Capítulo XIX

Les narré en detalle estos dos episodios para mostrarles la manera que él mismo tenía de encarar las nuevas condiciones de su vida. Hay muchos otros por el estilo, más de los que podría contar con los dedos de las dos manos. Todos tienen el mismo matiz de altivo absurdo de intención que hace que su inutilidad resulte profunda y conmovedora. Desprenderse del pan de todos los días con el fin de tener las manos libres para enfrentar a un fantasma puede ser un acto de heroísmo prosaico. Otros hombres lo hicieron antes (de nosotros, que hemos vivido, sabemos muy bien que no es el alma acosada, sino el cuerpo hambriento el que lo convierte a uno en un proscrito), y hombres que comían y pensaban comer todos los días aplaudieron esta apreciable locura. Por cierto que era un desdichado, pues toda su irreflexividad no podía sacarlo de abajo de la sombra. Siempre quedaba una duda acerca de su valentía. La verdad parece ser que resulta imposible derribar el fantasma de un hecho.

No se lo puede enfrentar ni eludir… y he conocido a uno o dos hombres que lanzaban guiños a sus sombras familiares.

Es evidente que Jim no era del tipo de los que guiñan; pero lo que nunca pude entender es si su línea de conducta equivalía a eludir a su fantasma o a enfrentarlo.

Forcé mi visión mental, nada más que para descubrir que, como ocurre con la contextura de todas nuestras acciones, el matiz de diferencia era tan delicado, que resultaba imposible percibirlo. Puede que haya sido una lucha, y puede que haya sido un modo de combate. Para la mentalidad común, llegó a ser conocido como piedra que rueda, porque esa erala parte más graciosa; al cabo de un tiempo se lo conoció muy bien e inclusive adquirió cierto relieve, en el círculo de sus vagabundeos (que tenía un diámetro de digamos, cinco mil kilómetros), de la misma manera que un personaje excéntrico es conocido en toda la región. Por ejemplo, en Bangkok, donde encontró empleo en Yucker Hermanos, fletadores y comerciantes en teca, era casi patético verlo caminar al sol, abrazado a su secreto, que conocían hasta los mismos leños que flotaban por el río. Schomberg, el encargado del hotel en que se alojaba, un hirsuto alsaciano de porte masculino e irreprimible difusor de todas las murmuraciones escandalosas del lugar, impartía, los codos en la mesa, una versión adornada de la historia a cualquier huésped que quisiese beber conocimientos junto con los licores más costosos.

—Y fíjese, el individuo más agradable que pueda conocer —era su generosa conclusión—. Muy superior.

Habla muy en favor del grupo casual que frecuentaba el establecimiento de Schomberg, el hecho de que Jim consiguiera quedarse en Bangkok seis meses eneros. Les advertí que la gente, los desconocidos, simpatizaban con él como quien simpatiza con un chico agradable. Sus modales eran reservados, pero parecía como si su aspecto personal, sus cabellos sus ojos, sus sonrisas, le consiguiesen amistades dondequiera que fuese. Y es claro que no era un tonto. Oí a Siegmund Yucker (nativo de Suiza), una dulce criatura víctima de una cruel dispepsia, y tan espantosamente cojo que la cabeza se le balanceaba un cuarto de círculo a cada paso que daba, declarar, con apreciación, que por ser tan joven era «de gran gavacitat», como si se tratase de un simple asunto de contenido cúbico.

—¿Por qué no enviarlo más arriba? —sugerí con ansiedad. (Yucker Hermanos tenía concesiones y bosques de teca en el interior)—. Si tiene la capacidad, como dice, muy pronto conocerá el trabajo. Y en términos físicos, es muy fuerte. Su salud siempre fue excelente.

—¡Ach! Una gran gosa en este baís estar libre de disbebsia —suspiró el pobre Yucker, con envidia, mientras le lanzaba una mirada de soslayo a la boca de su arruinado estómago. Lo dejé tamborileando, pensativo, en su escritorio, y mascullando: Es ist ein idee. Es ist ein idee.

Por desgracia, esa misma noche ocurrió en el hotel algo muy desagradable.

No sé si debo censurar mucho a Jim, pero fue en verdad un incidente lamentable. Era una de esas amistosas especies de pendencias de tabernas, y el otro participante era cierto danés bizco, cuya tarjeta de visita recitaba, bajo su nombre bastardo: primer teniente de la Real Marina Siamesa. Es claro que el individuo era en absoluto inútil para el billar, pero no le gustaba que lo derrotaran, supongo. Había bebido; lo bastante como para ponerse desagradable después de la sexta partida, y hacer algunas observaciones despectivas a expensas de Jim. La mayoría de los que estaban allí no escucharon lo que se dijo, y quienes lo oyeron dieron la impresión de que todos los recuerdos exactos habían desaparecido debido a la horrenda naturaleza de las consecuencias que siguieron.

