TERCERA PARTE

Estrellas como pinchos

… Polvillo de tiza, que vuela al pasar

Dios el borrador…

JORDI PÀMIAS

Las dos hojas de la puerta se abren con firmeza. Cinco hombres muy serios, grotescamente disfrazados, entran en la estancia de Santa Clara. El que va en el centro del grupo, que lleva una banda de embajador más ancha que los demás, se dirige a la dama de negro. El abogado Gasull se inclina y susurra al oído a la dama. Ella levanta con aplomo una mano escuálida y el embajador la besa. El abogado Gasull está nervioso, de pie, y no sabe muy bien qué hacer. El embajador se dirige a él pensando no sé si será un familiar directo de la señora o no. Intercambian saludos genéricos. La dama de negro nota con desagrado el flash de un par de fotógrafos que inmortalizan el momento. Uno de los ayudantes dice que el señor obispo ya ha llegado y que, en todo caso, se reencontrarán con él en la recepción oficial posterior. El embajador filosofa sobre la alegría y el orgullo que los embarga a todos mientras un ayudante le pone en la mano un vaso de zumo. La dama de negro asiente con la cabeza y no logra arrancarse una sonrisa, pues sólo tiene prisa por que todo suceda de una vez, por que todo llegue antes de su muerte. El nieto observa la escena cautelosamente desde el mirador. Tan pronto como ve que el embajador pide tabaco a uno de los ayudantes, saca un cigarrillo y se tranquiliza por fin.

Entre tanto, Marcel Vilabrú habla con el agregado de la embajada acerca de las nulas posibilidades comerciales del Vaticano respecto a los deportes de nieve. Se muestra muy simpático y amable, porque quién sabe si, con el tiempo, no lo nombrarán embajador en un país en el que, además de hacer frío, nieve y haya montañas.

El embajador pregunta a la dama por el grado de parentesco que guarda con el interfecto y ella dice que, en rigor, no son familiares directos, pero que los Vilabrú somos las únicas personas próximas, la única familia conocida que tenía. Naturalmente, dice el embajador. En tiempos de guerra pasan muchas cosas, ya se sabe, y muchas familias quedan destrozadas, tercia Gasull echando un capote a la dama. Naturalmente, repite el embajador mirando al familiar directo o lo que sea, que es el único que puede mirarle a los ojos, qué repelús.

Después de intercambiar unas palabras secas con el guía, un hombre de pelo corto, indignado y entrecano se lleva por donde ha venido al grupo de rusos que son polacos. Algunos se vuelven a mirar a los de mosén Rella como si estuvieran a las puertas de Treblinka y se despidieran para siempre de sus seres queridos.

En cuanto el grupo está completo otra vez, el hombre joven lo conduce por el pasillo como si fueran los que se salvan del exterminio. No pueden avanzar deprisa por la abundancia de varices y el corredor no se acaba nunca. De vez en cuando, un cuadro oscuro y mal iluminado, probablemente de poco valor; no lo mira nadie.

—Las varices anastomóticas son las de tipo aneurismal.

—Se llamen como se llamen, me están matando.

Al final de otro pasillo, después de un curioso zigzagueo, el guía les franquea la entrada al horno crematorio, que es una sala bien iluminada, ésta sí, con muy pocas sillas, que ya están ocupadas por los polacos, quienes, al parecer, han llegado antes por una ruta secreta. En el centro, en unas mesas de madera rústica y medidas medievales, antipasti para los invitati.

Ay, el tiempo vuela cuando más desea uno que este glorioso día dure toda la vida. Se habían llevado ya el piscolabis y las migajas de conversación, y de repente, cuando hacía un buen rato que no tenían nada más que decirse, llega la liberación en forma de ujier, que abre la puerta desde fuera (en el Vaticano, las puertas de dos hojas se abren con una solemnidad singular) y ruega a los presentes que tengan la amabilidad de seguirlo, que él tendrá el honor de mostrarles el camino. Es entonces cuando el embajador dice ay, el tiempo vuela cuando más desea uno que este glorioso día dure toda la vida.

La dama no responde porque la ansiedad le agarrota los pulmones. Cuando entra el ujier, tan ceremonioso y educado, se levanta para disimular la turbación que la invade y espera que el resto de la familia la escolte y que su hijo le ofrezca el brazo. Tan majestuosa es, que por fin el embajador comprende que si en esa sala hay alguna autoridad, es ella.

El grupo de mosén Rella entra en la basílica. El padre dice al señor Guardans que la infalibilidad del sumo pontífice en cuestiones de canonización no es dogma de fe y que hay corrientes opuestas al respecto. Santo Tomás dice que, en las canonizaciones, debemos creer piadosamente en la infalibilidad del decreto pontificio, y son mayoría los teólogos que siguen esa corriente. Pero la opinión general es que la certeza del hecho de la infalibilidad es cuestión de fe teológica; no consta en las Sagradas Escrituras y, por tanto, no se trata de fe divina; tampoco la Iglesia ha definido el concepto y, por tanto, no se trata de fe eclesiástica.

20

Para aliviar un poco la soledad trasladó sus cuatro pertenencias a la escuela. Convirtió la habitación del material en un dormitorio austero, casi monacal, pues había empezado el período de penitencia por su cobardía. Un catre en el rincón, un armario superpoblado de carcoma y un pupitre desvencijado que le hacía las veces de mesa de trabajo, eso era todo. Silla, la del aula, y frío, cuanto quisiera. No sintió satisfacción cuando terminó el traslado, porque pensaba en Rosa obsesivamente todos los días; comía en ca de Marés y, con el café, en silencio, tomaba una copita de anís en compañía de Valentí, y nadie se sentaba con ellos en la mesa de las autoridades y mientras estaban allí no había conversaciones en la tasca, sólo miradas de reojo y prisa por marcharse. Un día Valentí le dijo que sentía mucho lo de su mujer y Oriol, a modo de respuesta, apuró el anís de la copa y chasqueó la lengua. Para distraerlo de su pena, el acalde le dijo he oído decir que el ejército se retira de la zona y se va a Aragón.

—¿A pesar de los atentados?

—Desde entonces, esto es una balsa de aceite. Aunque al glorioso Reich se le están torciendo las cosas en Francia.

Oriol no dijo nada. Le costaba un esfuerzo pensar.

Aquella misma tarde, Cassià el de ca de la Maria del Nasi, el único miembro de la familia que podía circular a sus anchas porque le faltaba un tornillo (Josep Mauri había huido y Felisa, amargada y muda de pena, vivía sola con sus abuelos, unos republicanos sin remedio, a su edad), llamó a los cristales del aula y, por señas, le dio a entender que tenía carta. Los mayores todavía estaban repasando la lista de los afluentes, tenían el mapa de la península colgado en el centro mismo de la pizarra, y los pequeños hacían la muestra. Oriol salió del aula y, con el corazón en un puño, cogió la carta de manos del cartero improvisado y regresó al aula con la intención de abrir el sobre inmediatamente. No tenía remite, pero reconoció la letra de Rosa. Matasellos de Barcelona. Se la metió en el bolsillo y fingió que la olvidaba mientras preguntaba a Ricard el de ca de Llates de qué río era afluente el Alagón.

No pudo abrirla hasta que se marcharon los niños, y entonces, cerca de la estufa, con nerviosismo, rasgó el sobre. Oriol había conservado entre las hojas del cuaderno el sobre roto y la brevísima carta que Tina había releído cien veces.

Oriol, tengo la obligación de comunicarte que has tenido una hija y que está bien de salud. No voy a ir nunca para que la conozcas porque no quiero que sepa que su padre es fascista y cobarde. No intentes dar conmigo ni mandes a nadie a buscarme: no estoy en casa de tu tía, mi hija y yo nos las apañaremos por nuestra cuenta. Ya no tengo tos. Seguro que me la provocabas tú.

Adiós para siempre.

Qué cruel, pensaba Tina. Y miró distraídamente a Doctor Zhivago, que, subido al ordenador, contemplaba absorto el luminoso paisaje casi primaveral y lleno de ilusiones que se veía por la ventana. Qué estará haciendo Arnau ahora. Estará con las manos juntas y los ojos en blanco, rezando como nunca le enseñamos nosotros. O cantando. O a lo mejor maldice el día en que se le ocurrió meterse en un infierno del que le costará mucho salir. O ninguna de esas cosas. Cuánto lo echo de menos. Entonces pensó en Jordi y tuvo que reconocer que, si hubiera tenido suficiente valor, habría hecho lo mismo que Rosa.

Con manos temblorosas, Oriol volvió a meter la carta en el sobre rasgado, y el primer impulso que tuvo fue abrir la puertecilla de la estufa y echarla al fuego. Pero, pensándolo mejor, le dolía tanto que se la guardó en el bolsillo. Pasó cinco minutos mirándose en el desportillado espejo del lavabo de la escuela, siempre frío e impregnado de un olor ácido que apestaba y le agujereaba las fosas nasales, buscando la manera de entender una situación que no tenía pies ni cabeza. Rosa se había ido hacía quince días. No pudo soportar la muerte de Ventureta. No podía soportar que todos considerasen a su marido la mano derecha de Valentí Targa, la eminencia gris del alcalde. No pudo soportar que la gente dijera que el maestro cometía el crimen aborrecible de utilizar a los pequeños para delatar a los padres, que los llamaba aparte a la hora del recreo y, con la dulzura que lo caracterizaba, tan falsa, les tiraba de la lengua hasta que decían lo que quería oír. Que incluso llegó a saber quién se escondía en ca de Llovís. Y los niños no son culpables de eso, pobres angelitos. Bastante mérito tienen que no se mueren de miedo. Tampoco pudo soportar que a Marçana se le hubiera terminado el pan dos días seguidos precisamente cuando iba ella a la panadería. El pan y la conversación. Y las mujeres que estaban por allí no decían nada o se acordaban de repente de que tenían mucha prisa y la dejaban sola, ridícula, en el pintoresco pueblo de Torena, en el valle de Àssua, cerca de Sort, en la comarca del Pallars Sobirà, con un censo de población de trescientos o cuatrocientos habitantes (más veintiún traidores rojos separatistas que habían preferido exiliarse y treinta y tres muertos en la cruzada contra el marxismo, de los cuales dos eran héroes: el joven Josep Vilabrú y su padre, Anselm Vilabrú, propietario de la mitad del término municipal, que murieron pasados por las armas de un pelotón de la FAI, quince días después del pronunciamiento fascista). Y aunque en la agricultura destacara la abundancia de centeno, cebada y trigo para el abastecimiento propio, cuando Rosa iba a comprar pan, ya no había. Ni lo habría nunca más. También por eso se marchó del pueblo Y quizá también por las miradas tiernas que la señora Elisenda Vilabrú la de casa Gravat echaba a su marido.

—Me va a pagar mil.

—Ni aunque te pague un millón. ¡No puedes hacerle un retrato!

—¿Por qué no?

—Es un asesino.

—De momento, nos toca agachar la cabeza. Ya llegará el día en que la levantaremos.

—Una cosa es agachar la cabeza y otra… ¿Pero es que no te repugna?

Se oyó el toque de difuntos en Sant Pere. Rosa se puso rígida pero no se movió de donde estaba. Oriol dejó el vaso de leche en la mesa, señaló el vientre de Rosa e insistió en voz baja no quiero que nos maten como al chiquillo.

—Cobarde.

—Sí. Me da miedo morir.

—Bien pensado, la muerte no duele tanto como parece.

Oriol no contestó y Rosa se levantó y se fue de la cocina. Al cabo de un rato se oyeron unos sollozos contenidos en el dormitorio. Oriol apartó el vaso de leche como si le diera náuseas y se puso a pensar mirando fijamente a la nada, deseando muchísimo ser de otra manera. Levantó la cabeza: Rosa salió de la habitación completamente arreglada, con un vestido muy serio.

—¿Adónde vas?

—Al entierro.

—Sería más prudente que…

—Aprovecha para ir a retratar a tu amo.

—Tengo que ir a Sort a la reunión de maestros —contestó él, dolido. Pero ella salió sin esperar a oír la respuesta. En ese momento, Oriol no sabía que no volvería a hablar con ella nunca más.

Rosa se marchó de Torena la víspera de Navidad, el día del entierro de Ventureta, cuando todo el mundo estaba en el trabajo y Oriol, en Sort, en una reunión de maestros de los valles convocada por el delegado de la Falange Española, que quería animarlos a adherirse en bloque a la Falange, camaradas. Rosa se marchó como los fugitivos, sin avisar, sabiendo que, además del capacho y la maleta llenos, se llevaba todas las ilusiones y todos los qué bonito que ya nunca dirían. Y lo hizo porque era una mujer fuerte y no quería que su hijo viviera con un fascista. Llevaba en su seno toda la esperanza que le quedaba.

Sin saber muy bien por qué, Tina conservaba la carta como un tesoro dentro de los cuadernos; era un documento que ponía de manifiesto hasta qué punto puede la infelicidad horadar el armazón de las personas y aniquilarlas. Aunque Rosa llevaba la esperanza en su seno, no como yo, que la he perdido en un monasterio barrido por corrientes de aire.

21

Ante la imagen de Nuestra Señora del Coro, en presencia de una representación frugal pero selectísima de autoridades y gentes de pro (el Capitán General de la Primera Región, a la sazón presente en San Sebastián, tres coroneles antiguos compañeros de armas del infortunado capitán Anselm Vilabrú y una veintena de personalidades influyentes, sobre todo por lo influyentes que llegarían a ser en Barcelona y en Madrid), en la histórica y recargada parroquia de Santa María, Santiago Vilabrú Cabestany (de los Vilabrú–Comelles y los Cabestany Roure) ¿tomas por esposa a Elisenda Vilabrú en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad?

—Sí, padre.

—Y tú, Elisenda Vilabrú Ramis (de los Vilabrú de Torena y de los Ramis de Pilar Ramis de Tírvia, ser una puta y una mejor me callo, por respeto al pobre Anselm), muchacha bellísima, que si no fuera yo capellán castrense, te pasaba por la piedra aquí y ahora, que a tus veintidós años has sabido mover hilos entre los refugiados en San Sebastián, que esperan con anhelo que Cataluña caiga en manos de las tropas franquistas para recuperar lo que el marasmo rojo les ha arrebatado con violencia, y no has perdido el tiempo, porque te has buscado un hombre escandalosamente rico, aunque dicen que tu padre también te dejó muy bien situada. Por cierto, que lo de tu madre, Pilar Ramis, no sé exactamente en qué consiste, pero todo el mundo habla de ello. ¿Tomas por esposo y sinecura vitalicia a Santiago Vilabrú Cabestany (de los Vilabrú–Comelles y los Cabestany Roure), en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en los cuernos y en la indiferencia conyugal? Porque, aunque no tengo un pelo de maricón, tampoco me importaría casarme con este tal Santiago aunque me diera por el culo una vez al mes, sólo por la fortuna que tiene. Responde, hija.

En un banco de la vigésima fila, Bibiana, que tenía el don de saber el final de las historias, miraba la nuca de Santiago y la de Elisenda con aprensión y decía no, chiquilina, di que no y echa a correr.

—Sí, padre.

—En el nombre de Dios, yo os declaro marido y mujer y lo que Dios ha unido no lo separe el hombre sino la muerte. Viva Franco. Arriba España. San Sebastián 28 de Febrero de 1938, Tercer Año de la Victoria. Firmad aquí abajo. Los dos, sí. Y los testigos también. No os preocupéis, hay espacio para todos. Pido un aplauso para los novios. Sí, eso es, muy fuerte. Viva Franco. Y viva el ejército español.

Fue una decisión muy meditada. Su querido tío August le había insinuado que conocería fortunas europeas, que estaba escrito en su destino, pero ella ya había aceptado que la guerra desbarata todas las cosas, incluso los sueños, y se decidió por Santiago; sólo le llevaba dos años, era un chico agradable, muy bien educado, con cierta fama de zascandil, pero estaba perdidamente enamorado de ella. Además, tenía el buen gusto de llamarse Vilabrú. Y, sobre todo, le recordaba a su hermano Josep, a la imagen que guardaba de él, de una noche en casa Gravat cuando le dijo que si las cosas se torcían, nos vamos todos al otro lado, a San Sebastián, pero por Francia, porque conozco a un contrabandista que nos llevaría sin problemas, y lo escuchó pensativamente y dijo pues tal vez sea necesario hablar con él. ¿Quién es? Ventura, bueno, el marido de Ventura; no hay quien conozca mejor todos los valles y senderos de aquí a Francia. Pero no llegaron a tiempo, porque el pelotón de Tremp, previa denuncia de tres cabrones del pueblo, perpetró los actos: una bala a mi padre en la nuca y un baño de gasolina a mi pobre Josep. Y Santiago le recordaba mucho a Josep, muchísimo. Casi parecía que se casara con el recuerdo de su hermano, en vez de con Santiago Vilabrú i Cabestany (de los Vilabrú–Comelles y los Cabestany Roure).

