Capítulo XX

A última hora de la tarde entré en su estudio, después de cruzar un comedor imponente pero desierto, apenas iluminado. La casa estaba en silencio.

Me precedió un anciano y hosco criado javanés, ataviado con una especie de librea de chaqueta blanca y sarong amarillo, quien después de abrirla puerta exclamó en voz baja: «¡Oh amo!», y desapareció en forma misteriosa, como si hubiese sido un fantasma encarnado durante apenas un instante para ese servicio. Stein se volvió junto con la silla y en el mismo movimiento sus gafas parecieron subir a su frente. Me dio la bienvenida con su voz tranquila y humorística. Sólo un rincón de la vasta habitación, el rincón en que se encontraba su escritorio, estaba fuertemente iluminado por una lámpara de leer, con pantalla y el resto de la espaciosa estancia se hundía en una penumbra informe, como una caverna. Angostos anaqueles, repletos de cajas oscuras, de forma y color uniformes, se extendían a lo largo de las paredes, no del piso al cielo raso, sino en un sombrío cinturón de poco más de un metro de ancho.

Catacumbas de escarabajos. Arriba pendían tabletas de madera, a intervalos irregulares. La luz llegaba a una de ellas y la palabra Coleópteros, escrita en letras doradas, tenía un brillo misterioso en la vasta lobreguez. Las vitrinas de vidrio que contenían la colección de mariposas se hallaban ordenadas en tres largas hileras, sobre mesitas de patas esbeltas.

Una de las vitrinas había sido sacada de su lugar y estaba sobre el escritorio, sembrado de tiras rectangulares de papel, cubiertas de minúscula caligrafía.

—Aquí me ve… —dijo. La mano revoloteó sobre la caja de vidrio, donde una mariposa, en solitaria grandeza, extendía sus alas de color bronceado oscuro, de más de veinte centímetros de punta a punta, con exquisitas venas blancas y un esplendoroso borde de puntos amarillos—. Sólo un ejemplar como éste tienen en su Londres, y después… nada más.

Legaré esta colección a mi pequeña ciudad natal.

Algo mío. Lo mejor.

Se inclinó hacia delante, en la silla miró con atención, la barbilla sobre la parte delantera de la caja. Yo me encontraba a espaldas de él.

—Maravilloso —susurró, y pareció olvidar mi presencia.

Su historia era curiosa. Había nacido en Baviera, y de joven a los veintidós años, participó de manera activa en el movimiento revolucionario de 1848. Muy comprometido, consiguió huir, y al principio encontró refugio en casa de un pobre relojero republicano de Trieste. De ahí viajó a Trípoli, con un acopio de relojes baratos que vender… Nada importante como comienzo, pero resultó afortunado para él, pues allí conoció a un viajero holandés, un hombre bastante famoso, creo, pero no recuerdo su apellido. Ese naturalista fue quien luego de tomarlo como una especie de ayudante, se lo llevó a Oriente.

Viajaron juntos por el archipiélago, y después se separaron, para coleccionar insectos y aves durante cuatro años, o más. Luego el naturalista volvió a su hogar, y Stein, que no tenía hogar al que regresar, quedó con un viejo traficante a quien había conocido en sus viajes por el interior de las Célebes… Si se puede decir que las Célebes tienen un interior. Ese anciano escocés, el único hombre blanco a quien se le permitía residir en el lugar en esa época, era un privilegiado amigo del jefe principal de los Estados Wajo, que era una mujer. A menudo oí a Stein relatar la forma en que el individuo, un tanto paralizado de un costado, lo presentó en la corte nativa poco antes que otro ataque se lo llevara a la tumba. Era un hombre pesado, de patriarcal barba blanca y estatura imponente. Entró en la sala del consejo, donde se hallaban reunidos todos los rajás, los pangerang[9] y jefes con la reina, una mujer obesa y arrugada (de lenguaje muy franco, dijo Stein), reclinada sobre un alto cojín, bajo un dosel. Él arrastró la pierna, golpeteando con el bastón, y tomó el brazo de Stein, para llevarlo al lado del cojín.