El danés tuvo la suerte de saber nadar, porque la habitación daba a una galería, y el Menam fluía abajo, muy ancho y negro. Un bote cargado de chinos, que se dirigía, sin duda, a alguna expedición de robo, pescó al oficial del Rey de Siam y Jim apareció a eso de la medianoche, a bordo de mi barco, sin sombrero.

—Todos, en la habitación, parecían saberlo —dijo, jadeando todavía a consecuencia del encuentro, en apariencia. Lamentaba, en principio y en general, lo ocurrido, aunque en ese caso «no hubo opción», dijo. Pero lo que más le acongojaba era que todos conocieran tan bien la naturaleza de su carga, como si hubiese pasado todo ese tiempo llevándola sobre los hombros. Como es natural, después de eso no podía seguir allí. Era universal la condena contra la violencia brutal, tan poco adecuada en un hombre de su delicada situación. Algunos afirmaban que había estado ebrio en el momento. Otros criticaron su falta de tacto. El propio Schomberg se disgustó mucho.

—Es un joven muy agradable —me dijo, argumentativo—, pero el teniente también es un hombre de primera. Cena todas las noches en mi table d’hôte, ¿sabe? Y hay un taco de billar roto. Eso no puedo permitirlo. Esta mañana, a primera hora, fui a disculparme al teniente, y creo que solucioné las cosas por mi parte; ¡pero piense, capitán, nada más: si todos se dedicaran a hacer lo mismo! ¡Pero si el hombre habría podido ahogarse! Y aquí no puedo salir corriendo a la calle de enfrente y comprar un nuevo taco. Tengo que escribir a Norteamérica para pedirlo. ¡No, no! ¡Un temperamento así no sirve!… —Se sentía muy lastimado por todo el asunto.

Ese fue el peor incidente de todos en su… su retirada. Nadie podía deplorarlo más que yo; pues si, como dijo alguien al oírlo mencionar, «¡Oh, sí, lo sé! Anduvo mucho por aquí», de alguna manera se las había arreglado para ser golpeado y magullado entretanto. Pero este último asunto me inquietó seriamente, porque si su exquisita sensibilidad llegaba hasta el punto de enredarlo en querellas de taberna, perdería su nombre de tonto inofensivo, aunque molesto, y adquiriría el de holgazán común. A pesar de toda mi confianza en él, no pude dejar de pensar que en tales casos, desde el nombre hasta la cosa misma no hay más que un paso. Supongo que entenderán que para entonces no podía pensar en lavarme las manos de él. Me lo llevé de Bangkok en mi barco, y tuvimos una larga travesía. Era lastimoso ver cómo se hundía dentro de sí. Un marino, aunque sea un simple pasajero, se interesa por un barco, y mira la vida marina que lo rodea con el goce crítico de un pintor, por ejemplo, que observa el trabajo ajeno. En todos los sentidos de la expresión, está «en el puente». Pero mi Jim permaneció abajo en la mayor parte del trayecto, lúgubre, como si hubiese sido un polizón. Me contagió hasta tal punto, que eludí hablar de asuntos profesionales, como los que se sugerían por sí mismos, de manera natural, a dos marinos durante un pasaje. Pasaron días enteros sin que cambiásemos una palabra. Yo no me sentía en modo alguno dispuesto a dar órdenes a mis oficiales en su presencia. A menudo, cuando estaba a solas con él en el puente, o en el camarote, no sabíamos qué hacer con nuestros ojos.

Lo coloqué con De Jongh, como saben feliz de librarme de él de alguna manera, pero convencido de que su situación se hacía cada vez más intolerable.

Había perdido parte de la elasticidad que le permitía rebotar de vuelta a su situación de inflexibilidad, después de cada caída. Un día, al bajar a tierra, lo vi en el muelle. El agua del puerto y el mar contenían un suave plano ascendente, y los barcos anclados más afuera parecían navegar, inmóviles, en el cielo. Esperaba su bote, que se cargaba a nuestros pies, con paquetes de pequeñas tiendas, para algún navío pronto a zarpar. Después de intercambiar un saludo, nos quedamos en silencio… uno al lado del otro.

—¡Cielos! —dijo de pronto—. Este es un trabajo que mata.

