El escritor que empieza su guión en el silencio de un pequeño cuarto se puede sentir turbado por la idea de que millones de personas oirán las palabras que él conciba. Una tribuna tan inimaginablemente poderosa lo inspira para dar lo mejor de sí: espera que el éxito (artístico, comercial o ambos) corone sus esfuerzos.
Un viaje de 1000 km comienza con un simple paso. En la partida, el viajero puede invocar a su amuleto favorito, ya prefiera frotar su pata de conejo, tocar madera o cruzar sus dedos. De hecho, si no estuviera demasiado desconcentrado podría consultar a una adivina para preguntarle si podrá alcanzar su objetivo.
Desde la madrugada de los tiempos, los hombres han buscado oráculos para predecir el curso de los acontecimientos; han tratado de descubrir magia para manipular ese curso; han anhelado métodos que permitieran forzar a los dioses a hacer lo que se les pidiera. Y los reyes que dirigían esos estudios ponían sus esperanzas en una sucesión de encantadores, echándolos furiosamente cuando no producían los milagros prometidos.
Desde los amuletos de los sacerdotes tribales hasta los últimos pronunciamientos de la experta búsqueda motivacional, se manifiesta el mismo deseo humano por la certeza. El sentido de la terrible desesperanza, engendrado por la falta de control sobre las respuestas del público, urge a las cadenas de televisión y estudios cinematográficos de hoy a intentar cualquier recurso para predecir o forzar un hecho.
En la actualidad, por supuesto, nos sonreímos arrogantemente cuando se mencionan las danzas de sacrificio de los viejos médicos tribales. Pero fruncimos el ceño en actitud pensativa cuando estudiamos los hallazgos totalmente contradictorios de dos sistemas de rating competidores de televisión.
La superstición se las ha arreglado para sobrevivir, respondiendo a nuestras necesidades modernas; sólo ha cambiado su terminología por un vocabulario y una metodología estadísticos y seudocientíficos. Y en tanto nuestra condición humana no deje de generar las mismas necesidades para alguna clase de control sobre la rebeldía de la vida, la mugía y los oráculos seguirán invadiendo nuestro pensamiento.
Hace algún tiempo participé de un panel de discusión sobre varias fases de las industrias del entretenimiento. En el curso de la noche se expresaron opiniones muy diversas y divergentes. Un productor cinematográfico que afirmaba su fe en el sistema de estrellas, fue interrogado por un director que señaló que dos importantes películas protagonizadas por la misma actriz fueron lanzadas en un año; una fue un gran éxito de taquilla y la otra un completo fracaso.
El productor de cine, aunque aceptó la existencia de tales discrepancias inexplicables, se mantuvo firme en su adhesión al sistema de estrellas: «Cuando uno arriesga tanto dinero en una producción, debe tener alguna clase de seguro, aun cuando no siempre dé resultado», exclamó.
Nadie señaló la ligera contradicción en el concepto de un seguro que no siempre da resultado, porque para entonces la discusión se había desviado a la cuestión de complacer al público. Un ejecutivo destacó las ventajas de trabajar sobre obras y novelas que habían tenido gran éxito de ventas. Entonces un crítico citó ejemplos de bellas obras teatrales y novelas de las que se habían hecho malas películas y viceversa. Un exhibidor, parafraseando a Poncio Pilatos, preguntó: «¿Qué es lo bueno?». Y citó una reseña del crítico que había elogiado determinada película que otro crítico igualmente distinguido había condenado. En ese momento el productor enfatizó, tan sabia como tristemente, que tales desacuerdos sobre la calidad no se limitaban a críticos o espectadores individuales. Dado que una película se dirige al mismo público masivo que participa en una elección presidencial, se divide de manera irregular en la valoración de los méritos de los candidatos respectivos.
Hasta ese momento la discusión no había descubierto principios confiables. La situación se hizo aun más confusa cuando se le cuestionó a un auspiciante de programas de TV su método de comprar programas. Con presteza admitió que no tenía fe alguna en el valor del sistema del rating al cual suscribía.
«¿Entonces por qué lo sigue renovando?», le preguntaron.
«Por algo me tengo que regir», protestó.
«¿Pero si no cree en ello?».
Él se encogió de hombros. «Es mejor que nada».
¿Una paradoja?
Por supuesto. Pero una paradoja que expresa el dilema de los hombres que deben tomar decisiones sobre la base de lo intangible.
En realidad es perfectamente comprensible que el ejecutivo que se ve forzado a hacer sus elecciones entre una multitud de valores elusivos y factores volátiles, finalmente aspire a alguna clase de patrón, alguna clase de recurso para medir, aun cuando no crea en él. En su desesperación puede preferir reglas dudosas a su carencia absoluta, sólo porque es «mejor que nada».