—Vean, reina, y ustedes, rajás; este es mi hijo —proclamó con voz estentórea—. Comercié con los padres de ustedes, y cuando yo muera él comerciará con ustedes y sus hijos.

Por medio de esta sencilla formalidad, Stein heredó la situación privilegiada del escocés, y todas sus existencias, junto con una casa fortificada en la orilla del único río navegable del país. Poco después, la anciana reina, tan franca de lenguaje, murió, y el país resultó sacudido por las actividades de varios pretendientes al trono. Stein se unió al partido del hijo menor, aquel de quien treinta años más tarde hablaba llamándolo «mi pobre Mohammed Bonso».

Ambos se convirtieron en héroes de innumerables hazañas: pasaron por maravillosas aventuras, y una vez soportaron un asedio, en la casa del escocés, durante un mes, con sólo una veintena de seguidores contra todo un ejército. Creo que los nativos hablan de esta guerra hasta hoy. Entretanto, según parece, Stein no dejó de incorporar a su propia cuenta todas las mariposas o escarabajos que se cruzaban por su camino. Después de unos ocho años de guerra, negociaciones, falsas treguas, repentinos estallidos, reconciliaciones, traiciones y demás, y en el momento en que la paz parecía por fin establecida de modo permanente, su «pobre Mohammed Bonso» fue asesinado ante las puertas de su propia residencia real, en el momento en que desmontaba, muy animado, de regreso de una exitosa cacería de ciervos. Este hecho hizo que la situación de Stein resultara muy insegura, pero tal vez se habría quedado a no ser porque poco tiempo después perdió a la hermana de Mohammed («mi querida esposa, la princesa», solía decir, con solemnidad), con la cual había tenido una hija. Madre e hija murieron ambas, a tres días de diferencia una de la otra, de cierta fiebre infecciosa. Él salió del país, que esta cruel pérdida le hacía insoportable. Así terminó la primera y más aventurera parte de su existencia. Lo que siguió fue tan distinto que, a no ser por la realidad de la congoja que lo seguía, esa extraña parte habría parecido un sueño. Tenía poco dinero; inició la vida de nuevo, y a lo largo de los años adquirió una considerable fortuna. Al principio viajó mucho entre las islas pero la edad lo fue invadiendo, y en los últimos tiempos salía muy pocas veces de su espaciosa casa, situada a cinco kilómetros del pueblo, con un amplio jardín y rodeada de establos oficinas y chozas de bambú para sus criados y dependientes, de los cuales tenía muchos. Todas las mañanas viajaba en su calesa a la ciudad, donde había instalado una oficina con empleados blancos y chinos. Era dueño de una pequeña flota de goletas y tripulación nativa y trabajaba en gran escala con los productos isleño.

Por lo demás, hacía una vida solitaria, pero no misantrópica con sus libros y su colección, su clasificación y ordenamiento de ejemplares, su correspondencia con entomólogos de Europa, su redacción de un catálogo descriptivo de sus tesoros.

Tal era la historia del hombre a quien iba a consultar sobre el caso de Jim, sin esperanzas definidas. El solo hecho de escuchar lo que pudiese decirme sería un alivio. Me sentía muy ansioso, pero respeté la intensa, casi apasionada concentración con que observaba una mariposa, como si en el brillo broncíneo de las frágiles alas en los dibujos blancos, en las esplendorosas marcas, pudiese ver otras cosas, una imagen de una destrucción tan perecedera y desafiante como esos delicados tejidos inertes que exhibían una magnificencia no perturbada por la muerte.

—¡Maravilloso! —repitió, mirándome—. ¡Mire! La belleza… pero eso no es nada… vea la exactitud, la armonía. ¡Y tan frágil! ¡Y tan fuerte! ¡Y tan exacta! Esta es la naturaleza… el equilibrio de fuerzas colosales.

