Con frecuencia se le pregunta a un escritor sobre las ideas básicas a partir de las que desarrolla sus relatos y guiones. El concepto original parece despertar tanto interés como su crecimiento subsiguiente. A menudo se le atribuyen poderes casi mágicos a la noción verdaderamente creativa, distinta de la improductiva; en realidad, se suele suponer que la «buena» idea aparece desarrollada y acabada en la mente del escritor, con la capacidad suficiente para crecer a partir de sí misma en líneas preordenadas que le son inherentes.
Nada podría estar más alejado de la realidad. Cualquier escritor que revise sus obras completas recordará que sus primeras ideas le llegaron de una forma rudimentaria y en fragmentos, de varias maneras, y la mayor parte de las veces de modo impredecible. Incluso el creador más disciplinado no puede controlar o producir a voluntad el momento de inspiración aunque pueda haber entrenado sus poderes imaginativos para que estén en su punto más alto durante ciertas horas de trabajo, en una circunstancia dada o bajo el estímulo del hábito y la idiosincrasia.
Además, en el instante de su primera aparición, algunas de sus mejores ideas pueden haber pasado casi inadvertidas; sólo en retrospectiva puede reconocer la semilla que cayó en tierra fértil, la chispa que se pudo convertir en llamas creativas, la noción que tuvo resultados productivos, cumpliendo una promesa temprana e incierta.
Ya que el concepto fundamental determina el resultado de la totalidad, es de suma importancia que el escritor elija con inteligencia entre muchas ideas posibles antes de comprometerse al tiempo y el esfuerzo que implican el desarrollo total.
Sin embargo al comienzo, cuando debe hacer la selección, su material resulta insuficiente para ello.
Siendo incompleta, la noción inicial todavía no puede ser «buena»; en realidad, muchas ideas prometedoras pueden haber sido criticadas o rechazadas por un extraño porque se las ofreció demasiado pronto, sometiéndolas a la opinión impersonal antes de que su propio potencial tuviera la posibilidad de manifestarse.
La naturaleza propia del impulso primario es tal que elude la definición.
No ocurre lo mismo con la materia del sujeto, aunque el impulso primario puede ser parte del mismo, ni con el tema, aunque se lo puede hallar en él.
Puede ser un recuerdo de la infancia, un rasgo predominante del carácter, incluso una visión fugaz del paisaje o un fragmento de diálogo.
El cerebro fecundo nunca deja de producir imágenes, pensamientos, ideas. De éstos, muchos son tan efímeros que escapan casi por completo a nuestra atención; algunos son rechazados tras un breve examen; otros son considerados, quizá probados y trabajados durante un tiempo, pero al fin son olvidados. Y luego están aquellos que por alguna razón tienen un efecto particular sobre nosotros y no se los puede desechar, no importa cuánto lo intentemos; a veces vuelven a nosotros después de varios años.
En su estado embrionario, la idea que por fin tiene éxito no parece ofrecer otro criterio que esta afinidad intuitiva que el escritor siente por ella. Tiene la capacidad peculiar de despertar su imaginación y quedar en su memoria hasta que él le haya dado forma.
Tampoco es sorprendente que la selección inicial se deba hacer sobre esta base tan personal. Si un personaje, una situación o una circunstancia tienen el poder de afectarnos de algún modo, de persistir o volver con el tiempo, indican algún atractivo o significado especial para nosotros, tal vez inconscientes.
Es probable que todas nuestras energías creativas participen entonces en la ardua labor de desarrollar el guión; tenemos «nuestro corazón puesto en él», estamos más racionalmente interesados, nos da placer darle forma.
Entonces es lógico que la elección subjetiva de la idea básica, antes que la objetiva, pueda llevar a los mejores resultados. Ya que no se pueden aplicar en el estado rudimentario pautas de valor que sean objetivamente válidas, nuestra percepción individual puede resultar el factor decisivo.
Así que el concepto original es la contribución más personal del escritor.
En el otro extremo del proceso creativo está el guión final, dirigido a un público masivo; para que se lo entienda, lo personal debe ser expresado en lenguaje objetivo; lo subjetivo, por medio de una forma que tenga validez universal.
Se puede decir, entonces, que el proceso creativo comienza en lo subjetivo y termina en lo impersonal. Se debe expresar la emoción individual en términos de la experiencia común identificable. Sólo así puede el dramaturgo lograr el efecto deseado de evocar en el espectador individual las emociones que quería despertar. El poeta puede prescindir con amplitud de esta desviación, apuntando directamente al corazón de su lector. Pero el guionista debe seguir el trayecto total de lo subjetivo a lo objetivo para volver a reproducir en el espectador individual la respuesta subjetiva.
Al desarrollar su idea básica en esa dirección, el escritor advierte que la forma final proyecta sus exigencias sobre las primeras etapas del desarrollo.
Por un lado el concepto primario sigue siendo el núcleo en torno del cual se conglomera el cristal; sigue siendo el móvil principal que da fuerza al relato y al guión. Por el otro lado debemos preguntarnos pronto qué dirección tomar para alcanzar la forma particular que hemos seleccionado, si es que en verdad la idea fundamental se presta para tal objetivo.
Como las diferentes vías para los esfuerzos creativos del escritor modifican la naturaleza de la idea primitiva, se hace cada vez más importante para él aprender a evaluar el potencial de su idea desde las primeras etapas.
