No empecé a buscar a Jim enseguida, sólo porque tenía una cita que no podía descuidar. Después, por mala suerte, en la oficina de mi agente me cayó encima un sujeto que acababa de llegar de Madagascar, con un pequeño plan para un negocio maravilloso.
Tenía algo que ver con ganado y cartuchos, y un príncipe Ravonalo no sé qué; pero el eje de todo el asunto era la estupidez de cierto almirante… Creo que el almirante Pierre. Todo giraba en torno de eso, y el tipo no podía encontrar palabras lo bastante fuertes como para expresar su confianza. Tenía ojos globulares que le sobresalían con un resplandor sospechoso, bultos en la frente, y llevaba el largo cabello cepillado hacia atrás, sin raya. Tenía una frase favorita que repetía con acento triunfante.
«El mínimo de riesgo con el máximo de ganancia, es mi lema. ¿Eh?» Me hizo doler la cabeza, me arruinó la merienda, recibió de mí lo que se merecía.
Y en cuanto me lo quité de encima me dirigí hacia la costa. Vi a Jim inclinado sobre el parapeto del muelle.
Tres boteros nativos, que reñían por un asunto de cinco annas, armaban un enorme estrépito junto a él. No me oyó llegar, pero giró en redondo como si el leve contacto de mi dedo hubiese soltado un resorte.
—Estaba mirando —tartamudeó. No recuerdo lo que dije yo, no habrá sido mucho, de cualquier manera, pero no ofreció ninguna dificultad cuando le pedí que me acompañase al hotel.
Me siguió, tan dócil como un chiquillo, con expresión obediente, sin manifestaciones de ninguna índole, casi como si hubiese esperado que fuese a llevármelo. No habría debido asombrarme tanto con su mansedumbre. En toda la tierra, que a algunos les parece tan grande y que otros parecen considerar más pequeña que un grano de mostaza, no tenía lugar al cual pudiera —¿cómo puedo decirlo?— al cual pudiera retirarse. ¡Eso es! Retirarse… estar a solas con su soledad. Caminó a mi lado con gran calma, mirando aquí y allá, y una vez volvió la cabeza para mirar a un bombero africano de levita y pantalones amarillos cuyo rostro negro tenía resplandores sedosos, como un trozo de antracita. Pero dudo de que viese nada, o de que tuviera conciencia todo el tiempo de mi compañía, porque si no lo hubiera empujado aquí a la izquierda o tirado de él allá hacia la derecha; creo que habría seguido en línea recta, en cualquier dirección hasta que lo detuviera una pared o algún otro obstáculo. Lo llevé a mi dormitorio y me senté en el acto a escribir cartas. Ese era el único lugar del mundo (aparte, tal vez, del arrecife Walpole, pero no lo teníamos tan a mano) en que se podía discutir consigo mismo sin ser molestado por el resto del universo. El maldito asunto —como él mismo lo expresaba— no lo había vuelto invisible, pero yo me comporté como si lo fuese. En cuanto me senté, me incliné sobre mi escritorio como un escriba medieval, y, aparte del movimiento de la mano que sostenía la pluma, me mantuve ansiosamente quieto. No puedo decir que estuviese asustado; pero es cierto que conservé cierta inmovilidad, como si existiera algo peligroso en la habitación, que a la primera insinuación de un movimiento de mi parte pudiese caerme encima.
No había gran cosa en la habitación —ustedes ya saben cómo son los dormitorios—; una especie de cama de cuatro columnas, bajo un mosquitero; dos o tres sillas la mesa en que escribía, un suelo desnudo.
Una puerta de vidrio se abría a una galería superior, y él se quedó de cara a ella y la pasó muy mal con toda la intimidad posible. Llegó el anochecer; encendí una vela con la máxima economía de movimientos, y con tanta prudencia como si se tratase de un procedimiento ilegal. No cabe duda de que la pasaba muy mal, y yo también, hasta el punto, debo confesarlo, de desear que se fuese al diablo, o por lo menos al arrecife Walpole. Una o dos veces se me ocurrió que, en fin de cuentas. Chester era, tal vez, el hombre que podía encarar con eficacia semejante desastre. Ese extraño idealista había encontrado un uso práctico para él en el acto… de modo infalible, por así decirlo. Bastaba para hacer que uno sospechase, tal vez que podía ver el aspecto real de las cosas, que parecía misterioso o en todo sentido desesperado para personas menos imaginativas. Escribí y escribí; liquidé todos los atrasos de mi correspondencia, y luego seguí escribiendo a personas que no tenían motivo alguno para esperar de mí una carta llena de murmuraciones acerca de nada.
En ocasiones lo miraba de reojo. Estaba clavado en el lugar, pero estremecimientos convulsivos le recorrían la espalda; de pronto levantaba los hombros.