Todas las estrellas son así… todas las briznas de hierba se yerguen así… y el poderoso cosmos, en perfecto equilibrio, produce… esto. Esta maravilla esta obra maestra de la naturaleza, la gran artista.

—Nunca oí a un entomólogo hablar de esta manera —observé, alegre—. ¡Obra maestra! ¿Y el hombre?

—El hombre es sorprendente, pero no es una obra maestra —replicó, con la vista todavía fija en la caja de vidrio—. Tal vez el artista estaba un poco loco.

¿Eh? ¿Qué le parece? A veces pienso que el hombre apareció donde no se lo deseaba, donde no hay lugar para él; pues de lo contrario, ¿para qué necesita todo el lugar? ¿Por qué corre de aquí para allá, y hace grandes ruidos y arma un gran estrépito acerca de sí mismo, habla sobre las estrellas perturba las briznas de hierba…?

—Y caza mariposas —intervine.

Sonrió, se echó hacia atrás, en la silla y estiró las piernas.

—Siéntese —dijo—. Yo mismo capturé este raro ejemplar una buena mañana. Y experimenté una muy grande emoción. No sabe qué es para un coleccionista capturar un ejemplar tan raro. No lo sabe.

Sonreí, a mis anchas, en una mecedora. Los ojos de él parecían ver mucho más allá de la pared que miraban; y me contó que una noche llegó un mensajero para su «pobre Mohammed», quien solicitaba su presencia en la «residenz» —como la llamaba—, ubicada a unos quince o dieciséis kilómetros sobre un sendero de herradura que cruzaba una llanura cultivada, con retazos de bosque aquí y allá. Por la mañana, temprano, salió de su casa fortificada, después de abrazar a su pequeña Emma, y dejar a la «princesa», su esposa, al mando de todo. Describió la forma en que ella lo acompañó hasta los portones, con una mano en el cuello de su caballo; llevaba puesta una chaqueta blanca, horquillas de oro en el cabello, y cinturón de cuero castaño sobre el hombro izquierdo, con un revólver en él.

—Hablaba como hablan las mujeres —dijo—; me pidió que tuviese cuidado, y que tratara de volver antes del anochecer, y el peligro que representaba el hecho de que me fuese solo. Estábamos en guerra, y la región no era segura; mis hombres colocaban persianas a prueba de bala en la casa, cargaban los rifles, y ella me rogó que no temiese por su vida.

Podía defender la casa contra cualquiera, hasta que yo regresara. Y yo lancé una carcajada de placer. Me gustaba verla tan valiente, joven y fuerte. También yo era joven entonces. En los portones me tomó la mano, la apretó y retrocedió. Hice que mi caballo se detuviera hasta que escuché la caída de las trancas del portón, a mis espaldas. Había un gran enemigo mío, un gran noble —y un gran pillastre, además—, que merodeaba con una banda por las cercanías.

Recorrí, al galope corto, unos seis o siete kilómetros. Por la noche había llovido, pero la bruma se evaporaba, ascendía… y la faz de la tierra estaba limpia.

Me sonreía, tan fresca e inocente… como un chiquillo. De pronto alguien descarga una andanada…

Veinte disparos me parecieron por lo menos.

Oigo las balas bajar cantando junto a mis oídos y mi sombrero salta hacia la nuca. Era una pequeña intriga, ¿entiende? Hicieron que mi pobre Mohammed me mandase a buscar, y luego me tendieron esa emboscada. Lo entendí todo en un minuto, y pensé… esto necesita un poco de orden. Mi pony bufa, salta y se para en dos patas, y yo caigo lentamente hacia adelante, la cabeza hundida en sus crines. Se pone a caminar, y con un ojo veo, por sobre su cuello una leve nube de humo que pende ante un bosquecillo de bambúes, a mi izquierda. Pensé… ¡Ahá!, amigos míos, ¿por qué no esperaron un poco más antes de disparar? Esto todavía no está gelungen. ¡Oh, no! Saco el revólver con la derecha despacio… despacio.

