Capítulo XI

Me escuchó con la cabeza a un costado, y tuve otro atisbo a través de un desgarrón de la bruma en la cual se movía y en la cual tenía su ser. La tenue luz de la vela chisporroteó dentro de la bola de vidrio, y eso era todo con lo cual contaba para verlo; a su espalda estaba la negra noche, con las estrellas claras, cuyo brillo distante, dispuesto en planos cada vez más lejanos, atraía la mirada hacia las profundidades de una oscuridad mayor; y, sin embargo, una misteriosa luz parecía mostrarme su cabeza juvenil, como si en ese momento el joven que tenía dentro de él chispeara y expirase durante un instante.

—Usted es una muy buena persona por escucharme de esta manera —dijo—. Me hace bien. No sabe lo que es para mí. No sabe… —parecieron faltarle las palabras. Fue una visión clara. Era un joven del tipo de los que a uno le agrada tener cerca; del tipo que gusta de imaginar que uno mismo ha sido; del tipo de aquellos cuyo aspecto proclama su afinidad con las ilusiones que uno mismo consideraba perdidas, extinguidas, frías, y que, como si se re-encendieran al contacto de otra llama, aletean en lo hondo, muy en lo profundo, en algún lugar, emiten una vibración de luz… ¡de calor!… Sí; entonces pude entreverlo… y no era el último de esa especie…

—No sabe lo que es para una persona en mi situación que le crean… hablar con sinceridad a un hombre de más edad. Es tan difícil… tan espantosamente injusto… tan poco comprensible…

La niebla volvía a cerrarse. No sé qué edad supuso que tenía… ni cuánta sabiduría. Ni la mitad de la edad que entonces sentía: ni la mitad de inútilmente sabio que testaba seguro de ser. No cabe duda: en ninguna otra profesión, como en la del mar, van hasta tal punto los corazones de aquellos ya destinados a hundirse o nadar hacia la juventud que se encuentra al borde del abismo, que contempla con ojos brillantes el resplandor de la vasta superficie que no es más que un reflejo de sus propias mi radas henchidas de fuego. Existe una magnífica vaguedad en las esperanzas que empujaron a cada uno de nosotros al mar, una gloriosa indefinición, ¡una magnífica ansia de aventuras que son su propia y única recompensa! ¿Qué obtenemos…? Bueno, no hablemos de eso… ¿Pero puede uno de nosotros contener una sonrisa? En ninguna otra clase de vida está la ilusión tan lejos de la realidad… En ninguna otra el comienzo es todo ilusión… el desencanto más veloz, el sometimiento más completo. ¿No habíamos comenzado todos con el mismo deseo, terminado con el mismo conocimiento, arrastrado los recuerdos de los mismos arrebatos atesorados a lo largo de los sórdidos días de imprecación? Qué tiene de extraño, entonces, que cuando algún intenso aguijonazo nos penetra descubramos que el lazo es tan estrecho; que además de la hermandad de la profesión se experimente la fuerza de un sentimiento más amplio, el sentimiento que une a hombre y niño. Y él estaba allí, ante mí, creído de que la edad y la sabiduría pueden encontrar un remedio contra el dolor de la verdad, ofreciéndome un atisbo de sí mismo como un joven en un aprieto que es un demonio de aprieto, el tipo de problemas ante los cuales los hombres encanecidos menean la cabeza con solemnidad mientras ocultan una sonrisa. Y había estado pensando en la muerte. ¡Maldito sea! ¡Había encontrado eso!, para meditar, porque le parecía haber salvado su vida en tanto que todo su esplendor desaparecía con el barco en la noche.

¡Qué más natural! Era lo bastante trágico y gracioso, con toda conciencia, pedir compasión en voz alta, ¿y en qué era yo mejor que los otros para negarle mi piedad? Y mientras lo miraba, las brumas entraron rodando en la tienda, y su voz habló:

—Estaba tan perdido, ¿sabe? Era una de esas cosas que nadie espera que le suceda. Eso no se parecía a una pelea, por ejemplo.

—Es cierto —admití. Parecía cambiado, como si hubiese madurado de pronto.

—Nunca puede estarse seguro —masculló.

—¡Ah! No estaba seguro —dije, y me aplacó el sonido de un leve suspiro que pasó entre nosotros como el vuelo de un ave en la noche.

—Bien no lo estaba —respondió él, con valentía.

Se parecía mucho a la desdichada historia que ellos habían elaborado. No era una mentira… pero tampoco era verdad. Era algo… uno conoce una mentira lisa y llana. No existía ni siquiera el grosor de una hoja de papel entre lo correcto y lo erróneo de este asunto.

