En principio, el relato debe ser comprendido.
El novicio, en su entusiasmo, tiende a olvidar esta necesidad. Se concentra en las cosas que quiere expresar, en las emociones que quiere despertar, en los mensajes que debe entregar, y olvida que ninguno de estos deseos se cumplirá a menos que se entienda el relato. El espectador no puede creer un relato, no puede sentir temor o esperanza, terror o alegría, simpatía o aversión, alivio o angustia a menos que comprenda ese relato.
Un guionista preocupado por darle una definición personal puede descuidar la comprensibilidad de su narración. Pero si procede teniendo en cuenta la claridad, deber ser consciente de que las respuestas emocionales del espectador se debilitarán en proporción al grado de oscuridad.
Por suerte es verdad que los públicos de la actualidad son mucho más sofisticados de lo que hubieran creído posible los primeros realizadores. Años de asistencia al cine y de enfrentar pantallas televisivas han alertado a la gente sobre cualquier desvío o sutileza de la trama. El espectador es más rápido y preciso cada año y cada vez necesita menos información.
Por un lado, puede atrapar un punto telegrafiado del relato con mayor rapidez de la que podría desear el escritor y manifestar a gritos su llegada. Por otra parte, lo pueden subyugar películas deslucidas o secuencias incomprensibles que reflejan un sincero intento surrealista del director o un temor de embaucador a que su superficialidad se pueda advertir claramente si se la entiende con facilidad.
No es tarea fácil la de navegar por buen curso entre estos riscos. Aun el novelista y el dramaturgo experimentado pueden vacilar. El lenguaje cinematográfico no está demasiado articulado por sí mismo, y esto dificulta la comprensión.
En un último análisis la película se expresa a si misma por medio de alguna clase de jeroglíficos similares a los de los antiguos egipcios, que hacían sus relatos por medio de símbolos pictóricos expresivos. Sabemos qué difícil resulta leer jeroglíficos. Sabemos qué difícil es descifrar charadas. Y aunque sea fácil entender cada imagen, su sucesión saltea hechos e implica significados que requieren una rápida interpretación de los fragmentos que pasan a toda velocidad.
Ya que se debe comprender todo el relato de una vez, sin oportunidad para una «relectura» o reflexión sobre ciertas partes, puede ser conveniente recordarle al espectador ciertos hechos que podría haber olvidado o malentendido. Pero mucho de lo que el escritor quisiera agregar deber anteceder a la elaboración, porque el espacio limita la cantidad de información.
Lo que además complica la comprensión es que la información proporcionada debe ser universalmente expresiva y universalmente comprensible. Si un hombre mira un reloj de pulsera, toda la gente civilizada entiende que quiere saber la hora. Pero la gente de muchos países no puede entender las extrañas manipulaciones de un cliente en los restaurantes de servicio automático. Ni tampoco todos los norteamericanos entienden por qué los zapatos quedan fuera de los cuartos de hotel en las películas francesas. De modo que debemos asegurarnos de que toda la información es comprensible para todos.
La comprensibilidad es en particular importante en el cine porque nos muestra sólo partes del relato de acuerdo con una selección de la información; depende de nuestra capacidad proveer, entender y anticipar las partes faltantes.
Debemos recordar cuánto esperamos del espectador: esperamos que anticipe, y para ello es necesario que entienda a los personajes, sus acciones y dificultades. Esperamos que saque conclusiones a partir del motivo, la intención y el objetivo; pero si las características del personaje y la naturaleza de la intención están por encima de la comprensión del espectador, éste no podrá hacerlo. En su salto mental de una conclusión a otra, el espectador caerá por el borde del camino. Y el relato no tendrá anticipación, suspenso ni movimiento hacia adelante. Además esperamos que el espectador evalúe, proceso que no sólo concierne a las posibilidades de la intención o la dificultad tan necesarias para el suspenso, sino también a la gradación. Por todas estas actividades, el espectador debe ser capaz de «entender». Las llamadas películas «intelectuales» no tienen éxito porque sus hechos particulares están fuera del alcance de la comprensión del espectador común y también porque su vaguedad destruye todas las funciones de la narración, que hemos hallado tan necesarias. Es la clase de película pretenciosa que lleva al público hacia relatos primitivos pero fuertes como los de las películas de vaqueros y hace que los productores digan sonriendo: «Ves, las masas no quieren buenas películas».
