Capítulo XIV

Dormí poco, me apresuré con el desayuno y luego de una leve vacilación abandoné la visita temprana a mi barco. En verdad estaba muy mal de mi parte, porque aunque mi primer oficial era un hombre excelente en todo sentido, era víctima de tan negras imaginaciones, que si no recibía una carta de su esposa en el momento esperado, enloquecía de cólera y celos perdía su dominio del trabajo, reñía con todos, o bien lloraba en su camarote, o desarrollaba tal ferocidad en el trato, que prácticamente llevaba a la tripulación al borde del motín. Eso siempre me había resultado inexplicable: hacía trece años que estaban casados; yo la vi una vez, y en verdad no podía concebir a un hombre tan abandonado como para hundirse en el pecado por una persona tan poco atractiva. Y no me equivoqué al abstenerme de presentar esta opinión al pobre Selvin; el hombre se construía un pequeño infierno en la tierra para su uso personal, y además yo también sufría de manera indirecta, pero no cabe duda de que cierto tipo de falta de delicadeza me lo impedía.

Las relaciones maritales de los marinos resultarían un tema interesante, y yo podría hablarles de casos…

Pero este no es el momento ni el lugar, y nos ocupamos de Jim, que era soltero. Si su imaginativa conciencia o su orgullo; si todos los extravagantes fantasmas y austeras sombras que fueron los desastres familiares de su juventud, no le permitían huir del tajo, yo de quien por supuesto, no se puede sospechar que sea uno de esos familiares, me veía irresistiblemente impulsado a ir y ver cómo rodaba su cabeza. Me encaminé hacia el tribunal. No abrigaba esperanzas de impresionarme o edificarme mucho, o de sentir gran interés o siquiera asustarme, aunque, mientras existe vida ante uno, un buen susto de vez en cuanto es una disciplina saludable. Tampoco esperaba llegar a una depresión tremenda. Lo horrendo de su castigo consistía en su atmósfera fría y mezquina. La verdadera significación del delito consiste en que es una violación de la fe de la comunidad del hombre, y desde ese punto de vista él no era un traidor ruin, pero su ejecución venía a ser una cosa oculta e insignificante. No había elevados patíbulos, ni telas escarlatas (¿tienen telas escarlatas en Tower Hill? Deben haberlas tenido), ni una multitud empavorecida, que se horrorizase ante su culpa y llegara a las lágrimas ante su destino; ni un ambiente de sombrío castigo. Mientras caminaba, veía la clara luz del sol, un brillo demasiado apasionado como para ser consolador, las calles repletas de fragmentos confusos de color, como un calidoscopio roto: amarillo, verde azul, un blanco enceguecedor, la desnudez morena de un hombro descubierto, una carreta de bueyes con un toldo rojo, una compañía de infantería nativa de color parduzco, con cabezas morenas que marchaban con polvorientas botas de cordones, un policía nativo de sombrío uniforme de corte económico, con cinturón de cuero charolado, quien me miró con lastimosa expresión oriental, como si su espíritu migratorio sufriera enormidades ante el imprevisto —¿cómo se los llama?— avatar, encarnación. Bajo la sombra de un árbol solitario, en el patio, los aldeanos vinculados con el caso de agresión se hallaban sentados en un grupo pintoresco parecido a una cromolitografía de un campamento, en un libro de viajes del Oriente.

Se echaba de menos el obligatorio hilo de humo del primer plano, y los animales de carga pastando en los alrededores. Una desnuda pared amarilla se erguía detrás, por encima del árbol, y reflejaba el resplandor.

La sala del tribunal era sombría, parecía más vasta. Muy arriba, en el lóbrego espacio, los punkahs se balanceaban en leves movimientos de atrás adelante, de atrás adelante. Aquí y allá, una figura envuelta, empequeñecida por las paredes desnudas, se mantenía sin moverse en medio de hileras de bancos vacíos, como absorta en piadosas meditaciones. El demandante, quien había sido golpeado, un obeso hombre de color chocolate y cabeza afeitada, un gordo pecho al aire y una marca de casta de amarillo brillante sobre el puente de la nariz, se hallaba sentado con pomposa inmovilidad.

