Capítulo XIII

Después de estas palabras, y sin un cambio de actitud, se sometió, por así decirlo, y de manera pasiva, a un estado de silencio. Yo le hice compañía, y de pronto, pero no con brusquedad, como si hubiese llegado el momento para que su voz moderada y ronca saliera de su inmovilidad, exclamó:

—¡Mon Dieu! ¡Cómo pasa el tiempo! Nada habría podido ser más vulgar que esta frase.

Pero su emisión coincidió, para mí, con un momento de visión. Es extraordinaria la manera en que pasamos por la vida con los ojos semi cerrados, con los oídos sordos, con los pensamientos dormidos. Y quizá sea mejor así; y es posible que este aturdimiento mismo haga que la vida resulte tan soportable y bienvenida para la incalculable mayoría. No obstante ello, fuimos muy pocos los que nunca conocimos uno de esos raros momentos de despertar en que vemos, oímos y entendemos tanto… todo… en un relámpago… antes de volver a caer en nuestra agradable somnolencia. Levanté la vista cuando él habló, y lo vi como si nunca lo hubiese visto hasta entonces. Le vi la barbilla hundida en el pecho, los torpes pliegues de la chaqueta, las manos entrelazadas, la postura inmóvil, que de manera tan curiosa sugería que sencillamente había quedado abandonado allí. Por cierto que el tiempo había pasado; lo alcanzó y siguió adelante. Lo había dejado atrás, sin esperanzas, con muy pocos dones: el cabello gris acero, la pesada fatiga del rostro atezado, dos cicatrices, un par de deslucidas charreteras; uno de esos hombres firmes, dignos de confianza, que son la materia prima de grandes reputaciones, una de esas vidas inexplicadas que se sepultan, sin tambores ni trompetas, bajo los cimientos de éxitos monumentales.

—Ahora soy tercer teniente de la Victorieuse —(era la nave almirante de la escuadra francesa del Pacífico en la época), dijo, separando los Hombros de la pared, un par de centímetros, para presentarse. Yo incliné un tanto la cabeza desde mi lado de la mesa, y le dije que mandaba un mercante en ese momento anclado en la bahía de Rushcutters. Él la había «percibido», una hermosa embarcación. Se mostró muy cortés al respecto, con sus modales impasibles. Incluso creo que llegó al punto de inclinar la cabeza, en alabanza, mientras repetía, respirando visiblemente.

—Ah, sí. Una pequeña embarcación pintada de blanco… muy hermosa… muy hermosa (très coquet).

Al cabo de un rato hizo girar poco a poco el cuerpo para enfrentar la puerta de vidrio que teníamos a la derecha.

—Una ciudad aburrida (triste ville) —hizo observar, mientras miraba hacia la calle. Era un día brillante; soplaba un fuerte viento del sur, y podíamos ver a los transeúntes, hombres y mujeres, zarandeados por el viento en las aceras, los frentes soleados de las casas, al otro lado del camino, borroneados por los altos remolinos de polvo.

—Bajé a tierra —dijo—, para estirar un poco las piernas, pero… —No terminó, y se hundió en las profundidades de su reposo—. Por favor, dígame —comenzó, y fue subiendo con pesadez—, ¿qué había en el fondo del asunto… con exactitud (au juste)? Es curioso. Ese muerto, por ejemplo, etcétera.

—También había hombres vivos —repliqué—. Mucho más curioso.

—Sin duda, sin duda —admitió, con voz apenas audible, y luego, como después de una madura reflexión, murmuró—. Es evidente.

Yo no ofrecí dificultades en lo referente a comunicarle lo que más me interesaba del caso. En apariencia, él tenía derecho a saberlo; ¿no se había pasado treinta horas a bordo del Patna… no había tomado la sucesión, por decirlo así, no había hecho «lo posible»? Me escuchó, con un aspecto más sacerdotal que nunca, y con lo que —tal vez a consecuencia de su mirada baja— tenía la apariencia de una devota concentración.

Una o dos veces enarcó las cejas (pero sin levantar los párpados), como quien dice «¡Qué demonios!» En una ocasión exclamó con serenidad «¡Ah, bah!», entre dientes, y cuando terminé frunció los labios en forma deliberada, y emitió una especie de silbido lastimero.