En fin de cuentas, sólo había siete de esos pillastres. Se levantan del césped y rompen a correr, envueltos en sus sarongs, agitando las lanzas por sobre la cabeza, y gritándose unos a otros que tengan cuidado y atrapen al caballo, porque yo estaba muerto. Los dejo llegar tan cerca como de aquí a esa puerta, y entonces, bang, bang, bang: y, además, apunto en cada ocasión. Hago otro disparo a la espalda del hombre, pero yerro. Ya están demasiado lejos. Entonces me quedo sentado a solas en mi caballo, y la limpia tierra me sonríe, y ahí están los cadáveres de tres hombres, caídos en el suelo. Uno estaba encogido como un perro; otro, de espaldas, tenía el brazo sobre los ojos, como para que el sol no lo molestara, y el tercero levanta la pierna con suma lentitud, lanza un puntapié con ella para volver a enderezarla. Lo miro con mucho cuidado desde mi caballo, pero ya no hay más… bleibt ganz ruhig se queda quieto, así. Cuando le miré la cara, para ver si mostraba alguna señal de vida, observé algo como una leve señal de sombra que le pasaba por la frente.

Era la sombra de esta mariposa. Mire la forma del ala. Esta especie vuela alto, con un vuelo muy fuerte. Levanté la vista y la vi alejarse aleteando.

Pienso… ¿será posible? Y la pierdo. Desmonté y seguí con gran lentitud, llevando mi caballo de la brida, sosteniendo el revólver con una mano, y mis ojos yendo de arriba abajo y de derecha a izquierda, ¡por todas partes! Por fin la veo sentada en un montículo de tierra, a tres metros de distancia. El corazón me palpitó con rapidez. Solté el caballo, conservé el revólver en una mano, y con la otra me saqué de la cabeza el sombrero de fieltro blando.

Un paso. Tranquilo. Otro. ¡Plaf! ¡La atrapé! Cuando me levanté temblaba como una hoja, de excitación, y cuando abrí estas hermosas alas y me aseguré de lo raro y extraordinariamente perfecto del ejemplar que tenía, la cabeza me dio vueltas y las piernas se me debilitaron de emoción, a tal punto, que tuve que sentarme en el suelo. Tenía grandes deseos de poseer un ejemplar de esa especie cuando coleccionaba para el profesor. Hacía largos viajes y sufría grandes privaciones; soñaba con ella y aquí, de pronto, la tenía entre mis dedos… ¡para mí! Para decirlo con las palabras del poeta (pronunció «boeta»):

So halt’ ich’s endlich denn in meinen Händen,

Und nenn’ es in gewissem Sinne mein.

Pronunció la última palabra con el acento de una voz repentinamente acallada, y retiró la vista, poco a poco, de mi rostro. Se dedicó a cargar, afanoso, una pipa de caño largo, y en silencio, después, con el pulgar en el orificio del cuenco, volvió a mirarme en forma significativa.

—Sí, mi buen amigo. Ese día no tuve nada que desear; había disgustado en gran medida a mi principal enemigo; era joven fuerte; tenía amistades; tenía el amor de una mujer, una hija tenía, para llenarme el corazón… ¡Y hasta lo que una vez soñé estaba ahora entre mis manos, también! Encendió un fósforo, que chisporroteó con violencia. Su plácido rostro pensativo se contrajo una vez.

—Amigo, esposa, hija —dijo con lentitud, mirando la llamita—, ¡bah! —apagó el fósforo. Suspiró y se volvió otra vez hacia la caja de vidrio. Las frágiles y hermosas alas temblaron apenas, como si su aliento, por un instante, hubiese devuelto la vida al espléndido objeto de sus sueños.

—El trabajo —dijo de pronto, señalando las tiras de papel dispersas, y en su tono habitual, suave y alegre— hace grandes progresos. Estuve describiendo este raro ejemplar… ¡Na! ¿Y cuáles son sus buenas noticias?