Luchaba, luchaba… ante todo para respirar, en apariencia.
Las macizas sombras, que la recta llama de la vela arrojaba hacia un solo lado, parecían poseídas de una lúgubre conciencia; la inmovilidad del mobiliario tenía, para mi mirada furtiva, una expresión de atención. Empezaba a volverme imaginativo en medio de mis industriosos garrapateos; y aunque, cuando el rasgar de mi pluma se detenía por un instante, reinaba un total silencio y quietud en el lugar, yo padecía del profundo nerviosismo y confusión de pensamientos que provoca un tumulto violento y amenazador… un fuerte ventarrón en el mar, por ejemplo. Algunos de ustedes pueden saber a qué me refiero; a esa mezcla de ansiedad, congoja e irritación, con una especie de sentimiento de cobardía insinuándose; nada agradable para reconocerlo, pero que otorga un tranquilo mérito especial a la resistencia de uno. No pretendo mérito alguno por soportar la tensión de las emociones de Jim.
Podía refugiarme en las cartas; inclusive habría podido escribir a desconocidos, si era necesario. De pronto, cuando tomaba una nueva hoja de papel, escuché un sonido bajo, el primer ruido que, desde que nos encontrábamos encerrados juntos, llegaba a mis oídos en la vaga calma de la habitación. Seguí con la cabeza baja, la mano detenida. Quienes han mantenido una vigilia al lado del lecho de un enfermo, escuchan esos leves ruidos en el silencio de las guardias nocturnas, sonidos arrancados de un cuerpo torturado, de un alma fatigada. Empujó la puerta con tanta fuerza, que las hojas de vidrio resonaron.
Salió, y yo contuve la respiración y agucé el oído, sin saber qué más esperaba oír. En realidad se tomaba demasiado a pecho una formalidad vacía, que para la rigurosa crítica de Chester parecía indigna de la atención de un hombre que pudiese ver las cosas tales como son. Una formalidad vacía, un trozo de pergamino. Bien, bien. En cuanto al inaccesible depósito de guano, ese era otro asunto. Uno podía romperse el corazón, en forma inteligible, en relación con eso. Un débil estallido de muchas voces, mezclado con el tintineo de la platería y los vasos, flotó desde el comedor de abajo. A través de la puerta abierta, el borde exterior de luz de mi vela caía apenas sobre la espalda de él. Más allá, todo era negro. Se encontraba al borde de una vasta oscuridad, como una figura solitaria en la costa de un océano sombrío y sin esperanzas. Sin duda estaba en ella el arrecife Walpole, un punto en un vacío oscuro, una paja para el hombre que se ahoga. Mi compasión por él adoptó esta manera de pensar: no me habría agradado que su familia lo viese en ese momento. A mí mismo me resultaba penoso. Los jadeos ya no le sacudían la espalda; se hallaba erguido como una flecha, apenas visible e inmóvil. El sentido de esa inmovilidad se hundió hasta el fondo de mi alma como plomo en el agua, y la volvió tan pesada, que por un segundo deseé, con todas mis fuerzas, que el único remedio que me quedara fuese el de pagar su funeral. Hasta la ley había terminado con él. ¡Enterrarlo habría sido una bondad tan fácil! Habría coincidido tanto con la sabiduría de la vida, que consiste en eliminar la visión de todos los restos de nuestra locura, de nuestra debilidad, de nuestra mortalidad; de todo lo que conspira contra nuestra eficiencia: el recuerdo de nuestros fracasos, las insinuaciones de nuestros temores inmortales, los cuerpos de nuestros amigos muertos. Quizá se lo tomaba demasiado a pecho. En ese caso… el ofrecimiento de Chester… En ese momento tomé una nueva hoja y comencé a escribir con decisión. Entre él y el océano oscuro sólo existía yo. Tuve un sentimiento de responsabilidad. Si hablaba, ¿ese joven inmóvil y sufriente saltaría a la oscuridad… se aferraría de la paja? Descubrí cuán difícil puede resultar a veces emitir un sonido. La palabra hablada posee un extraño poder. ¿Y por qué diablos no?, me pregunté, con insistencia, mientras continuaba con mi escritura.
De pronto, en la página en blanco, bajo la punta misma de la pluma, las dos figuras de Chester y su anciano socio, muy claras y completas, aparecieron a la vista con zancadas y ademanes, como reproducidas en el campo de algún juguete óptico.
Las observé durante un rato. ¡No! Eran demasiado fantasmales y extravagantes para aparecer en el destino de nadie. Y una palabra llega lejos… muy lejos… destruye a lo largo del tiempo, tal como las balas vuelan por el espacio. Nada dije; y él, afuera, con la espalda hacia la luz como amarrado y amordazado por todos los enemigos invisibles del hombre, no se movió ni emitió sonido alguno.