Para hacer comprensible el contenido del relato, parecería necesario elegir factores bien conocidos por el espectador. Pero esto es una falacia. En el comienzo de este libro se dijo que el deseo primario que fuerza a una persona a escuchar relatos es el deseo de tomar parte en las vidas de otros o de tener información acerca de sus maneras de vivir. Este deseo está en contraste directo con la comprensibilidad basada en su conocimiento, porque quiere aprender cosas que no conoce.
Este dilema aparente ha creado gran confusión entre los productores. Para satisfacer la comprensibilidad ellos harían películas sobre gente común y, más o menos, sobre hechos comunes. Aunque los espectadores entendieran estas películas, no les interesarían porque querrían información sobre cosas que no conocen. Parecería que los públicos prefieren ver emperadores, aventureros, gente exótica o hippies en la pantalla antes que verse retratados a sí mismos.
Entonces, si un productor se fuera al otro extremo, a menudo creería que las personalidades destacadas o los hechos extraordinarios están fuera del alcance del espectador común, que no los podría entender y por lo tanto no tendrían éxito.
Para ilustrar esta dificultad, a menudo causa de confusiones, nos basta pensar en una película clásica como Ladrón de bicicletas, que fue un éxito en todas partes excepto en su país de origen, Italia, donde los hechos resultaban demasiado familiares y su neorrealismo demasiado cercano.
La solución para este problema no es simple: el público quiere enterarse de hechos nuevos e interesantes que deben contener medidas y valores de conocimiento universal. Poca gente es capaz de evaluar y entender los diagnósticos conflictivos de dos cirujanos de cerebro. Pero todos podrán entender el lujo o el miedo. Poca gente podrá evaluar la decisión de un banquero de invertir en determinada mercadería. Pero todos podrán entender los conflictos resultantes de la violación de la ley por parte de un bandido, porque la ley es universal y todos estamos sujetos a ella.
Así que se debe solucionar el problema proporcionando nueva información que se pueda medir y evaluar sobre la base del conocimiento universal. Y el conocimiento más universal entre todos los seres humanos es la experiencia emotiva.
Así que se debe solucionar el problema proporcionando nueva información que se pueda medir y evaluar sobre la base del conocimiento universal. Y el conocimiento más universal entre todos los seres humanos es la experiencia emotiva.
Si hacemos una narración sobre un rey, un magnate o una bailarina famosa, con seguridad damos mucha información nueva, ya que tales personas son lo suficientemente distintas del espectador común de cine. No podríamos entender los problemas de Estado a los que se enfrente el rey, las decisiones de un grupo de sociedades que se enfrentan al magnate o las dudas sobre el éxito que enfrenta la bailarina. No es posible que el espectador de cine comprenda estos factores en lo intelectual. Pero el rey, el magnate y la bailarina son seres humanos y como tales sólo tienen una gama limitada de emociones, no importa cuán diferentes sean sus vidas. Estas emociones que van desde la alegría hasta la tristeza, desde el terror hasta la tranquilidad, desde la satisfacción hasta la desilusión, desde el amor maternal hasta la pasión, se originan en distintos factores en las vidas de diferentes personas, pero la emociones en sí son iguales para tocos. Por eso el espectador las puede reconocer como sus propios sentimientos y como tales las puede evaluar, medir y entender.
No importa si la madre es una reina o una mujer pobre. Cada uno sentirá un dolor similar cuando ella dé a luz un hijo, no importa si una lo hace en un palacio y la otra en un barrio pobre y superpoblado. Su sentimiento será similar porque es el amor de una madre y no el de una reina o el de una mujer pobre. De modo que la mujer pobre puede entender los sentimientos de la reina. Por el otro lado, una película sobre gente común, si le faltan emociones o expone sentimientos desconocidos, no será comprendida por el público, a pesar de que los decorados, los actores y los hechos describan gente similar a quienes integran el público.
Por medio del contraste, considérese una película de largo metraje de Walt Disney: hay elefantes, ratones, caballos y otros animales viviendo en circunstancias que no son de inmediato reconocibles o comprensibles para todos nosotros. Pero la película nunca llega a ser desconcertante ¿Por qué entendemos las acciones de animales que por cierto son distintas de las nuestras? La explicación es que las entendemos en lo emotivo. Se supone que la madre elefante que pierde a su bebé experimenta una emoción semejante a la nuestra. Y un feroz león le inspira al conejo el mismo terror que a nosotros.
