Seis meses más tarde mi amigo (era un cínico, un solterón de edad más que mediana, con una reputación de excentricidad, y dueño de un molino de arroz) me escribió, y juzgando por el calor de mi recomendación lo que me interesaba escuchar, detallaba un tanto las perfecciones de Jim. En apariencia, éstas eran de una clase tranquila y eficaz.
«Como hasta ahora no pude encontrar en mi corazón otra cosa que una tolerancia resignada hacia cualquier individuo de mi especie, viví solo en una casa que inclusive en este clima humeante podría considerarse demasiado grande para un solo hombre. Hace un tiempo que vive conmigo. Parece que no cometí un error». Me pareció, al leer esta carta, que mi amigo había encontrado en su corazón más que tolerancia para Jim… que esos eran los comienzos de una simpatía activa. Es claro que explicaba sus motivos en forma característica. Por empezar, Jim conservaba su frescura en el clima. Si hubiese sido una joven —escribía mi amigo—, cualquiera habría dicho que florecía —con modestia— como una violeta, y no como esas vocingleras flores tropicales. Estaba en la casa desde hacía seis semanas, y ni una vez intentó palmearlo en la espalda o llamarlo «viejo», o tratar de hacer que se sintiese como un fósil anticuado. No tenía nada del exasperante parloteo de los jóvenes.
Poseía buen humor, no hablaba mucho de sí, en modo alguno era inteligente, gracias a Dios, escribía mi amigo. Sin embargo, en apariencia, Jim era lo bastante inteligente como para apreciar, sin muchas alharacas, su ingenio, en tanto que, por otro lado, lo divertía con su ingenuidad. «Todavía tiene el rocío encima. Y como a mí se me ocurrió la brillante idea de darle una habitación en la casa y de hacer que me acompañase en las comidas, me siento menos marchito.
El otro día se le metió en la cabeza cruzar la habitación, sin otro objetivo que el de abrirme una puerta; me sentí en contacto con la humanidad, mucho más que desde hacía años. Ridículo, ¿verdad? Por supuesto, supongo que hay algo —algún horrible problemita— acerca del cual lo sabes todo… pero aunque estoy seguro de que es terriblemente atroz, me imagino que uno puede arreglárselas para perdonarlo.
Por mi parte, declaro que me siento incapaz de imaginarlo culpable de nada peor que robar fruta en un huerto. ¿Es peor? Tal vez habrías debido decírmelo; pero hace tanto tiempo que nos convertimos en santos, que es posible que hayas olvidado que también nosotros pecamos en nuestra época. Puede que algún día tenga que preguntártelo, y entonces esperaré que me lo digas. No quiero interrogarlo yo mismo hasta tener alguna idea acerca de lo que es. Más aún, todavía es demasiado pronto. Que me abra varias veces más la puerta…».
Así decía mi amigo. Yo me sentí encantado por partida triple: porque a Jim le iba tan bien por el tono de la carta, por mi propia inteligencia. Era evidente que supe lo que hacía. Había leído muy bien en los caracteres, etc. ¿Y si algo inesperado y maravilloso nacía de todo eso? Esa noche, reposando en una silla de tijera bajo la sombra de mi propia toldilla de popa (estaba en el puerto de Hong Kong), construí, a nombre de Jim, el primer castillo de arena, pero de piedra.
Hice un viaje al norte, y cuando regresé encontré, esperándome, otra carta de mi amigo. Fue el primer sobre que abrí.
