Llegaba el momento en que lo vería amado, confiado, admirado, con una leyenda de fuerza y proezas formándose en torno de su nombre, como si hubiese sido de la pasta de un héroe. Es cierto…
Lo aseguro; tan cierto como estoy sentado aquí, hablando en vano sobre él. Él, por su parte, tenía la facultad de contemplar el rostro de su deseo y la forma de su sueño, sin el cual la tierra no conocería amantes ni aventureros. Conquistó gran honor y una felicidad de Arcadia (nada diré acerca de la inocencia) en la selva, y eso fue tan bueno para él como el honor y la felicidad de Arcadia en las calles, para otro hombre. La felicidad, la felicidad… ¿cómo diré?… se bebe a grandes tragos, en copa de oro, en todas las latitudes. El sabor es para uno, para uno solo, y se lo puede hacer tan embriagador como se quiera. Él pertenecía a los que beben a fondo, como pueden imaginárselo por lo que sucedió antes. Lo encontré, si no en verdad embriagado, por lo menos sonrojado por el elixir que rozaba sus labios. No lo obtuvo enseguida. Hubo, como saben un período de prueba entre los infernales proveedores marítimos, durante el cual sufrió y yo me preocupé por… por… mi confianza… si puede decirse así. No sé si estoy del todo tranquilo ahora, después de haberlo visto en todo su brillo. Esa fue mi última visión de él… bajo una fuerte luz, dominante, y, sin embargo, en plena coincidencia con lo que lo rodeaba, con la vida del bosque y la de los hombres. Admito que me impresionó, pero debo confesar que en definitiva no es la impresión más perdurable. Estaba protegido por su aislamiento, solo en su propia categoría superior, en estrecho contacto con la naturaleza, que es fiel, en condiciones tan sencillas a sus amantes.
Pero no puedo fijar ante mi vista la imagen de su seguridad. Siempre lo recordaré como lo vi a través de la puerta abierta de mi dormitorio, tomándose, tal vez demasiado a pecho, las simples consecuencias de su fracaso. Claro que me complace que mis esfuerzos diesen algún buen resultado… e inclusive cierto esplendor. Pero en ocasiones me parece que habría sido mejor, para mi tranquilidad espiritual, no me hubiera interpuesto entre él y el ofrecimiento, condenadamente generoso, de Chester.
Me pregunto qué habría hecho su exuberante imaginación con el islote de Walpole… esa perdida y olvidada migaja de tierra firme en medio de las aguas. Es probable que no me enterase nunca, pues debo decirles que Chester, después de llegar a algún puerto australiano para remendar su anacronismo marítimo con arboladura de goleta, se internó en el Pacífico con una tripulación de veintidós hombres en total, y las únicas noticias que pudieran tener alguna relación con el misterio de su destino fue la de un huracán que supuestamente atravesó su rumbo en las restingas de Walpole, un mes más tarde poco más o menos. Nunca se vio vestigio alguno de los argonautas; ni un sonido surgió de la desolación.
¡Finis! El Pacífico es el más discreto de los océanos vivos, de temperamento ardiente; el helado Antártico también puede mantener un secreto, más bien a la manera de una tumba.
Y en esa discreción hay un sentimiento de bendita finalidad, que es lo que todos nosotros estamos dispuestos a admitir de manera más o menos sincera, ¿pues qué otra cosa hace soportable la idea de la muerte? ¡Fin! ¡Finis!, la poderosa palabra que expulsa con exorcismos, de la casa de la vida, la fatídica sombra del destino. Esto es lo que —a pesar del testimonio de mis ojos y de mis más sinceras afirmaciones— echo de menos cuando recuerdo el éxito de Jim. Mientras hay vida, hay esperanzas, es cierto; pero también hay temor. No digo que lamente mi acción, ni afirmaré que no puedo dormir por la noche a consecuencia de ello. Pero aun así se interpone la idea de que exageré demasiado su desgracia, cuando lo único que importa es la culpa. Por decirlo así, el hombre no me era claro. Y existe la sospecha de que tampoco resultaba claro para sí. Tenía una delicada sensibilidad, delicados sentimientos, delicadas ansias, una especie de egoísmo sublimado, idealizado.
Era —si me permiten decirlo— muy delicado.