Es de suma importancia saber que el entendimiento del público es emocional. Una película basada en hechos intelectuales con personajes incapaces de sentir emociones y sin motivos para sentirlas no es comprensible. No sólo estas emociones son la única base común a toda la gente sino que también es cierto que el público no tiene tiempo para la asimilación intelectual del material. La comprensión emocional es un proceso inconsciente que no requiere tiempo.
Por eso el realizador debe elegir con cuidado una de las tres posibilidades que le permitan llegar y cautivar al público:
1. Una historia de hechos no familiares con emociones familiares, en lugar de hechos familiares con emociones no familiares.
2. Gente común envuelta en una situación no común, como el amigable empresario raptado en Bonnie & Clyde.
3. Si el realizador no comprometido quiere pintar eventos comunes en las vidas de gente común, debe otorgarles su estilo original, para agregar novedad sin disminuir el realismo.
En todas estas alternativas se cumplen los deseos del público de lo nuevo y lo familiar.
La comprensibilidad es, sin embargo, sólo una condición previa y no el objetivo último de la película. Aunque debemos esforzarnos para facilitar la comprensión, esto sólo no hará buena a la película. En realidad, los productores han elegido con excesiva frecuencia material vacío, llano, insípido, de fácil comprensión, antes que el material inteligente e interesante pero más difícil de explicar.
Ante el reproche de los críticos, estos productores contestan que el espectador de cine debe entender la película en el acto. Usando esto como excusa para su incompetencia, llegan a proclamar que intencionalmente hacen malas películas para satisfacer los gustos de un mítico espectador.
Por supuesto no es cierto que sólo se pueden hacer comprensibles las trivialidades, los lugares comunes, las caracterizaciones estereotipadas y las fórmulas insípidas, en tanto que los relatos interesantes y que valen la pena están más allá del alcance de la comprensión de los grandes públicos.
La conclusión es que debemos encauzar todos los esfuerzos para hacer que los temas interesantes, valiosos y hasta complejos sean comprensibles para millones de personas. Por cierto, no es tarea fácil; cualquiera que haya visto una película de Hollywood en una sala de cine de tercera categoría en Singapur comprenderá a qué exóticos públicos quiere llegar el estudio comercialmente orientado, públicos de culturas diferentes y públicos sin educación que observan hechos no familiares en países extranjeros donde se hablan lenguas extrañas. Y sin embargo algunas de las películas realmente grandes tuvieron el mismo éxito en Noruega y Bangkok, en los Estados Unidos y en Perú. Lograr este propósito requiere toda la práctica, inventiva y conocimiento del creador cinematográfico. Cuanto mejor maneje los medios de expresión y la construcción dramática del film, más profundo y complejo será el contenido que pueda proyectar a los públicos más simples.
La siguiente exigencia que debemos tener respecto del material es que sea probable. Es verdad que el espectador en la sala cinematográfica tiende a ser un alma confiada que quiere creer lo que le cuentan y que raras veces se detiene a analizar intelectualmente si lo que está ocurriendo en la pantalla es o no probable. Pero su confianza puede ser de distinto grado, y ese grado afecta su atención y apreciación del relato. Cuanto más crea en el relato, con mayor seriedad lo tomará y más absorto estará. Si el relato es improbable se sentirá remiso a seguirlo. Y aun si lo hace, porque reacciona de modo inconsciente ante muchos elementos, se sentirá estafado y resentido.
Para sorpresa de muchos guionistas, la experiencia ha mostrado que la gente simple y no sofisticada tiene un juicio mucho más estricto que la gente educada y sofisticada, de lo que es probable y real en la vida. Parecería que estos últimos están más acostumbrados a manejarse con valores ficticios, que su esquema de pensamiento se adapta mejor a la filosofía del «como si». En muchas oportunidades he acompañado a «gente sofisticada» a ver una película improbable y la hemos visto y disfrutado a pesar de su improbabilidad. Pero la gente que nos rodeaba (ante nuestra sorpresa) pensaba que era tonta debido a su improbabilidad, y cuando el público da tal veredicto se rehúsa a tomar parte en la acción. El único caso en que se relaja la estrictez de este juicio es en la comedia o en la fantasía.