«No faltan cucharas, hasta donde puedo saberlo —decía: la primera línea—. No me sentí lo bastante interesado como para investigarlo. Se fue, dejando en la mesa del desayuno una notita formal de disculpas, que, o bien es tonta, o sin corazón. Tal vez las dos cosas… y para mí es lo mismo. Permíteme decir, por si tuvieras más jóvenes misteriosos en reserva, que he cerrado el negocio, definitivamente y para siempre. Esta es la última excentricidad de la cual me haré culpable. No imagines por un momento que me importa un pito; pero se lo echa mucho de menos en los partidos de tenis, y por mi parte dije algunas mentiras plausibles en el club…». Arrojé la carta a un lado y me dediqué a mirar las que tenía sobre la mesa, hasta que llegué a una con la escritura de Jim. ¿Querrán creerlo? ¡Una posibilidad en cien! ¡Pero siempre es la centésima oportunidad! El pequeño segundo jefe de máquinas del Patna había aparecido, en situación de mayor o menor desamparo, y conseguido un puesto temporario, para ocuparse de vigilar las máquinas del molino.
«No pude soportar la familiaridad del animalito —me escribía Jim desde un puerto marítimo, a unos mil doscientos kilómetros al sur del lugar en que habría debido estar nadando en la abundancia—. Por el momento, ahora estoy en Egström y Blake, proveedores marítimos, como… bueno… corredor de ellos para llamar la cosa por su verdadero nombre.
Como referencia, les di su nombre, que conocían, por supuesto, y si puede escribir una palabra en mi favor, será un empleo permanente».
Me sentí por completo aplastado bajo las ruinas de mi castillo, pero es claro que escribí como se me pedía. Antes de fin de año, mi nuevo contrato me llevó hacia allí, y tuve la oportunidad de verlo.
Seguía empleado por Egström y Blake, y nos encontramos en lo que ellos llaman «nuestra sala», que se abre a la tienda. En ese momento acababa de regresar de a bordo de un barco, y me enfrentó con la cabeza gacha, preparado para una pendencia.
—¿Qué puede decir en su defensa? —pregunté en cuanto nos dimos la mano.
—Lo que le escribí… nada más —respondió con empecinamiento.
—¿Ese tipo parloteó… o qué? —inquirí. Me miró con una sonrisa turbada.
—¡Oh, no! No lo hizo. Lo convirtió en una especie de asunto confidencial entre nosotros. Se mostraba condenadamente misterioso cada vez que yo iba al molino; me lanzaba un guiño, en forma respetuosa, como si dijese: «sabemos lo que sabemos».
Muy adulón… y familiar… y esas cosas.
Se dejó caer en una silla y se miró las piernas.
—Un día estábamos solos y el individuo tuvo el descaro de decir: «Bien Mr. James —me llamaba Mr. James como si yo hubiese sido el hijo—, aquí estamos juntos una vez más. Esto es mejor que el viejo barco, ¿verdad?»… ¿No era eso espantoso? Lo miré, y él adoptó una expresión de conocedor. «No se inquiete, señor. Conozco a un caballero cuando lo veo, y sé cómo sienten los caballeros. Pero espero que usted me mantenga en este trabajo. Yo pasé malos ratos, también, con ese asunto podrido del Patna». ¡Cielos! Fue terrible. No sé qué habría hecho o dicho si no hubiese escuchado en ese momento a Mr. Denver que me llamaba en el corredor. Era la hora de la merienda, y cruzamos juntos el patio y el jardín, hasta el bungalow. Empezó a bromear conmigo, a su manera, bondadoso… creo que me tenía aprecio…
Jim guardó silencio durante un rato.
—Sé que me apreciaba. Por eso me resultó tan difícil.
¡Un hombre tan espléndido! Esa mañana deslizó la mano por debajo de mi brazo… También él se mostraba familiar conmigo —estalló en una breve carcajada, y dejó caer la barbilla sobre el pecho—. ¡Bah! Cuando recordé cómo me había hablado el mísero animalito —siguió, de pronto, con voz vibrante—, no pude siquiera pensar en mí… Supongo que usted sabe… —asentí—. Más bien como un padre —exclamó. La voz se le hundió. Habría debido decírselo.
No podía dejar que eso continuase así, ¿verdad?
—¿Y bien? —murmuré, después de esperar un rato.