Ella le confió sus sentimientos y lo que se proponía hacer cuando volvieran a Torena y él, frunciendo el ceño con disimulo, le dijo muy bien, querida, pero ahora pensemos en nosotros, lo cual significaba vamos a la cama a hacer santo uso del matrimonio, que me muero de ganas de hacer santo uso con todas mis fuerzas, y después de haber hecho santo uso del matrimonio como prescriben las escrituras, Elisenda insistió, quiero que lo paguen tres personas del pueblo. Santiago Vilabrú se rascó la cabeza y dijo es que a mí estas cosas… Oye, ¿sabes una cosa? Que es mejor que nos instalemos en Barcelona, así no te obsesionarás tanto, y vas a Torena de vez en cuando, y ella, cruzada de brazos, replicó aquí no se hace más santo uso de nada hasta que me jures que iremos a vivir a Torena, y él contestó como quieras, querida.

—¿Estás dispuesto a vengar la muerte de mi padre y de mi hermano?

—Cuenta con ello. Enséñame los pechos otra vez. Ven aquí, preciosa.

—No. Júramelo.

Llegaron a un acuerdo: él le presentaría a la persona adecuada, pues conocía a un hombre que lo haría muy bien. Era de allí, conocía a la gente y tenía lo que hace falta cuando uno quiere… Anda, desabróchate la camisa, vamos.

—¿Quién es?

—Un conocido. De ca de Roia, de Altron. Me ha hecho algunos servicios… Bueno, encuentra soluciones para todo.

—¿Dónde puedo ir a verlo?

—Está en Burgos. Ven aquí, bombón.

El segundo día de matrimonio, después de hacer santo uso del matrimonio cuatro veces y tras cinco minutos de conversación y un sobre abultado, Elisenda Vilabrú Ramis (de los Vilabrú de Torena y de los Ramis de Pilar Ramis de Tírvia, un puta y una mejor me callo por respeto al pobre Anselm) consiguió un permiso especialísimo y se fue a Burgos con Bibiana en taxi. Llevaba unos días reordenando las enérgicas enseñanzas de la madre Venància, porque se había dado cuenta de que si uno no se espabila, se adueñan del mundo los malos, los maleantes, los asesinos, los comunistas, los rojos, los anarquistas, los ateos, los masones, los judíos y los catalanistas. Por lo tanto, se imponía una valoración global de los preceptos morales para ver cuáles podían quedarse momentáneamente en la reserva. La confesión que hizo antes de la boda con el capellán castrense, capitán don Fernando de la Hoz Fernández y Roda (que estaba dolido porque habían elegido al coronel capellán Macías para celebrar la ceremonia), la ilustró a la mil maravillas, porque el santo varón, después de un entusiasta acto de fe a propósito de la figura del Santo Caudillo, que los llevaría a la Victoria Final, le aseguró que toda actividad, toda, hija, encaminada a la aniquilación y liquidación de las hordas malignas, malhechoras, asesinas, comunistas, rojas, ateas, masonas, judías y catalanoseparatistas complace a Dios Nuestro Señor, Amo y Señor de la Justicia, Dispensador del Castigo Divino y Garante de la Sagrada Unidad de España. Y si no, fíjate en la figura bíblica de Goel, a la que jamás ha vilipendiado ningún teólogo, santo padre ni papa. En mi opinión, eso significa ¡leña a los rojos! En estos momentos, hija… (aquí, el capitán don Fernando de la Hoz Fernández y Roda tuvo que hacer un alto para enjugarse la frente con un pañuelo y recuperar el aliento, porque, a pesar de la celosía que los separaba, lo embriagaban por completo el tono aterciopelado de la voz, el destello de los ojos, que reflejaban la llamita del Santísimo y la convertían en pasión, el movimiento inocente de los pendientes de brillantes y la fragancia sensual que me está poniendo a morir). Para calmarse, se sonó y prosiguió hija, en estos momentos, Nuestro Señor Cristo Rey ve con agrado todos los Actos de Justicia. Y ahora, reza conmigo un avemaría. No, rézalo tú sola ante el Santísimo, hija, y encomiéndate a la Inmaculada Concepción, que es la patrona del ejército de tierra. Ego te absolvo a peccatis tuis et hic et nunc, domina, te moechissare cupio.

—Amén —respondió Elisenda devotamente.

Todo el frío del temprano invierno se había concentrado en la pensión del paseo del Espolón Viejo de Burgos a la que fueron a parar; Bibiana la ayudó a ponerse el abrigo y se atrevió a decir mucho cuidado, chiquilina, que a lo mejor todo esto es muy grande para ti. Pero Elisenda no estaba dispuesta a oír consejos. Dijo gracias, Bibiana, pero es mi vida lo que está en juego; salió de la habitación y bajó al angosto vestíbulo en el que la esperaba un hombre de baja estatura, ojos azul hielo, pelo oscuro y edad mediana, que le tendió la mano con curiosidad y admiración. Bibiana, entre tanto, mientras guardaba los abrigos descartados, pensaba pero si es que tu vida es la mía propia, hija de mi alma, ¿acaso no te das cuenta?

—No, no, que las paredes oyen, demos un paseo —dijo ella cuando el hombre de ojos claros le insinuó que podían ir a un café que conozco en el que.

Se encontraban muy cerca de la plaza de Prim y la niebla que llegaba del Arlanzón empezaba a envolver el barrio. Cruzaron la plaza en silencio. Tuvieron que dejar pasar un convoy larguísimo de camiones del ejército nacional cargados de piezas de artillería mediana, que se dirigía inexorablemente a la destrucción. Con los guantes puestos, la pareja aplaudió, igual que los demás transeúntes que se cruzaron con la caravana en medio de la plaza. Tres minutos y treinta y dos segundos de ovación. Cuando el camión del farolillo rojo salió de la plaza al encuentro de grandes victorias, ella le dio a entender que prefería ir por la plaza de la Libertad, sencillamente porque caía de paso. Llegaron allí por Puebla y, después, a la placita de San Lesmes; entonces ella miró al hombre de ojos azul hielo y le dijo tú serás mi Goel.

—¿Qué?

De la boca del hombre de ojos azul hielo salieron unas desorientadas nubecillas de aliento condensado.

Aunque era mayor que ella, lo trató de tú desde el primer momento para sentar claramente las bases de la autoridad entre ellos. Y después le regaló una breve sonrisa. El hombre seguía exhalando nubecitas desorientadas. Con ánimo didáctico, Elisenda le contó lo sucedido a su padre y a su hermano y le pareció raro que no hubiera oído hablar del caso; él dijo que hacía mucho tiempo que se había ido de Altron. No, no había oído hablar de ese caso, no. Tremendo, ¿verdad? ¿Y qué quiere que haga yo?

—Que te encargues de vengar la muerte de mi padre y de mi hermano.

—Coño. —Lo dijo entre dientes, pero se arrepintió de haberlo soltado delante de ese ángel.

—Se trata de hacer justicia. Justicia estrictamente. La justicia de Dios que debe caer sobre los verdaderos culpables.

Los ojos azul hielo miraron de arriba abajo a esa mujer tan estimulante; el hombre iba a decir si la orden viene de usted, no me temblará el pulso, pero se contuvo a tiempo. Volvió a mirarla con extrañeza porque, a pesar del frío que hace, ella está ahí tan tranquila hablando de matar.

—¿Qué anhelas en la vida? —preguntó ella didácticamente.

—¿Cómo dice?

—¿Cuál es tu sueño?

—Ah. Limpiar el mundo de comunistas y separatistas. Me he adscrito a la Falange.

—De acuerdo. Yo te diré quiénes son los comunistas y separatistas de Torena.

—A lo mejor conozco a alguno.

—Joan Bringué el de ca de Feliçó, Rafael Gassia el de ca de Misseret y Josep Mauri el de ca de la Maria del Nasi. Y alguno más que no participó, pero que se rio para el cuello de su camisa cuando rociaron a mi hermano de gasolina.

Avanzaron unos pasos en silencio. Pisaban el frío, que crujía bajo sus zapatos. De pronto, él se detuvo y la miró de frente. Le pareció bellísima:

—¿Y por qué cree que estoy dispuesto a hacerlo?

—Firmaremos un contrato y tendrás la vida resuelta.

—Conozco a Josep el de ca de la Maria.

—Primero lee atentamente el contrato que voy a redactar y después me dices si conoces a alguien.

Le dijo con todo lujo de detalles, pero en un tono bastante mecánico, el dinero que ganaría por cada ejecución y la holgada situación en que viviría el resto de su vida. Además puntualizó la clase de relación que se establecería entre ellos a partir de ese mismo momento. Si aceptas, te juro que cumpliré mi parte del trato hasta la muerte.

—Cuando llegue allí el ejército, echarán a correr como conejos.

—Tal vez no. No saben que estoy dispuesta a todo. —Aspiró aire helado y dijo—: En cualquier caso, espero que los pilles antes de que huyan.

El hombre pensó unos segundos. Calculaba ganancias, calibraba circunstancias.

—¿Y si les ajustan las cuentas los soldados antes de que llegue yo?

—De ninguna manera. Quiero castigarlos yo. Quiero que el castigo sea personal. Mío. De mi Goel. Si los castigas tú será como si lo hiciera yo. Si lo hace otro, no cobras.

—Entiendo. Pero cómo…

—De eso me ocupo yo. Tú tienes que ir a Torena tan pronto como puedas y me informas. Yo volveré cuando lo crea oportuno. Hay que prepararlo todo con precisión.

—¿Por ejemplo?

—Tienes que hacer méritos en el frente. Después te haré alcalde de Torena.

—¿Tú? —Pausa fría—: ¿Usted?

—Puedes tratarme de tú. ¿Aceptas ser mi Goel?

—¿Qué significa Goel?

—¿Aceptas? ¿Te atreves?

—Si cumples el trato tal como me lo has propuesto… —Todavía dudando, como si se quitase una molestia de encima—: ¿Qué significa Goel?

—Es la figura bíblica del vengador de sangre. ¿Aceptas?

—Si el pacto que firmo es el que me acabas de decir, me parece bien. Pero…

La miró a los ojos. Ella le sostuvo la mirada.

—Pero ¿qué?

—Acepto con una condición.

—Cuál.

—Que echemos un polvo.

—¿Qué es echar un polvo?

Él dijo echar un polvo es hacer uso del matrimonio, pero, en este caso, sin matrimonio. Hacer uso. Fornicar. Moechissare. Ahora. Conozco un sitio en el que podemos estar todo el tiempo que queramos. Conmigo probarás la gloria.

Ella se detuvo y lo miró de pies a cabeza. La gloria. Por unos momentos, el hombre temió perderlo todo, la prebenda de Torena, el sueldo y el polvo, por haber forzado las cosas más de la cuenta y tan precipitadamente. Sin embargo, contra toda prudencia, ella dijo que era justo, porque si le pedía ciertas cosas, él, en contrapartida… Y se calló porque pasaba al lado un matrimonio de mediana edad y prefería evitarse disgustos, y es que, según los Pitarch, a unas personas de Calella las habían llamado severamente la atención en Burgos, pues, por lo visto, en Burgos no se podía hablar catalán en la calle ni en los lugares públicos. Cuando se quedaron solos de nuevo en la entrada de San Lesmes, ella sonrió, le tocó la mejilla con una mano enguantada y le dijo de acuerdo, pero que sea ahora mismo porque tengo un poco de prisa.

En el camino hacia el sitio que él conocía, Elisenda le dijo que haría una gestión con un ayudante de campo del general Antonio Sagardía Ramos, para que al día siguiente sin más demora incluyese en el Estado Mayor de su sexagésima segunda División del Cuerpo del Ejército de Navarra, que estaba a punto de entrar en Cataluña por los Pallars, al sargento…, ¿cuál es tu nombre de pila?

—Valentí.

Valentí Targa, natural de Altron, antiguo contrabandista, futuro asesino execrable y excelente conocedor de la zona y de sus habitantes, posible informador perfecto, patriota incorruptible, falangista, deseoso de imponer a toda costa la luz, el orden, la ley y la religión en la desvertebrada Cataluña. Valentí respondió que le asombraba muchísimo que una chica de ¿veinti… cuántos?

—Veintidós.

Pues… que una mujer de veintidós años fuera capaz de organizar las cosas de esa forma, con tanta precisión. No, por favor, no te quites los pendientes, no.

El polvo estuvo dominado por los resoplidos del hombre, que no podía creer la suerte que tenía entre los brazos, y quizás albergara la necia esperanza de convertirse en su amante para siempre. Sin embargo, en cuanto descargó su desasosiego en el cuerpo de ella, Elisenda se levantó y, desnuda y esbelta, se plantó delante de él, que todavía jadeaba, y le dijo muy bien, he cumplido tu condición, pero no me tocarás nunca más. Es mi precio.

Carmencita. Tras un silencioso viaje de vuelta, durante el cual Bibiana dio por sentado que la niña tramaba cosas de mucha envergadura y comprendió que no podría detenerla, Elisenda Vilabrú Ramis (de los Vilabrú de Torena y de los Ramis de Pilar Ramis de Tírvia, una puta y una mejor me callo por respeto al pobre Anselm) se enteró de que la otra se llamaba Carmencita, de que la había sustituido eficientemente en su ausencia y de que usaba un perfume repulsivo.

—Ni te tomas la molestia de esconderte, vamos —le dijo a su marido, aturdida.

—No vale la pena. Al final te enterarías de todos modos. No puedo pasarme más de un día sin un polvo, entérate, reina.

Elisenda dejó la maleta en el suelo, esperando a que Carmencita, confusa, se pusiera la falda y saliese, descalza y todo, a terminar de vestirse en el rellano de la escalera.

—Mañana tienes que firmar unos documentos.

—Aquí no existe el divorcio. ¿No te habías enterado?

—No. Me refiero a los testamentos, el asunto del que hablamos.

—Ah. Muy bien. —Santiago se sentó en el sillón de al lado—: Es decir, que no estás enfadada.

Elisenda no contestó. Ni lo miró. Probablemente empezaron entonces los trece años de indiferencia. Él insistió:

—Pues… si no estás enfadada… podríamos intentar…

Lo miró como si volviera de muy lejos, de papeles firmados y del Goel de cuerpo duro y moreno, y no dijo nada. Él insistió:

—Pues eso…, vamos a ver si… con las dos, ella y tú y yo. Nos lo pasaríamos… —Con ilusión en los ojos—: ¿Tú lo has hecho alguna vez?

22

Sólo las mujeres de ca de Ventura, Manel Carmaniu, primo carnal de la madre, y los ariscos abuelos Esplandiu, de Altron, con un odio silencioso grabado en las arrugas de la cara, las mujeres de ca de Misseret, altivas porque, tras la muerte de Rafael, no tenían nada que perder, y Felisa la de ca de la Maria del Nasi, cuyo marido había huido por piernas y no se sabía dónde paraba, Cassià Mauri, su cuñado, el de la sesera corta, una prima de los Bringué de ca de Feliçó y mosén Aureli Bagà, que no sabía adónde mirar y pensaba Dios mío, cuándo acabará todo esto, y Pere Serrallac, que además de ser el sepulturero de los pequeños cementerios de los pueblos de la vertiente de poniente, había abierto hacía poco un taller de piedra, escultura industrial, lápidas, tejas y lajas de pizarra para techumbres y suelos que de momento no marchaba muy bien porque ocasionaba mucho papeleo y dejaba poco margen de beneficios. Quién me iba a decir a mí que abriría una tienda, yo, que me he pasado la vida predicando la bona novajo de la frateco universala. Sólo doce personas acompañaron a Ventureta, que murió de una bala en el ojo. Mucha gente del pueblo dijo en voz baja que habría ido, pero no querían pasar por delante de los cuatro hombres de Targa, que se plantaron en la curva chica con el uniforme falangista y, aunque no prohibían el paso a nadie, escrutaban con la mirada el alma de todo el que se acercara al cementerio y tomaban nota de memoria de los nombres y las caras, mientras el señor alcalde estaba en Sort, en Tremp o en Lérida explicando lo que había pasado en realidad, y que no prestasen oídos a los dimes y diretes. Que Dios, si existe, se lo tenga en cuenta, cagüendiós. Otros se quedaron en casa oyendo el aire y pensando en el fondo les está bien empleado, aunque Ventura no era ni de la FAI ni de nada. Algo habría hecho, seguro, con el pasado que tenía… ¿Qué pasado? Pues el contrabando. Como tú. Sí, pero él empezó mucho antes; era perro viejo, sí. Claro. Y es una pena, porque sólo era un chiquillo, pero te digo yo, que a partir de ahora, todos se van a poner firmes. En eso llevas razón. Se les han bajado los humos. Y dice Bibiana la de casa Gravat que la señora estaba en cama, que tenía una migraña insufrible. Pobre mujer. ¿Pobre? Así pudiera llorar yo con sus ojos. Pues a mí me han dicho que no estaba en el pueblo, que ayer se fue a Barcelona. Vive ahí enfrente, al otro lado de la plaza, y nunca sabemos dónde está.

—No sé por qué hostias lo entierran por la iglesia.

—Hombre…

—No, no. El mosén se tendría que negar. Ventura es un descreído.

—Oye, más vale que.

—Una cosa es el padre y otra el hijo, o la mujer.

—No, no. Me parece a mí que… Como me dé por ahí, voy y lo denuncio, oye lo que te digo.