A menudo el escritor está tentado de usar material improbable porque abre campos enteramente nuevos para él, mientras que la exigencia de lo probable restringe su imaginación. Considérese por ejemplo Walt Disney: sin intentar minimizar su maravillosa imaginación y fantasía, debemos reconocer que muchas de sus mejores ideas fueron posibles porque no estaba sujeto a ningún mundo real, porque muchas de las personas o animales que hablan en sus historias no son reales en la vida. La eliminación de la probabilidad también ha abierto campos nuevos e ilimitados para creadores como Fellini y los jóvenes realizadores experimentales. Por medio del contraste, el escritor de relatos reales debe restringir su imaginación. Si sobrepasa los límites de lo probable, puede obtener situaciones atractivas y excelentes; pero gran parte de su valor se perderá en la mente del espectador que se rehúsa a creerlas.
A menudo un relato parte de premisas falsas pero es creíble. Hay relatos sobre hermanos gemelos que son tan parecidos que ni sus propias esposas los pueden reconocer. Es improbable que gente muy allegada a los gemelos no pueda distinguirlos. Pero el resto del relato puede ser muy posible y probable en la vida real. Hay relatos sobre un vagabundo al que confunden con un millonario. Sólo que no es probable que no lo descubran pronto; pero el resto del relato puede ser muy veraz. Del mismo modo para la vendedora que fuerza la caja fuerte del Banco de Montecarlo y roba mucho dinero. Tales premisas falsas abren un nuevo campo de probabilidades para el material de la narración. Ya que todo el resto del relato transcurre con sinceridad, se nos hace creer en ese material, sólo que la premisa falsa cubre con algo semejante a un velo de falsedad a toda la narración.
Recordemos que la construcción dramática puede ser correcta o errónea, pero el relato puede ser verdadero o falso. Y esta decisión sobre la veracidad del material no es simple porque no es necesario que la narración que se hace haya ocurrido en realidad. Todo lo que un relato necesita para ser creíble es poder haber ocurrido o, nos atrevemos a decir, ser posible que hubiera ocurrido. Paradójicamente, esta exigencia de la probabilidad elimina muchos relatos sobre hechos que en realidad ocurrieron pero que no son probables a pesar de ser reales. La verdad es más extraña que la ficción. Eventos de esa clase no constituyen material útil para el relato, porque, aunque posibles, son improbables. El espectador no los aceptará como reales ya que no es posible que hayan sucedido. Esto es en particular peligroso si el guionista los usa para su propio beneficio, es decir para resolver un problema difícil en el relato. El espectador rechaza esas soluciones accidentales.
Thomas H. Uzzell, en su Técnica narrativa dice: «Una coincidencia que es parte de las circunstancias generales de un relato es aceptable, pero no lo es una que soluciona la trama de una narración sólo para enfatizar un personaje».
La ley de probabilidades no prescribe que el escritor sólo deba elegir hechos y personas que sean comunes. Por el contrario, al espectador le interesan las instancias específicas, los hechos específicos, las personas específicas.
Una mujer loca, aunque no es común, es real y probable. Pero un hombre con cinco ojos no es real ni tampoco lo es un héroe sin ninguna clase de temores.
La tendencia moderna es hacia la probabilidad. Es como si se hubiera acabado la edad del cuento de Cenicienta y otras fábulas cinematográficas, como si los públicos hubieran progresado de la crédula infancia a una actitud más crítica y adulta. Los relatos improbables que parecían interesantes y emocionantes en el pasado apenas harían esbozar una sonrisa de desdén en la actualidad.
Aunque para las comedias se aplican normas mucho menos restrictivas, hay fracasos frecuentes que son resultado de un exceso de improbabilidad que hace que la broma sea tonta en lugar de divertida.
Supongamos que los espectadores ya comprenden la película. También que creen en el relato. Pero esto no es aún razón suficiente para que consientan todas las alternativas que se les propongan.
Porque es erróneo suponer que el espectador permanece inactivo durante la película. Si uno entra a una sala cinematográfica y ve la largas filas de rostros en blanco mirando la pantalla puede suponer que están absorbiendo pasivamente lo que se les cuenta, puede pensar que sólo en la pantalla hay actividad. Pero si sigue mirándolos, puede de pronto verlos reír o llorar, sentir suspiros de alivio general o gruñidos de desaprobación. Y estos ruidos son sólo los signos externos de la intensa actividad que se está desarrollando en la mente del espectador mientras ve los hechos en la pantalla de un modo en apariencia pasivo. Recordemos que el espectador anticipa, evalúa, avanza, siente suspenso, experimenta emociones, esperanzas y temores, se alegra y deprime, se siente satisfecho o insatisfecho. Para hacer que el espectador tenga todas estas reacciones y sentimientos agradables o desagradables hay que hacer que se sienta interesado.