—Preferí irme —dijo con lentitud—. Esto hay que enterrarlo.
Podíamos oír a Blake en la tienda, reprochando a Egström con voz insultante y tensa. Hacía muchos años que eran socios, y todos los días, desde el momento en que se abrían las puertas hasta el último minuto, antes de cerrar, Blake, un hombrecito de cabello liso y negro, de ojillos desdichados parecidos a cuentas, injuriaba a su socio sin cesar, con una especie de furia ardiente y quejumbrosa. El sonido de esos permanentes regaños era parte del lugar, lo mismo que otros muebles; inclusive los desconocidos llegaban a prescindir muy pronto, por completo, de ello, como no fuese para murmurar… «qué molestia», o para levantarse de pronto y cerrar la puerta de la «sala». El propio Egström, un escandinavo de huesos salientes, pesados, modales afanosos e inmensas patillas rubias, seguía dirigiendo a su gente, solicitando envíos, redactando facturas o escribiendo cartas en un escritorio de la tienda, de pie, y se comportaba, en medio del estrépito, tal como si hubiese sido sordo como una tapia. De vez en cuando emitía un fastidiado y superficial «ssh» que no producía el menor efecto, ni se esperaba que lo produjese.
—Aquí son muy amables conmigo —dijo Jim—. Blake es un grosero, pero Egström es bueno. —Se puso de pie con rapidez, y caminó con paso medido hacia un telescopio de trípode instalado en la ventana, y apuntado hacia el puerto, y le aplicó el ojo—. Ahí está ese barco que estuvo detenido afuera toda la mañana, con la calma chicha, y que ahora tiene una brisa y está entrando —señaló, con paciencia—. Debo subir a bordo.
Nos estrechamos las manos en silencio, y él se volvió para irse.
—¡Jim! —exclamé.
Miró en torno, con la mano en el picaporte.
—Usted… usted se desprendió de algo así como una fortuna. —Volvió desde la puerta.
—Un anciano tan espléndido —dijo—. ¿Cómo pude hacerlo? ¿Cómo pude? —Se le fruncieron los labios—. Aquí no tiene importancia.
—¡Oh, usted… usted…! —comencé a decir, y tuve que buscar una palabra adecuada, pero antes de darme cuenta de que no existía ninguna, ya se había ido. Escuché, afuera, la suave y profunda voz de Egström que decía con alegría:
—Ese es el Sarah W. Granger, Jimmy. Tiene que arreglárselas para ser el primero que suba a bordo.
Y en el acto intervino Blake, chillando como una cacatúa ofendida:
—Dígale al capitán que tenemos parte de su correspondencia aquí. Eso lo atraerá. ¿Me oye, Mr…?, ¿cómo se llama?
Y Jim que le contestaba a Egström, con algo de juvenil en el tono:
—Está bien. Iré a la carrera.
Parecía refugiarse en la parte de navegación en bote de ese lamentable trabajo.
No volví a verlo durante ese viaje, pero al siguiente (tenía un contrato de seis meses) fui a la tienda. A diez metros de la puerta, los regaños de Blake salieron para recibirme, y cuando entré me lanzó una mirada de la más absoluta desdicha. Egström, todo sonrisas, avanzó y extendió una mano huesuda.
—Me alegro de verlo, capitán… Ssh… Ya pensaba que tenía que volver. ¿Cómo dijo, señor? Ssh… ¡Ah, él! Nos dejó. Venga a la sala… —Después del portazo, la voz tensa de Blake se debilitó, como la de quien hace reproches desesperados en un desierto…— Nos causó grandes trastornos, además. Y nos trató muy mal… debo decir.
—¿A dónde fue? ¿Lo sabe?