Sólo le brillaban los ojos, que revoleaba en la penumbra, y las fosas nasales se dilataban y hundían con violencia cuando respiraba. Brierly se dejó caer en su asiento, con aspecto de extenuado, como si se hubiese pasado la noche corriendo por una pista de escoria de cenizas. El piadoso capitán de veleros parecía excitado y hacía movimientos inquietos, como si contuviera con dificultad un impulso de ponerse de pie y exhortarnos, con sinceridad, a la oración y el arrepentimiento. La cabeza del magistrado, delicadamente pálida bajo el cabello ordenado con pulcritud, se parecía a la cabeza de un inválido sin cura después de haber sido lavado, cepillado y sentado en la cama. Apartó el jarrón de flores —un ramo de púrpura, con unos pocos capullos rosados al extremo de largos tallos—, tomó con ambas manos una larga hoja de papel azulado, la recorrió con la vista, apoyó los antebrazos en el borde del escritorio y comenzó a leer en voz alta, con acento claro, parejo y despreocupado.

¡Cielos! A pesar de todas mis tonterías sobre patíbulos y cabezas que ruedan… les aseguro que era mucho peor que una decapitación. Un pesado sentimiento de finiquitud pendía sobre todo ello, no atenuado por la esperanza del descanso y la seguridad después de la caída del hacha. Estos procedimientos tenían toda la fría vengatividad de una sentencia de muerte, toda la crueldad de una sentencia de exilio. Así lo vi yo esa mañana, y aun ahora me parece ver un innegable vestigio de verdad en esa exagerada visión acerca de un suceso común. Ya podrán imaginar todo lo que yo sentía en ese momento. Quizá sea por eso que no podía acostumbrarme a admitir el fin. El asunto estaba siempre vivo en mí, siempre me encontraba ansioso por opinar acerca de él, como si no hubiese estado ya prácticamente resuelto, opiniones individuales… opiniones internacionales… ¡caramba! Ese francés, por ejemplo. El pronunciamiento de su país fue emitido en la fraseología carente de pasión, definida, que usaría una máquina si las máquinas pudieran hablar. La cabeza del magistrado estaba semioculta por el papel, su frente era como de alabastro.

Se presentaron varias preguntas ante el tribunal.

La primera, acerca de si el barco era en todo sentido sólido y apropiado para el viaje. El tribunal decidió que no. El punto siguiente, recuerdo, era el de si, hasta el momento del accidente, el barco había sido piloteado con cuidados adecuados y competentes. A eso se respondió que sí, Dios sabe por qué, y después declararon que no existían pruebas que mostrasen la causa exacta del accidente. Tal vez algún resto de naufragio flotante. Recuerdo que una barca noruega, rumbo a alta mar con una carga de pinotea, había sido dada por perdida, por esos días, y era el tipo de embarcación que podía darse vuelta en una borrasca y flotar, quilla arriba, durante meses; una especie de monstruo marítimo, al acecho, para matar barcos en la oscuridad. Estos cadáveres vagabundos son bastante comunes en el Atlántico norte, recorrido por todos los terrores del mar: neblinas, bancos de hielo, barcos muertos dedicados a causar daños, y largos y siniestros ventarrones que caen sobre uno como un vampiro, hasta que desaparecen toda la fuerza y el espíritu, y aun las esperanzas, y uno se siente como la cáscara vacía de un hombre.

Pero allí —en esos mares— el incidente era lo bastante raro como para parecerse a un ordenamiento especial de una providencia malévola y, salvo que tuviese como objeto matar al hombre-burro y hacer caer sobre Jim algo peor que la muerte, parecía una acción endemoniada y en todo sentido carente de objetivo.

Esa idea distrajo mi atención. Durante un tiempo tuve conciencia de la voz del magistrado nada más que como un sonido; pero en un momento se modeló en palabras claras…

—… en completo abandono de sus obligaciones —decía. La siguiente frase se me escapó, y luego—: …abandonar, en el momento de peligro, las vidas y propiedades que se les habían confiado… —continuó la voz, con tono parejo, y se interrumpió. Un par de ojos, bajo la frente blanca, lanzaron una oscura mi rada por encima del borde de papel. Busqué a Jim deprisa, como si hubiese esperado que desapareciera.

Estaba muy inmóvil… pero presente. Se encontraba sentado, rosado y rubio, y muy atento.

—Por lo tanto… —siguió la voz, enfática. Jim miraba con los labios entreabiertos, pendiente de las palabras del hombre de atrás del escritorio. Le llegaron a través del silencio, transportadas por el viento que producían los punkahs, y yo, que vigilaba su efecto sobre él, sólo percibí algunos fragmentos del lenguaje oficial…

—El tribunal… Tal y Cual… nativo de Alemania…

James Tal y Cual… primer oficial… licencias canceladas.