El mosén lo resolvió todo en latín y a ninguno de los presentes se le ocurrió pedirle que alargase la ceremonia, y es que la aflicción lo llenaba todo, es tan grande la pena que no me cabe en el corazón. Antes de que las mujeres valientes y los pocos hombres animosos se marcharan del cementerio, cada cual a su desalentada vida, Pere Serrallac se acercó a la madre, que tenía los ojos duros como el diamante, y le dijo al oído estoy haciendo una cruz de piedra para tu hijo, corre de mi cuenta. Y cuando aquí se pueda respirar, tu hijo tendrá su lápida, regalo de la casa. Y ella contestó sin mirarlo que Dios te lo pague, Serrallac, y se fue también a reanudar su amarga vida, a denunciarlo a la Guardia Civil, a acusar a Valentí Targa, a las largas esperas en un banco de madera del cuartel, a los resultados de las minuciosas pesquisas policiales, que concluyeron que por desgracia el chico había sido víctima de algún malhechor de los que se esconden en el bosque y se acabaron las falsas acusaciones contra cualquiera sólo por un agravio personal. ¿Por qué cree que a usted y a su familia les han prohibido salir del pueblo sin permiso?

—Ha sido el señor Targa, que odia a mi marido por lo de la Malavella.

—¿Quiere que la mande a la cárcel por calumnia, señora?

Y la mujer ya no sabía dónde ir a reclamar, si no era a Dios; por eso cogió la capillita portátil de Sant Ambròs, que le tocaba por turno, se fue a la iglesia y la dejó a la puerta, al sereno. Aunque el santo no tuviera la culpa, Dios Todopoderoso sí. Hizo la señal de la cruz y a partir de ese momento no volvió a dirigirle la palabra.

Después de rellenar la zanja y apretar la tierra con la pala plana, sabiendo que estaba solo, Serrallac rebuscó en una artesa vieja que tenía cerca del muro y sacó de ella unos pensamientos frescos, de color amarillo vida e intenso azul cielo, y los plantó en la tierra que acababa de remover sabiendo lo que tenía que decir a la autoridad, si acaso le llamaba la atención por semejante manifestación floral inapropiada: oiga, es que, como me paso todo el día en el taller…, compréndalo. Pero no pudo evitar un escalofrío de pánico cuando oyó abrirse la oxidada puerta, y no por la acción del viento. Se levantó y vio a la mujer del maestro, quien, lejos de acusarlo de apología del terror por plantar allí pensamientos amarillos y azules, traía también un vistoso ramillete de siemprevivas, confeccionado a toda prisa, pero selecto y delicado. Por la cara que puso, también esperaba estar sola. Se agachó ante la tumba y dijo para sí Ventureta, no he venido antes porque las mujeres valientes que te han acompañado hoy aquí lo habrían considerado un insulto, pero te he traído estas flores; perdóname, perdóname, perdóname.

—Catorce años —dijo Serrallac, acusador.

—Es un asesinato.

—¿Y lo dice usted?

—Me voy del pueblo —dijo ella.

—¿Y su marido?

Pero Rosa ya se había levantado y se disponía a marcharse. Miró a Pere Serrallac y le dijo gracias por poner esos pensamientos tan bonitos.

Entonces se le ocurrió; rebuscó en el bolso y sacó un billete.

—Por favor —dijo—, que no le falten flores… mientras dure este dinero.

Pero Serrallac rechazó el dinero con un ademán drástico y le aseguró que no le faltarían flores al chiquillo. Rosa esbozó una mueca que, de lejos, pudo haber parecido una sonrisa, y dijo es usted un buen hombre, y se llevó la mano al vientre como un canónigo venerable.

—¿Adónde se va usted?

—Prefiero que no lo sepa nadie. Aquí no me quieren.

—La cosa no es contra usted, digo yo.

—Ni nada. —De pronto, lo señaló—: ¿Puedo ponerme en contacto con usted, si lo necesitara por algo?

—Mejor escríbame al taller, como si fuera una carta comercial.

Extrajo del fondo de un bolsillo unos papelitos sobados y arrugados. El retrato de Bakunin con las primeras frases de Dieu et l’État por detrás, como una oración fervorosa, traducidas al esperanto; un calendario caducado; una foto de su hijo y su mujer y una docena de albaranes manoseados. Fue pasando los albaranes delicadamente con manos hinchadas de picar piedra, hasta que encontró una tarjeta. Se la dio a Rosa sin decir palabra.

Ella se lo agradeció sin palabras y se dirigió a la puerta. Pere Serrallac la siguió con la mirada. Fue entonces cuando advirtió, a la entrada del recinto, el taxi de Evarist el de Rialb cargado con una maleta pesada en la baca y, en su fuero interno, deseó suerte a la mujer del maestro, que se iba del pueblo sin haber tenido ocasión de remojarse los pies en el Pamano.

23

La infalibilidad pontificia en materia de canonizaciones es cuestión de fe teológica, no de fe divina ni eclesiástica.

—¿Y eso qué significa?

—Significa, mi querida señora, que las Sagradas Escrituras no tratan la cuestión ni el Código de Derecho Canónico estipula su esencia. En cambio, se fija en los trámites. —Posó la taza de té exactamente en el mismo sitio que Tina Bros la semana anterior y bromeó—: Es de sobras conocido el espíritu eminentemente reglamentista del Código de la Iglesia.

Buscó la complicidad de las pupilas muertas de la dama, sentada enfrente, pero la dama no reaccionó y sus pupilas, menos aún; antes bien, la señora Vilabrú se ladeó levemente y, prescindiendo del protocolo, dijo explícamelo, Romà, y el abogado Gasull le dijo por lo que se me alcanza, si el Santo Padre considera que las pruebas y alegaciones del postulador de la causa son suficientes, puede actuar. Dirigiéndose al ilustre eclesiástico:

—¿Es eso, no?

—Exactamente, muchas gracias. O mejor dicho, más o menos.

—Hubo otro milagro.

—En efecto, señora. Pero resulta que la Sagrada Congregación opina que es preferible aguardar uno o dos años.

—De ninguna manera.

El eclesiástico sacó un paquete de cigarrillos del maletín y ofreció uno a Gasull. Éste lo rechazó con un brioso movimiento de cabeza y el hombre tuvo que volver a guardar el paquete. Mientras lo hacía, miró resignadamente alrededor. Cuadros caros, muebles nobles, ambiente impoluto, silencio elegante.

—Hay que reconocer que el primer postulador, mosén Bagà…

—El antiguo párroco del pueblo —puntualizó ella inclinándose hacia Gasull.

—… así como monseñor August Vilabrú, su tío, hicieron un trabajo muy preciso y meticuloso. Principalmente su tío.

—Se entregaba a los detalles en cuerpo y alma —reconoció ella sin dejar de mirar al frente.

—¿Es usted creyente?

Mil novecientos setenta y cinco. Tina Bros y Jordi Bofill, en un tren que les llevaba a respirar a Europa, hicieron fondo común del dinero que tenían y comprobaron que, con semejante fortuna, en París no podrían pagarse ni un albergue. Y, para celebrarlo, se besaron. Cinco años antes habían viajado en ese mismo tren, pero se apearon a medio camino (porque su destino era Taizé) con una vela en la mano y fe en la comunión ecuménica en la cabeza y en los labios. Allí conocieron a excelentes amigos para toda la vida de todas partes del mundo, a los que nunca volvieron a ver, porque por mucho que uno jure amistad eterna, si unos viven en El Cairo, en Helsinki o en Ljubljana y los otros en Barcelona es imposible mantener el contacto y al final siempre se impone el aburrido transcurrir diario del diario transcurrir. Mil novecientos setenta y cinco. A la altura de Lyon se pusieron a hablar de Taizé, del concilio de jóvenes y de lo lejos que había quedado todo eso, y te acuerdas de la chica árabe, qué habrá sido de ella. Sí, claro, cómo se llamaba. Y el tío aquel, medio albino. De Suecia. No, me parece que era de Finlandia. Sí, me parece que sí. Sí, que tenía un nombre más raro…, sí. Éramos muy jóvenes y creíamos en todo. Sí. Concilio de jóvenes, ¿qué te parece? Más allá de Lyon, cogidos de la mano, mirando el paisaje que bordeaba la Roine, se dijeron yo, Tina, yo, Jordi, personas libres, decidimos con total libertad y pleno conocimiento abjurar de toda fe religiosa que hayamos practicado en cualquier momento de nuestra vida. Porque somos mujeres/hombres libres. Qué alivio, Jordi. O, yo sí que…, porque lo había dejado espontáneamente. Tenemos que dar fe por escrito. No hace falta, mujer, en serio. Pero, a partir de ahora, qué alivio. Y Jordi dijo la bonita frase de que ser buena persona no significa ir a misa, sino ser leal y honesto. Te prometo lealtad para toda la vida, Tina, y en el tren, a las afueras de Lyon, de camino a París, Tina se enorgulleció de su marido.

—No, padre. No soy creyente.

Pero tengo un hijo que es monje benedictino.

—¿Y por qué quiere confesarse?

—No es eso exactamente. Quiero consultarle una cosa, pero en secreto de confesión.

—A ver, hija: el secreto de confesión… En fin, no importa: hable y si puedo ayudarla lo haré. Nada de lo que diga saldrá de aquí.

—¿Me lo jura?

—¿Cómo quiere que jure semejante tontería? ¡Por el amor de Dios!

—Sí, tengo una objeción y por eso he recomendado que se posponga la causa del venerable Fontelles.

—¿De qué objeción se trata? —Silencio, que rompió la señora Vilabrú—. Adelante, hable con franqueza.

—Pues que usted es el único testigo vivo de su muerte.

—Cuántos y cuántas mártires —intervino el abogado Gasull— habrían pagado, bueno, es un decir, por tener un testigo como ella. ¡Cuántos y cuántas!

—Cierto. Pero resulta que…

La señora Vilabrú se inclinó hacia Gasull, que hizo el mismo gesto para acercarse a ella y se emocionó, porque hacía tiempo que la señora no permitía semejantes confianzas. Gasull ya ni percibía el aroma de nardo. Estuvo a punto de darle un beso. Un beso en las pupilas muertas.

—Ofrécele dinero —susurró ella, en lugar de darle un beso.

—Puede ser contraproducente.

—No en el caso de la persona que tenemos aquí. Ofrécele un buen puñado de billetes.

—¿Cuántos?

—¡No sé! Ése es tu trabajo.

Sonrieron los dos y, entonces, el abogado Gasull alegó que no podían esperar más, que el candidato Fontelles tenía que entrar en el proceso de marzo, tal como había prometido el Vaticano. A continuación dijo una cifra exorbitante en voz alta.

—Para que una persona sea beatificada, tiene que haber profesado virtudes en grado heroico. ¿Verdad que se dice así?

—¿Dónde quiere ir a parar?

—Imagínese que la Iglesia esté a punto de beatificar a una persona no creyente.

—Es un supuesto absurdo.

—No. Es la realidad.

En la oscuridad del confesionario, el cura removió el trasero desasosegadamente. Esperó a que las palabras, empujadas por su breve eco, se perdieran en los rincones oscuros de la inmensa nave de la Seu. Y, cuando no quedó el menor vestigio de lo dicho, continuó:

—Y cómo sabes tú…, usted. ¿Cómo lo sabe usted?

—Creo que no se lo puedo decir. ¿Qué me aconseja que haga? ¿Les aguo la fiesta o me olvido de los beatos y los santos?

—Hija… Lo que dice parece tan irreal…

—En resumen: el Papa puede equivocarse.

—Verá, hija: la infalibilidad del Papa en materia de canonizaciones no se encuentra confirmada en ningún texto de las Escrituras.

—¿Y eso qué significa?

—Que no es cuestión de fe divina. Ni eclesiástica, siquiera, porque la Iglesia no ha establecido doctrina al respecto.

—Es decir, que si el Papa se equivoca, no pasa nada.

—Yo no lo diría así.

—Me he documentado últimamente: algunos santos eran unos verdaderos canallas.

—Hija, haga el favor de expresarse con respeto.

—San Cirilo de Alejandría. San Esteban de Hungría. San Fernando de Castilla, Josemaría Escrivá, san Vicente Ferrer, san Pablo… Todos eran hombres violentos o acaparadores de poder, de honores y de riqueza.

—Me niego a seguir hablando en ese tono.

—Estupendo. Los curas no han cambiado un ápice. ¿Denuncio una de las próximas beatificaciones?

—¿Por qué debería denunciarla?

—Porque quieren hacer beato a un hombre que no creía en Dios ni en la Iglesia. Y dicen que murió mártir.

—Un bel morir…

—Me entiende perfectamente, padre. Ese hombre no creía en Dios, ni en el cielo, ni en la redención, ni en la comunión de los santos, ni en la autoridad de la Santa Madre Iglesia…, ni en santos ni en infiernos.

Se callaron los dos como midiéndose las fuerzas mutuamente. Tina insistió en lo dicho:

—Fue un héroe, pero de mártir de la Iglesia, nada.

—Pero ¿por qué me pide opinión a mí, hija?

—Porque quiero impedirlo.

—¿Por qué, si no cree en esas cosas?

—Porque ese hombre no merece que se traicione así su memoria.

Silencio. Oscuridad en el confesionario. Transcurrió tanto tiempo que, por unos momentos, Tina creyó que el cura se había fugado con sus dudas a cuestas. Incluso tuvo tiempo de reconocer que estaba obcecada con la cuestión porque estoy ofendida con la Iglesia, que me ha robado a mi hijo sin preguntarme, a escondidas, con nocturnidad, a mí, que no creo en Dios, ni en la comunión de los santos ni en la transubstanciación, igual que Oriol Fontelles, el maqui a quien quieren disfrazar de beato.

—Le aconsejo que no se meta en camisas de once varas, hija —dijo con voz seca, años más tarde.

—Gracias, padre.

—Deje que las cosas de los creyentes las resuelvan los creyentes.

—¡Es que precisamente mi amigo no creía!

—Insisto en que deje el asunto en paz. Quería un consejo, ¿no es eso?

P. F. Rella, leyó Tina en el rótulo de la parte frontal del confesionario. El padre Rella me aconseja que no me meta en camisas de once varas, pensó al salir de la Seu, deslumbrada por la claridad fría e indecisa de la tarde. Le dolía la cabeza. Para volver a Sort tuvo que poner las cadenas, porque en el puerto del Cantó una delgada capa blanca cubría el firme. Era noche cerrada cuando aparcó frente a su casa, aunque apenas era media tarde. Miró hacia arriba, hacia las ventanas, y pensó Jordi no ha vuelto todavía. Estaba cerrando el coche cuando se acercó un hombre alto y delgado con cara de frío, aunque llevaba una cazadora gruesa, y soltando una nube de vapor le preguntó si era Tina Bros, la maestra.

—Sí. ¿Qué quiere?

—¿Podemos hablar en su casa?

—¿De qué se trata?

—Es importante.

—Pero ¿de qué se trata?

Jordi ha tenido un accidente. Arnau se ha despeñado por un barranco a la hora tertia; Yuri Andréievich ha trepado a un árbol y no puede bajar. No, mi madre…

—De Oriol Fontelles.

—¿Qué?

—De Oriol Fontelles. ¿Podemos subir?

—No. ¿Qué quiere?

—Tengo entendido que tiene usted documentación que no le pertenece y…

—¿Yo? ¿Y se puede saber cómo lo sabe usted?

—… y me ofrezco para llevársela a su destinatario.

—¿Sabe quién es el destinatario?

—Sí. Su hija.

—Me han dicho que no tuvo hijas.

—¿Podría ver esos papeles?

Tina se dirigió a la entrada de su edificio. En la puerta, dio media vuelta hacia el hombre con cara de frío, que la había seguido.

—No. Y diga a la señora Vilabrú que no se moleste, porque jamás le entregaré los papeles.

—¿A qué señora se refiere?

—Adiós, usted siga bien.

Entró y cerró el portal con llave en las narices del desconocido. A continuación, cargada de angustia, emprendió la subida de las escaleras. No bien hubo entrado en casa, cerró la puerta a cal y canto y miró a Yuri, que meditaba relajadamente tumbado en el sillón de Jordi. Aunque tenía mucha hambre, porque no había podido comer, se fue al ordenador dispuesta a terminar de pasar los cuadernos de Oriol Fontelles, porque no sabía cómo ni por qué, pero, al parecer, tendría que andar con pies de plomo. Sin mirar atrás, se dio cuenta de que Doctor Zhivago, interrumpido en su esforzado trabajo de reposo, bostezaba con el mejor de sus estilos, y lo envidió.

24

Lo decidió en la segunda sesión de pintura. El alcalde Targa, sentado a su mesa, miraba al pintor como si quisiera descifrar todos sus secretos, la expresión dura, los ojos, de un azul congelado, daban angustia.

—Los grandes hombres se han hecho retratos al óleo, más que fotografías —decretó.

—Sí.

—Tiene que salirte mejor que el de la Vilabrú. —Decretó por segunda vez.

—Cada retrato es diferente. No se mueva.

—Tú no eres nadie para darme órdenes.