—No. Y es inútil preguntarlo —dijo Egström, de pie, patilludo y servicial, ante mí, con los brazos pendientes a los costados, torpes, y una delgada cadena de plata, de reloj, colgándole, muy baja, en un arrugado chaleco de sarga azul—. Un hombre como ese no va a ninguna parte en especial. —Me preocupó mucho la noticia para pedir una explicación de ese pronunciamiento, y él continuó—: Se fue… veamos… el mismo día en que un vapor con peregrinos que regresaban del mar Rojo atracó aquí, con dos palas de menos en la hélice. Hace tres semanas.
—¿Usted dijo algo acerca del caso del Patna? —inquirí, temiendo lo peor. Él se sobresaltó, y me miró como si hubiese sido un hechicero.
—¡Pero sí! ¿Cómo lo sabe? Algunos de ellos hablaban de eso aquí. Había uno o dos capitanes, el gerente de la empresa de máquinas de Vanlo, en el puerto, otros dos o tres, y yo. Jim estaba allí, también, con un sandwich y un vaso de cerveza. Cuando estamos atareados, ¿entiende capitán?, no hay tiempo para una verdadera merienda. Se encontraba de pie ante esa mesa, comiendo sandwiches, y todos los demás rodeábamos el telescopio, viendo entrar el vapor. Entonces el gerente de Vanlo habló acerca del capitán del Patna.
Una vez le hizo algunas reparaciones, y a partir de ahí nos habló de la vieja ruina que era este barco, y del dinero que se ganó con él. Llegó a mencionar su último viaje, y entonces todos intervinimos. Alguien dijo algo, y otros otras cosas… no mucho… lo que usted y cualquier hombre podrían decir. Y hubo algunas carcajadas. El capitán O’Brien del Sarah W. Granger, un viejo corpulento, ruidoso, de bastón, estaba sentado, escuchándonos, en esta butaca; golpeó de pronto con el bastón en el suelo, y rugió: «¡Zorrinos!»… Nos sobresaltó a todos. El gerente del Vanlo nos lanza un guiño y pregunta: «¿Qué sucede capitán O’Brien?» «¡Sucede, sucede! —gritó el viejo—. ¿De qué se ríen pedazo de indios? No es cosa de risa. Es una deshonra para la naturaleza humana… Eso es. Me disgustaría que me viesen en alguna habitación con alguno de esos hombres. ¡Sí, señor!» Pareció cruzar su mirada con la mía, y yo tuve que hablar, por cortesía. «¡Zorrinos! —digo—, es claro, capitán O’Brien y a mí tampoco me gustaría tenerlos aquí, de modo que está muy a salvo en esta habitación, capitán O’Brien. Beba algo fresco». «¡Maldita sea su bebida, Egström! —responde con un brillo en los ojos—. Cuando quiera una bebida, la pediré a gritos. Me voy. Esto apesta». Entonces todos los otros estallaron en carcajadas, y salieron detrás del viejo. Y en ese momento, señor, el maldito Jim deja el sandwich que tenía en la mano y dala vuelta a la mesa para acercarse a mí. Todavía tenía el vaso de cerveza por la mitad. «Me voy», me dice sin más trámites. «Todavía no son la una y media —le digo—. Primero podría fumar un cigarrillo». —Pensé que se refería a que ya era hora de ir a trabajar.