La vigorosa situación que había prometido proporcionar todo el conflicto y el drama para una película de largo metraje se revela como un estudio de personaje demasiado introvertido para su resolución final. Por el contrario, la idea que había parecido tan correcta para un teleteatro de 30 minutos, en realidad puede requerir una hora o quizás hasta 90 minutos para su desarrollo total.
Por necesidad, si no por elección, cada vez más escritores de guiones se especializan en las distintas formas de expresión. En consecuencia un guionista ya no tiene que desechar una idea porque es inapropiada para el medio en el que está trabajando en ese momento. En cambio, puede anotarla, archivarla como referencia futura y tomarla cuando haya madurado hasta el punto de obligarlo a trabajarla o hasta que pueda cumplir con las exigencias de un pedido externo.
Ya que la mente creativa produce ideas de una manera espontánea y sin mucha consideración por la medida de los temas que requiere determinada publicación o el tiempo de una serie de televisión en particular, el escritor no puede instar, estimular o forzar su cerebro para que produzca lo que él necesita en cualquier momento dado. Pero se puede entrenar para reconocer en sí mismo el flujo de ideas, su mérito oculto o potencial y así construir una reserva que no sólo se convierta en el depósito sino también en la riqueza básica de cualquier escritor.
En qué punto, de qué porción y de qué modo nos valemos de este depósito depende de tantos factores individuales y variables que no se pueden establecer reglas generales. Impulsos internos o externos que están más allá del control del escritor pueden jugar un papel decisivo; todo lo que él puede hacer en lo voluntario y consciente es hacer que combinen la idea correcta con el objetivo deseado.
El interjuego entre el impulso creativo y las estricteces de la forma presenta algunos de los problemas más fascinantes que enfrenta el escritor. A veces, en particular mientras luchamos contra algunas de las restricciones más severas que nos impone el medio, nos convendría recordar que la creación por completo irrestricta es imposible y jamás ha existido; que la mente, para escapar al caos, siempre ha buscado formas a pesar de (o a causa de) sus estricteces.
No podemos expresar un pensamiento abstracto sin adaptarlo a una estructura oracional ordenada y someterlo a las reglas de la sintaxis. Y a lo largo de los siglos incluso los poetas han vacilado entre los extremos del soneto y del verso libre, entre la imposición voluntaria sobre sí mismos de las formas estrictas del ritmo y la rima regulados y luego, otras veces, buscando escapar a sus reglas restrictivas.
El ideal sería que el escritor que pudiera pasar por alto todas las consideraciones económicas obedeciera sólo a su impulso creativo; superado y obligado por una idea, que decidiera qué forma se presta mejor para cumplir su potencial inherente: novela, teatro, cine, TV.
Pero en la práctica, la mayoría de los escritores le deben conceder mucha importancia, si no la máxima, a las oportunidades de trabajo. Si una idea por casualidad se adapta a su exigencia de perfección, el escritor puede proceder sin dificultades. En el otro plato de la balanza está la necesidad de producir ideas sólo a pedido, sin tener en cuenta para nada el impulso creativo.
En esta interacción entre el impulso creativo y las exigencias de la forma, la última parece jugar el papel decisivo y determinante; esto se debe a que sus necesidades teóricas están establecidas, derivadas y condicionadas por su propia naturaleza con suficiente claridad; no se las puede evitar ni cambiar, se las debe obedecer.
Y en un sentido práctico, el productor puede decidir según sus exigencias.
Puede requerir un relato para cierto actor, un guión para una forma televisiva específica, una novelita dirigida a las mujeres. El decide la longitud, conoce el presupuesto y con frecuencia las preferencias de su actor o de su auspiciante.
En oposición a esto, el impulso creativo parece vago, vacilante, indeciso a veces y otras incontrolable. Una idea básica, aun informe, parece lo bastante maleable como para dirigirla en cualquier dirección que se desee. Parece no haber motivo para que el material del relato no se pueda desarrollar adaptándolo a la longitud necesaria o a cualquier otra exigencia.
Pero pronto se hace evidente que el material básico del relato tiene sus propias proyecciones, que por lo menos son tan duras como las demandas fijas de forma y asignación, y a menudo aún más incontrovertibles. Cualquiera que haya luchado con ciertos elementos dados de un relato sabe qué engañosamente dóciles pueden parecer al principio y sin embargo qué voluntad de hierro tienen en verdad.
En algún momento del desarrollo las grietas o inconsistencias se pueden hacer visibles; cuanto más nos acercamos al guión definitivo más difícil se hace ocultarlas o emparcharlas.
De modo que debemos mirar hacia el objetivo final y retornar hacia los ingredientes básicos en el curso de nuestra tarea creativa; debemos tener conciencia de las exigencias que nos impone la forma final que hemos elegido y debemos examinar las proyecciones de los elementos con los que estamos trabajando. Sólo mediante una combinación perfecta de ambos, lograremos la progresión dinámica característica de un relato y un guión satisfactorio.
El proceso creativo, desde la concepción de una idea hasta la forma final, es una lucha por el discernimiento totalizador. En el camino, nos obstaculiza la falta de conocimiento de lo que sucederá y del significado de las decisiones anteriores.
Sólo la obra completa nos puede dar la visión total, la entera comprensión de la intención y el resultado, la conciencia plena de la idea y la forma y ese momento feliz de la liberación que sólo la mente creativa conoce como una de sus recompensas más singulares.