Oriol tiró el pincel al bote de aguarrás, se secó las manos en el trapo de limpiar y suspiró. Con una irritación que él mismo desconocía dijo aquí mando yo, y si no le gusta, búsquese a otro. Era el paso necesario. Si no hubiera dicho eso, habría sido imposible imaginar el resto, siquiera.

Silencio. Cierta perplejidad en los ojos de Valentí Targa. Hasta que soltó una carcajada con el consiguiente cambio de postura; tras romper la tensión, dijo es verdad, camarada, es verdad. Es como cuando vas al médico. Y puso las muñecas juntas dando a entender que estaba preso en manos del artista. Él sólo era el gran hombre.

Entonces se le ocurrió, como si fuera la consecuencia lógica de la primera rebelión. Pensaba en Ventureta, por descontado, pero también en Rosa y en su hija, a la que no conocería jamás. Y en la madre de los Ventura, con quien se había encontrado esa mañana en las afueras del pueblo. En realidad se encontró con la mirada de la mujer, una mirada cargada de perplejidad y menosprecio, de por qué, maestro, qué infame eres. Y cuando iba a decirle no fue como dicen, no tengo nada que ver con, ella dejó el caldero que llevaba en medio de la calle y se fue en dirección a su casa temblando de puro dolor, y Oriol se hundió en la miseria hasta el punto de que el miedo empezó a quedar aplastado por el peso de sentimientos más apremiantes. Y ahora, frente al gran hombre, comprendió que si se tenía la sartén por el mango, se tenía la sartén por el mango, y si era capaz de sostenerla con firmeza, no había nada que temer. O casi nada. Sonrió condescendientemente a la risotada del alcalde y empuñó de nuevo el pincel. Pero ya no era el mismo Oriol. Lo notó enseguida, en los trazos seguros con que marcó las cinco flechas falangistas en el bolsillo de la camisa azul de Targa. Todo consiste en tomar la iniciativa. Me parece. Bueno, supongo. Y en no pensar en la muerte.

En Torena sólo se oía, si acaso, el mugido de una vaca, el llanto súbito de un niño, el chasquido de madera cansada del carro que vuelve del huerto al atardecer y la respiración asmática de Elvira Lluís, sentada en el primer pupitre, haciendo las multiplicaciones de la tabla del nueve con la tranquilidad de los que no saben que les queda muy poco tiempo de vida, mirándolo con unos ojazos desesperados que sabían que no es cierto que en la vida haya tiempo para todo. En cambio, en Barcelona, en la calle Fontanella, lo que oía era el timbre insistente de una bicicleta, la tos del camión del hielo, que echaba un humo emponzoñado, las puertas del trolebús, que se abrían y se cerraban delante de él golpeando con alegría, y el silbato imperioso del guardia urbano que, más cerca de la plaza de Catalunya, dirigía la hilera de taxis de motor ronco. Pero él, fingiendo que esperaba un trolebús, no se apartaba un instante de la entrada del establecimiento y miraba a todas partes por si alguien lo seguía y se daba cuenta de que era él quien estaba persiguiendo a otra persona. Cuando Valentí Targa salió de la tienda guardando un paquetito envuelto en el bolsillo, miró a derecha e izquierda como si temiera una emboscada o como si lo buscara a él, o, sencillamente, como si mirase a derecha e izquierda, Oriol echó a andar por la acera de enfrente, unos pasos por detrás de Targa, pero, por miedo a perderlo, enseguida cruzó la calle sorteando varios taxis que avanzaban con gran lentitud. Se caló el sombrero y se situó detrás de su futura víctima. Pasó al lado de la moto tuberculosa en la que había viajado desde Torena en un periplo nocturno, helador e interminable, y apartó la mirada como para asegurar a un espía imaginario que él no tenía nada que ver con el vehículo acusador ni con el desquiciado plan que se le ocurrió en el instante en que Valentí, cuando hicieron un descanso en la sesión pictórica y él propuso avanzar en el retrato aprovechando que el lunes era fiesta, le respondió tajantemente que no, que el lunes aprovecharía para ir a Barcelona (y bajó la voz, como si a alguien le pudiera interesar oír sin ser visto) a ver a un ramo de flores que me tiene sorbido el seso. Valentí Targa miró la tela y meneó la cabeza distraídamente sin ver nada, como si no le importara el resultado del retrato, o tal vez pensando en el ramo de flores.

—Y tú tendrías que hacer lo mismo —concluyó al cabo de un rato, señalándole en centro del corazón—. ¿Se ha largado? Pues diviértete, búscate una hembra que te haga beber los vientos.

—A lo mejor tiene razón —dijo, mientras cogía el pincel para pensar mejor—. ¿Por qué no se sienta y avanzamos un poco más?

Mientras pintaba la gloriosa camisa azul, pensó que el lunes Targa iría solo a Barcelona porque no quería testigos, y nadie sabría que pasaría el día en la carretera para poder echar un polvo con un ramo de flores de Barcelona. Fue entonces cuando se puso a maquinar en serio y a sudar de miedo y de admiración por tener esa clase de pensamientos.

Hasta la noche, recordando la mirada brillante de Valentí, no supo cómo iba a hacerlo. Tal vez, si lo sorprendía con la guardia baja. Al menos, no tendría al tipo de pelo rizado y al de bigote fino pegados como lapas. Para ser sincero, y ya te he dicho que quiero serlo en estas páginas, hija mía, no me cabía en la cabeza que ese hombre estuviera dispuesto a pasarse horas en la carretera por una, bueno, para un, para ver a una mujer. Y no me malinterpretes, pero es que llevaba muchas noches sin dormir pensando en Ventureta, en la mirada silenciosa de su madre, en el reproche mudo de la mitad del pueblo, en el aplauso indeseado de unos cuantos, en el miedo de todos, y sobre todo en el desprecio de tu madre y en ti, la hija que no conozco porque he sido cobarde… Fue entonces, con las últimas pinceladas a las sombras de la camisa azul de falangista, con los ojos abiertos por el descubrimiento, cuando decidí que la única manera de no ser cobarde era no pensar en la muerte más que como un trámite. No es que eso nos haga valientes, pero ayuda. Y urdí un plan perfecto. Bueno, que me pareció perfecto.

A las tres de la madrugada, después de pasar por el Ayuntamiento a tomar prestada la Browning que Valentí guardaba en el tercer cajón, después de hacerse una idea aproximada del funcionamiento de la herramienta y de comprobar que el cargador tenía balas, salió de Torena arrastrando la Guzzi en silencio, notando las miradas desconfiadas del pueblo entero, que todavía lo acusaba de cobarde y de intentar pedir clemencia con un acto demencial. El primer kilómetro de carretera lo hizo con el motor apagado y sin luces, rogando que a ninguna pareja de la Guardia Civil se le ocurriera hacer la ronda por allí. A pesar de los guantes, se le congelaron las manos antes de llegar a Sort, y todavía faltaban cuatro o cinco horas de viaje.

Le habrá comprado una pluma estilográfica, pensó, cinco pasos por detrás de Valentí. Tuvo que llevarse el pañuelo a la cara, asustado, fingiendo que se sonaba, porque Valentí Targa se dio media vuelta repentinamente, como si la mirada de Oriol le hubiera golpeado en la nuca. Oriol se maldijo por haberse confiado tanto. Hizo una seña a un taxi y, cuando el vehículo se detuvo, dijo al taxista que disculpase, que sólo quería preguntarle cómo se iba a Colón, y el taxista, maldiciendo a la madre de Colón, arrancó sin resolverle el enigma; entonces miró de reojo justo en el instante en que Valentí entraba en un portal al comienzo de la calle Llúria.

Del mismo modo que Valentí Targa pasaba la mañana de ese lunes festivo en brazos de una mujer que le encandilaba, soñando, viviendo entre algodones de ternura, mucha gente salía a escudriñar el cielo, a ver si el sol ganaba al frío y poder así hacer planes para ir a la Escollera o al Tibidabo a que los niños, convenientemente abrigados, se esparcieran un poco. Oriol pasó la radiante mañana mirando el portal, acariciando la pistola que llevaba en el bolsillo, pensando me has juzgado con demasiado rigor, Rosa, teníamos que haber hablado de todo antes, Rosa; no soy fascista, sólo soy miedoso, Rosa, pero ahora quiero arreglarlo; sé que es tarde, Rosa, pero me da mucha rabia saber que ya no hay remedio y esa rabia me permite dominar un poco el miedo. ¿Cómo se llama nuestra hija?, tengo hambre, Rosa, pero yo no quería apartar la mirada del portal. Y si no salgo vivo de ésta, Rosa y Ventura, quiero que lleguéis a saber que Valentí Targa tenía bien merecido el tiro que voy a procurar meterle por el ojo, como él a Ventureta. En nombre de la justicia de Dios, si es que existe, que me parece que no. No, no existe. Cuéntaselo a nuestra hija, Rosa. Eso es lo que pensaba, hijita.

Tina dejó de escribir y acercó el cuaderno de Oriol a la luz. Un par de líneas tachadas. Era imposible distinguir qué había escrito y borrado Oriol Fontelles en el momento de tomar decisiones y confiárselas a los cuadernos para aliviar un poco la soledad. Otro aviso del pinchazo; tuvo miedo del dolor, de la muerte, de Dios, si existe, que me parece que no, como a Oriol; del desamor de Jordi y, sobre todo, del pinchazo en el pecho, una amenaza que, según la doctora, si no terminaban con ella, era una bomba de relojería pegada al cuerpo o algo parecido. Para olvidarse del miedo se concentró en las dos líneas tachadas. Qué pensaría aquel lunes frío de enero, en Barcelona, se dijo, para olvidar el pinchazo.

Resultó que, a mediodía, Valentí Targa salió a la calle con el Ramo de Flores en la mano. Era una mujer a medio camino entre la juventud y la madurez y no estaba nada mal. Resultó que los siguió hasta Arco de Triunfo por la calle Trafalgar. Resultó que las víctimas entraron en un restaurante muy cercano al parque de la Ciudadela y Oriol quitó el seguro a la pistola y, conteniendo la respiración, entró tras ellos.

Es muy fácil, matar. Es facilísimo matar a alguien, sobre todo si lo que impulsa al homicida es el odio puro y, muy importante, si se tiene la sartén por el mango. Por eso, nada más entrar en el establecimiento (restaurante Estació de Vilanova, dos de la tarde, cinco mesas llenas, acaban de ocupar la del rincón, que estaba reservada. Una sombra oscurece el cristal de la entrada y abre la puerta), en cuanto se le acostumbró la vista a la luz, más atenuada que la de la calle, localizó a Valentí Targa y se dirigió a su mesa con el corazón resuelto, procurando ver nítidamente la cara de Ventureta y la de su hija desconocida. Ramo de Flores se sentó de espalda a la pared y decía ¿te parece bien aquí, cariño?, y Valentí, mientras respondía sí, sí, se sentaba de espalda a la muerte. Oriol llegó a la altura de la nuca de Valentí y sacó la pistola del bolsillo. Entonces, mientras la mujer que lo miraba de frente abría la boca sin entender lo que pasaba, Oriol pensó en Valentí Targa el de casa de Roia de Altron, alcalde de Torena, innoble, asesino, desleal, valiente, arrogante, metro setenta y seis, amigo de sus amigos y sólo de sus amigos, enemigo de sus enemigos, y empezó a temblarle la mano incontrolablemente, porque matar no es tan fácil como creía, sobre todo cuando sabes el nombre de la víctima; sobre todo cuando odias a quien tienes que matar pero todavía no has aprendido a despreciarlo. Y la mano le temblaba de una manera tan ridícula que un cliente de las mesas cercanas miró distraídamente hacia allí y él tuvo que agarrar la pistola con las dos manos, mientras Valentí, inclinado sobre la mesa, ofrecía mejor el blanco de la nuca; iba a decir con voz de terciopelo eres tan fantástica que, cuando acabemos de comer, volvemos a hacerlo; pero no terminó la frase porque se dio cuenta de que Ramo de Flores miraba más allá de él, por encima de su hombro, con la boca abierta, y le extrañó que no reaccionase, porque ella era muy sensible a los halagos, y entonces cayó en la cuenta, porque cómo quieres que reaccione si todavía no le. Y, entonces, la explosión brutal junto al oído.

Oriol disparó una vez, dos y basta, porque a la tercera no salió ninguna bala, y lo hizo sin dejar de pensar en Ventureta y su ojo adolescente convertido en un agujero de plomo. Entonces metió el arma en el bolsillo y salió sin correr y sin ver a los dos hombres petrificados en el vestíbulo del restaurante. A pesar de todo, oyó decir a uno de ellos la madre que lo parió, pero no se detuvo a pedir explicaciones porque tenía la prisa de los asesinos. Cuando la puerta de cristal se cerró a su espalda oyó gritar a Ramo de Flores y chirridos de sillas apartadas a empujones, pero no se volvió porque ya estaba bajando de cuatro en cuatro las escaleras del metro de Triomf y pensó que, por una vez en la vida, las cosas le salían rodadas, porque en ese preciso momento llegó el convoy. Es fácil que no lo hubiera pensado si hubiese sabido que un hombre bajito de cara indiferente lo había seguido desde el restaurante y se había metido en el mismo vagón de metro. En la siguiente parada, Oriol salió a la calle Fontanella, y la sombra bajita, tras él. Media hora después, rodaba por la carretera en dirección a Molins de Rei, con la respiración violentamente agitada todavía, pensando lo he matado, he matado a un hombre por venganza, he matado, he matado a Valentí Targa y no estoy orgulloso, hija mía. Pero pensé en tu madre en ese momento; y en la de Ventureta. En la moto, tuve la sensación de que empezaba a desprenderme del pellejo de la cobardía que me cubría y me daba igual saber que, si me descubrían, nadie podría salvarme del garrote. Lo primero que hice al llegar a Torena, a oscuras, por la noche, fue dejar la pistola en su sitio, descargada, porque no sabía dónde guardaba las balas el difunto, y entré en ca de Marés a tomar un café y a decir, como quien no quiere la cosa, que acababa de volver de Lérida; después de pasar el paño por el mármol impoluto, Modest le dijo pues el señor alcalde ha llamado hace un momento.

—¿Qué? —con el pánico atascado en la nuez.

—Lo que digo. ¿Café con gotas?

—¿El señor alcalde?

—Sí. Hará una hora. Ha preguntado por usted.

Espeluznado, sudándole hasta el alma de miedo, fingió desinterés.

—¿Seguro que era él? —dijo.

—¿Qué tiene de raro? —dijo, al tiempo que le servía el café—: Pregúnteselo a Cinteta, la de teléfonos.

En lugar de echar a correr hacia la Tuca Negra y transformarse en abeto, en lugar de adentrarse en la maleza y fundirse con ella, empezó a tomarse el café. Sólo lamentó haber vuelto a poner la pistola en su sitio. Sólo lamentó haberlo hecho tan mal que bastaría interrogar a cualquier cliente o a la misma Ramo de Flores para tener su descripción, y Valentí Targa y sus hombres ya se habrían puesto en marcha y estarían pisándole los talones. Lamentó que le quedasen tan pocas horas de vida. Y lamentó con pesadumbre no haber tenido la valentía de ir a casa de Elisenda a reprocharle me aseguraste que a Ventureta no le pasaría nada, y a decirle hace tantos días que no te veo, y a zambullirse en ella y dejarse envolver por esos brazos que había pintado detalle a detalle. Un anhelo imposible por una mujer imposible. Terminó el café de un trago y, guiñándole el ojo a Modest, chasqueó la lengua, como si estuviera satisfecho.

Cuando salió de ca de Marés, el lucero vespertino reinaba en el poniente frío y tuvo el escalofrío de la muerte.

A esa misma hora, en la cocina de casa Gravat, Bibiana rompía en pedacitos minúsculos la carta que había llegado por la mañana y que había podido interceptar, en la que el tal Joaquín Ortiga comunicaba al señor Anselm Vilabrú i Bragulat que mi querida mujer acaba de morir y, en cumplimiento de su última voluntad, le dirijo estas líneas para poner en su conocimiento que Pilar no se arrepiente de haberse apartado a tiempo de su lado, porque con usted sólo encontró indiferencia, desprecio y mala voluntad, y quiere que sepa que lo único que lamentó, tan pronto como nos vimos felizmente instalados en Mendoza (donde, por cierto, no he dejado de tener trabajo en el escenario), fue perder el contacto con la pequeña Elisenda y con Josep, que ya estarán creciditos. Le ruego que les transmita estos sentimientos, porque, al fin y al cabo, eran sus hijos. Cómo puede, cómo puede esa mujer, pensaba Bibiana, ser capaz de decir estas cosas, si la madrugada de aquel domingo ventoso ella misma la sorprendió con la maleta en la mano manipulando la puerta del callejón con su torpeza característica, hasta el punto de despertarla con tanto ruido, y, al ver lo que se proponía le dijo señora, piense en sus hijos, todavía son pequeños, y ella la miró con dureza y le dijo no te metas donde no te llaman, estoy harta de mocosos que no paran de berrear, harta del desinterés y el menosprecio de mi marido, conque apártate y déjame seguir la llamada del amor por una vez en la vida, y Bibiana tuvo que apartarse, y no podía avisar al señor porque hacía diez días que se había ido a perseguir a los moros. No puede hacerle esto a la chiquilina, señora, dijo como último recurso. ¿Y mi vida, Bibiana? Casi llorando dijo ábreme la puerta o te mato, y Bibiana abrió la puerta del callejón y dijo maldita sea para siempre, señora. Pilar Ramis de los Ramis de Tírvia desapareció de casa Gravat y de la vida de Bibiana, de las de la niña y Josep, que estaban durmiendo arriba, y de la del señor, que estaba en África matando moros. Bibiana no fue capaz de ponerse a gritar y alertar al ángel de la guarda. Mientras cerraba la puerta, sólo pensaba en la manera de explicárselo a la chiquilina y a Josep.