Cuando entendí lo que quería decir, se me cayeron los brazos… ¡así! No se puede conseguir un hombre como ese todos los días, ¿sabe, señor? Un verdadero demonio para pilotear un bote. Dispuesto a internarse varias millas en el mar para encontrarse con barcos, en cualquier clase de tiempo. Más de una vez un capitán llegó aquí admirado, y lo primero que me decía era: «Ese que tiene como dependiente marítimo es una especie de lunático arriesgado, Egström. Yo buscaba mi rumbo a tientas, a la luz del día, con poco velamen cuando de pronto sale volando de entre la bruma, delante de mi proa, un bote con agua casi hasta la mitad, las rociaduras le llegaban al palo mayor, dos negros asustados echados en el fondo, un demonio aullante en la caña del timón. ¡Eh, eh! ¡Del barco! ¡Los del barco, capitán! ¡Eh, eh! ¡El hombre de Egström y Blake es el primero que les habla! ¡Eh, eh! ¡Egström y Blake! ¡Hola eh! Patea a los negros… Larga drizas… en ese momento había una borrasca… se precipitaba hacia delante aullando y gritando, y me dice que ice velas que él me señalará el camino. Más un demonio que un hombre. Nunca vi un bote manejado así en toda mi vida. No estaría borracho, ¿eh? Y un individuo tan tranquilo, de habla tan suave… se ruborizó como una niña cuando subió a bordo…» Le digo, capitán Marlow, que nadie tuvo nunca una posibilidad contra nosotros, con un barco desconocido, cuando Jim salía a su encuentro. Los otros proveedores marítimos podían quedarse con sus antiguos clientes y… Egström pareció abrumado por la emoción.
—Pero, señor… parecía como si no le molestara internarse cien millas en el mar, en un zapato viejo, para abordar un barco en nombre de la firma. Si el negocio hubiera sido de él, y todo estuviese todavía por hacerse, no habría hecho más en ese sentido… Y ahora… de pronto… ¡así! Yo pienso: ¡Ahá!, un aumento de salarios… ese es el problema ¿verdad? Muy bien le digo, no hace falta todo ese alboroto conmigo, Jimmy. Sólo tiene que mencionar la cifra.
Cualquier cosa que sea razonable. Y me mira como si quisiera deglutir algo que se le ha atascado en la garganta. «No puedo quedarme con usted». «¿Qué es esa broma?», le pregunto. Menea la cabeza, y pude ver en la mirada que era como si ya se hubiera ido, señor. De modo que me volví hacia él y lo insulté hasta quedar ronco. «¿De qué huye? —le pregunto—. ¿Quién lo está molestando? ¿Qué lo asustó? Tiene tanta sensatez como una rata; ellas no huyen de un buen barco. ¿Dónde espera conseguir un empleo mejor?… pedazo de tal por cual. Le aseguro que lo hice sentirse enfermo. Este negocio no se hundirá», le digo. Dio un gran salto. «Adiós —dice, saludándome con la cabeza como a un lord—. Usted no es un mal tipo, Egström. Le doy mi palabra de que si conociera mis razones, no querría conservarme». «Esta es la mentira más grande que jamás dijo en su vida —le replico—. Conozco mis propias opiniones». Se enfureció tanto, que tuve que reírme.
«¿De veras no puede quedarse lo bastante como para beber ese vaso de cerveza, pedazo de pobre diablo estúpido?» No sé qué le pasó, no podía encontrar la puerta. Algo cómico, le digo, capitán. Yo mismo me bebí la cerveza. «Bien, si tiene tanta prisa, brindo por usted con su propia cerveza —le digo—. Sólo que, acuérdese, si sigue con este juego, muy pronto descubrirá que la tierra no es bastante grande para contenerlo… Eso es todo». Me lanzó una negra mirada, y salió corriendo, con una cara como para asustar a un chiquillo.
Egström lanzó un amargo bufido, y se peinó, con dedos nudosos, una patilla castaña.
—Desde entonces no pude conseguir un hombre que sirviera para nada. En este negocio todo es preocupación, preocupación. ¿Y dónde lo conoció, capitán, si se puede preguntar?
—Era primer oficial del Patna en ese viaje —respondí, sintiendo que debía alguna explicación.
Durante un instante, Egström se quedó inmóvil, con los dedos hundidos en el pelo del costado de la cara, y luego estalló.
—¿Y a quién demonios le importa eso?
—Supongo que a nadie —comencé a decir…
—Y de todos modos, ¿quién diablos es él para comportarse de esa manera? —De pronto se metió la patilla izquierda en la boca y esbozó una expresión de asombro—. ¡Caray! —exclamó—. Y yo le dije que la tierra no sería lo bastante grande para contenerlo.