Capítulo XII

Todo estaba silencioso en torno, hasta donde llegaba el oído. La bruma de los sentimientos de él se desplazaba ante nosotros, como conmovida por sus luchas, y en los desgarrones del velo inmaterial aparecía distinto se forma y preñado de un vago atractivo, como una figura simbólica en un cuadro.

El aire frío de la noche parecía yacer sobre mis miembros, tan pesados como una placa de mármol.

—Entiendo —murmuré, más para demostrarme que podía romper con mi estado de parálisis, que por otra razón.

—El Avondale nos recogió antes de la puesta del sol —señaló, lúgubre—. Se dirigió en línea recta hacia nosotros. Sólo tuvimos que permanecer sentados y esperar.

Luego de un largo intervalo dijo:

—Ellos narraron su historia. —Y volvió a reinar el silencio opresivo—. Sólo entonces supe qué había decidido —agregó.

—Nada dijo —susurré.

—¿Qué podía decir? —preguntó, en el mismo tono bajo…— Un leve choque. Detuve el barco, evalué el daño. Tomé medidas para bajar los botes sin crear pánico. Cuando descendió el primer bote, el barco entró en una borrasca. Se hundió como plomo… ¿qué podía resultar más claro…? —Bajó la cabeza—. ¿Y más espantoso? —Los labios le temblaron mientras me miraba a los ojos—. Yo había saltado, ¿verdad? —preguntó, acongojado—. Con eso tenía que vivir. El relato no importaba… —Se apretó las manos un instante y luego miró a derecha e izquierda, en la oscuridad—: Era como trampear a los muertos —balbuceó.

—Y no había muertos —dije.

Al escuchar eso se alejó de mí. Esa es la única forma en que puedo describirlo. En un momento vi su espalda cerca de la balaustrada. Permaneció allí un rato, como si admirase la pureza y la paz de la noche. Un arbusto de flores, del jardín de abajo, difundía su poderoso aroma en el aire húmedo.

Volvió a mí con pasos apresurados.

—Y eso no importaba —dijo con tanto empecinamiento como es posible mostrar.

—Tal vez no —admití. Empecé a tener la idea de que en definitiva, era demasiado para mí. En fin de cuentas, ¿qué sabía yo?— Muertos o no, no podía librarme —dijo—. Tenía que vivir, ¿no es verdad?

—Bueno, sí… si lo toma de esa manera —murmuré.

—Me alegré, por supuesto —dijo con negligencia, con los pensamientos fijos en otra cosa—. El escándalo —pronunció con lentitud, y levantó la cabeza.

¿Sabe cuál fue mi primer pensamiento cuando me enteré? Sentí alivio. Sentí alivio de enterarme que esos gritos… ¿le dije que había oído gritos? ¿No? Bien pues los oí. Gritos de pedido de auxilio… impulsados por la llovizna. Imaginación, supongo. Y sin embargo no puedo… qué estúpido… los otros no los escucharon. Después les pregunté. Todos dijeron que no. ¿No? ¡Y yo los escuchaba aun en ese momento! Habría debido saberlo. Pero no pensé… sólo escuché. Gritos muy débiles… día tras día. Y entonces el pequeño mestizo de aquí vino y me habló. «El Patna… cañonera francesa… nos remolcó con éxito a Adén… Investigación… Oficina de Marina… Hogar de Marinos… ¡Medidas tomadas para pensión y alojamiento!» Caminé con él, y gocé con el silencio. De modo que no había habido gritos.

Imaginación. Tuve que creerle. Ya no escuchaba nada más. Me pregunto cuánto tiempo lo habría soportado. Y, además, empeoraba… quiero decir… eran más fuertes.

Reflexionó.

—¡Y yo no oía nada! Bueno… que así sea. Pero las luces. ¡Las luces se apagaron! No las vimos. No estaban allí. Si hubiesen estado, habría regresado nadando… habría vuelto y gritado al costado del barco… habría rogado que me hicieran subir a bordo… habría corrido el albur… ¿Lo duda?… ¿Cómo sabe qué sentía?… ¿Qué derecho tiene a dudar?…

En verdad, casi lo hice… ¿entiende? —Se le apagó la voz—. No había ni un resplandor… ni un resplandor —protestó, quejumbroso—. ¿No entiende que si lo hubiese habido, no me vería aquí? Me ve… y duda.