Cada uno de nosotros ha usado esta palabra, «interés», con frecuencia y ligereza. La gente de cine siempre se refiere a un tema como interesante o no.
Pero raras veces se oye una explicación clara de lo que hace que un relato sea interesante.
No es el relato lo que es interesante o no, sino el espectador el que decide si le interesa o no un relato. Por eso el mismo relato puede ser interesante para un espectador y no para otro. Si intentamos escribir relatos interesantes debemos buscar en el tema cualidades humanas que sean más o menos de interés universal.
Tampoco se debe confundir al interés con la anticipación, el suspenso y el movimiento hacia adelante. Una historia que carece de estos tres elementos es aburrida, lenta y estática, pero el interés depende de otras cualidades.
Imaginemos que estamos presenciando un juego de fútbol entre dos equipos que desconocemos. El juego no nos interesará, no importa cuán emocionante sea, o por lo menos no hasta que sepamos algo sobre los dos equipos.
El mismo juego, o incluso uno menos emocionante, tendrá un gran interés si lo juega nuestro equipo favorito. El interés no radica entonces en la calidad del juego sino en la relación que nosotros tenemos con él.
De modo semejante, nos interesa menos la lucha de un desconocido que el futuro de nuestro vecino. Hasta cierto punto, nuestra relación con la estrella es la misma que tendríamos con nuestros amigos de la casa de al lado. De hecho, para los lectores de revistas especializadas, Elizabeth Taylor, Paul Newman o Jackie Kennedy son más familiares que sus vecinos.
Pero la «familiaridad» es a lo sumo una ayuda. La razón esencial por la que un relato resulta interesante es la relación entre su contenido y la vida del espectador. Si él reconoce su propia lucha, anhelos y conflictos en la pantalla, seguirá con interés el relato.
Esta concepción abarca más que la vida real del espectador; se refiere en primer lugar a sus pensamientos, sus deseos, sus temores. Como tal, el interés no debe estar representado por los automóviles para un vendedor de automóviles ni por los establos para un jinete, sino que los hechos de la narración deben corresponder a sus pensamientos y deseos. Y estos pensamientos y deseos se pueden dirigir a objetivos generales y abstractos como el éxito o la supervivencia de un perdedor, el amor feliz o una recompensa para el más débil.
Si se ha establecido una vinculación entre el espectador y el relato, se ha despejado el camino hacia el interés del espectador y su primer paso en este sentido será identificarse con ciertos personajes de ese relato.
Este proceso de identificación es un fenómeno curioso. Ocurre tanto en la vida real como en el espectador de cine.
La identificación se origina en el deseo de tomar parte en la vida de otra gente. Este deseo es más fuerte en las personas cuya propia vida es mediocre y vacía, en tanto que aquellos cuyas vidas son plenas y ricas estarán menos dispuestos a identificarse con otros, lo que significa que se preocupan más por sí mismos y son menos curiosos acerca de los demás.
Los públicos cinematográficos están conformados en gran medida por gente insatisfecha con su propia vida; ya sea porque es infeliz, vacía y mediocre o simplemente insatisfactoria en comparación con sus esperanzas y deseos. Y esta gente tiene una fuerte necesidad de identificarse con otra gente, inclusive aunque sea sólo por el breve lapso de una película cinematográfica.
Se debe auxiliar y facilitar esta necesidad del espectador creando personajes que le permitan identificarse.
En primer lugar se puede decir que el espectador sólo se identificará con personajes que correspondan a sus gustos y deseos. Siendo así, no es necesario que exista identidad del carácter entre el actor y el espectador.
Una anciana espectadora se puede identificar con facilidad con una actriz joven y bella porque la juventud y la belleza pueden corresponder a los anhelos de la fea anciana. Una joven, en cambio, se puede identificar con una anciana en la pantalla si la anciana posee cualidades admirables. Un juez de paz sentado en la platea se puede identificar con un bandido de la pantalla si este bandido muestra algunas buenas cualidades, tales como un valor destacable, pena o amabilidad hacia los pobres. En principio, por supuesto, habrá identificación con el actor o la actriz principales de parte del auditorio masculino y femenino respectivamente, sin importar la edad o la belleza. Pero la identificación no se limita a los protagonistas ni a una sola persona. El espectador se puede identificar durante breves momentos con uno o dos actores del elenco si es que estas personas tienen alguna relación con el espectador o con sus deseos.