Pero el negocio del espectáculo, aunque a menudo se lo acuse de tener métodos irracionales y no comerciales, no está solo en esta situación paradójica. Lo mismo se aplica para las bolsas de valores, en las que una gran cantidad de inversores se guía por las predicciones de servicios de consejeros influyentes y respetados, aunque un estudio cuidadoso puede revelar que sus análisis y profecías son casi tan confiables como los encantamientos de los magos medievales. Y una ojeada a los desacuerdos de los banqueros y economistas astutos nos puede llevar a preguntarnos si nuestros asuntos prácticos, que incluyen las cantidades medibles de dólares fuertes, están incrustados con tanta seguridad como suponemos en un realismo dependiente. Y por último, pero no por eso menos importante, las industrias gigantes, antes de aventurar enormes sumas en nuevos productos, han aplicado todos los recursos concebibles para la investigación del público, como lo hizo la Ford antes de diseñar su modelo Edsel.
Hay algo de ingobernable e impredecible en el consumidor, en el público.
Queda todavía esa región de misterio en el ser humano que el poeta puede atrapar con más facilidad que el estadista. Y por eso el creador sigue controlando su campo. En lugar de sucumbir a la desesperación luego de reconocer el inevitable fracaso de todos los recursos para medición, soportes estadísticos, seguros caprichosos y precedentes no dignos de confianza, el creador, forzado a confiar en su propio juicio, puede volver a experimentar la fascinación de su trabajo.
En la mayoría de nosotros operan dos direcciones conflictivas: el deseo de seguridad, certeza, predictibilidad, y el espíritu aventurero, el placer del desafío que nos proporciona la emoción de sentirnos vivos.
El creador (ya apliquemos este término colectivamente al autor, dramaturgo, guionista, a la gerencia y personal de una compañía, a las combinaciones de artistas y técnicos que participan en una producción) está siempre avanzando por territorio desconocido.
A diferencia del mercader o inversor cauto que puede adquirir un comercio o negocio en funcionamiento sobre la base de ganancias pasadas, el creador comienza cada nuevo proyecto a partir de un informe potencial, de materiales maleables, de semillas que no revelan su futuro crecimiento. Tampoco puede repetir éxitos pasados. Porque el público, aunque acepta y hasta insiste en una medida tranquilizadora, en lo familiar, también exige lo nuevo, lo que evoca en el espectador la misma turbación que antes había estimulado e inspirado al creador.
Por lo tanto, incapaz de perpetuar lo anterior, el creador, dirigido hacia lo nuevo, debe ser guiado por una convicción audaz.
Ya que se trata de una convicción y no de una ley probada, está sujeta a la duda. Y además, por ser audaz, está sujeta al miedo. Ambas, la duda y el temor, son por eso inseparables del creador.
Pero también lo es el coraje, porque no sería durante mucho tiempo un creador si careciera del espíritu para sacar de sí una convicción audaz. Y también lo es el sano juicio, porque sin la capacidad de evaluación crítica su coraje pronto se vería expuesto como temeridad.
En contraste con los gráficos y tablas que facilitan las decisiones en otros campos, el creador encuentra su imaginación encendida por una idea, por el estímulo que experimenta al leer un libro o un relato, por su respuesta emotiva a un drama. Sobre la base de una reacción tan volátil debe tomar una decisión inicial.
Un poeta, encendido por una idea en mitad de la noche, puede completar sus versos en cuestión de minutos, o pulirlos en años. Pero en todo caso no hay implícitas decisiones costosas y de largo alcance.
Pero el creador del mundo del espectáculo debe decidir poner en movimiento el enorme aparato de producción, aunque la chispa inicial pueda ser igualmente fugaz.
Debe evaluar su respuesta primaria emocional y racional a la luz del peso engorroso, del gran esfuerzo, el riesgo, la labor y la dedicación que tendrá que sostener. ¿Es entonces sorprendente que ningún material básico parezca tener la fuerza suficiente como para soportar esta comparación a menos que esté sostenido por obras o novelas de éxito, por estrellas consagradas o por alguna clase de axiomas del insondable arte?
Y, sin embargo, incluso esta búsqueda vacilante del soporte no obvia la necesidad de la convicción audaz. Porque de la primera decisión continúa la tarea de la realización, un largo camino en el cual ningún paso admite justificativo previo. En realidad no se exige nada menos resistente que llevar esa chispa inicial y esa respuesta emotiva a todo lo largo de las etapas del sonido, laboratorio, salas de montaje, cabinas de proyección, teatros y finalmente hasta el corazón de los espectadores, donde se debe volver a encender luego de haberse extinguido, roto, oscurecido; después que la emoción hace mucho ha desaparecido de la experiencia de los creadores, se ha escapado de su alcance, se ha hecho trillada por la interminable repetición.
Todos los creadores necesitan de la convicción audaz. En el caso del poeta, el circuito corazón, mente y pluma es tan breve como para garantizar un pasaje seguro al impulso tierno y gentil. Pero un Miguel Ángel necesitó una visión ardiente y apremiante que lo mantuviera en la titánica labor de pintar la Capilla Sixtina. Y el cine, debido a su naturaleza singular, requiere su propia clase de convicción. Se debe implementar la visión incipiente del creador mediante toda una caravana de artistas y técnicos que transitan por un arco iris, cargando todos sus pesados equipos sobre el puente radiante, multicolor y etéreo, hacia la imagen distante, la emoción distante, la distante vasija de oro al final de ese arco iris.
Y su peligroso viaje primero se imagina y luego se cumple por medio de la voluntad del guionista. Todo su recorrido sobre el trayecto luminoso del arco iris está concebido por… su convicción audaz.