En cualquier otro habría podido ser una prueba de aburrimiento, un signo de indiferencia, pero él, a su manera oculta, se las compuso para hacer que su inmovilidad pareciera profundamente sensible, y tan repleta de pensamientos valiosos como un huevo lo está de alimentos. Al final dijo nada más que «muy interesante», pronunciado con cortesía, y con fuerza no mucho mayor que la de un susurro. Antes que me recuperase de mi desilusión, agregó, pero como si hablase consigo mismo:

—Eso es. —La barbilla pareció hundírsele aún más en el pecho, el cuerpo pesar más en el asiento. Estaba a punto de preguntarle qué quería decir, cuando una especie de temblor preparatorio le recorrió todo el cuerpo, como puede verse una leve ondulación en el agua estancada antes de percibir el viento—. Y entonces el pobre joven huyó junto con los demás —dijo con grave tranquilidad.

No sé qué me hizo sonreír. La única sonrisa auténtica que recuerdo en relación con el caso de Jim. Pero en cierta forma esa sencilla exposición del asunto parecía graciosa en francés… «s’est enfui avec les autres», había dicho el teniente. Y de pronto comencé a admirar la discriminación del hombre. Advirtió el problema enseguida: descubrió lo único que me interesaba. Sentí como si adoptase una opinión profesional al respecto. La calma imperturbable y madura de él era la de un experto en posesión de los hechos, para quien las perplejidades ajenas son simples juegos de niños.

—¡Ah, los jóvenes, los jóvenes! —dijo, indulgente—. Y al fin de cuentas, uno no muere de eso.

—¿De qué? —pregunté con rapidez.

—De tener miedo. —Aclaró lo que quería decir y sorbió su bebida.

Vi que los últimos tres dedos de su mano herida estaban rígidos y no podían moverse con independencia uno del otro, de modo que tomaba el vaso con una garra torpe.

—Uno siempre tiene miedo. Uno puede hablar, pero… —Dejó el vaso con torpeza—. El temor, el temor… Mire… siempre está ahí… —Se tocó el pecho cerca de un botón de bronce, en el punto mismo en que Jim había propinado un golpe al suyo, cuando protestaba que su corazón estaba sano. Supongo que hice alguna señal de disidencia, porque insistió:

—¡Sí, sí! Uno habla uno habla; todo está muy bien; pero en fin de cuentas, uno no es más inteligente que el prójimo… ni más valiente. ¡Valiente! Eso siempre queda por verse. He recorrido el mundo (roulé ma bosse) —dijo, usando la expresión de jerga con imperturbable seriedad— por todos sus rincones; conocí hombres valientes… ¡famosos! ¡Allez!… —Bebió con descuido…— Valientes… se da cuenta… en el servicio… hay que serlo… el oficio lo exige (le métier veut ça). ¿No es así? —me preguntó, con acento razonable—. ¡Eh bien! Cada uno de ellos… digo cada uno de ellos si eran hombres sinceros… bien entendu… confesaba que existía un punto… hay un punto… en los mejores de nosotros… en alguna parte hay un punto en que uno abandona todo (vous lachez tout). Y hay que vivir con esa verdad… ¿se da cuenta? Dada cierta combinación de circunstancias, es inevitable que surja el miedo. Un pavor abominable (un trac épouvantable). Y aun entre quienes no creen en esta verdad, el miedo existe también… el miedo a sí mismos. En absoluto. Créame. Sí, sí… a mi edad uno sabe lo que dice… ¡que diable!… —Dijo todo eso con tanta inmovilidad, como si hubiese sido el vocero de la sabiduría abstracta. Pero en ese punto acentuó el efecto de desapego porque comenzó a hacer girar los pulgares con lentitud—. Es evidente… ¡parbleu! —continuó—. Pues, resuelva lo que le parezca, hasta un simple dolor de cabeza o una indigestión (un dérangement d’estomac) es suficiente para… ahí me tiene a mí, por ejemplo… pasé por mis pruebas. ¡Eh bien!, yo, que le estoy hablando, una vez…

Apuró la bebida y volvió a los pulgares giratorios.