La palabra griega sympathos, de la que deriva nuestra palabra «simpatía», significa «sufrimiento con», es decir: con alguien. No es posible que el espectador sufra con alguien que no sea simpático. El espectador no se puede identificar con alguien que es desagradable, mentiroso o detestable, porque el espectador no se considera a sí mismo desagradable, mentiroso o detestable, aun cuando tenga todas estas cualidades, ni desea ser desagradable o cobarde. Así que el espectador preferiría identificarse con personajes que poseyeran suficientes cualidades deseables o que lo ayudaran a sublimar su autocompasión.
Por eso el actor se hace simpático. De hecho, aun el peor bandido, mirando una película policial común, puede sentir simpatía por el héroe en lugar de sentirla por el bandido, como parecería natural. Tendría que ser muy imparcial y capaz de pensamiento consciente y lógico para simpatizar con el criminal de la película.
Una vez efectuada la identificación, se evita el sentimiento de inferioridad que el hombre común experimenta cuando se lo confronta con un ser humano «idolatrado». En lugar de sentir resentimiento hacia el protagonista «extraordinario», el espectador que se ha identificado con él ama todos los atributos soberbios y deseables como si fueran propios.
Pero no es necesario que la persona con la que el espectador se identifica tenga sólo características espléndidas. Si hay grietas y debilidades esto hace que la caracterización resulte más simpática porque se encuentra más cerca del espectador y ello facilita la identificación. Por eso al espectador le agradan las debilidades del héroe que se corresponden con las propias.
Pero la caracterización inconsecuente es en extremo peligrosa. Entonces el espectador que se ha identificado con un personaje se encuentra a sí mismo haciendo cosas que no desea. Disgustado, quiere des-identificarse. Cuando el héroe vuelve a hacerse aceptable el espectador se siente confundido, sus sentimientos se mezclan y se tornan inciertos. La simpatía inconsecuente es al relato como la alternancia de agua fría y caliente para una persona que se está bañando.
Si se presentan de manera agradable las debilidades de una persona con la que el espectador se ha identificado, esto causa una satisfacción permanente.
En una escena donde Katharine Herpburn intentaba cocinar en «La mujer del año» (The Woman of the Year), algunas de las mujeres del público reconocían su propia torpeza, otras sentían la satisfacción de comparar su propia competencia con la inhabilidad del personaje.
La comparación continua es una función inconsciente de la identificación.
Por ejemplo: nos comparamos a nosotros mismos con los villanos y obtenemos resultados que nos son favorables; considerándonos tanto mejores de lo que son ellos, sentimos alivio y satisfacción.
Por las mismas razones nos gustan los cómicos que nos permiten sentirnos superiores. Charlie Chaplin, Buster Keaton, Laurel y Hardy, nos hicieron comprender cuánto más ingeniosos e inteligentes somos y también cuánto menos nos persigue la mala suerte. Nos encantan los payasos en el circo pero no porque admiremos sus narices voluminosas y pantalones abultados sino porque son poco diestros y se encuentran desvalidos y perplejos ante dificultades triviales que nosotros superaríamos con facilidad.
A través de la identificación y la comparación el espectador entra en contacto cercano con el actor. En consecuencia el actor representa los cumplimientos de deseos secretos del espectador, ya estén estos relacionados con la agresión, el temor u otros deseos latentes. Por eso produce placer o libera de dolor al espectador, suprimiéndolo por medio de una catarsis.
Por eso el espectador se siente agradecido; le gustan los actores que proyectan sus frustraciones y obtienen triunfos indirectos por él. Este lazo emocional juega un papel importante en la creación de estrellas. Incluso Boris Karloff era popular y hasta podríamos decir querido, aunque representaba papeles terroríficos. Los auditorios lo querían porque él enfocaba y sublimaba sus propios temores.
En conjunto, entonces, el villano, el comediante tonto y el desafortunado son tan importantes como el héroe simpático, ya que estos personajes permiten una comparación con nosotros mismos que nos resulta favorable y satisfactoria. Por otra parte, muchas películas bien hechas han fracasado porque dejaban «frío» al público.
Una vez establecida la identificación, el espectador toma partido. Los públicos primitivos llegaban a amar al héroe y odiar al malvado. Podían incluso dejar de distinguir al actor del papel que representaba. Mark Twain cuenta la historia de una compañía de un buque-teatro que estaba dando una representación en algún lugar de Mississipi cuando un espectador comenzó a dispararle al malo de la obra porque maltrataba a la muchacha inocente.