Se hizo un silencio. El magistrado dejó el papel, se inclinó de costado, sobre el brazo de la butaca, y comenzó a hablar con Brierly. La gente empezó a salir; otros pugnaban por entrar, y yo también me dirigí hacia la puerta. Afuera me quedé clavado en el lugar, y cuando Jim pasó ante mí, camino al portón, lo tomé del brazo y lo detuve. La mirada que me lanzó me desconcertó, como si hubiese sido responsable de su situación; me miró como si hubiera sido el mal encarnado.

—Todo terminó —balbuceé.

—Sí —respondió con voz espesa—. Y ahora, que hombre alguno…

Se soltó el brazo con una sacudida. Yo contemplé su espalda mientras se alejaba. Era una calle larga, y permaneció ante mi vista durante algún rato.

Caminaba con cierta lentitud, y abría un poco las piernas, como si le resultase difícil mantenerse en línea recta. Antes de perderlo de vista, me pareció que se tambaleaba un poco.

—Hombre al agua —dijo una voz profunda detrás de mí.

Me volví y vi a un individuo a quien conocía un poco, un hombre de Australia occidental. Se llamaba Chester. También él miraba a Jim. Era un hombre de inmensa caja torácica, un rostro afeitado, tosco, de color caoba, y dos mechones romos de color gris hierro, pelos gruesos y duros en el labio superior. Había sido pescador de perlas salvador de barcos a punto de naufragar, comerciante, y también ballenero, creo. Según sus propias palabras… todas y cada una de las cosas que un hombre puede hacer en el mar, salvo pirata. El Pacífico, norte y sur, era su territorio de caza. Pero había vagado extensamente en busca de un vapor barato que comprar. En los últimos tiempos descubrió —así dijo— una isla de guano en alguna parte, pero sus accesos eran peligrosos; y el ancladero, tal como existía, no podía considerarse seguro, para no decir más.

—Casi una mina de oro —exclamaba—. En el centro mismo de los arrecifes de Walpole, y si es cierto que no se puede encontrar fondo en ninguna parte, en menos de cuarenta brazas, ¿qué importa? También están los huracanes, pero es algo de primera agua.

¡Casi como una mina de oro… mejor! Todavía no hay un solo tonto que se haya dado cuenta. No puedo encontrar un capitán o un armador que se acerque al lugar. De modo que decidí llevar yo mismo el maldito asunto adelante…

Para eso necesitaba un vapor —y yo sabía que entonces negociaba con entusiasmo, con una firma parsi por un viejo anacronismo marino— de noventa caballos de fuerza, armado como un bergantín. Nos habíamos encontrado y conversado varias veces.

Miró con aire de conocimiento a Jim, quien se retiraba.

—¿Se lo toma a pecho? —preguntó, despectivo.

—Mucho —respondí.

—Entonces no sirve —opinó—. ¿A qué viene todo el alboroto? Un trozo de piel de asno. Eso todavía no consiguió hacer nunca a un hombre. Hay que ver las cosas tales como son… si no, es mejor que se entregue enseguida. Jamás hará nada en este mundo.

Míreme. Yo me acostumbré a no tomarme nunca nada a pecho.

—Sí —dije—, ve las cosas tales como son.

—Ojalá pudiese ver a mi socio acompañándome, eso es lo que deseo ver —dijo—. ¿Conoce a mi socio? El viejo Robinson. Sí, él Robinson. ¿No lo conoce? El famoso Robinson.

El hombre que contrabandeó más opio y cazó más focas, en su tiempo, que ninguna otra persona viviente. Dicen que solía abordar las goletas en Alaska cuando la niebla era tan densa que sólo el Señor, únicamente Él, podía distinguir a un hombre de otro. El Terrorífico Robinson. De él se trata. Está conmigo en ese asunto del guano. La mejor oportunidad que se le ha presentado en la vida. —Acercó los labios a mi oído— ¿caníbal? Bien así solían llamarlo hace muchos, muchos años. ¿Recuerda la historia? Naufragio en la costa oeste de la isla Stewart; así es, siete llegaron a tierra, parece que no se entendían muy bien entre sí. Algunos hombres son demasiado quisquillosos para cualquier cosa… no saben cómo sacar el mejor partido de una mala situación… No ven las cosas como son… ¡como son, amigo! Entonces, ¿cuál es la consecuencia? ¡Evidente! Problemas, problemas; un golpe en la cabeza, con toda probabilidad; y se lo tienen merecido. Ese tipo de gente es más útil cuando está muerta. La historia dice que un bote del barco de Su Majestad Wolverine lo encontró de rodillas entre las algas, desnudo como el día en que nació, y entonando no sé qué salmo; una nevada ligera caía en ese momento.