Recogió los papelitos y los echó a las brasas de la cocina, y se aseguró de que el recuerdo de esa mujer fuera suprimido para siempre, sin hacer más daño a la chiquilina, ni a la memoria del pobre Josep ni al desgraciado señor Anselm.

—¿Qué haces?

—Tila —respondió la criada—. ¿Quieres una taza?

Elisenda nunca supo que la infusión de esa noche se había hecho con las últimas noticias de su desdibujada madre.

25

Pasó la noche en blanco, en la escuela, esperando la llegada del señor Targa y su pelotón de falangistas. ¿Llamarían brutalmente a la puerta? ¿Romperían los cristales del aula? No, entrarían violentamente, disparando. Las horas de esa noche transcurrieron con inmensa lentitud. Cuando el sol gélido se despertó en el puerto del Cantó, nadie había perturbado la paz de la escuela y refugio del proscrito Oriol Fontelles, antiguo cobarde y reciente héroe incompetente de causas perdidas.

El señor Targa se dejó caer por allí a mediodía, cuando los niños se fueron a comer. Vivo. Sin ningún agujero en la nuca. Con su cigarrillo abultado en los labios y la mirada líquida, más azul y fría que nunca, que horadaba cuanto miraba, y Oriol se preguntó me liquidará aquí mismo o habrá circunloquio. Es capaz de hacerlo en la plaza. O no, claro, en el bancal de Sebastiá. Seré el número dieciocho.

Entró silenciosamente en el aula y estuvo unos segundos mirando a Oriol como pensando tu quoque. Entonces sacó la mano del bolsillo y lo señaló:

—Hoy toca sesión, que quiero ver el cuadro terminado.

—Es que…

—A las seis.

Y nada más. Ni una referencia a nada. Sesión de pintura. Ni un sabes lo que me pasó ayer. Nada. Y desde ese momento Oriol no se atrevió a mirarlo a los ojos. Juro que le apunté a la nuca, se excusó.

Por la tarde, a la hora de la copita de después de comer, Oriol se sentó, obediente, como todos los días, a la mesa del señor alcalde, éste, como quien no quiere la cosa, le preguntó ¿dónde estuviste ayer?

—En Lérida. ¿Por qué?

—¿De putas?

—Hombre… —Esperó a que Modest sirviera y, cuando se alejó dijo en voz baja sí, de putas.

Entonces Valentí Targa, como si esperase esa respuesta, terminó la copa de un trago y se levantó. Se marchó sin decir nada, como si sus pensamientos lo arrastraran con fuerza irresistible. Y Oriol se quedó desamparado.

Tina oyó bostezar otra vez a Doctor Zhivago y volvió a envidiarlo, porque cuando bostezaba sólo pensaba en el bostezo y después en lamerse el bigote; ella, en cambio, ahora que estaba pasando al ordenador un momento culminante del vía crucis de Oriol Fontelles, el vía crucis que lo llevó a la crucifixión, pensaba en Doctor Zhivago, en la envidia de no poder ser Yuri, en Jordi, traidor a todas las ilusiones, ¿ya no te acuerdas del beso que nos dimos a la entrada de Taizé, eh? ¿Ni del juramento de fidelidad, eh? ¿No te acuerdas, Jordi? ¿Y de tu proclama de lealtad en el tren, cuando íbamos a París? Y también pensaba qué estará haciendo ahora mismo Arnau. Dios mío, que no esté con los ojos en blanco y que no hable con esa voz impostada, litúrgica, falsa y ritual, que siga siendo un buen chico, amén. Después de ver salir al último alumno, borrar la pizarra meticulosamente y remover las cenizas de la estufa, Oriol se fue al lavabo a quitarse de las manos la tiza acumulada a lo largo del día. El agua, casi tan fría como su alma, le daba un dolor inaguantable, pero, a pesar de eso, las dejó un rato bajo el chorro para que se ablandaran los restos de tiza y evitar así que se le agrietaran. Y mientras se secaba lenta, enérgicamente, con la toalla sucia, contempló su mirada en el sucio espejo porque no sabía lo que debía hacer, si esperar al pelotón de ejecución o ir corriendo a buscar a Rosa a donde fuera, arrodillarse ante ella y decirle he intentado matar por ti y por la memoria de Ventureta, quiero que sepas que me he deshecho del pellejo de la cobardía; pero estoy muerto de miedo, querida y necesito verte. Y de paso conoceré a mi hijita, la hija de uno que era cobarde y ya no lo es tanto. Después de secarse las manos volvió al aula y, aunque estaba a oscuras, notó una presencia extraña. Se quedó quieto en medio de la sala intentando distinguir los fantasmas de las sombras. Fuera, en la calle, se había hecho de noche y dentro todavía no se había desvanecido el olor a niños. Pero había entrado un aire distinto con aromas de bosque y la mirada oscura como el carbón.

—¿Quién anda ahí? —dijo.

Una sombra se despegó de la pared. La luz anémica de la bombilla de la calle que entraba por los sucios cristales iluminó el perfil y Oriol percibió que el individuo empuñaba algo, probablemente una pistola, y pensó ya está, se acabó todo y no he podido decirle a Rosa que ya no soy tan cobarde. Como la sombra no se movía, Oriol accionó el interruptor, el hombre se pegó a la pared y pudo verlo mejor: sucio, curtido por la vida a la intemperie, con ropa de abrigo muy gastada. Y, en efecto, una Browning en la mano, que lo miraba con su ojo negro.

—Apaga la luz —ordenó el recién llegado.

—¿Quién eres?

El hombre seguía apuntándolo pegado a la pared, fuera del alcance de miradas desde el exterior.

—¿Qué haces normalmente a esta hora?

—Corregir cuadernos aquí. ¿Por qué?

—Pues haz como si lo hicieras y hablemos. ¿Va a venir alguien?

—¿De qué tenemos que hablar?

—¿Esperas a alguien?

—No.

—Haz lo que tengas que hacer.

El hombre no había bajado el arma todavía. Oriol empezó a ordenar la mesa, en la que se amontonaban los cuadernos de los alumnos mayores, los que habían hecho el ejercicio de geografía física: trece cuadernos; once, si tenía en cuenta que el de las Ventureta seguía en blanco.

—¿Quién eres? —insistió un poco desorientado, pues esperaba uniformes azul oscuro de falangistas.

El desconocido no respondió y Oriol, por hacer algo, abrió el cajón superior y guardó la regla de madera. Fue a la pizarra y escribió miércoles, dieciséis de enero de mil novecientos cuarenta y cuatro, exactamente en el mismo lugar donde, casi cincuenta y siete años más tarde, Tina escribiría miércoles, trece de diciembre de dos mil uno, con la misma letra pulcra de maestra, pocas horas antes de que destruyeran la pizarra, derribasen la escuela y aventasen todos los secretos guardados durante tanto tiempo.

—¿Por qué has intentado matar a Targa?

—¿Yo? —Silencio y pensar qué hago, qué digo, Dios mío—. ¿Yo?

—Tú —lo acusó el desconocido sin dejar de apuntar.

—No es verdad. ¿Cuándo?

—Ayer.

—Ayer estuve en Lérida. Fui de putas.

—¿Es que no eres amigo de Targa?

—¿Quién eres tú?

—Si tienes que escribir tus cosas, finge que lo haces.

Oriol se sentó y abrió un cuaderno. La estufa empezaba a enfriarse y pronto sería un bloque de hielo. De repente levantó la cabeza y miró a la sombra.

—Tú eres del maquis.

—¿Por qué querías matarlo?

—Porque asesinó a un chico del pueblo. Podía haber sido alumno mío.

—Pues, por lo visto, no lo hiciste bien.

Oriol no respondió. No, no lo había hecho bien porque matar es difícil cuando se te enrosca la conciencia entre los dedos.

—¿Qué quieres de mí?

—Estropeaste un atentado que habría podido ser un éxito.

—¿Yo?

—¿Por qué crees que no te detuvo nadie?

—No te entiendo.

—Enviamos a uno a fingir que te perseguía.

—¿Qué hacíais allí?

—Esperar a Targa. Va a Barcelona una vez al mes, a fornicar, y come en el Vilanova. Siempre hace lo mismo. Estábamos esperándolo, entraste tú y lo echaste todo a perder.

—Es que…

—Eres falangista.

—Bueno, yo…

—Eres el gran amigo de Targa. Lo dice todo el mundo. —Entonces bajó el arma y se la guardó—: Y dicen que tu mujer se ha ido con otro.

—No. —Irritado—: ¡Eso no es verdad! Me ha dejado…, pero no se ha ido con nadie.

—¿Por qué te ha dejado?

—No es asunto tuyo.

—Lo es.

—Me ha dejado porque soy un cobarde.

—Un cobarde que se juega la vida para vengar a Ventureta.

—¿Es que conocías al chico?

El hombre no respondió. Oriol miró a la calle, con la plaza al fondo. No distinguió nada porque la luz del aula era más potente que la de fuera. Tal vez el coche negro de Valentí estuviera enfrente de la ventana y cuatro uniformados plantados en jarras lo esperasen para coserlo a tiros con una mueca de desprecio en cuanto saliera.

—¿Qué quieres de mí?

—Saber en qué bando estás.

—¿Por qué?

—Porque tienes que ayudarnos.

—¿Yo? ¿Quiénes sois?

—Queremos que nos pases toda la información que te dé Targa.

—No estoy… Mi posición… —Cerró la libreta que tenía abierta, asqueado—: Lo que tendría que hacer es huir antes de que el señor Targa…

—No. Tú te quedas aquí y sigues siendo amigo de Targa ante todo el mundo, pero colaborarás con nosotros.

—¿Quiénes sois?

—Además, el mando ha decidido hacer de la escuela de Torena una estafeta y lugar de enlace, por su situación estratégica. El sotabanco nos viene bien.

La escuela de Torena, que tal vez no llegues a ver nunca, es un edificio situado relativamente cerca de la plaza, pero, por el lado del patio, donde salen los niños a jugar, da a la montaña; es el último edificio de un pueblo que se asoma al paisaje del valle.

—¿Cómo sabéis que aquí arriba hay un desván?

—¿Verdad que duermes en la escuela?

—Sí.

—A finales de semana esconderás a unos fugitivos. Vienen de Holanda y van a Portugal.

—¿Y si me niego?

La sombra separó un poco la cazadora, enseñando a Oriol la culata de la pistola.

—Y además debes vigilar a Valentí Targa en todo momento. Nos contarás todo lo que te cuente y nos informarás de todos sus movimientos.

—Yo no soy un hombre de acción —dijo, casi a punto de llorar.

—Nadie sabrá que eres un hombre de acción. Seguirás siendo el maestro hijo de puta falangista gran amigo del verdugo de Torena. Pero colaborarás con nosotros.

—El señor Valentí sabe que intenté matarlo.

—Nosotros creemos que no.

—No soy un hombre de acción.

—Yo tampoco lo era. Nadie lo era antes de la guerra.

El hombre dejó pasar unos segundos y entonces, con cierta solemnidad, dijo desde este momento eres soldado del maquis. También colaboras con el ejército aliado en la lucha contra el nazismo y el fascismo.

—Pero es que yo…

—No tienes elección.

Así de simple fue, hijita mía, así empecé a colaborar con el maquis. A la fuerza, porque no soy valiente, pero con el anhelo de ganarme el perdón de Ventureta, que murió a los catorce años tal vez porque no fui suficientemente enérgico con Valentí Targa. Y el mando me ordenó que siguiera viviendo exactamente como siempre, dando clases, yendo al café a tomar la copita con Valentí, acompañándolo en sus incursiones, colaborando con la Falange y procurando que en el pueblo nadie tuviera la menor duda de mi condición de verdadero fascista.

La primera misión fueron unos holandeses que huían de la Europa nazi porque eran judíos. Y después, tres hombres que huían del régimen franquista hacia el norte, camino de otro horror, y se pasaron todo un domingo en el desván, hasta que oscureció. Más adelante, una partida de seis, que habían cruzado la frontera hacía unas horas y que se dirigían al sur. Dos eran aviadores británicos. Todos eran hombres curtidos, lacónicos, que sabían lo que tenían entre manos porque hacía mucho que vivían en peligro de muerte. Y llegué a saber que en Francia tampoco estaban a salvo, porque si los descubre el gobierno de Vichy los entrega a los nazis. Y el único lugar de reposo verdadero son las islas —las llaman islas— como mi escuela, sitios donde saben que nadie los va a encontrar porque nadie sabe que existen.

—¿Cómo sabéis que aquí hay desván?

—No hagas preguntas.

—¿Y cómo sé que me dices la verdad? ¿Y si eres un agente de Valentí Targa?

—Esta noche va a haber movimiento en Sort. Así sabrás que no miento.

—¿Qué clase de movimiento?

—¿Te acuerdas del puente que volamos en otoño, cerca de Isil?

—Sí. ¿Fuiste tú?

—¿Conoces el puente del camino de Rialb?

—Sí, el de Sort.

—Pum.

—Ah.

—Mañana, cuando veas el desastre, indígnate. Que Targa se fíe mucho de ti. Que te quiera, que te mariconee, si hace falta. Pero que te cuente cosas. Hasta que nos lo carguemos. Nos lo debes.

—Puedo volver a intentarlo yo.

—Tú quietecito y a vigilarlo. —Insistió después de una pausa—: Y a sacarle toda la información que puedas mientras siga vivo.

Lo más difícil, hija mía, no es arriesgar la vida: cuando sabes que lo peor que puede pasarte es perderla, el miedo, que nunca desaparece, se queda en segundo plano. Eso o algo parecido fue lo que me dijo tu madre poco antes de huir de mí. Viví orgullosamente mi nueva realidad interior unos cuantos días: empezaba a ser menos cobarde. Lo más difícil no es arriesgar la vida: duele más el miedo al dolor, a la tortura. Pero todavía hay otra cosa peor: ser fascista declarado a los ojos de todo el mundo. Porque, dos días después de la visita del guerrillero, juré a Valentí Targa que me cargaría a todos los maquis del mundo y que por qué razón no tenía todavía uniforme de la falange. El efectismo del golpe del maquis dejó anonadado a Valentí: volaron el puente del Hostal Nou, el del camino antiguo de Rialb, delante de las mismísimas narices del ejército. Nunca habían actuado tan al sur y eso enfureció a los militares y, de paso, a los falangistas. Desde ese día, Valentí me considera incuestionablemente uno de los suyos, porque, además, al día siguiente me hice la foto oficial con uniforme. Ahora comprendo que hay una cosa más cruel que pasar por fascista a los ojos de todo el pueblo: pasar por fascista a tus ojos, hija mía. Y a los tuyos, Rosa.

—Por motivos de seguridad, las explicaciones se darán cuando haya pasado todo.

—Pero se trata de mi mujer.

—No. Imposible. Además, ya no vivís juntos.

—Pues me niego a colaborar.

Entonces, el hombre sacó la pistola y, con voz neutra, le dijo en tal caso, tengo órdenes de liquidarte aquí mismo.

—Has convertido mi vida en un infierno.

—Imagínate el infierno que vive la madre de los Ventura, por ejemplo, o Tònia la de ca de Misseret, o las familias de los miles de soldados que están en el maquis. Ponte en su lugar.

Argumenté que la guerra se había terminado hacía años y él me respondió que Europa estaba en llamas, los nazis no estaban vencidos y aquí todavía había mucha gente en guerra. Qué decides. Oriol estuvo un cuarto de hora en silencio, fingiendo que corregía deberes, y el hombre oscuro, impasible, observándolo desde el rincón que lo ocultaba de posibles curiosos. En la cabeza de Oriol tenía lugar algo parecido a la Pasión, el Vía Crucis y la Crucifixión, y rogó padre, aparta de mí este cáliz y clamaba Eli, Eli, lemá sabactaní, y el desconocido allí, acurrucado, jugándose su capa a los dados, contemplando su agonía y esperando su decisión.

Acepté porque no tuve otro remedio e incluso, en el fondo, pensaba en la posibilidad de ir a denunciarlo más tarde. Pero algo semejante a la vergüenza, un deseo de conservar la dignidad que me quedaba, me ayudó a decir sinceramente de acuerdo, acepto, pero no puedo vivir así, sin tener la oportunidad de decírselo a mi mujer.

—Algo se procurará al respecto —dijo vagamente. Y con más energía—: Gracias, camarada.