Muy delicado… y muy infortunado. Una naturaleza un poco más tosca no habría soportado la tensión.
Habría tenido que hacer las paces consigo misma, con un suspiro, un gruñido o incluso una risotada; una más tosca aún se habría mantenido invulnerablemente ignorante y por completo desinteresada.
Pero era demasiado interesante, o demasiado infortunado para ser arrojado a los perros, o inclusive a Chester. Eso lo sentí mientras inclinaba el rostro sobre el papel, y él luchaba y jadeaba, forcejeando para respirar, en esa forma terriblemente sigilosa, en mi habitación. Lo sentí cuando corrió a la galería, como para arrojarse… y no lo hizo. Y lo sentí cada vez más, durante el tiempo que se quedó afuera, apenas iluminado sobre el fondo de la noche, como en la costa de un mar sombrío y sin esperanzas.
Un brusco y fuerte retumbar me hizo levantar la cabeza. El ruido pareció alejarse, y de pronto un resplandor penetrante y violento cayó sobre el rostro ciego de la noche. Los parpadeos sostenidos y enceguecedores parecieron durar un tiempo interminable.
El gruñido del trueno aumentó poco a poco mientras yo lo miraba, perfilado y negro, plantado con solidez en las costas de un mar de luz.
En el momento del máximo brillo, la oscuridad retrocedió de un salto, con un estrépito culminante, y él desapareció ante mis ojos enceguecidos, tan por completo, como si se hubiera convertido en átomos.
Pasó un enorme suspiro; furiosas manos parecieron desgarrar los arbustos, sacudir las copas de los árboles de abajo, golpear puertas, romper vidrios de ventanas, todo a lo largo del frente del edificio.
Él entró, cerró la puerta tras de sí, y me encontró inclinado sobre la mesa. Mi repentina ansiedad en cuanto a lo que diría fue muy grande y semejante al miedo.
—¿Puede darme un cigarrillo? —preguntó. Empujé la caja sin levantar la cabeza—. Necesito su… necesito… tabaco —murmuró. Yo me volví muy animado.
—Un momento —gruñí, complacido. Dio unos pasos aquí y allá.
—Eso terminó —le oí decir. Un solo y distante trueno llegó desde el mar, como un cañón que anuncia peligro—. El monzón empieza temprano este año —dijo, en tono de conversación, detrás de mí.
Ello me instó a volverme, cosa que hice en cuanto terminé de poner la dirección en el último sobre.
Fumaba con avidez, en el centro de la habitación, y aunque escuchó el movimiento que hice, siguió de espaldas a mí durante un rato.
—Vamos… lo soporté muy bien —dijo, girando de pronto—. Algo se ha apagado… no mucho. Me pregunto qué vendrá después. —Su rostro no mostró emociones. Sólo parecía un tanto oscurecido e hinchado, como si hubiera contenido el aliento. Sonrió a desgana, por decirlo así, y siguió hablando mientras yo lo miraba, mudo—. Gracias, sin embargo… su habitación… muy conveniente… para un tipo… tan desanimado… —La lluvia repiqueteaba y silbaba en el jardín; una tubería de agua (debía tener un agujero) ejecutaba, al otro lado de la ventana, una parodia de gorgoteante angustia, con extraños sollozos y lamentaciones, interrumpidos por sacudidas espasmódicas de silencio…
—Un poco de refugio —masculló, y guardó silencio.
Un estampido de relámpago descolorido entró por el marco negro de las ventanas, y salió sin ruido.
Yo pensaba en cuál sería la mejor forma de abordarlo, no quería que me volviese a rechazar, cuando él lanzó una carcajada.
—Ahora no soy más que un vagabundo… —el extremo del cigarrillo le ardía entre los dedos…— sin un solo… sin un solo —pronunció con lentitud—, y, sin embargo… —Se interrumpió. La lluvia caía con violencia redoblada—. Algún día uno tiene que llegar a cierta clase de posibilidades de recuperarlo todo de vuelta. ¡Es preciso! —susurró con claridad, mirándome los zapatos.
Ni siquiera sabía qué era lo que tantos deseos tenía de recuperar, qué había echado tanto de menos.
Quizá fuese tanto, que resultara difícil decirlo.
Un trozo de piel de asno, según Chester. Me miró con expresión interrogante.