Me sonrió. Debo decir que por lo general se las arreglaba para sonreír. Yo no respondí. Sabía muy bien que no se refería a sus obligaciones; la había pasado muy bien con De Jongh. Ello no obstante, en cuanto habló quedé convencido desde todo punto de vista de que el trabajo era matador. Ni lo miré.

—¿Le gustaría —le pregunté— dejar para siempre esta parte del mundo; probar suerte con California o la costa Oeste? Veré qué puedo hacer…

Me interrumpió, un poco despectivamente.

—¿Cuál sería la diferencia…? Me sentí convencido de que tenía razón. No habría diferencias. No necesitaba alivio; me pareció percibir, en forma oscura, que lo que quería, lo que, por así decirlo, esperaba, era algo no fácil de decidir… algo así como una oportunidad. Yo le había ofrecido muchas, pero fueron nada más que ocasiones para ganarse el pan. Y, sin embargo, ¿qué más podía hacer uno? La situación me pareció desesperada, y volvió a mí la frase del pobre Brierly: «Que se meta seis metros bajo tierra y se quede ahí». Mejor eso, pensé, antes que esperar, al nivel del suelo, lo imposible. Pero ni siquiera se podía estar seguro de eso. Allí, en ese momento, yo mismo, antes que su bote estuviese a tres remos de distancia del muelle, decidí ir a consultar a Stein por la noche.

Este Stein era un comerciante adinerado y respetado.

Su «casa» (porque era una casa, Stein y Co, y había algo así como un socio, quien como decía Stein, «se ocupaba de las Molucas») realizaba una gran actividad entre las islas con muchos puestos comerciales establecidos en los lugares más apartados, para recibir los productos. Su riqueza y respetabilidad no eran precisamente las razones que me impulsaban a pedirle consejo. Deseaba confiarle mis dificultades porque era uno de los hombres más dignos de confianza que jamás había conocido. La suave luz de una afabilidad sencilla e infatigable, por decirlo así, además de inteligente, iluminaba su largo rostro lampiño. Tenía pliegues descendentes, y era pálido, como en un hombre que hace vida sedentaria… lo cual, en verdad, estaba muy lejos de ser cierto. Su cabello era ralo, y lo llevaba cepillado hacia atrás, despejando la frente maciza y elevada. Uno imaginaba que a los veinte debía de tener, poco más o menos, el mismo aspecto que tenía ahora a los sesenta. Era un rostro de estudiarte; sólo las cejas, casi canosas y velludas, junto con la decidida mirada escudriñadora que surgía por debajo de ellas no coincidían con eso. Puedo hablar de un aspecto erudito. Era alto y como desarticulado; las espaldas un tanto cargadas, junto con una inocente sonrisa, lo hacían parecer benévolo y dispuesto a escuchar.

Los largos brazos, con las manos grandes y pálidas, tenían ademanes más bien deliberados, de tipo indicativo, demostrativo. Hablo de él en detalle, pues por debajo de su exterior, y en conjunción con una naturaleza recta e indulgente, ese hombre poseía una intrepidez de espíritu y una valentía física que habrían podido llamarse irreflexivas si no hubiesen sido como una función natural del cuerpo —digamos, una buena digestión, por ejemplo—, por entero inconsciente de sí mismo. A veces se dice de un hombre que lleva su vida en sus manos. Este dicho habría sido inadecuado si se le aplicara a él; durante la primera parte de su existencia en Oriente jugó con ella. Todo eso quedaba ya en el pasado, pero yo conocía la historia de su vida y el origen de su fortuna. También era un naturalista de cierta distinción, o quizá debería decir un coleccionista con conocimientos. La entomología era su estudio especial.

Su colección de Buprestidae y Longicorns, todos escarabajos, horribles monstruos en miniatura, que parecían malévolos en la muerte y la inmovilidad, y su gabinete de mariposas, bellas y aleteantes bajo el vidrio de vitrinas de alas inertes, habían difundido su fama por toda la tierra. El nombre de este comerciante, aventurero, en ocasiones asesor de un sultán malayo (a quien jamás se refería de otra manera que no fuese la de «mi pobre Mohammed Bonso»), había llegado a ser conocido, gracias a unos pocos bushels de insectos muertos, para las personas cultas de Europa, que no podían concebir, y a quienes por cierto no les habría importado conocerlos su vida y su carácter. Yo, que los conocía, lo consideraba una persona en todo sentido adecuada para recibir mis confidencias acerca de las dificultades de Jim, lo mismo que respecto de las mías.