—Para decirle la verdad, Stein —dije con un esfuerzo que me sorprendió—, vine a describirle un ejemplar…

—¿Mariposa? —preguntó, con ansiedad humorística e incrédula.

—Nada tan perfecto —respondí, y de pronto me sentí desilusionado, y víctima de todo tipo de dudas—. ¡Un hombre!

—¡Ach so! —murmuró, y su semblante sonriente, vuelto hacia mí, se puso grave. Luego, después de mirarme un instante, dijo—: Bueno… yo también soy un hombre.

Acá lo tienen tal como era; sabía ser generosamente estimulante, como para hacer que un hombre escrupuloso vacilara al borde de la confidencia; pero si yo vacilé, no fue durante mucho tiempo.

Me escuchó, sentado con las piernas cruzadas.

A veces su cabeza desaparecía por completo en una gran erupción de humo, y un gruñido de simpatía surgía de entre la nube. Cuando terminé, descruzó las piernas, dejó la pipa, se inclinó hacia delante, hacia mí, con avidez, con los codos en los brazos de su sillón, las yemas de los dedos juntas.

—Entiendo muy bien. Es romántico.

Me diagnosticó el caso, y al principio me sobresalté al descubrir cuán sencillo era. Y en verdad, nuestra conferencia se parecía mucho a una consulta médica: Stein, de aspecto erudito, sentado en un sillón, delante de su escritorio; yo, ansioso, en otro, frente a él pero un tanto a un costado… y me pareció natural preguntar:

—¿Qué es bueno para eso? Levantó un largo índice.

—¡Hay un solo remedio! ¡Una sola cosa puede curarnos de nosotros mismos! —El dedo descendió al escritorio con un golpe vivaz. El caso que había hecho parecer tan sencillo, hacía un momento, se volvió más sencillo aún, si eso era posible… y desde todo punto de vista desesperado. Hubo una pausa.

—Sí —dije—, hablando en términos estrictos, el problema no es cómo curarse, sino cómo vivir.

Aprobó con la cabeza, en apariencia con cierta tristeza.

—¡Ja! ¡Ja! En general, para adaptar las palabras de su gran poeta: ese es el problema… —Continuó asintiendo con simpatía:

—¡Cómo ser! ¡Ach! Cómo ser.

Se puso de pie, con las yemas de los dedos apoyadas en el escritorio.

—Queremos ser en tantas formas distintas —continuó.

—Esta magnífica mariposa encuentra un montículo de tierra y se queda inmóvil en él. Pero el hombre nunca permanece inmóvil en su montículo de barro. Quiere ser así, y después quiere ser de otra manera… —Movió la mano hacia arriba, luego, hacia abajo…— Quiere ser un santo, y quiere ser un demonio… y cada vez que cierra los ojos se ve como un individuo espléndido… tan espléndido como jamás podrá serlo… en un sueño…

Bajó la tapa de vidrio, el cierre automático lanzó un fuerte chasquido, levantó la caja con ambas manos y la llevó religiosamente a su lugar, para lo cual salió del brillante círculo de la lámpara y se hundió en el anillo de luz más leve… y por último en una penumbra informe. Fue un efecto curioso como si esos pocos pasos lo hubieran sacado de este mundo concreto y perplejo. Su alta figura, como despojada de su sustancia, aleteó sin ruido sobre cosas invisibles, con movimientos encorvados e indefinidos; su voz, escuchada en esa región remota en la cual se lo podía entrever misteriosamente ocupado en cosas inmateriales, va no era incisiva: parecía rodar, voluminosa y grave, atenuada por la distancia.

—Porque no siempre uno puede mantener los ojos cerrados, aparece el gran problema… el dolor del corazón… el dolor del mundo. Le digo, mi amigo, no es bueno para uno descubrir que no puede hacer que el sueño adquiera realidad, por la razón de que uno más fuerte no es, o no bastante inteligente. ¡Ja!… ¡Y al mismo tiempo uno es un individuo tan magnífico! Wie? Was? Gott in Himmel! ¿Cómo puede ser eso? ¡Ja, ja, ja!