Esperó hasta que el barco estuvo a un remo de distancia de la playa, y entonces se levantó y huyó. Lo persiguieron durante una hora por entre peñascos, hasta que un marinero le arrojó una piedra que le dio en forma providencial detrás de la oreja y lo dejó sin sentido. ¿Solo? Por supuesto. Pero eso se parece al relato de las goletas que cazan focas; Dios sabe dónde está la verdad, y dónde la mentira en esa narración. El cúter no investigó mucho. Lo envolvieron en una empavesada y se lo llevaron con tanta rapidez como les fue posible, pues ya caía una noche oscura, el tiempo era amenazante y el barco hacía disparos de llamado cada cinco minutos. Tres semanas después estaba tan bien como siempre. No permitió que lo molestara nada del alboroto que se hizo en tierra; cerró los labios con fuerza y dejó que la gente chillara.

Ya era bastante el haber perdido su barco, y por añadidura todo lo demás, sin tener que prestar atención a los insultos que le dirigían.

—Ese es un hombre como me gustan a mí. —Levantó el brazo para llamar a alguien al otro extremo de la calle—. Tiene un poco de dinero, de modo que yo le permito intervenir en mi asunto. ¡Me vi obligado! Habría sido un pecado desperdiciar semejante hallazgo, y yo no tenía ni una moneda. Me molestó mucho, pero pude ver el caso tal como era, y si debo compartir —pienso— con cualquier hombre, entonces denme a Robinson. Lo dejé desayunando en el hotel, para venir al tribunal, porque tengo una idea. ¡Ah! Buenos días, capitán Robinson… un amigo mío, el capitán Robinson.

Un flaco patriarca de traje de dril blanco, un casco de corcho con forro verde en el ala sobre la cabeza, tembloroso de vejez, se nos unió después de cruzar la calle en un trotecito de pies arrastrados, y se apoyó con ambas manos en el mango de un paraguas.

Una barba blanca con hilos color ámbar le colgaba, fláccida, hasta la cintura. Me miró, moviendo los arrugados párpados, con mirada de desconcierto.

—¿Cómo le va? ¿Cómo le va? —dijo con voz aguda y afable, y se bamboleó.

—Un poco sordo —dijo Chester.

—¿Lo hizo arrastrarse diez mil kilómetros para conseguir un vapor barato? —pregunté.

—Le habría hecho dar dos veces la vuelta al mundo con la misma facilidad con que lo miro —dijo Chester con inmensa energía—. El vapor nos salvará, amigo. ¿Tengo yo la culpa de que todos los capitanes y armadores de la maldita Australasia sean unos condenados tontos? Una vez hablé durante tres horas con un hombre en Aukland. «Mande un barco —le dije—, mande un barco. Le daré la mitad de la primera carga para usted, gratis, por nada… nada más que para un buen comienzo». «No lo haría —responde— aunque no hubiese otro lugar en la tierra al cual mandar un barco». Un asno de cabo a rabo, por supuesto. Rocas, corrientes, sin ancladeros, un acantilado desnudo, ninguna compañía de seguros correría el riesgo, no veía cómo podría llegar a completar la carga en menos de tres años. ¡Asno! Casi me puse de rodillas ante él. «Pero mire cómo es eso —le dije—. Al demonio con las rocas y huracanes. Mírelo tal como es. Allí hay guano, los plantadores de azúcar de Queensland se pelearán por eso… se pelearán en el muelle, se lo aseguro»… ¿Qué se puede hacer con un tonto?… «Esa es una de sus bromitas, Chester», me dice… ¡Bromita! Habría podido llorar. Pregúnteselo al capitán Robinson. Y había otro tipo, un armador… un sujeto obeso, de chaleco blanco, en Wellington, quien pareció creer que yo estaba tramando una estafa, o algo por el estilo. «No sé qué tipo de imbécil está buscando —me dice—, pero en este momento estoy muy ocupado, buenos días». Tuve deseos de tomarlo con las dos manos y arrojarlo por la ventana de su propia oficina. Pero no lo hice. Me porté con tanta dulzura como un cura. «Piénselo —le digo—. Piénselo. Volveré mañana». Gruñó algo acerca de que «estaré afuera todo el día». En la escalera estuve a punto de golpearme la cabeza contra la pared, de irritación.