—No, no; no se muere de eso —pronunció, por último, y cuando vi que no tenía la intención de continuar con la leyenda personal, sentí una gran desilusión. Tanto más cuanto, no era el tipo de relato, ¿sabe?, respecto del cual se puede insistir al relator. Permanecí en silencio, y él también, como si nada pudiese complacerlo más. Hasta los pulgares estaban inmóviles ahora. De pronto los labios empezaron a moverse.

—Es así —continuó, plácido—. El hombre nace cobarde (L’homme est né poltron). Es una dificultad, ¡parbleu! De lo contrario sería demasiado fácil. Pero la costumbre… la costumbre, la necesidad… ¿entiende?…

El ojo de los demás… voilà. Uno lo aguanta. Y, además, el ejemplo de otros que no son mejores que uno, y que, sin embargo, presentan buen semblante…

Se le interrumpió la voz.

—Ese joven… observe… no tenía ninguna de esas incitaciones… por lo menos en ese momento —señalé.

Levantó las cejas, perdonándome.

—No lo digo; no lo digo. El joven de que se trata habría podido tener la mejor de las disposiciones… la mejor de las disposiciones —repitió, acezando un poco.

—Me alegro de que lo vea con benignidad —dije—. Los sentimientos de él al respecto eran… ¡Ay!… esperanzados, y…

El removerse de sus pies debajo de la mesa me interrumpió. Levantó los pesados párpados. Los levantó, digo… —ninguna otra expresión puede describir la firme voluntariedad del acto—, y al cabo se me reveló por completo. Me vi frente a dos estrechos circulitos grises, como dos minúsculos anillos de acero en torno de la profunda negrura de las pupilas.

La mirada penetrante, en ese cuerpo macizo, daba una idea de extrema eficiencia, como el filo de navaja de un hacha de batalla.

—Perdón —dijo, puntilloso. Levantó la mano derecha y se bamboleó hacia delante—. Permítame…

Afirmé que uno puede vivir muy bien sabiendo que su valentía no viene sola (ne vient pas tout seule). En eso no hay nada que lo pueda inquietar a uno. Una verdad más no puede hacer imposible la vida… Pero el honor… ¡el honor, monsieur!… El honor, eso es real… ¡Lo es! Y qué puede valer la vida cuando… —Se puso de pie con grave impetuosidad, como un buey sobresaltado podría levantarse del césped…— cuando el honor ha desaparecido… ¡oh ça, par exemple!… No puedo ofrecer opiniones… no puedo ofrecer opiniones… porque… señor… nada sé al respecto.

Yo también me había puesto de pie; tratamos de introducir una infinita cortesía en nuestras actitudes, y nos enfrentamos, mudos como dos perros de porcelana en la repisa de un hogar. ¡Maldito sea el tipo! Había pinchado la burbuja. La enfermedad de la inutilidad que espera, agazapada, en los discursos de los hombres, había caído sobre nuestra conversación para convertirla en una cosa de sonidos huecos.

—Muy bien —dije, con sonrisa desconcertada—, ¿pero no podría reducirse por sí mismo a algo no descubierto? Pareció estar a punto de contestar enseguida, pero cuando habló había cambiado de opinión.

—Esto, señor, es demasiado sutil para mí… está muy por encima… no pienso en ello.

Hizo una pesada inclinación de cabeza por encima de su gorra, que sostenía ante sí por la visera, entre el pulgar y el índice de la mano herida. Yo le respondí con otra inclinación de cabeza. Lo hicimos juntos; frotamos los pies con mucha ceremonia, en tanto que un sucio ejemplar de camarero nos miraba con expresión crítica, como si hubiese pagado por el espectáculo.

—Serviteur —dijo el francés. Otro remover de pies—. Monsieur… Monsieur…

La puerta de vidrio se balanceó por detrás de su robusta espalda. Vi que el viento del sur hacía presa de él y lo empujaba hacia abajo, con la mano en la cabeza, los hombros cuadrados y los faldones de la chaqueta aplastados con fuerza contra las piernas.