Sacudí la cabeza en señal de negación. El problema de las luces que se perdieron de vista cuando el bote no estaba a más de un cuarto de milla del barco era para discutirlo mucho. Jim se atuvo a su afirmación de que nada pudo verse después que terminó el primer chubasco; los otros afirmaron lo mismo a los oficiales del Avondale. Es claro que la gente meneó la cabeza y sonrió. Un viejo capitán que estaba sentado cerca de mí, en el tribunal, me cosquilleó la oreja con su blanca barba, para murmurar:

—Por supuesto, tienen que mentir.

En verdad, nadie mintió; ni siquiera el jefe de máquinas, con su historia de la luz del palo mayor que se apagaba como un fósforo que uno arroja.

Por lo menos, no de manera consciente. Un hombre con el hígado en ese estado habría podido muy bien ver una chispa flotante, con el rabo del ojo, cuando lanza una mirada apresurada por sobre el hombro. No habían visto ninguna clase de luz, aunque estaban bastante cerca, y sólo podían explicarlo de una manera: el barco se había hundido. Era evidente y consolador. La rapidez con que se produjo el acto previsto había justificado su prisa. No era extraño que no buscasen otra explicación. Pero la verdadera era muy sencilla y en cuanto Brierly la sugirió, el tribunal dejó de preocuparse por el asunto. Si lo recuerdan, el barco estaba detenido, de proa al rumbo trazado a lo largo de la noche, con la popa levantada y la proa hundida en el agua, que llenaba el primer compartimiento delantero. Así de mal estibado, cuando la borrasca lo volteó un poco en la cuarta, viró de proa al viento, con tal brusquedad como si hubiese estado al ancla. Con ese cambio de posición, todas sus luces quedaron fuera de la vista del bote, durante unos momentos, a popa.

Bien puede ser que, si las hubieran visto, habrían producido el efecto de un llamado mudo… que su resplandor, perdido en la oscuridad de la nube, hubiese tenido el misterioso poder de la mirada humana, que puede despertar sentimientos de remordimiento y piedad. Habría dicho: «Estoy aquí… todavía aquí»… ¿Y qué más puede decir el ojo del más abandonado de los seres humanos? Pero les volvió la espalda, como en desprecio del destino de ellos. Giró en redondo, pesado, para contemplar con furia y empecinamiento el nuevo peligro del mar abierto, al cual tan extrañamente sobrevivió para terminar sus días en una playa de desguace, como si su destino registrado hubiese sido morir en forma oscura bajo los golpes de muchos martillos.

No puedo decir cuáles fueron los destinos finales que el destino reservó a los peregrinos. Pero el futuro inmediato trajo, a las nueve de la mañana siguiente, una cañonera francesa que volvía a su país desde Reunión. El informe de su comandante era ya de propiedad pública. Se apartó un tanto de su rumbo para averiguar qué ocurría con el vapor que flotaba peligrosamente cerca, proa abajo, en un mar tranquilo y brumoso. Había una enseña, con el emblema de la unión hacia abajo, flotando de su cangreja mayor (el serang había tenido la sensatez de poner la señal de pedido de ayuda a la luz del día).

Pero los cocineros preparaban la comida, a proa, como de costumbre. Los puentes estaban tan repletos como un corral de ovejas; había gente encaramada a lo largo de las barandillas, apiñada en la cubierta en una masa sólida; cientos de ojos miraban, y no se oyó un sonido cuando la cañonera se ubicó por el través, como si toda esa multitud de labios hubiese estado sellada por un hechizo.

El francés saludó, no obtuvo una respuesta inteligible, y después de asegurarse, con los binoculares, que la multitud de a bordo no parecía apestada decidió enviar un bote. Dos oficiales subieron a bordo, escucharon al serang, trataron de hablar con el árabe, nada entendieron. Pero era claro que la naturaleza de la emergencia resultaba evidente.

También les asombró mucho descubrir a un blanco muerto y acurrucado en el puente. «Fort intrigués par ce cadavre», como me informó, mucho después, un maduro teniente francés con quien me topé una tarde en Sydney, por pura casualidad, en una especie de café, y que recordaba muy bien el asunto. En verdad, este asunto, puedo señalarlo de pasada, tuvo el extraordinario poder de desafiar la brevedad de los recuerdos y la longitud del tiempo. Parecía vivir, con una especie de rara vitalidad, en la mente de los hombres, en la punta de su lengua. Yo he tenido el dudoso placer de encontrarme con él a menudo, años irás tarde a miles de kilómetros de distancia, cuando surgía de la más remota conversación posible, cuando aparecía en la superficie de las alusiones más distantes. ¿Acaso no apareció entre nosotros esta noche? Y yo soy aquí el único marino. Soy el único para quien es un recuerdo. ¡Y, sin embargo, se abrió paso! Pero si dos hombres que, desconocidos entre sí, y que están enterados del asunto, se encuentran por accidente en cualquier lugar de la tierra, el caso salta entre ellos con tanta certeza como el destino, antes que se separen. Yo nunca había visto antes al francés, y al cabo de una hora terminamos cada uno con el relato de su propia vida. Él no parecía muy parlanchín, en especial, yo tampoco.