—Tal vez, si la vida es lo bastante larga —mascullé entre dientes, con irrazonable animosidad—. No lo espere demasiado.
—¡Cielos! Siento como si nada pudiera volver a tocarme —dijo con tono de sombría convicción—. Si esto no pudo derribarme, entonces no hay peligro de que no quede tiempo suficiente… para subir trepando y… —miró hacia arriba.
Se me ocurrió que con personas como él se construye el gran ejército de extraviados y abandonados.
El ejército que marcha y marcha por todos los arroyos de la tierra. En cuanto saliera de mi habitación, ese «pequeño refugio», ocuparía su lugar en las filas y comenzaría el viaje hacia el agujero sin fondo. Yo, por lo menos, no tenía ilusiones; pero también yo, que un momento antes me sentía tan seguro del poder de las palabras, temía ahora hablar, de la misma manera en que uno teme moverse para no perder un asidero resbaladizo. Cuando tratamos de enfrentar las necesidades íntimas de otros, percibimos cuán incomprensibles, vacilantes y nebulosos son los seres que comparten con nosotros la visión de las estrellas y el valor del sol. Es como si la soledad fuese la condición dura y absoluta de la existencia; la envoltura de carne y sangre en que se clavan nuestros ojos se licua ante nuestra mano extendida, y sólo queda el espíritu caprichoso, inconsolable y fugaz que ninguna mirada puede perseguir, ninguna mano aferrar. El miedo de perderlo me hizo guardar silencio, pues de pronto, y con fuerza inexplicable, se me ocurrió que si lo dejaba hundirse en la oscuridad jamás me lo perdonaría.
—Bueno. Gracias… una vez más. Ha sido… es que… muy extraordinariamente… en verdad no hay palabras para… ¡Extraordinariamente! No sé por qué, le aseguro. Temo no sentirme tan agradecido como ocurriría si todo esto no hubiera caído con tanta brutalidad sobre mí. Porque en el fondo… usted, usted mismo… —balbuceó.
—Es posible —intervine. Él frunció el ceño.
—De cualquier manera, uno es responsable. —Me vigiló como un halcón.
—Y eso también es cierto —respondí.
—Bien. Seguí con eso hasta el final, y no pienso permitir que ningún hombre me lo pase por el rostro sin… sin… ofenderme. —Apretó el puño.
—¿Y usted mismo? —dije con una sonrisa poco alegre, Dios lo sabe, pero él me miró con expresión de amenaza.
—Eso es cosa mía —contestó. Una expresión de decisión indomable le cruzó por la cara como una sombra vana y pasajera. Al instante siguiente parecía un buen muchacho amable y metido en problemas, como antes. Arrojó el cigarrillo—. Adiós —dijo, con la repentina prisa de un hombre que se ha demorado demasiado tiempo y tiene un trabajo urgente que lo espera. Y luego, durante uno o dos segundos, no hizo el menor movimiento. El chubasco caía con la pesada e interrumpida precipitación de una inundación, con un ruido de irrefrenada y abrumadora furia que le recordaba a uno imágenes de puentes que se derrumban, y árboles desarraigados, montañas socavadas. Nadie podía hacer frente al colosal e impetuoso torrente que parecía quebrarse y arremolinarse en la oscura quietud en que teníamos nuestro precario refugio, como en una isla. El tubo perforado gorgoteaba, se ahogaba, escupía y chapoteaba en odioso remedo de un nadador que luchase por la vida.
—Llueve —reproché—, y yo…
—Con lluvia o con sol —comenzó a decir con brusquedad, se contuvo y se dirigió hacia la ventana—. Un verdadero diluvio —masculló al cabo de un rato; apoyó la frente en el vidrio—. Y, además, está oscuro.
—Sí, muy oscuro —dije.
Giró sobre los talones, cruzó la habitación y ya había abierto la puerta que daba al corredor antes que me pusiera de pie, de un salto.
—Espere —grité—. Quiero que…
—No puedo volver a cenar con usted esta noche —profirió, con una pierna ya fuera de la habitación.
—No tengo la menor intención de invitarlo —grité.
Entonces retiró la pierna, pero se quedó, desconfiado, en el vano de la puerta. Yo no perdí tiempo en rogarle con sinceridad que no fuese absurdo; que entrase y cerrara la puerta.