Aquella noche, en casa de Agamenón se celebró una reunión poco animada; nos sentamos e iniciamos la agotadora tarea de recuperar nuestras fuerzas con el fin de resistir la próxima jornada. Me dolía la cabeza, tenía la garganta irritada de proferir gritos bélicos y los costados despellejados en los puntos donde la coraza me había rozado pese al acolchado artificio que llevaba debajo. Todos mostrábamos heridas menores: rasguños, pinchazos, cortes y arañazos, y nos moríamos de sueño.
—Ha sido un duro revés —comentó Agamenón interrumpiendo el silencio—. ¡Muy duro, Ulises!
—¡Cómo él había previsto! —intervino Diomedes en mi defensa.
Néstor movió la cabeza afirmativamente. ¡Pobre viejo! Por vez primera representaba su edad y no era para sorprenderse. Había perdido dos hijos en el campo de batalla.
—No desesperes aún, Agamenón —dijo con voz estridente—. Llegará nuestra hora y será más dulce por todos los reveses que hoy sufrimos.
—¡Lo sé, lo sé! —exclamó Agamenón.
—Alguien tendría que informar a Aquiles —dijo Néstor con voz apenas audible sólo para aquellos que estábamos al corriente de la situación—. Está con nosotros, pero si no lo mantenemos al corriente acaso actúe de modo prematuro.
Agamenón me miró malévolo.
—Ha sido idea tuya, Ulises. Ve tú a verlo.
Marché con pasos cansinos. Enviarme hasta el extremo de la hilera de casas era el modo que tenía Agamenón de vengarse de mí. Sin embargo, a medida que avanzaba, en paz y sin ser molestado por nadie, advertí que volvía a recuperar las fuerzas. Me sentía más descansado por aquel pequeño esfuerzo adicional que tras disfrutar de una noche de sueño. Puesto que cualquiera que me viese supondría que, tras los reveses de la jornada, Agamenón me enviaba a suplicarle a Aquiles, crucé abiertamente la entrada de los mirmidones y me encontré con ellos y con otros tesalios sentados con aire lastimero, pues se sentían impotentes y ávidos de combatir.
Aquiles estaba en su casa y se calentaba las manos ante un trípode de fuego. Se veía tan agotado y nervioso como cualquiera de los que llevábamos dos días de lucha. Patroclo se hallaba frente a él con expresión glacial. Supongo que en realidad no me sorprendió, teniendo en cuenta la existencia de Briseida. La relación entre Diomedes y yo era tan amistosa como sensual, una especie de conveniencia que a ambos nos resultaba sumamente agradable. Pero si a cualquiera de nosotros le apetecía una mujer, no había problemas. No representaba ningún desastre ni creaba sentimientos de traición. Patroclo amaba y se había creído a salvo, permanentemente libre de rivales. Mientras que Aquiles, como todos los hombres a quienes apasionan cosas diferentes a la carne, no se había comprometido por completo. Patroclo era exclusivamente un hombre que amaba a los hombres y se creía cruelmente engañado. ¡Pobre individuo, él sí que amaba!
—¿Qué te trae aquí? —inquirió Aquiles con acritud—. ¡Sírvele vino y comida al rey, Patroclo!
Con un suspiro de agradecimiento me senté en un sillón y aguardé a que Patroclo partiera.
—Parece que las cosas han ido muy mal —dijo entonces Aquiles.
—Como se esperaba, no debes olvidarlo —le respondí—. Héctor ha sido inexorable con sus troyanos, pero Agamenón no ha podido obrar de igual modo con nuestros hombres. La retirada comenzó casi en el mismo momento que las quejas: los auspicios nos eran adversos, el cielo estaba cubierto de águilas que volaban desde la izquierda, una luz de oro bañaba la ciudadela troyana, etcétera. Los comentarios sobre presagios son siempre fatales. De modo que retrocedimos hasta que Agamenón tuvo que meternos en las fortificaciones para pasar la noche.
—Me he enterado de que ayer Áyax se enfrentó a Héctor.
—Sí, se batieron en duelo durante la octava parte de la tarde sin llegar a conclusión alguna. No tienes por qué preocuparte a ese respecto, amigo mío. Héctor te pertenece.