El capitán Robinson puede decírselo. Era horrible pensar en todo ese material derrochándose al sol… material que haría que la caña de azúcar subiera hasta el cielo. ¡La fortuna de Queensland! ¡La fortuna de Queensland! Y en Brisbane, a donde fui para hacer un último intento, me tildaron de lunático.

¡Idiotas! El único hombre sensato con quien me crucé fue el cochero que me llevaba de un lado al otro. Era un petimetre venido a menos, supongo.

¡Eh! ¿Capitán Robinson? ¿Recuerda que le hablé de mi cochero de Brisbane? El tipo tenía un olfato maravilloso para las cosas. Lo vio en el acto. Era un verdadero placer hablar con él. Una noche, después de un día endemoniado entre armadores, me sentí tan mal que le digo: «Tengo que emborracharme. Venga conmigo; debo emborracharme o me enloqueceré». «Soy su hombre —dice él—, adelante». No sé qué habría hecho sin él. ¡Eh, capitán Robinson! Propinó un golpecito a su socio en las costillas.

—¡Je, je, je! —rió el anciano, miró sin ver calle abajo, y luego me atisbó con pupilas tristes, opacas…

—¡Je, je, je!…

Se apoyó con más fuerza en el paraguas, y dejó caer la vista al suelo. No tengo que decirles que traté de irme varias veces, pero Chester frustró todos los intentos mediante el simple recurso de tomarme de la chaqueta.

—Un minuto. Tengo una idea.

—¿Cuál es su maldita idea? —estallé al cabo—. Si piensa que voy a ir con usted…

—No, no, amigo, demasiado tarde aunque lo quisiera.

Tenemos un vapor.

—Tienen el fantasma de un vapor —repliqué.

—Suficiente para comenzar… no nos andamos con tontos problemas de superioridad. ¿No es cierto, capitán Robinson?

—¡No, no, no! —graznó el anciano sin levantar la vista, y el senil temblor de la cabeza se le volvió casi feroz de decisión.

—Entiendo que conoce a ese joven —dijo Chester, con un movimiento de cabeza hacia la calle por la cual Jim había desaparecido hacía rato—. Ayer por la noche estuvo cenando con usted en la Malabar…

Así me dijeron.

Dije que eso era cierto, y después de señalar que también a él le agradaba vivir bien y en gran estilo, sólo que, por el momento, tenía que ahorrar hasta el último penique.

—¡Nunca es suficiente para el negocio! ¿No es cierto, capitán Robinson? —cuadró los hombros y se acarició el hirsuto bigote, en tanto que el conocido Robinson, quien tosía a su lado, se aferraba más que nunca al mango del paraguas y parecía dispuesto a desmoronarse de manera pasiva en un montículo de huesos viejos.

—¿Entiende?, el viejo tiene todo el dinero —susurró Chester, con tono confidencial—. Yo quedé sin nada al tratar de poner a punto las malditas máquinas.

Pero espere un poco, espere un poco. Ya llegan los buenos tiempos… —De pronto apareció asombrado ante las señales de impaciencia que yo exhibía—. ¡Ah, caramba! —exclamó—. Le hablo de lo más grande que nunca existió y usted…

—Tengo una cita —expliqué con debilidad.

—¿Y qué? —preguntó con auténtica sorpresa—. Que espere.

—Eso es exactamente lo que ocurre en este momento —respondí—. ¿No será mejor que me diga lo que quiere?

—Compraré veinte hoteles como ese —gruñó para sí—, y a todos los tipos que se hospedan en él también… veinte veces. —Levantó la cabeza con vivacidad—. Quiero a ese joven.

—No entiendo —respondí.

—No sirve, ¿eh? —dijo Chester con sequedad.

—Acerca de eso, nada sé —protesté.

—Pero si usted mismo me dijo que se lo tomaba a pecho —argumentó Chester—. Bien. En mi opinión, un tipo que es… De cualquier manera, no puede ser muy útil. Pero por lo demás, ¿entiende? Busco a alguien y tengo una cosa que le vendrá bien. Le daré un trabajo en mi isla. —Asintió significativamente—. Voy a llevar a cuarenta culís allí… aunque tenga que robarlos. Alguien debe trabajar en el guano. ¡Oh, pienso actuar como corresponde: cobertizo de madera, techo de hierro acanalado! Conozco a un hombre en Hobart que aceptará mi letra a seis meses por los materiales. Estoy seguro. Honorable. Y después está el abastecimiento de agua. Tendré que buscar por todas partes y conseguir que alguien me confíe media docena de tanques de hierro de segunda mano. Para recoger el agua de lluvia, ¿eh? Que él se ocupe de eso. Lo convertiré en el amo supremo de los culís. Buena idea, ¿no es verdad? ¿Qué le parece?

