceos resulta, por supuesto, nuestra única y permanente intención? He dejado de esperar esas últimas palabras, cuyo sonido, si se llegaran a pronunciar, conmoverían el cielo y la tierra.
Nunca queda tiempo para decir nuestra última palabra… La última palabra de nuestro amor, de nuestro deseo, fe, remordimiento, sumisión, rebelión.
El cielo y la tierra no deben ser conmovidos.
Supongo… por lo menos, no por aquellos de nosotros que conocen tantas verdades acerca de uno y otro. Mis últimas palabras sobre Jim serán pocas.
Afirmo que llegó a la grandeza. Pero esto quedaría empequeñecido en el relato, o más bien en la audición.
Para decirlo con franqueza, no desconfío de mis palabras, sino de los pensamientos de ustedes.
Podría ser elocuente, si no tuviese miedo de que ustedes hayan hambreado la imaginación para alimentar el cuerpo. No quiero ser ofensivo; es respetable no tener ilusiones… y es seguro… y es ventajoso… y es aplastante. Pero también ustedes, en su época, deben haber conocido la intensidad de la vida, esa luz de esplendor creada en la sacudida de las insignificancias, tan sorprendentes como el brillo de una chispa arrancada de una piedra fría…
¡Y, ay, de vida igualmente breve!