Era un individuo tranquilo, macizo, de uniforme arrugado, sentado, dormitando ante un vaso semillero de cierto líquido oscuro. Sus charreteras estaban un poco deslustradas, sus mejillas afeitadas eran grandes y cetrinas; parecía un hombre aficionado a tomar rapé, ¿saben? No digo que lo hiciera, pero la costumbre habría coincidido con esa clase de hombre.

Todo comenzó cuando me entregó un ejemplar del Home News, que yo no quería, a través de la mesa de mármol. «Merci», le dije. Intercambiamos unas frases en apariencia inocentes, y de pronto, antes que supiese cómo había sucedido, estábamos en mitad de ello, y él me contaba cuánto les había «intrigado el cadáver». Resultó que era uno de los oficiales que habían subido a bordo.

En el establecimiento en que nos hallábamos sentados se podía obtener una variedad de bebidas extranjeras que se reservan para los oficiales navales visitantes, y él bebió un trago del oscuro líquido de aspecto medicinal, que tal vez no era nada más desagradable que cassis à l’eau, y mientras miraba con un ojo dentro del vaso, meneó apenas la cabeza.

—impossible de comprendre… vouz concevez —dijo, con curiosa mezcla de despreocupación y reflexividad.

Me resultó muy fácil entender cuán imposible les había sido entender. En la cañonera, nadie sabía bastante inglés como para entender la historia, tal como la narraba el serang. Además, había mucho ruido alrededor de los dos oficiales.

—Se apiñaron en torno de nosotros. Había un círculo alrededor del muerto (autour de ce mort) —describió—. Era preciso ocuparse de lo más apremiante. Esas personas comenzaban a agitarse… Parbleu! Una muchedumbre como esa, ¿entiende? —acotó con filosófica indulgencia.

En cuanto al mamparo, aconsejó a su comandante que lo más seguro era dejarlo en paz, ya que tenía un aspecto tan sospechoso. Llevaron dos guindalezas a bordo en seguida (en toute hâte) y remolcaron al Patna —de popa—, cosa que, dadas las circunstancias, no era tan tonto, puesto que la rueda del timón estaba demasiado fuera del agua como para ser de alguna utilidad, y esa maniobra aliviaba la tensión sobre el mamparo, cuyo estado, afirmó con estólida volubilidad, exigía el mayor cuidado (éxigeait les plus grands ménagements). No pude dejar de pensar que mi nuevo conocido debió tener alguna voz en la mayor parte de esas medidas. Parecía un oficial digno de confianza, no ya muy activo, y, además, un aspecto muy de marino, en cierto modo, aunque mientras estaba sentado allí, con los gruesos dedos entrelazados ligeramente sobre el estómago, le recordaba a uno esos curas de aldea tranquilos manchados de rapé, en cuyos oídos se vierten los pecados, los sufrimientos, el remordimiento de generaciones campesinas, en cuyo rostro la expresión plácida y sencilla es como un velo dejado caer sobre el misterio del dolor y la congoja. Habría debido usar una raída soutane negra abotonada hasta la amplia barbilla en lugar de la levita con charreteras y botones de bronce.

El ancho pecho se le hinchaba con regularidad mientras continuaba explicándome que fue un trabajo del demonio, como sin duda (sans doute) podía figurármelo yo mismo como marino (en votre qualité de marin). Al final del período inclinó su cuerpo un tanto hacia mí y, frunciendo los labios afeitados, permitió que el aire se escapara con un suave silbido.

—Por fortuna —continuó—, el mar estaba liso como esta mesa, y no soplaba más viento que aquí.