Volví a sentarme solo y desalentado… desalentado por el caso de Jim. Si les extraña que después de más de tres años conservara su actualidad, deben saber que acababa de verlo hacía poco. Volvía directamente de Samarang, donde cargué un barco para Sydney; un negocio desde todo punto de vista carente de interés, lo que Charley, aquí presente, llamaría una de mis transacciones racionales, y en Samarang me encontré con Jim. Entonces trabajaba para De Jongh, por mi recomendación. Dependiente portuario. «Mi representante flotante», como lo llamaba De Jongh. No pueden imaginarse un modo de vida más despojado de consuelo, menos capaz de ser investido de una chispa de esplendor… como no sea el negocio de un corredor de seguros.

El pequeño Bob Stanton —Charley lo conoce muy bien— había pasado por esa experiencia. El mismo que se ahogó después, al tratar de salvar a la criada de una dama en el desastre del Sephora. Un caso de colisión en una mañana brumosa, frente a la costa española si recuerdan. Todos los pasajeros fueron embarcados en botes y apartados del barco, cuando Bob se arrimó otra vez y trepó al puente para salvar a la joven. No entiendo cómo había quedado allí; de cualquier modo, estaba loca por completo… No quería abandonar el barco… se aferraba a la baranda con torva decisión. El forcejeo se veía con claridad desde los botes, pero el pobre Bob era el primer oficial más bajo del servicio mercante, y la mujer tenía uno sesenta de estatura, calzada, y era tan fuerte como un caballo, según se me dijo. Y así siguieron, tironeo de aquí, tironeo de allá, y la desdichada chica chillando constantemente, y Bob lanzando un grito de vez en cuando, para advertir a su bote que se mantuviera alejado del barco. Uno de los marineros me dijo, ocultando una sonrisa ante el recuerdo:

—En verdad, señor, fue como si un joven perverso luchara con su madre. —El mismo viejo dijo que:

—Por fin pudimos ver que Mr. Stanton había dejado de tironear de la chica, y que estaba allí, mirándola vigilante. Después pensamos que debe haber calculado que tal vez la acometida del agua la arrancaría de la baranda, muy pronto, y le daría una oportunidad de salvarla. No nos atrevimos a acercarnos. Y al cabo de un rato el viejo barco se hundió de repente, con una sacudida de babor… plop. La succión fue espantosa. Jamás vimos que nada vivo o muerto subiese a la superficie.

La parte de la vida de Bob que transcurrió en tierra fue de complicaciones en un asunto amoroso, según creo. Abrigaba la tierna esperanza de haber terminado con el mar para siempre, y estaba seguro de poseer todas las bendiciones de la tierra, pero a la postre terminó con un corretaje. No sé qué primo de él, de Liverpool, lo puso en eso. Solía contarnos todas sus experiencias en ese terreno. Nos hacía reír hasta el llanto y, no del todo molesto con el efecto, bajo y barbudo hasta la cintura, como un gnomo, se acercaba a nosotros en puntas de pie y decía:

—Está muy bien que ustedes, pobre diablos se rían, pero mi alma inmortal quedó encogida hasta el tamaño de una arveja seca después de una semana de ese trabajo.

No sé cómo se adaptó el alma de Jim a las nuevas condiciones de su vida —yo estaba muy ocupado consiguiéndole algo que le mantuviera juntos el alma y el cuerpo—, pero estoy muy seguro de que su fantasía aventurera sufría todos los tormentos del hambre. Por cierto que en su nueva profesión nada había que pudiese alimentarlo. Era una pena verlo en el trabajo, aunque lo encaraba con la empecinada serenidad que debo reconocerle. Vigilé su pesado trajín con la muy peregrina idea de que se trataba de un castigo por el heroísmo de su fantasía, una expiación de sus ansias de más esplendores de los que podía soportar. Le había agradado demasiado imaginarse como un glorioso caballo de carrera, y ahora estaba condenado a un trajín sin honor, como burro de vendedor ambulante de hortalizas. Lo hacía muy bien. Se encerraba, bajaba la cabeza, jamás pronunciaba una palabra. Muy bien; muy bien en verdad… salvo ciertos estallidos fantásticos y violentos, en las deplorables ocasiones en que el irreprimible caso del Patna volvía a surgir. Por desgracia, el escándalo de los mares de Oriente no quería extinguirse. Y ese es el motivo de que jamás pudiera sentir que había terminado con Jim para siempre.