—No me llames camarada. Todo el mundo me llama camarada. Los falangistas me llaman camarada aunque no milito oficialmente; en la foto del periódico soy el camarada Fontelles. No quiero que me llaméis camarada. Me llamo Oriol Fontelles.

—De acuerdo, de acuerdo. A mí me llaman teniente Marcó.

Ya lo ves, hija: desde hace unas semanas, pasa por mis manos mucha comunicación entre el interior y el exterior. Me he afiliado a la Falange, Valentí me trata de igual a igual y dice que está orgulloso de mí, mientras preparo con cautela la nueva fecha de su ejecución. El que está orgulloso de mí soy yo, aunque vivo con el miedo en el cuerpo. Sé que, escribiéndote esta carta, contravengo todas las normas y órdenes que me han dado. Pero no quiero que, si me matan, te quedes con la idea de que soy un cobarde. Sólo leerás esto si muero y si tu madre no ha olvidado nuestro escondrijo secreto, pues le dije que algún día encontraría allí el tesoro. Si las cosas salen bien, hija mía, seré yo personalmente, si me lo permites, quien os cuente a Rosa y a ti, si tu madre quiere escucharme, la verdad de la historia que estamos muriendo.

Después de aceptar, añadí que, para ayudarme a cumplir el compromiso, me haría a la idea de que Ventureta había sido alumno mío, o, mejor, mi propio hijo. Después de comprobar que la plaza estaba desierta, el hombre de barba y mirada dura como el carbón se acercó y me puso una mano en el hombro. Hasta ese momento no me di cuenta de que esas manos deformadas eran manos de campesino, no de militar.

—Buena idea —me dijo. Y añadió—: Lo que me ayuda a mí a seguir en la lucha es saber que, para mi desgracia y la de mi mujer, Ventureta era mi hijo mayor.

Desapareció en silencio, igual que llegó, como si se lo hubiera tragado la oscuridad. Y en ese momento tuve el convencimiento de que jamás traicionaría esa causa y me convertí en maqui legal e invisible, y seguí tomando la copita de anís con Valentí y entendí lo raro que es sentir amor por una persona que siente odio por mí, Rosa… Y más cosas que tal vez no comprendas nunca, hija mía, pero que deseo contarte. O tal vez no.

Al día siguiente me enteré de que la noche anterior, una numerosa partida de maquis había volado el puente del Hostal Nou. Era la prueba que Ventura me había prometido; al general Yuste casi le dio un infarto de la rabieta que pilló. Aquel día, nadie se acordó de la sesión de pintura.

No te extrañen estos cuadernos escolares. Es el único papel que tengo a mano. Son los cuadernos nuevos de Cèlia Esplandiu, una de las hermanas de Joan Ventureta el de ca de Ventura, que no ha vuelto a la escuela después de las vacaciones de Navidad y me odia a muerte.

Oriol apagó la luz del aula y, a oscuras, corrió la pizarra y guardó los cuadernos de la pequeña Ventureta en la caja de puros. La verdad de su vida, en una caja de puros.

26

Mertxe Centelles–Anglesola i Erill.

—¿Qué?

—Mertxe Centelles–Anglesola i Erill.

Marcel se sentó en el sillón con el vaso de whisky en la mano y se quedó pensando como si el nombre le evocase otros momentos. En la inmensa sala del piso de Pedralbes, en el que vivía desde primero de Derecho, siempre y cuando no estuviera en Torena, de pronto se oyó solamente el tictac del reloj de pared, un sonido noble, de madera más exótica y maquinaria más sólida que las del reloj de pared de casa Gravat en Torena. Un tictac muy pausado, porque, para un reloj tan importante, el tiempo transcurre con mayor lentitud.

—¿Quién es?

—La menor de los Centelles–Anglesola, los de la casa de Viladrau, cerca de la de los Dilmés, ¿te das cuenta?

—Ah, sí. ¿Y cuándo dices que va a venir?

—Esta tarde.

—Recuerdos de mi parte. No puedo quedarme.

—Ya lo creo que sí.

—¡Te digo que no puedo, mamá!

La señora Vilabrú se levantó y salió al mirador. En voz más baja, mirando al exterior, hacia Barcelona, al hacinamiento lejano de casas y calles por las que transitaba gente con su vida a cuestas, convertida en puntitos, repitió con infinito cansancio te quedas aquí, y te quedas por ella.

Marcel tomó un sorbo de whisky. Jamás en toda su vida se le había ocurrido que fuera posible contradecir los deseos de su madre. Al menos, no abiertamente. Hacían falta argucias guerrilleras para torear su santa voluntad. Y a veces no había nada que hacer. En esta ocasión prefirió salirse por la tangente.

—¿Es que pretendes casarme con ella? —Otro trago de whisky con todo el sarcasmo del mundo.

Elisenda se volvió hacia su hijo. Tictac lento. El grito insólito de un mozo en la elegante quietud de la calle. De fondo, a lo lejos, el ululato de una ambulancia que transportaba una vida semirrota. Distanciada, como un telón decorativo, la ciudad palpitante.

—Quiero que os conozcáis.

—Tengo novia.

—¿Ah, sí? —Supo darle una capa de ironía al tono—. Ahora me entero.

Antes de comer, Marcel había reconocido que no, que la verdad es que no tengo novia, es una amiga.

—Tienes muchas amigas de esa clase.

—¿Qué hay de malo en ello?

—Nada. Pero en algún momento hay que poner punto y aparte. No puedes ser un adolescente toda la vida. Ya tienes veintiséis años.

—Todavía no los he cumplido.

—Hace dos años que acabaste la carrera. Ha llegado el momento de pensar en cosas de provecho.

Era inevitable. Todo en la vida tiene un límite y Marcel sabía que el suyo para seguir mareando la perdiz sería el día en que su madre dijera que había llegado el momento de pensar en cosas de provecho, le hablase de puntos y aparte y le advirtiera que no podía seguir pasándoselo en grande. Era un momento cruel y el joven se ayudó con otro whisky. ¿El segundo? ¿El tercero? Y agachó la cabeza con cierto sentimiento de resignación. Veamos la propuesta de mamá. El cuarto.

El punto y aparte que Elisenda había dispuesto para su hijo consistía en que conociera a Mertxe Centelles–Anglesola i Erill, se casara con ella, unieran patrimonios, le dieran nietos y fueran muy felices, y Marcel se identificó con los reyes o los herederos de los reyes, pero sin las ventajas de la corona.

—Es decir, que no me caso con quien quiera, sino por razones de Estado.

—Ah. ¿Con quién te gustaría casarte? —Elisenda evitó el tono amargo de la pregunta.

—No quiero casarme. Tengo edad suficiente para decidirlo.

—¿Estás seguro?

—Tengo veintiséis años.

Madre e hijo guardaron silencio. Ella, en la entrada del mirador, él, con el vaso vacío en la mano.

En veintiséis años había tenido tiempo más que de sobra para desahogarse, para conocer la vida, para probar etcéteras. Su madre le dijo si no lo has hecho es porque eres idiota. Y si lo has hecho, ya es suficiente; ahora es necesario que sientes la cabeza, que te cases y trabajes a diario conmigo o con Gasull. Se acabó eso de pasarte el día planeando nuevas instalaciones y nuevos trazados de pistas negras. Eres abogado y tienes que trabajar aquí, en Barcelona, en las oficinas.

Y a diario.

Magnífico. Magnífico. El tictac del reloj lo tranquilizó un poco y evitó que replicase con un exabrupto contraproducente. Fin de una etapa. Por unos momentos, mientras se decía basta de whisky, que todavía es por la mañana, se le ocurrió pensar en rebelarse: no, fuera, basta, ça suffit, se acabó, paz y después gloria, finito, finish, mamá, me planto, soy un hombre libre, me casaré cuando me venga en gana y punto. Y empezaré a trabajar cuando me encuentre con ánimos para hacerlo. Esas cosas no se pueden forzar. Qué bonita es la rebelión, el Che y tal. Pero, antes de abrir la boca para proferir el primer no, el ángel de la sensatez le puso ante los ojos la pancarta de las consecuencias inmediatas de un acto de esa naturaleza, y le dio tanta pereza la vida que prefirió esperar a la tarde, supongamos que esa tal Mertxe sea una tía que. ¿No?

Le gustó nada más verla. Guapa, lista, proporcionada, resplandeciente, simpática, discreta, guapísima, muy viva, un ángel, Mertxe, por ti haría locuras, más que guapísima, qué voz tan bonita y qué elegante, a pesar de ese hablar castellano nasal de niña bien y todo eso. Morena de ir a esquiar. Beatriz. Laura. Teresa.

Nunca llegó a saber con qué pretexto se presentaba Mertxe sola en su casa. Tampoco le hizo falta, porque enseguida se entusiasmó con ella y los pretextos sobraban. La invitó al cine, la invitó a pasar el fin de semana esquiando en Torena, ¡no me digas que no te gusta esquiar! El plan saltó por los aires momentáneamente y, como si se quejara del género a su madre: es que estás tan morena que creía que. ¿No? Su madre no dijo nada y Mertxe Centelles–Anglesola i Erill tuvo que decir claramente que no, que es de la playa, porque he pasado el mes de diciembre en las Canarias y enseguida me pongo morena. Qué suerte, dijo la madre, tratando de recomponer la situación. La crisis momentánea se resolvió en cuanto Marcel dijo que entre pista negra y pista negra pasaría por la zona familiar y la ayudaría a acostumbrarse a los esquíes y esas cosas.

—Que la enseñe Quique, que es su trabajo.

—No, ni hablar.

Ese no de Marcel, en tono tan seco, reveló dos cosas a Elisenda. Primera, que si Marcel no se fiaba de Quique era porque Quique le había dado motivos, a pesar de que se pasaban los días esquiando y charlando… de mujeres, supongo. Si un juerguista como Marcel no se fía de Quique, significa que necesito saber por qué cuanto antes. Y segunda, que a Marcel le importaba Mertxe y por tanto, como siempre, ella había acertado en la elección de Mertxe Centelles–Anglesola i Erill, de los Centelles–Anglesola, emparentados con los Cardona–Anglesola por el lado Anglesola, y de los Erill de Sentmenat, porque la madre de Mertxe es hija de Eduardo Erill de Sentmenat, el de Maderas Africanas, el presidente del consejo de administración de la Banca de Ponent. Sí, se dijo él, de acuerdo, pero qué labios y qué ojos. Qué elegante.

—¿Por qué Quique no? —insistió la madre.

—¿No está de baja?

—Sí, pero no lo estará para siempre.

Con sólo cuatro miradas y otros tantos gestos Elisenda entendió que su hijo se había enamorado hasta el tuétano. En cambio, Marcel no quiso mostrar a su madre el entusiasmo que sentía y Elisenda lo comprendió y no quiso ser cruel con él. Se hizo la distraída, se ausentó dos o tres veces, informó de que Mertxe tenía veintidós años y prácticamente casa abierta en París, y, de manera que pareciese que era Marcel quien tomaba la iniciativa, propuso que se fueran juntos a dar un paseo, al centro, por ejemplo, a ver la Rambla y los alrededores, ¿no? Entonces Marcel cayó en la cuenta de que hacía mil años que no iba a pasear a la Rambla y se preguntó qué pensará Mertxe de mí, y se quedó desolado porque, por primera vez en su vida, se veía pequeño ante una mujer que no fuera su madre, indefenso y con ganas de demostrarle cosas, igual que a su madre. Contra los cánones, Elisenda les insinuó, casi como quien no quiere la cosa, que fueran a París unos días y, cuando volvieran, su hijo podría incorporarse al trabajo. París. Tanto lo deslumbró que ni se acordó de Ramona, la que iba a ser escritora. En vez de protestar por la imposición materna, Marcel imagínate, pasar unos días en París con Mertxe. Había bajado la guardia, estaba indefenso. Marcel Vilabrú i Vilabrú (de los Vilabrú–Comelles y los Cabestany Roure por parte de Vilabrú y de los Vilabrú de Torena y de los Ramis de Pilar Ramis de Tírvia, una puta y una mejor me callo, por respeto al pobre Anselm, por parte de Vilabrú), esta vez, se había enamorado de la persona adecuada.

Cuando la parejita salió de casa en dirección a la Rambla, o a donde los llevase el viento del entusiasmo, Elisenda hizo una llamada al Ministerio de Industria para resolver una cuestión, que sólo podía resolver el ministro en persona, sobre la importación de la maldita maquinaria para fabricar balones, que no me da la gana comprarlos hechos por el décuplo de su coste. En todo caso, se los venderé yo a otros fabricantes. Quiero fabricar balones, Enrique. Espero noticias, ¿de acuerdo? Ah, esta noche ceno en Madrid. ¿Con quién? Con Fontana. Y colgó mientras el ministro todavía sonreía al teléfono recordando la tarde mágica que había pasado con la señora Vilabrú y su perfume de no sé qué, pero hechicero, y tuvo envidia de Fontana y de la madre que lo parió. Elisenda informó a Gasull de su gestión y, como le quedaban unas horas libres, ordenó a Jacinto que preparase el coche. Se quitó la cadenita del cuello, la besó y la guardó en la cajita de marfil. Añoró brevemente a Bibiana, pero se deshizo del recuerdo porque los vivos no pueden estar siempre acordándose de todos sus muertos. Muy bien, Jacinto, así me gusta.

En cambio, durante el trayecto hasta el centro, no le hizo ningún comentario al cogote. Ninguno. No abrió la boca. Cuando no daba órdenes, señal de que estaba pensando, sí. Si estaba pensando es que tenía que pensar. Si tenía que pensar es porque tenía un problema. Me gustaría solucionárselos todos, pero no me deja. Sólo me deja intervenir para limpiar las vomitonas del imbécil de su hijo. Nada más. Yo, que daría la vida por. Yo, que he dado la vida por. Yo, que.

—Para aquí, Jacinto.

En medio de la plaza de Catalunya. Eso significa que no quiere que sepa dónde va.

—Vuelve dentro de una hora. No, dos.

Ahora cogerá un taxi y se irá al pisito del hijo de puta de Quique Esteve.

—Sí, señora.

Quique va con hombres. Y con mujeres. Con cualquier cosa que se menee. ¿Lo sabe, señora?

La señora se apeó del coche y cerró con suavidad. Esperó a que Jacinto desapareciera de la vista y a continuación paró un taxi y le dijo al pisito del hijo de puta de Quique Esteve, deprisa.

—Qué sorpresa. —La invitó a entrar—. La verdad es que no te esperaba.

—He venido a Barcelona a hacer unas gestiones y aquí estoy.

—Muy bien. Pero ¿y si no me hubieras encontrado?

—¿Y si hubieras estado con otra?

Quique cerró la puerta con suavidad y pasaron al interior de la vivienda.

—¿Por qué me miras así?

Por varias razones. Primera, porque hacía trece años que eran amantes y si bien al principio él no era más que un simple instrumento con el que la señora desahogaba el rencor que tenía contra todo, poco a poco fue aficionándose, con la salvedad de algunas semanas de distanciamiento a raíz de una confesión excesivamente fogosa, siempre en una iglesia diferente, siempre con sacerdotes desconocidos, pero no porque luchase contra el pecado, sino porque quería poner freno a su debilidad; no puede ser que un niñato guapito como Quique. No puede ser. Pero era. Segunda, porque se llevaban más de veinte años y lo que al principio resultaba incluso divertido, con el tiempo se iba haciendo más difícil de sobrellevar, porque yo envejezco y él todavía es un hombre con una sonrisa sin canas. Tercera, porque hasta hacía poco, hasta que entró Mertxe en su casa, vivía como entre algodones, pensando que la compensación económica que le ofrecía evitaba toda clase de infidelidades; además, él siempre estaba a punto cuando ella lo requería. Cuarta, porque al darse cuenta de que había llegado el momento de casar a su hijo, comprendió de sopetón que sería abuela, tuvo una fuerte sensación de ridículo y entendió que lo razonable era tener celos de Quique. Quinta, porque todo junto era complicado: por qué iba a tener celos si a Quique no lo amaba y sabía que él, por su parte, más que quererla, la obedecía. Ese extremo lo confirmaba la escasez de expresiones de afecto mutuo en trece años de relaciones. Sexta, porque, aunque no se amaran, el trato era de dedicación exclusiva. Y séptima, porque estaba convencida de que, si registraba la casa, encontraría a un par de amantes y no estaba dispuesta a sufrir semejante humillación.

—¿Quieres inspeccionar esto? ¿Eh? ¿Quieres ver cuántas mujeres tengo escondidas? ¿Eh?

—Sí.

—Pues adelante.

En un tono que pretendía disimular un disgusto que Elisenda no supo si era real o ficticio, Quique dijo nunca me habría imaginado que tuvieras tan poca confianza en mí. Abrió los brazos como abarcando la casa entera y dijo toda tuya.