La sombra que hurgaba entre las tumbas de las mariposas lanzó una estrepitosa carcajada.

—¡Sí! Muy graciosa es esta terrible cosa. Un hombre que nace cae en un sueño como quien cae al mar. Si trata de trepar al aire, como la gente inexperta intenta hacerlo, se ahoga… nicht wahr? ¡No! ¡Se lo digo yo! La solución es el elemento destructivo, someterse, y con el esfuerzo de las manos Y los pies en el agua hacer que el mar profundo, profundo, lo mantenga. De modo que si me pregunta… ¿cómo ser? Su voz saltó, con fuerza extraordinaria, como si más allá, en la penumbra, hubiese sido inspirado por un murmullo de conocimientos.

—¡Se lo diré! Para eso también hay un solo camino.

Con un apresurado susurro de las pantuflas se irguió en el anillo de luz débil, y de pronto apareció en el círculo brillante de la lámpara. Su mano extendida apuntaba a mi pecho como una pistola; sus ojos hundidos parecían atravesarme, pero sus labios, móviles, no pronunciaron una palabra, y la austera exaltación de una certidumbre percibida en la penumbra desapareció de su rostro. La mano que me apuntaba al pecho cayó, y pronto, acercándose un paso, la depositó con suavidad sobre mi hombro.

Había cosas, dijo con acento lúgubre, que tal vez jamás pudieran decirse. Pero él había vivido tanto tiempo a solas que a veces se olvidaba… se olvidaba.

La luz había destruido la seguridad que lo inspiró en las sombras distantes. Se sentó y, con ambos codos sobre el escritorio, se frotó la frente.

—Y, sin embargo, es cierto… es cierto. En el elemento destructivo inmerso… —Habló con tono apagado sin mirarme, una mano a cada lado de la cara—. Ese era el camino. Seguir el sueño, y volver a seguirlo…

Y así… ewig… usque ad finem

El susurro de su convicción pareció abrir ante mí una vasta e incierta extensión, como de un horizonte crepuscular en una llanura, al alba… ¿O era tal vez a la llegada de la noche? No existía el valor necesario para decidir; pero era una luz encantadora y engañosa, que lanzaba la impalpable poesía de su oscuridad por encima de peligros latentes… o sobre tumbas. Su vida comenzó en sacrificio, en entusiasmo por ideas generosas; había viajado mucho, de distintas maneras, por extraños caminos, y fuese lo que fuere lo que perseguía, lo hizo sin vacilar, y por lo tanto sin vergüenza y sin lamentarlo. En ese sentido tenía razón. Ese era el camino, sin duda alguna.

Y, sin embargo, a pesar de todo, la gran llanura por la cual los hombres vagan entre tumbas y peligros seguía muy desolada, bajo la impalpable poesía de su luz crepuscular, sombreada en el centro, circundada por un borde brillante, como rodeada por un abismo repleto de llamas. Al cabo, cuando yo quebré el silencio, fue para expresar la opinión de que nadie podía ser más romántico que él mismo.

Meneó la cabeza con lentitud, y después me observó con una mirada paciente e interrogadora. Era una vergüenza, dijo. Ahí estábamos, sentados y hablando como dos chiquillos en lugar de unir las cabezas para encontrar algo práctico… un remedio práctico… un remedio práctico… para el mal… para el gran mal… repitió con una sonrisa humorística e indulgente. A pesar de todo eso, nuestra conversación no se hizo más práctica. Evitábamos pronunciar el nombre de Jim como si tratáramos de eliminar de nuestra discusión la carne y la sangre, o como si él no fuese otra cosa que un espíritu errabundo, una sombra sufriente y sin nombre.

—¡Na! —exclamó Stein, poniéndose de pie—. Esta noche usted duerme aquí, y por la mañana haremos algo práctico… práctico…

Encendió un candelabro de dos velas y me precedió.