En verdad, el lugar me parecía intolerablemente cargado y caluroso. El rostro me ardía como si hubiese tenido suficiente juventud para turbarme y ruborizarme. Pusieron rumbo —continuó—, al puerto inglés más cercano, «naturellement», donde terminaba su responsabilidad, «Dieu merci»… E infló un poco las chatas mejillas…

—Porque, fíjese (notez bien), durante todo el tiempo del remolque tuvimos dos cabos de mar de guardia, con hachas, junto a las guindalezas, para librarnos de nuestro remolque en caso de que el otro barco… —Hizo aletear los pesados párpados, para dejar en claro todo lo posible su pensamiento—. ¡Qué quiere! Se hace lo que se puede (on fait ce qu’on peut) —y por un momento consiguió investir su pesada inmovilidad con una apariencia de resignación—. Dos cabos… treinta horas… siempre allí. ¡Dos! —repitió, levantando un tanto la mano derecha, y exhibiendo dos dedos. Ese era el primer ademán que le veía hacer. Me proporcionó la oportunidad de «advertir» una cicatriz estrellada en el dorso de la mano… indudable efecto de un escopetazo. Y, como si mi visión se hubiese agudizado con ese descubrimiento, percibí también la cicatriz de una vieja herida, que comenzaba un poco por debajo de la sien y desaparecía de la vista bajo el corto cabello gris del costado de la cabeza… el roce de una lanza o el tajo de un sable. Volvió a entrelazar las manos sobre el estómago.

—Permanecí a bordo de ese… ese… mi memoria se va (s’en va), ¡ah! Patt-nà. C’est bien ça. Patt-nà. Merci.

Resulta rara la forma en que uno se olvida. Permanecí en ese barco durante treinta horas…

—¡De veras! —exclamé. Todavía mirándose las manos, frunció un tanto los labios, pero esta vez no silbó.

—Se consideró conveniente —respondió, levantando las cejas sin apasionamiento— que uno de los oficiales permaneciera para mantener los ojos abiertos (pour ouvrir l’oeil)… —suspiró, ocioso—, y para comunicarse por medio de señales con el barco de remolque, ¿entiende?… Etcétera. Por lo demás, también era mi opinión. Preparamos los botes para dejarlos caer… y también en ese barco adoptamos medidas… ¡En fin! Uno hizo todo lo posible. Era una situación delicada. Treinta horas. Me prepararon algunos alimentos. En cuanto al vino… ni una gota. —De alguna manera extraordinaria, sin ningún cambio notable en su actitud inerte y en la plácida expresión de su rostro, se las arregló para transmitir la idea de un profundo disgusto—. Yo… cuando se trata de comer sin mi vaso de vino… estoy perdido.

Temí que me diese más detalles sobre su molestia, pues aunque no movió un miembro ni un músculo, hacía que uno tuviera conciencia de lo mucho que le irritaba el recuerdo. Pero pareció olvidarse de todo ello. Entregaron su carga a las «autoridades portuarias», como lo expresó él. Le llamó la atención la calma con que se la recibió.

—Cualquiera habría creído que todos los días les llevaban un hallazgo tan raro (drôle de trouvaille). Ustedes son extraordinarios —comentó, con la espalda apoyada contra la pared, con un aspecto tan incapaz de exhibiciones emocionales como un saco de harina.

Por casualidad había en ese momento un barco de guerra y un vapor de la marina india en el puerto, y él no ocultó su admiración ante la forma eficiente en que los botes de esos dos barcos libraron al Patna de sus pasajeros. En verdad, su aspecto aletargado nada ocultaba: tenía ese poder misterioso, casi milagroso, de producir efectos notables por medios imposibles de descubrir, lo cual constituye la última palabra del arte más elevado.

—Veinticinco minutos… reloj en mano… veinticinco, no más…

Abrió y volvió a cerrar los dedos sin separar las manos del vientre, y el ademán fue infinitamente más eficaz que si hubiese alzado los brazos al cielo, en señal de asombro…

—Toda esa gente (tout ce monde) en la costa… con sus bártulos… No quedó nadie, salvo una guardia de marinos (marins de l’État) y ese interesante cadáver (cet intéressant cadavre). Veinticinco minutos.

Con la vista baja y la cabeza inclinada un tanto hacia un lado, pareció degustar con sabiduría, en la lengua, el sabor de un trabajo bien hecho. Lo convencía a uno, sin mayores demostraciones, que su aprobación tenía una gran importancia, y luego de reanudar su casi no interrumpida inmovilidad, siguió informándome que, como tenía la orden de partir hacia Tolón, zarparon dos horas más tarde «de modo que (de sorte que) hay muchas cosas en este incidente de mi vida (dans cet épisode de ma vie) que quedaron a oscuras».