Me quedé pensando en él, sentado, después que se fue el teniente francés, pero no en relación con la trastienda fría y lóbrega de De Jongh donde no hacía mucho nos habíamos dado un rápido apretón de manos, sino tal como lo había visto, años atrás, en los últimos parpadeos de la vela a mi lado, en la larga galería de la Casa Malabar, con el frío y la oscuridad de la noche a su espalda. Tenía suspendida sobre la cabeza la respetable espada de las leyes de su país. Mañana, ¿o acaso hoy?, (la medianoche se había deslizado mucho antes que nos separáramos), el magistrado policial de rostro marmóreo, después de distribuir multas y encarcelamientos en el caso de atraco, tomaría la espantosa arma y la dejaría caer sobre el cuello inclinado de él. Nuestra comunión nocturna se pareció, en forma poco común, a la última vigilia con un condenado. Y, además, era culpable.

Era culpable… como yo mismo me lo dije en repetidas ocasiones, culpable y terminado; sin embargo, deseaba ahorrarle el simple detalle de una ejecución formal. No pretendo explicar las razones de mis deseos… no creo que pudiese; pero si a esta altura ustedes no tienen alguna idea al respecto, entonces debo haber sido muy oscuro en mi narración, o ustedes han estado demasiado adormilados para entender el sentido de mis palabras. No defiendo mi moral. No existía moral en el impulso que me indujo a presentarle el plan de evasión de Brierly —puedo llamarlo así— en toda su primitiva sencillez.

Estaban las rupias ya preparadas en mi bolsillo, y muy a su servicio; ¡oh, un préstamo, un préstamo, por supuesto!, y si una presentación para un hombre (en Rangún) podía hacer que consiguiese algún trabajo… ¡pero con el mayor placer! Tenía pluma, tinta y papel en mi habitación del primer piso. E inclusive mientras hablaba me sentía impaciente la carta: día, mes, año, dos y treinta de la mañana, iniciar bien de nuestra vieja amistad le pido que consiga algún trabajo para Mr. James tal y cual, en quien etcétera, etcétera… Estaba dispuesto a escribir en esa vena. Si no se había granjeado mi simpatía hizo algo más: llegó a la fuente y origen mismos de ese sentimiento, tocó la secreta sensibilidad de mi egoísmo. No les oculto nada, porque si lo hiciese mi acción parecería más ininteligible de lo que acto de hombre alguno tiene derecho a serlo; y —en segundo lugar— mañana olvidarán mi sinceridad, junto con las otras lecciones del pasado. En esta transacción, para hablar con grosería y precisión, yo era el hombre irreprochable; pero las sutiles intenciones de mi in moralidad fueron frustradas por la sencillez moral del delincuente. No cabe duda de que él también era egoísta, pero su egoísmo tenía un origen más elevado, un objetivo más alto. Descubrí que, dijese yo lo que quisiera, él ansiaba pasar por la ceremonia de la ejecución. Y Yo le dije mucho, pues sentí que en la discusión su juventud tendría un peso muy grande frente a mí: él creía, cuando yo ya había dejado de dudar. Había algo de magnífico en la locura de su esperanza inexpresada, y casi no formulada.

—¡Huir! Ni se me ocurrió pensar en eso —dijo, con un movimiento de cabeza.

—Le hago un ofrecimiento por el cual no pido ni espero ningún tipo de gratitud —dije—. Me devolverá el dinero cuando le resulte conveniente, y…

—¡Muy amable de su parte! —murmuró sin levantar la vista. Me miró con atención; el futuro debe haberle parecido horriblemente incierto, pero no vaciló, como si en verdad su corazón no tuviese debilidad alguna. Me sentí furioso… y no por primera vez esa noche.

—Todo este condenado asunto —dije— es bastante amargo, me parece, para un hombre de su especie…

—Lo es, lo es —susurró dos veces, con la vista clavada en el suelo. Era desgarrador. Se erguía por en cima de la luz, y yo podía verle el vello de la mejilla un cálido color bajo la lisa piel de su rostro. Créanme o no, digo que resultaba tremendamente desgarrador.