—Pasar años enteros antes que caiga una gota de lluvia en Walpole —dije, demasiado asombrado como para reírme. Él se mordió los labios y pareció molesto.

—Oh, bueno, ya encontraré algo para ellos… o llevaré el abastecimiento. ¡Maldito sea! No se trata de eso.

Nada dije. Tuve una rápida visión de Jim encaramado en una roca que no proyectaba sombra, hundido en el guano hasta las rodillas con los gritos de las aves marinas en los oídos, la bola incandescente del sol sobre la cabeza. El cielo desierto y el océano desierto, temblorosos, cabrilleando juntos, en el calor, hasta donde alcanzaba la vista.

—No le aconsejaría a mi peor enemigo… —comencé a decir.

—¿Qué le pasa? —gritó Chester—. Pienso darle una buena participación. Es decir, en cuanto la cosa empiece a andar, por supuesto. Es tan fácil como derribar un árbol. No hay nada que hacer: dos revólveres de seis balas en el cinturón… Sin duda no tendrá miedo a nada que puedan hacerle cuarenta culís… con dos revólveres, siendo él el único hombre armado. Es mucho mejor de lo que parece.

Quería que usted me ayudase a hablar con él.

—¡No! —grité. El viejo Robinson levantó por un instante los ojos legañosos y acongojados. Chester me miró con infinito desprecio.

—¿De modo que no quiere aconsejarle? —dijo con lentitud.

—Por cierto que no —respondí, tan indignado como si me hubiese pedido que ayudase a asesinar a alguien—. Lo que es más, estoy seguro de que él no aceptará. Está en mala situación, pero no es un loco, hasta donde yo sé.

—No sirve para nada —caviló Chester en voz alta—. Me habría venido muy bien. Si usted sólo pudiese ver las cosas tales como son, vería qué le conviene.

Y además… ¡si es la posibilidad más espléndida, más segura…! —De pronto se enfureció—. Necesito un hombre. ¡Eso es!… —Golpeó con el pie y lanzó una sonrisa desagradable—. De cualquier modo, puedo garantizar que la isla no se hundirá bajo los pies de él… Y creo que es un poco quisquilloso en ese sentido.

—Buenos días —dije, con sequedad. Me miró como si hubiese sido un tonto incomprensible.

—Debemos irnos, capitán Robinson —gritó de pronto en el oído del anciano—. Tres parsis nos esperan para cerrar trato. —Tomó a su socio por debajo del brazo, con un firme apretón, lo hizo girar y, en forma inesperada, me lanzó un guiño sobre el hombro—. Estaba tratando de hacerle un favor, afirmó, con expresión y tono que me hicieron hervir la sangre.

—Gracias por nada… en nombre de él —le repliqué.

—¡Oh! Usted es diabólicamente listo —se burló—. Pero es como todos ellos. Demasiado en las nubes. A ver qué puede hacer usted con él.

—No sé si quiero hacer nada con él.

—¿No? —barbotó. El bigote gris se le erizó de furia, ya su lado el conocido Robinson, apoyado en el paraguas, de espaldas a mí, seguía tan paciente e inmóvil como un caballo de tiro fatigado.

—Yo no encontré una isla de guano —dije.

—Creo que no la reconocería si lo llevasen a ella de la mano —respondió con rapidez—. Y en este mundo primero hay que ver una cosa, antes de poder usarla. Hay que verla de cabo a rabo, ni más ni menos.

—Y hacer que otros también la vean —insinué, con una mirada hacia la espalda encorvada que tenía a su lado. Chester me lanzó un bufido.

—Sus ojos están muy bien… no se preocupe. No es un cachorro.

—¡Oh, caramba, no! —exclamé.

—Venga, capitán Robinson —gritó, con una especie de amedrentadora deferencia, bajo el ala del sombrero del viejo.

El Terrorífico dio un saltito sumiso. El fantasma del vapor los esperaba. ¡Fortuna es la hermosa isla! Era una curiosa pareja de argonautas. Chester caminaba con desenvoltura, erguido, majestuoso, y con semblante de conquistador. El otro, largo, esquelético, encorvado y apoyado en su brazo, arrastraba las marchitas piernas con desesperada prisa.