La señora doña Elisenda Vilabrú i Ramis, que esa noche cenaría con el ministro Fontana para recordarle que quería una respuesta inmediata de monseñor Escrivá de Balaguer sobre la cuestión del Proceso; que recibía con indiferencia educadas muestras de adulación del ministro al que debía recordar que refrescase la memoria a monseñor Escrivá a propósito de su tío August Vilabrú, quien, a pesar de sus achaques, pobrecito, todavía estaba vivo y hacía unos días le había recordado a ella la anécdota de la prelatura doméstica de monseñor Escrivá, nombramiento al que tanto había contribuido August Vilabrú, porque el Papa Pablo desconfiaba un poco de monseñor; que sería capaz incluso de señalar al ministro Fontana la conveniencia de un cambio en la titularidad del gobierno civil de Lérida, porque el actual gobernador es un hombre sin cultura, sin sentido de la educación, y me fastidió todo lo que pudo cuando le insinué que quería ampliar las pistas, aunque me asisten todos los derechos (y el ministro Fontana abriría la libretita de compromisos y, con su letra menuda de hormiga, escribiría el pertinente recordatorio, porque no deseaba fallar a tan gran señora. Y para que no cupiera duda, chasqueó la lengua y dijo este García Ponce…, ya sabemos cómo es. Le aseguro que me interesaré por el asunto); que, después de cenar con el ministro Fontana citaría a los hermanos Garrigues en la suite del hotel para activar de manera contundente la exención arancelaria de las tres toneladas de material deportivo que quería colocar en México, Colombia, Costa Rica y Chile; que probablemente al día siguiente, antes de volver a enclaustrarse en casa Gravat, se entrevistaría con el embajador argentino para ayudarlo a recapacitar y a hacer posible que la raqueta Brusport Champion gama alta para América Latina se llamase Guillermo Vilas sin pagar ni un peso al erario público argentino, sino recibiendo, en justa compensación, una cantidad que podemos fijar hoy mismo, excelencia, en beneficio de ambas partes (y si el embajador no se decidía, le diría que la raqueta se llamaría Falkland y adiós jugosa comisión), avanzó un paso en el comedor del pisito de Quique, que ella misma financiaba, con el corazón desbocado y pensando si encuentro a alguien, aunque me cueste lágrimas, estoy dispuesta a descubrir a todas las amantes que tenga escondidas en los armarios.

—Procede —añadió Quique en el mismo tono dolido, y se fue a la cocina—. Voy a hacer café mientras miras debajo de las camas.

Elisenda, la amante furtiva, miró alrededor. Ningún indicio. El espectáculo era desolador, pero tenía que hacerlo. Ningún indicio. Las seis copas, dos de eslalon, una del supergigante de Sestrières y otra del descenso en la Internacional de la Tuca Negra en el que Quique se la jugó a muerte contra el mismísimo Magnus Enqvist y logró arrancarle ocho décimas de oro únicamente porque conocía el terreno, la nieve y el aire, puesto que, cuando no estaba fornicando en Barcelona, se dedicaba a machacar pistas como un poseso. En vez de ir a la habitación de Quique a mirar debajo de la cama y pillar a la puta de Mamen, se sentó en el sofá, enfrente de las copas. Quique salió de la cocina secándose las manos con un trapo de pinta dudosa.

—¿Has terminado la ronda? ¿Camas? ¿Armarios? ¿Ya está?

Ella desvió la mirada. A tientas, cogió un cigarrillo de la mesilla, de la caja de cuero que le había regalado ella al día siguiente de la noche de los cinco orgasmos seguidos. Todavía faltaban diez años largos para unirse a las filas de los ex fumadores militantes. Quique se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro suavemente, como anhelaban hacerlo desde hacía muchos años el abogado Gasull, Jacinto Mas y un par de ministros. Elisenda seguía con la mirada perdida en la pared de enfrente.

—¿Qué te pasa? —dijo él con voz más seductora—. ¿Por qué me mortificas así?

—No tengo forma de saber si me eres fiel. —Ahora sí que se desnudó la señora, con la mayor vergüenza del mundo, implorando fidelidad a un monitor guaperas.

—¿Mi palabra no cuenta?

—No. La verdad es que no.

—Pues has de saber que soy tu fiel amante de pies a cabeza. ¿Qué sentido tendría engañarte?

Se callaron. En la cocina, la cafetera empezó a protestar como si estuviera en desacuerdo con la declaración del amante fiel. Quique entendió que debía reaccionar y dijo para que veas que soy fiel, que soy tu fiel amante, agarró a la señora y la obligó a levantarse con una brusquedad calculada, le quitó la chaqueta y le arrancó la blusa mientras ella se desabrochaba el corchete de la falda.

Mamen Vélez de Tena (la señora de Ricardo Tena, de Export–Import, SL), con quien Elisenda Vilabrú, tres años más joven, mantenía una amistad basada en confidencias mutuas, acechaba, alarmada, por un resquicio de la puerta de la habitación, y vio que Quique, el hombre como Dios manda, no prestaba la menor atención a los ronquidos de la cafetera y tiraba de la falda a la puta de la Vilabrú y la hacía desaparecer con esa ferocidad que a ella la estremecía de arriba abajo, y se desnudaba en un visto y no visto y la tumbaba con delicadeza en el sofá. Se fijó en que el muy cerdo, el amante fiel, se colocaba de forma que ella pudiera verlo todo desde la rendija de la puerta, y el David de Miguel Ángel montó a la viuda caliente, esa cincuentona, quién me lo iba a decir, que la Vilabrú fuera capaz de tirarse a la fiera de Quique. Cuanto más santas, más furcias. Siempre había pensado que Elisenda estaba por encima de estas cosas, y resulta que se lo monta con Quique y a saber con cuántos más, la muy. El espectáculo excitó a Mamen Vélez de Tena; la excitó muchísimo, sobre todo por el secreto que acababa de arrancar al destino, la zorra de la Vilabrú, menudo escándalo, cuando se sepa. Y qué ímpetu le echa, cómo resopla la mosquita muerta. Tiene unas piernas muy bonitas, para ser de la misma edad que yo, eso hay que reconocerlo. Qué culo, Quique, Dios mío, Señor. David. Apolo. Narciso.

Quique, el fiel amante, se llevó a la señora muy lejos, tan lejos que, cuando acabó, se quedó desnuda un rato, sentada en el sofá, mirando por la ventana y pensando aún más lejos, fumando un cigarrillo tranquilamente mientras Quique entraba en la habitación y no sé qué hacía allí y, cuando aplastó la colilla en el cenicero, miró hacia la habitación y con voz ronca gritó tienes que ir a comprar una blusa nueva. ¡Quique! ¿Me oyes? Tengo que coger el avión.

De la cocina llegaba el olor pegajoso y triste del café requetehervido y requemado.

27

Marc. Ya puedes tirar la botella.

Los diecisiete niños de segundo, que habían estado un rato recogiendo cantos rodados del río, se situaron a su alrededor para hacerse la fotografía previa a la ceremonia de lanzar la botella con el mensaje que, con un poco de suerte, llegaría a los niños de segundo de la escuela de Ribera de Montardit, tres kilómetros río abajo, como una actividad más del centro de interés sobre el río y su entorno. El día radiante de pleno invierno invitaba a no volver al laboratorio a revelar las fotos, ni al aula, a pensar, pensar y volver a pensar aunque no quisieras, y a darle vueltas y a ponderar si debía contratar a un detective para que investigara la identidad de la mujer que le robaba el sosiego, ahora que ya había contratado a la doctora Cuadrat para que investigara la identidad del bulto que a veces le daba pinchazos. Dos investigaciones en marcha. ¿Será posible volver a ser feliz?

—Ya la puedes tirar. Cuidado.

Marc Bringué, el elegido, no porque fuese el mejor entre los mejores, sino porque tenía el número doce, biznieto de Joan Bringué el de ca de Feliçó de Torena, que era el tercero de la lista negra de Valentí Targa, que era la lista negra secreta de la señora Elisenda Vilabrú, dio un beso a la botella de plástico (tal como le había recomendado Pep Pujol) y la tiró con tan buen tino que fue a parar al centro mismo de la corriente del Noguera. Todos vieron con alivio que la botella evitaba los remolinos de la orilla, llegaba al centro de la corriente y empezaba a descender obedientemente, con mucho ánimo, como si tuviera prisa por llegar al mar siguiendo el mismo trayecto que el cuerpo inerte de Morrot, que llevaba la documentación en el bolsillo interior, guardada en una caja de metal, junto al pecho, la documentación que revelaría a las autoridades a cuyas manos fuera a parar que las partidas de maquis se retiraban del valle de Sort y de los valles de Àssua, Ferrera, Cardós y Àneu para concentrarse en la región de Figueres, un indicio militar que demostraba que se estaba preparando lo que más tarde se llamaría la Gran Operación, y que el jaleo sería en otra parte.

—Soy Tina Bros, sí. La botella acaba de salir. Calcula media hora.

—¿Cómo van a pescarla? ¡Eh, Tina! ¿Cómo la van a pescar?

—Con un cazamariposas —contestó Pep Pujol, que lo sabía todo.

Lo hicieron con un gancho de manejar hielo, el de mango largo, porque se acercó lo suficiente a la orilla, como si no hubiera entendido bien su destino. Lo pusieron boca arriba para ver si lo conocían y se miraron el uno al otro.

—No lo conozco. No es de por aquí.

—Está más que muerto.

—Hay que avisar a la Guardia Civil.

—Es peor el remedio que la enfermedad; nos preguntarán…

—Así no podemos dejarlo.

—¡Anda! ¿Te crees que lo vas a revivir? —Codazo y señal de que lo siguiese hacia el carro—: Hala, vamos antes de que nos vean.

Dubitativo y temeroso, el más reticente, el joven, devolvió el cadáver de Morrot al centro de la corriente empujándolo con la pértiga del hielo, para que siguiera su curso y lo hallase la patrulla de la Guardia Civil de Ribera, su verdadero destino. El joven subió al carro y ninguno de los dos contó el macabro hallazgo a nadie, ni a sus respectivas mujeres, que no estaban los tiempos para confidencias. En cambio, la patrulla de la Guardia Civil sí que encontró el cuerpo de Morrot, lo sacó del agua, lo registró y descubrió la caja metálica; la abrieron allí mismo, deseosos de hacer méritos ante sus superiores, desplegaron el papel y el de menor estatura lo leyó desazonadamente, en voz alta, para que lo oyera el mundo entero: las piedras, los cantos rodados, los barbos y las truchas, el propio Morrot y su compañero de patrulla.

—Hola, compañeros de segundo de la escuela de Ribera de Montardit. Este mensaje demuestra que si bajáramos por todo el río hasta el final llegaríamos al mar. Hemos visto en un mapa que pasaríamos por muchos pueblos como el vuestro, por unas cuantas presas y, luego, llegaríamos al río Segre a la altura de Camarasa; después, al Ebro a la altura de Mequinensa. Luego, ya, directos al mar. Después de Semana Santa vamos a ir tres días de excursión al Delta del Ebro. ¿Y vosotros?

El guardia civil de tez más oscura guardó de nuevo el papel en la cajita metálica, ésta, a su vez, en el bolsillo del tabardo, y murmuró esto hay que comunicárselo al sargento.

—¿Qué hacemos con él? —refiriéndose al ahogado.

—Hay que dar aviso, que vengan a recogerlo. —Y dio unos golpecitos a la cajita metálica—. Mi descubrimiento puede ser muy importante.

—El muerto lo he visto yo.

—Así constará en el informe —dijo, magnánimo. Y por unos momentos se permitió soñar que llevaba cosidos en el uniforme los merecidos galones de cabo.

—Miño, Duero, Tajo, Guadiana, Guadalquivir, Ebro, Júcar y Segura.

—Muy bien. Ahora tú, Helena. ¿Cuál es éste?

—El Guadiana.

—Muy bien. ¿Y éste, Jaume?

—El Tajo.

—¿Y la Noguera, por qué no la decimos? —una voz al fondo.

—O el río Pamano —terció Jaumet Serrallac.

—Es que es pequeño.

—Mi padre dice que el Noguera es más grande que el Miño, el Xúquer y el Segura.

—Y tiene razón.

—No, no es verdad. El Pamano es más importante, porque se puede pescar.

—¿Dónde está el Noguera?

—Aquí. Mirad, éste es el Segre. Y éste sería el Noguera. Y aquí, Torena.

—¡A ver, a ver!

A pesar del horror, las horas de clase son como una isla alejada de los peligros. Las fotos de Franco y José Antonio, el omnipresente mapa de España, la mirada oscura del señor alcalde…, por cierto, tengo la impresión de que pasa por delante de la escuela más a menudo que nunca, como si me vigilase de cerca, como si supiera perfectamente lo que hice el día que iba con un Ramo de Flores del brazo. Dicen, incluso, que a lo mejor mandan otro maestro al pueblo; entonces podríamos trabajar mejor. Me duele en el alma que las Ventureta no hayan vuelto a la escuela. No puedo ir a decir a su madre que fui un cobarde cuando mataron a tu hijo pero que procuro redimirme, y si no, pregúntaselo a tu marido, al que no ves nunca porque anda en emboscadas. Por suerte, los niños no me miran mal. Tal vez alguno tenga miedo, como Jaumet, el hijo de Serrallac el de las piedras, que es un anarquista soñador y solitario, pero, incomprensiblemente, no entra en los planes de venganza del señor Valentí Targa; ese muchacho, Jaumet, puede llegar lejos si lo mandan a estudiar. ¿Sabes una cosa, hija? Hoy he empezado a preparar el terreno para un asunto que no sé en qué consiste, pero lo sabré a su debido tiempo. Esta noche no he dormido, porque fui al río con un pelotón hasta más allá de Rialb y echamos al agua a un muerto con información falsa. Me resulta difícil acostumbrarme a dominar los sentimientos tan bien como algunos de los hombres que voy conociendo. El jefe del pelotón era hermano del muerto que tiramos al río. Aunque eran gallegos, lo llamaban Morrot. Se lo llevó la gangrena por culpa de una herida mal curada, pero no vi una sola lágrima ni la menor vacilación en la cara del hermano, ni siquiera cuando abandonamos el cuerpo en las aguas heladas y, cada cual a su manera, rogamos que lo encontrasen en Sort o más allá, para que el cruel entierro del soldado no fuera en balde. Volvimos a la base y el pelotón se ha pasado el día en la escuela, en el desván, esperando la noche para reemprender el camino. Me da un miedo profundo, telúrico, el saber que ahí arriba, en el desván, hay dos o tres hombres, y hasta veinte, mientras explico a los niños lo que es el adjetivo calificativo. Sin embargo, lo que más miedo me da es ver a Valentí Targa o a sus hombres paseando por el pueblo o mirando de lejos a la ventana del aula, como si sospecharan mi doble juego. ¿Sabes una cosa? Escribo para combatir el miedo. Y para no estallar de angustia: preferiría poder contarte todo lo que estoy haciendo a salvar la vida. Así lo entenderías todo, cuando seas mayor, claro. Ojalá no conozcas ninguna guerra, mi niña. En fin. Me gustaría ser escritor y pintor, si pudiera vivir otra vida. Sé que estoy vivo cuando dibujo o escribo.

Hace poco pasó aquí diez días seguidos una familia judía que huía de Lyon. Tenían un perro sumamente sensato que se llamaba Achille; yo lo rebauticé con el nombre de Aquil·les. Eran muy tranquilos, educados y silenciosos. Estaban los cuatro reventados. La caminata por las montañas es agotadora para un abogado de cuarenta años que nunca ha hecho esfuerzos físicos, y para un ama de casa de treinta y tantos y, sobre todo, para los dos hijos. Por suerte, el guía de relevo se retrasó; un retraso providencial que les permitió recuperar fuerzas. Nuestros guías son contrabandistas del país que conocen la montaña mejor que su propia alcoba. La mayoría se ha formado profesionalmente trajinando mercancía por el puerto de Salau. Unos son de aquí y otros son gabachos, pero están todos cortados por el mismo patrón: son huraños, callados, tienen la mirada viva, edad mediana y una resistencia física inconcebible, y sólo piensan en el dinero que van a ganar pasando a un aviador o a dos niñas judías con trenzas y jugándose el pellejo si es necesario. Es cierto que se juegan la vida, pero, de todos modos, no me acabo de fiar, porque son contrabandistas, en realidad. En estas tierras, quien conoce los caminos más allá de las montañas de su pueblo es que se dedica al contrabando.