Me impulsó a la brutalidad.

—Sí —dije—. Permítame que le confiese que me resulta en todo sentido imposible imaginar qué ventaja espera de este tragar las heces.

—¡Ventaja! —murmuró, saliendo de su silencio.

—Maldito si lo entiendo —dije, colérico.

—He estado tratando de explicarle todo —continuó él, con lentitud, como si meditase acerca de algo que no tenía respuesta—. Pero en definitiva es mi problema. —Abrí la boca para replicar, y de pronto descubrí que había perdido toda confianza en mí; y era como si también él me hubiese abandonado, pues masculló, como un hombre que piensa en voz alta:

—Me fui… me interné en hospitales…

Ninguno quería encararlo… ¡Ellos! —Movió la mano apenas, para sugerir desprecio—. Pero tengo que superar esto, y no debo esquivarlo ni… No voy a esquivar nada.

Guardó silencio. Miró como si estuviese hechizado.

Su rostro inconsciente reflejó las rápidas expresiones de desdén, desesperación, decisión; las reflejó por turno, como un espejo mágico reflejaría el veloz paso de sombras ultra terrenales. Vivía rodeado de fantasmas engañosos, de sombras austeras.

—¡Ah, tonterías, mi querido amigo! —comencé a decir. Él tuvo un movimiento de impaciencia.

—Parece que no entiende —dijo, incisivo. Y luego me miró sin un parpadeo—. Puede que haya saltado, pero no huyo.

—No quise ofender —dije. Y agregué, con tono estúpido—: Mejores hombres que usted encontraron conveniente huir, en algunas ocasiones.

Se ruborizó por completo, en tanto que en mi confusión casi me ahogaba con mi propia lengua.

—Es posible —respondió al cabo—. No soy lo bastante bueno. No puedo permitírmelo. Estoy obligado a luchar con esto hasta el fin… estoy luchando ahora.

Me levanté de la silla y me sentí envarado. El silencio era turbador, y para terminarlo no se me ocurrió nada mejor que afirmar:

—No tenía idea de que fuese tan tarde —en tono ligero…

—Apuesto a que usted ya está cansado de esto —dijo él, brusco—. Y para decirle la verdad —miró en torno, buscando el sombrero—, también yo.

¡Bien! Había rechazado esta oferta singular. Había apartado mi mano de ayuda; estaba dispuesto a irse, y más allá de la balaustrada la noche parecía esperarlo, muy inmóvil, como si lo hubiese señalado por sorpresa. Escuché su voz.

—¡Ah! Aquí está. —Encontró el sombrero. Durante unos segundos quedamos pendientes en el viento.

—¿Qué hará después… después…? —pregunté en voz muy baja.

—Lo más probable es que me vaya al demonio —respondió con un murmullo hosco. En cierto grado, recuperé la serenidad, y me pareció mejor tomarlo a la ligera.

—Recuerde por favor —dije—, que me gustaría mucho volver a verlo antes de que se vaya.

—No sé qué puede impedírselo. Todo este asunto no me volverá invisible —dijo con intensa amargura—, no tendré esa suerte. —Y después, en el momento de despedirse, ofreció un espantoso revoltijo de dudosos balbuceos y movimientos, una horrenda exhibición de vacilaciones. Dios lo perdone.

¡A mí! Se le había metido en la imaginativa cabeza que era posible que yo no me mostrase dispuesto a estrecharle la mano. Resultaba demasiado atroz para decirlo con palabras. Creo que de pronto le grité como se le grita a un hombre a quien se ve a punto de dejarse caer de un risco. Recuerdo que levantamos las voces. La aparición de una desdichada sonrisa en su rostro, un aplastante apretón de mi mano, una risa nerviosa. La vela chisporroteó y se apagó, y el asunto terminó por fin, con un gemido que me llegó flotando en la oscuridad. De alguna manera se alejó. La noche devoró su figura. Era un horrible chapucero. Horrible. Oí el rápido crujido de la grava bajo sus botas. Corría. Ni más ni menos: corría, sin lugar a donde ir. Y todavía no había cumplido los veinticuatro años.