Pasamos por habitaciones oscuras, escoltados por los resplandores de las luces que Stein llevaba.

Se deslizaban por pisos encerados, barriendo aquí y allá la pulida superficie de una mesa, saltando sobre la curva fragmentaria de un mueble, o brillaban y desaparecían, perpendiculares, en espejos lejanos, en tanto que las formas de dos hombres y el chisporroteo de dos llamas podían verse por un instante, deslizándose, silenciosos, a través de las profundidades de un vacío cristalino. Él caminaba con lentitud, un paso más adelante que yo, con encorvada cortesía; había en su rostro una profunda quietud, como si escuchara; los largos rizos de lino mezclados con hebras blancas caían, ralos sobre su cuello apenas inclinado.

—Es romántico… romántico —repitió—. Y eso es muy malo… muy malo… Y también muy bueno —agregó.

—¿Pero lo es? —pregunté yo.

—Gewiss —respondió él, y permaneció inmóvil, sosteniendo el candelabro, pero sin mirarme—. ¡Evidente! ¿Qué es lo que por un dolor interior lo hace conocerse a sí mismo? ¿Qué es lo que para usted y para mí lo hace a él… existir? En ese momento resultaba difícil creer en la existencia de Jim… salido de una parroquia rural, borroneado por multitudes de hombres, como por nubes de polvo, silenciado por las exigencias de la vida y la muerte, en pugna entre sí, en un mundo material. ¡Pero su realidad imperecedera me llegó con una fuerza convincente, irresistible! La vi con nitidez, como si en nuestro avance a través de elevadas habitaciones silenciosas, entre fugaces vislumbres de luz y las repentinas revelaciones de figuras humanas que marchaban con llamas vacilantes, en medio de profundidades insondables y trasparentes, nos acercáramos cada vez más a la Verdad absoluta, que, como la Belleza misma, flota y lo elude a uno, oscura, semi sumergida, en las silenciosas y tranquilas aguas del misterio.

—Tal vez lo sea —admití con una leve carcajada, cuyas repercusiones, inesperadamente intensas, me hicieron bajar la voz enseguida—. Pero estoy seguro de que usted lo es.

Con la cabeza caída sobre el pecho, y la luz levantada en alto, volvió a caminar.

—Bueno… yo también existo —dijo.

Me precedió. Mi mirada seguía sus movimientos, pero lo que veía no era la cabeza del huésped firme, bienvenido, en las recepciones del atardecer, del corresponsal de sabias sociedades, del anfitrión de naturalistas. Sólo veía la realidad de su destino, que había sabido cómo seguir, con pasos firmes, la vida iniciada en humilde ambiente, rica en generosos entusiasmos, en amistad, amor, guerra… en todos los elementos exaltados del romanticismo. Ante la puerta de mi habitación se volvió hacia mí.

—Sí —dije, como si continuara una conversación—, y entre otras cosas, usted soñó, como un tonto, con cierta mariposa. Pero cuando una buena mañana su sueño se cruzó por su camino, no dejó escapar la espléndida oportunidad. ¿No es así? En tanto que…

Stein levantó la mano.

—¿Y sabe cuántas oportunidades dejé escapar; cuántos sueños perdí, que se cruzaron por mi camino? —Meneó la cabeza, apenado—. Me parece que algunas habrían sido magníficas… si las hubiese dejado convertirse en realidad. ¿Sabe cuántas? Quizá no lo sepa ni yo mismo.

—No sé si las de él eran magníficas o no —repliqué—, conoce una que por cierto no atrapó.

—Todos conocen una o dos como esas —dijo Stein—. Y eso es lo malo… Lo pésimo…

Me estrechó la mano en el umbral, atisbó en mi habitación bajo el brazo levantado.

—Duerma bien. Y mañana tenemos que hacer algo práctico… práctico.

Aunque su habitación estaba un poco más allá de la mía, lo vi regresar por el mismo camino. Volvía a sus mariposas.