Los dos pequeños. Me impresionó la disciplina de los pequeños, dos niños de seis y siete años, Yves y Fabrice, los únicos nombres que llegué a saber, sin contar el del perro; tenían los ojos permanentemente abiertos, señal del miedo y la perplejidad constantes, porque debía de ser muy difícil entender que un ogro quisiera matarlos y comérselos, como en los cuentos. Y Aquil·les, como si entendiera los misterios insondables de la vida de los cuentos, estaba todo el tiempo atento a los ruidos, callado, y no me perdía de vista cada vez que subía al desván a llevarles comida y retirar las deposiciones. Aunque parecía estar siempre en guardia, nunca ladró ni gruñó, siquiera. Sabía que yo era de los suyos. ¿Podrán entender los perros que hay hombres más feroces que las fieras y que él tenía que proteger a los suyos? Aquil·les sabía muy bien que la vida de los pequeños dependía de su silencio. La segunda noche nos hicimos muy amigos el perro y yo. Mientras la familia dormía, recorrimos los rincones de la escuela, asomamos la nariz por la ventana y nos confesamos secretos íntimos. Le hablé de ti y movió la cola. Le dije que todavía no tenías nombre y la movió con más entusiasmo, como si él, en cambio, lo supiera… El caso es que me lamió las manos y la cara como si me entendiera. Después de unos días de tensión y de espera, un nuevo guía, también huraño y silencioso, los acompañó a Barcelona por la Pobla, camino de Portugal, una etapa que no iba a requerir tanto esfuerzo físico, aunque también era muy peligrosa. Cuando el grupo se perdía en la noche oscura, Aquil·les me miró de una forma que todavía recuerdo. Y Fabrice e Yves me dieron un beso silencioso. El padre, con una expresión que no podía dejar de ser triste, quiso compensarme regalándome su reloj; pobre hombre. Mi compensación, querida hija, es el orgullo que siento por haber contribuido a la salvación de una familia. Voy a ver si consigo hacer un retrato del perro, para que te lo imagines cuando leas esto. Te quiero, hija mía. Di a tu madre que también la quiero. ¡Cuánto deseo que termine todo para poder ir a verte, arrodillarme y contarte cómo ha sido todo! Por si no fuera posible, aquí dejo estos cuadernos, la carta más larga que te

Tina se quedó mirando la interrupción con extrañeza. Como habría hecho cualquier especialista escrupulosa, copió la carta más larga que te, y la rindió el cansancio. Mientras imprimía los fragmentos que había copiado intentó imaginarse a Rosa, apenas nombrada en la carta, la mujer que había tenido la valentía de rebelarse. No había fotos de ella; las únicas referencias eran los esbozos de su cara al final de los cuadernos y el profundo desprecio que destilaba la escueta nota en la que comunicaba a su marido que ya no era su marido y que nunca vería a su hija. Intentó imaginarse la forma y el tono de ese desprecio y lo comparó con lo que sentía ella ahora por Jordi.

—Yuri Andréievich, fuera de aquí, no seas pelmazo.

La última página, impresa con la nitidez del láser, decía por si no fuera posible, aquí dejo estos cuadernos, la carta más larga que te

Tina no podía saber que, cuando el venerable mártir Oriol Fontelles estaba escribiendo esas líneas, de noche, a solas, sentado a su mesa, en la tarima, súbitamente se abrió la puerta y el de pelo rizado irrumpió en el aula sin pedir permiso, como le habían enseñado los jefes de la Falange, conquistando el espacio que les pertenecía por decreto divino, y dijo de parte del señor alcalde, que se persone usted inmediatamente en el Ayuntamiento. Oriol escondió el cuaderno entre los de los alumnos y pensó que era una imprudencia dejar su vida y la del maquis allí mismo, al alcance del enemigo.

Una orden es una orden y Oriol tuvo que ponerse la chaqueta, cerrar la escuela y presentarse en el Ayuntamiento sin haber podido esconder el cuaderno detrás de la pizarra, y todo ello bajo la mirada irónica del falangista de pelo rizado. Ha llegado el momento, ahora va a decirme que hace diez días que estamos investigando y hemos llegado a la conclusión de eres tú el hijo de puta de la mala puntería.

—Hace diez días que estamos investigando un caso —le dijo no bien hubo entrado en el despacho. Oriol se quedó callado, con el corazón en un puño. Valentí señaló el caballete, arrinconado y tapado con una sábana llena de manchas de pintura—. Hoy tengo un momento —añadió sin preguntarle si le venía bien ni si le apetecía.

Fue la primera sesión después del atentado fallido. Fue la primera vez que se quedó a solas con Valentí después de que Ramo de Flores lo mirase a los ojos en el momento en que apuntaba a la nuca al alcalde de Torena, o al menos eso le pareció. Con disciplina casi militar, Valentí adoptó la pose correcta, mientras que Oriol estaba tan nervioso que al principio no daba de ninguna manera con un caoba parecido al de la mesa.

—¿Qué caso? —se oyó decir Oriol—. ¿Qué investigan?

—Cosas —dijo Valentí. Sin pedir permiso, lio un cigarrillo—. ¿Tú conoces a un tal Eliot?

—No. Quítese el cigarrillo de la boca.

Valentí dio una calada y, obediente, dejó el cigarrillo en el cenicero. La columna hipnótica de humo subía caracoleando sobre sí misma hacia el misterio del techo oscuro del despacho.

—Eres un poco meticón ¿verdad?

—¿Yo?

Tuvo que respirar hondo, porque tenía el corazón a punto de estallar contra la tela y lo pringaría lamentablemente.

No saben nada. Parece imposible pero no saben que fui yo. Llevaba diez días con el corazón en un puño y, por si fuera poco, se había estrenado en funciones de enlace del maquis, con órdenes estrictas de no huir porque, según el maquis, Valentí y los suyos no sabían nada. Por lo visto, era cierto: no sabían nada de nada. El teniente Marcó tenía razón.

Pintó una parte de la mesa, la parte frontal, mientras la mano se tranquilizaba y se acostumbraba al movimiento de las pinceladas. En cuanto se calmó un poco, cambió de pincel y se dedicó a las cejas. Frondosas, con un asomo de gris, prácticamente unidas la una a la otra.

—¿Te cuento un secreto?

El corazón no pudo más: dio un brinco y se estampó contra la tela, húmeda todavía.

—No se mueva —dijo, para disimular los desperfectos.

—Sé una cosa que ignoran en comandancia.

Valentí Targa era feliz cuando se constituía en portador de noticias. Era el poder en estado puro, la información contra la ignorancia, la verdad contra el caos. Contraviniendo las órdenes, cogió el pitillo y lo retuvo en la mano al tiempo que señalaba a Oriol.

—¿Quieres saber qué es?

Oriol no dijo ni sí ni no. Si decía sí, sí, cuente, cuente, el alcalde podía sospechar de tanto interés. Si decía no quiero saber nada, también podía ser sospechoso, porque, quién no quiere saber un secreto, sobre todo en tiempos de penuria. Por lo tanto, lo resolvió con un gesto ambiguo, un mero esbozo de sonrisa, y fingió que se concentraba en las cejas. Valentí ya no podía más:

—El maquis se retira de la zona —dijo mirándolo fijamente a los ojos para captar la menor reacción.

—¿Y cómo lo sabe? —Volvió a la tela para dar a entender que le interesaba, pero no tanto. Además, no deseaba sostener la mirada a Valentí.

—Eso es secreto —respondió, satisfecho—. Pero lo sé de muy buena tinta.

El maquis se retira de la zona. Adiós, Morrot, amigo al que no llegué a conocer vivo. Pero ni la menor alusión a sabes que el otro día quisieron liquidarme y fuiste tú. Ni una alusión a hijo de puta, hace diez días quisiste asesinarme de un tiro en la nuca. En el restaurante Estació de Vilanova, ¿me explico? En cambio, le contó que, al volver de la Pobla, se había cruzado por casualidad con la pareja de guardias civiles, quienes le informaron de un hecho muy importante, y así, el coronel Salcedo, que se cree que manda aquí, en el monte, verá que son los de Tremp quienes irán a contarle lo que pasa aquí. Es un incompetente y se cree que puede darme lecciones de patriotismo y pararme los pies aprovechando la ausencia del pobre Yuste, que todavía no se ha recuperado de la rabieta.

Un largo silencio. Valentí terminó el cigarrillo y lo destrozó contra el cenicero. Tal vez pensara en el coronel Salcedo.

—Ah, y mañana vienes a cenar con los camaradas de la comarca.

—¿Yo?

—Sí. Viene Claudio Asín de visita y quiero que lo conozcas.

—¿Quién es?

—Un santo y un guerrero. Mi maestro. —Señalándolo: Uniforme completo. Dudó unos segundos y a continuación lo miró—. Es imposible que esté acabado para mañana, ¿verdad?

—¿El cuadro? —Oriol abrió las manos para mostrar que no hacía trampa—. Imposible, aunque nos pasáramos la noche en blanco y no volviera a la escuela.

—Tómate el día libre. Te doy el permiso.

—Ni así lo terminaríamos. Y el cuadro perdería calidad.

—Ah, no; por ahí no paso. —Se quedó pensándolo y movió la cabeza—. Qué lástima.

—Usted quiere llegar a subjefe provincial del movimiento.

Tal vez se hubiera excedido. O no. La mirada de Valentí, un tanto velada todavía por los restos de humo, le dio miedo. Ahora me dirá hijo de puta, hace diez días etcétera.

—Qué vivo eres. ¿Cómo lo sabes?

—Indicios.

—Si me ayudas, te juro que te nombro mi secretario personal.

¿Está jugando conmigo?

—Será un honor, señor alcalde. ¿Y cómo puedo ayudarlo?

—Para empezar, cuestiones de papeleo, que se te da muy bien escribir y yo, la verdad, me pierdo. Hay documentos del Ayuntamiento que…

—Es decir, echar una mano en el Ayuntamiento.

—Exacto, hasta que tengamos secretario municipal…

Silencio de Oriol. No podía negarse.

—Te pagaré un sobresueldo. —Como si ya estuviera todo decidido—: Y además, puedes escribirme un informe sobre… Un momento…, oye, dejemos la sesión por hoy. Voy a decirte lo que puedes hacer…

Así fue como escribí un panegírico que, de no haber tenido la suerte de que el maquis diera conmigo, habría tenido que escribir de todos modos, pero como un hombre derrotado por el miedo; en cambio lo redacté sabiendo que era un servicio a la causa de la libertad. Se trataba de un escrito lamentable en que se hacía constar la oportuna intervención de Targa en una zona muy castigada por las acciones del maquis y cuya población era en su mayoría gente sin instrucción y cargada de defectos inculcados por los anarquistas y los comunistas durante la época del caos. Y cosas de ese cariz. Y sobre todo, se agradece enormemente poder contar con el señor Targa, a quien no le tiembla el pulso cuando se trata de defender la patria. En fin, como para suponer que un día canonizarían a Valentí Targa, el asesino de Torena. Y, a modo de despedida, larga vida al insigne patriota que es Valentín Targa Sau. Viva Franco. Arriba España.

Doble juego significa navaja de doble filo. Al menor descuido, te cortas. Tengo muchísimo miedo en el cuerpo, hija.

28

Volvía a nevar y Tina Bros acariciaba a Doctor Zhivago mientras contemplaba los copos cansados, que caían pausadamente y alfombraban el pueblo. Se había pasado la tarde llamando a hospitales, hablando en tono amable y firme sobre una tesis doctoral en torno a la década de 1940, mintiendo por los codos como Jordi, dando nombres a medias y prometiendo citas nominales en los créditos de la tesis por las inestimables ayudas recibidas, y acabó rendida y convencida de que no había avanzado nada y de que seguramente era absurdo pretender averiguar cosas y husmear en cuestiones que ya no tenían remedio por la contundencia implacable con que se había establecido la verdad histórica. Cerró la agenda, repleta de notas apresuradas, escritas con letra ininteligible, y se quedó embobada mirando por la ventana la nieve que blanqueaba las cosas en un silencio casi reverente. Entre manos, las cien fotos ordenadas que constituían el libro sobre casas, calles y cementerios del Pallars, prácticamente completo, sin grietas; pero, en la cabeza, los cuadernos de Oriol Fontelles sembrados de lagunas e interrogantes, sin pistas sobre el paradero de su hija, la niña sin nombre para su padre y para mí. Dejó a Yuri en el suelo, cogió la agenda y salió resueltamente de la salita. Era la primera vez que entraba en la habitación de Arnau desde que se había marchado. La primera vez que entraba para quedarse un rato. Todo ordenado, como si hubiera ido de campamento de fin de semana, cada cosa en su sitio, de dónde nos habrá salido este hijo, que ha elegido una vida cuya existencia no sospechábamos siquiera.

Se sentó en la silla de Arnau. Mesa lisa y limpia, todos los asuntos al día, nada pendiente, Arnau no tiene pendiente hablar con su marido y pedirle explicaciones de su falta de honradez. Si Arnau se hubiera encontrado en esa situación, la habría aclarado enseguida; siempre tiene la mesa limpia, resplandeciente. Abrió un cajón. Cosas, recuerdos, la pluma que le regalaron Jordi y ella cuando cumplió diez años. Los lápices de colores, chinchetas, te echo de menos, Arnau, hijo mío. Al abrir el cajón inferior, el corazón le dio un brinco, porque no lo entendió. Ni lo aceptó.

Cogió el álbum y lo puso encima de la mesa. Era el álbum de fotos que le había regalado la víspera de la huida al monasterio, fotos de Arnau, de su padre y de ella, cuando todos éramos honrados y felices, fotos de distintas épocas; le hizo mucha ilusión, me lo dijiste, lo tengo grabado en la cabeza, gracias por las fotos, mamá, me hacen mucha ilusión. Eso fue lo que dijiste y ahora resulta que las has dejado en el tercer cajón de la mesa de esta habitación, a la que no tienes intención de volver nunca más, porque estás dispuesto a enterrarte para toda la vida en un monasterio frío de techos altos y lleno de corrientes de aire. Qué pena, hijo mío, qué pena.

Repasó las imágenes una a una, preguntándose qué sería lo que no le había gustado, lo que le había impulsado a dejarlas allí, pero no encontró ningún indicio iluminador. Doctor Zhivago entró en silencio, como un copo de nieve, saltó a la cama y miró compasivamente la perplejidad de Tina.

—¿Qué te parece, Yuri Andréievich? —Le enseñó el álbum—. No quiso llevárselo.

—No querría cargar con ningún recuerdo para no echar nada de menos —respondió Doctor Zhivago. Y enseguida se lamió una pata delantera para disimular la emoción. Prefirió esquivar la mirada de Tina.

En ese momento, Tina entendió casi por completo que también Arnau había renunciado a los recuerdos de la vida que dejaba atrás en favor de la nueva. Qué desagradecido, pensó: si renuncias al álbum significa que renuncias a mí. Por qué eres tan cruel. Y recordó las crueles palabras de Jesús: deja a tu padre y a tu madre y a tus hermanos y sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos, exactamente lo contrario de lo que hacía ella respecto a la memoria de Oriol Fontelles y al rastro impreciso de Rosa, que la obligaba a buscar el hospital en el que había muerto la mujer de Oriol Fontelles hacía cincuenta y seis años. Es que yo no soy inteligente, me sobran cuatro kilitos, no soy muy culta, pero procuro no ser tan cruel como tú, dios de los monasterios, que conviertes a los hijos en pescadores de hombres sin tener en cuenta el parecer de las madres. Bueno, seis kilitos.

Cerró el álbum y lo guardó en su cajón. Cerró sin hacer ruido, como si tuviera que andar a escondidas. Entonces vio la agenda en un rincón de la mesa. ¿Hasta la agenda has dejado aquí, hijo mío? ¿Tan radical tiene que ser la ruptura? La abrió sin permiso, libertad que jamás se habría permitido. La última semana, los últimos días: el lunes, dedicado a Mireia, con letras grandes y una raya que llenaba toda la página. Mireia. Lérida. Quién es Mireia. Quién es esa chica que no ha conseguido apartarlo de las garras de los monjes. Mireia, me gustaría conocerte y que me contaras cosas de mi hijo. Seguramente lo conocías mejor que yo. ¿Lo querías? ¿Hicisteis el amor? Yo ya no puedo preguntárselo. Cuando tenía, no sé, diez añitos, en una excursión que hicimos al valle Ferrera, le contamos para qué servía el pene cuando se hiciera mayor y él dijo entonces tendré muchos hijos, seguro. Precisamente hacía unos días que habíamos decidido no tener ninguno más, sólo Arnau, nada más. Mireia. Lérida. Un día entero para despedirse de Mireia. Tenía que ser muy importante en su vida. Martes, Ramon y Elies a las cuatro. Cervera, comunidades de base. Miércoles dieciséis, plataforma de base, tarde, parroquia. Tremp. Noche: Despedida padres, cena. A los padres, una cena. Lo sabía ya todo el mundo, menos tus padres, que siempre son los últimos en enterarse. A los padres les dedica sólo una cena. A Ramon y Elies, una tarde. A Mireia, un día entero. ¿Todo el mundo sabe que Jordi me la pega? ¿Todo el mundo lo sabía menos yo? ¿Soy la última en saberlo? Y el jueves, diecisiete de enero de dos mil dos, con trazo vigoroso, casi exultante, decía a las nueve de la mañana ingreso en el monasterio. Su buen gusto innato no le permitió poner signos de exclamación. Ingreso en el monasterio, punto. Y nada más. Lo tenía tan previsto que no había anotado nada más y la agenda estaba casi vacía. Ah, no, en el mes de abril… Se le escapó una lágrima imprevista al leer el treinta de abril, cumpleaños de mamá. Sí, lo tenía apuntado, pero no se había llevado la agenda. Entristecida, la cerró. La dejó en el mismo rincón para que Arnau, como si fuera a volver al cabo de una vida, no se diera cuenta de que había fisgado en sus secretos. Y pensó encerrado en un monasterio maldita la falta que le hace la agenda, porque maitines, laudes, prima, tertia, sexta, nona, vísperas y completas siempre se rezan a la hora de maitines, laudes, prima, tertia, sexta, nona, vísperas y completas, y se considerará feliz.