En un hipódromo es posible que uno observe con mayor interés si le ha apostado dinero a un caballo. Como ya se ha dicho, el mejor juego de fútbol carecerá de interés emotivo a menos que uno apoye a uno u otro equipo. Pero una vez que uno se ha identificado con un equipo, la lucha se ve bajo una luz diferente. Y se puede notar al final del juego que uno sólo recuerda las jugadas del propio equipo y apenas las del oponente, y a estas últimas sólo como obstáculos y dificultades para las acciones del propio.
Así se multiplican los resultados de la identificación. Es como si uno tuviera «un ángulo» del relato desde el cual mirara los hechos. Ya no es una lucha de extraños sino una lucha entre nosotros y otros. Las cosas que se le hacen al actor con quien nos hemos identificado son cosas que se nos hacen a nosotros. Experimentamos temor y esperanza, amor y odio, felicidad y miseria, como si estuviéramos viviendo las mismas cosas que el actor. En esta etapa no es necesario preguntar: "¿cómo me sentiría en tal situación?, para poder seguir las emociones del actor, porque de hecho estamos en su situación. Mediante la empatía nos hemos adentrado en el relato, tomamos parte personalmente en la lucha. Inconscientemente podemos sentir: allí, y por la gracia de Dios, voy yo.
Antes de esta participación la lucha se nos aparece como una masa de intenciones a la que consideramos de una manera imparcial y objetiva. Pero tan pronto como nos identificamos con un actor esperamos que se cumplan nuestras intenciones y tememos que los otros tengan éxito. Como consecuencia, sentimos alivio o desilusión según el resultado.
Dividiendo el total de las intenciones facilitamos a nuestro registro mental la comprensión del progreso del relato. Los acontecimientos se simplifican, los hechos resultan más inteligibles. Es como si el relato redujera sus ambiciones y fuera por eso más fácil de concebir.
Además, el suspenso sólo se hace emocionante si estamos identificados con la intención; debemos sentir simpatía por el actor cuya intención nos concierne. Nuestra duda sobre las posibilidades de la intención sólo se hace emocionante cuando en lo personal deseamos que tenga éxito. Nuestra simpatía puede incluso llevarnos a desestimar las dificultades que acechan a una intención, lo que a menudo destruye el suspenso.
La identificación hace posible incluso el movimiento hacia adelante. Ya que en parte lo causa la anticipación, como el deseo de alcanzar el objetivo, estaremos mucho menos ansiosos por llegar allí si es el objetivo de otro. Pero si es «nuestro» objetivo, estamos ansiosos por avanzar. En cuanto a la otra causa del movimiento hacia adelante, el suspenso, que nos lleva hacia adelante para escapar de la inseguridad, sólo se hace lo bastante desagradable y por lo tanto efectivo después que hemos tomado posición y estamos ansiosos por saber que «nuestras» intenciones se cumplirán.
Por supuesto, la identificación del espectador con el actor nunca es completa. El único momento en que esto se hace evidente es cuando el espectador posee una información distinta de la de «su» actor. Por ejemplo: el espectador sabe que «su» actor camina hacia una trampa, cosa que el actor ignora. En este caso la identificación se divide de una forma casi esquizofrénica: el espectador se ve a sí mismo caminando hacia una trampa. El efecto es peculiar y muy interesante: el espectador quiere advertirle al actor, quiere evitar que vaya, darle la información de la que carece. Este deseo se hizo tan fuerte durante las representaciones de una obra de teatro, que los espectadores le gritaban al detective en el escenario que no olvidara su sombrero porque lo traicionaría.
A la vista de todos los resultados beneficiosos de la identificación, el autor debe tener sumo cuidado en hacerla posible. Si el relato cuenta una lucha entre dos personas detestables, el espectador no puede tomar partido. Al no interesarle, lo máximo que podrá sentir será alguna clase de curiosidad despreocupada.
Inversamente, también es riesgoso hacer que todos los antagonistas resulten simpáticos. En una lucha entre dos personas simpáticas se pierde la posibilidad de tomar partido. Si ambos son apreciados por igual, el espectador no puede favorecer la victoria de uno de ellos. Además semejante relato causa cierta insatisfacción porque uno de los personajes simpáticos debe perder.