—¿Qué más quería usted? —pregunté. Pero creo que hablé en voz tan baja que no me escuchó. Había postulado su argumento como si la vida fuese una red de senderos separados por abismos. Su voz parecía razonable.

—Suponga que no… quiero decir, suponga que me hubiera quedado en el barco. Bien. ¿Cuánto tiempo más? Digamos un minuto… medio minuto…

Vamos. En treinta segundos, como parecía seguro entonces, me habría arrojado por sobre la borda.

¿Piensa que no me habría apoderado de cualquier cosa que encontrara en el camino: remo, salva vida, emparrillado, algo? ¿No lo habría hecho usted?

—Para salvarse —interrumpí.

—Esa no habría sido la intención —replicó—. Y es más de lo que quería cuando… —Se estremeció como si estuviese a punto de tragar alguna droga nauseabunda…— salté —pronunció con un convulsivo esfuerzo, cuya tensión, como propagada por las ondas del aire, hizo que mi cuerpo se removiera un poco en el sillón. Me miró con los ojos bajos—. ¿No me cree? —exclamó—. ¡Lo juro!… ¡Maldito sea! Me hace hablar y… ¡tiene que creerme!… Dijo que me creería.

—Por supuesto que sí —protesté con tono tranquilo, que produjo un efecto sedante.

—Perdóneme —pidió él—. Es claro que no le habría hablado de todo esto si no fuese un caballero. Habría debido saber… yo soy… soy… también soy un caballero…

—Sí, sí —respondí deprisa. Me miraba directamente a la cara, y retiró la mirada poco a poco.

—Ahora entiendo por qué, en fin de cuentas… por qué no me fui de esa manera. No pensaba asustarme por lo que había hecho. Y de cualquier modo, si me hubiese aferrado al barco, habría hecho todo lo posible para que me salvaran. Se ha sabido de hombres que flotaron durante horas… en mar abierto… y a quienes se recogió casi ilesos. Yo habría durado mucho más que otros. Mi corazón no tiene nada. —Sacó el puño derecho del bolsillo, y el golpe que se dio en el pecho resonó como una detonación apagada en la noche.

—No —dije. Meditó, con las piernas un tanto separadas y la barbilla hundida.

—Por un pelo —murmuró—. Ni el ancho de un pelo entre esto y lo otro. Y en ese momento…

—Resulta difícil ver un pelo a medianoche —dije, con cierta malignidad, me temo. ¿Entienden lo que quiero decir cuando me refiero a la solidaridad de la profesión? Estaba enojado con él, como si me hubiese engañado… ¡A mí! Como si me hubiera arrebatado una espléndida oportunidad de mantener la ilusión de mis comienzos, como si hubiese despojado a nuestra vida común de la última chispa de su esplendor—. Y entonces huyó… en el acto.

—Salté —me corrigió, con tono incisivo—. ¡Salté… téngalo en cuenta! —repitió, y me sorprendí ante la evidente pero oscura intención—. ¡Y bien sí! Tal vez no podía ver entonces, pero tenía tiempo suficiente y cualquier cantidad de luz en ese bote, y, además, podía pensar. Nadie lo sabría, por supuesto, pero eso no me facilitaría las cosas. También tiene que creer en eso. Yo no quería esta conversación… no… sí… no me tiré… la quería: es lo único que quería… y ya lo he dicho. ¿Le parece que usted o cualquiera habría podido obligarme a hablar si…? Yo… no tengo miedo de hablar. Y tampoco lo tuve de pensar.

Lo miré a la cara.

—No pensaba huir. Al principio… si no hubiera sido por esos individuos, habría podido…

¡No, por el cielo! No pensaba darles esa satisfacción.

Ya habían hecho lo suficiente.

Compusieron un relato, y, por lo que yo sé, creían en él. Pero yo sabía la verdad, y tendría que vivir con ella… solo, por mi cuenta. No pensaba ceder ante una cosa tan canallesca e injusta. ¿Qué demostraba, en fin de cuentas? Yo me sentía muy mal. Enfermo de la vida… para decirle la verdad. ¿Pero de qué podía servir eludirlo… de… de… de esa manera? Ese no era el modo. Creo… creo que habría… creo que habría terminado en nada.

Se paseaba de un lado al otro, pero con la última palabra se detuvo ante mí.

—¿Qué cree usted? —preguntó con violencia. Se produjo una pausa, y de pronto me sentí abrumado por una profunda y desesperada fatiga, como si su voz me hubiera sacado de un sueño de vagabundeos por espacios vacíos cuya inmensidad había torturado mi alma y agotado mi cuerpo.

—… Habría terminado en nada —masculló, erguido sobre mí, con obstinación, al cabo de un rato—. ¡No, lo correcto era hacerle frente… solo… esperar otra oportunidad… descubrir…!