—¡Pero los hombres mueren de manera innecesaria, Ulises! ¡Déjame salir mañana, por favor!
—No —repuse con dureza—. No hasta que el ejército se halle en inmediato peligro de aniquilación o las naves comiencen a arder porque Héctor irrumpa en nuestro campamento. Incluso entonces le ordenarás a Patroclo que conduzca tus tropas, no debes dirigirlas tú mismo. —Lo miré con severidad—. Así se lo juraste a Agamenón, Aquiles.
—Tranquilízate, Ulises, no quebrantaré ningún juramento.
Inclinó la cabeza y se quedó en silencio. Cuando Patroclo regresó, seguíamos en tal situación, Aquiles encorvado y yo mirando pensativo su dorada cabeza. Patroclo ordenó a los sirvientes que depositaran la comida y el vino en la mesa y luego permaneció como una columna de hielo. Aquiles lo miró brevemente y luego me miró a mí.
—Dile a Agamenón que me niego a retractarme —me dijo en tono convencional—. Dile que busque a otra persona que lo saque de este enredo o que me devuelva a Briseida.
Me di una palmada en el muslo como si estuviera exasperado.
—¡Cómo gustes!
—Quédate y come, Ulises. Patroclo, acuéstate.
Patroclo salió por la puerta. ¡No haría tal cosa en aquella casa!
Tal vez más tarde dormiría, pero en el camino de regreso me encontraba tan despierto que ansiaba hacer travesuras; por lo que fui a la zanja donde aún se encontraba el cuartel general de mi colonia de espías. La mayoría de mis agentes que no residían en Troya estaban sentados ante los restos de la cena. Tersites y Sinón me saludaron afectuosamente.
—¿Alguna noticia? —pregunté al tiempo que me sentaba.
—Una cuestión —dijo Tersites—. Me proponía ir en tu busca.
—¡Ah! Explícame de qué se trata.
—Esta noche, cuando concluía la batalla, llegó un aliado… un primo lejano de Príamo llamado Resos.
—¿Cuántas tropas trae consigo?
Sinón rio quedamente.
—Ninguna. Resos es un bocazas vanidoso, Ulises. Se autocalifica de aliado, pero sería más acertado considerarlo un refugiado. Su propio pueblo lo ha expulsado.
—¡Bien, bien! —dije, y aguardé.
—Resos conduce un tronco de tres magníficos caballos blancos que son objeto de un oráculo troyano —prosiguió Tersites—. Se dice que son los hijos inmortales del alado Pegaso, tan rápidos como Bóreas y tan salvajes como Perséfone antes de que la tomara Hades, y que una vez hayan bebido de las aguas del Escamandro y pastado la hierba troyana, Troya no sucumbirá. Según el oráculo se trata de una promesa hecha por Poseidón, que se suponía que estaba de nuestra parte.
—Y, puesto que Poseidón está de nuestra parte, ¿han bebido ya en el Escamandro y han pastado la hierba troyana?
—Han pastado, pero no han bebido en el Escamandro.
—¿Quién puede censurárselo? —repuse sonriente—. Yo tampoco bebería allí.
—Príamo ha enviado a por algunos cubos corriente arriba —dijo Sinón, que sonreía a su vez—. Ha decidido efectuar una ceremonia pública con tal fin mañana al amanecer. Entretanto los corceles están sedientos.
—Muy interesante. —Me levanté y me desperecé—. Tendré que ver en persona esas fabulosas criaturas. Añadiría cierta… elegancia a mi imagen conducir un tronco de caballos blancos.
—Podrías hacerlo con algo más de elegancia —me zahirió Sinón.
—Con mucha más elegancia —apostilló Tersites.
—Gracias por todo esto, señores. ¿Dónde puedo encontrar esos caballos inmortales?
—Eso aún no hemos podido descubrirlo —repuso Tersites frunciendo el entrecejo—. Lo único que sabemos es que han sido alojados en la llanura con el ejército troyano.
Diomedes, Agamenón y Menelao aguardaban ante mi casa. Llegué paseando junto a ellos como si hubiera disfrutado de un ejercicio saludable y sonreí a Diomedes, a quien le destellaron los ojos al comprender la intención de mi mirada.
—Aquiles está de acuerdo —le dije a Agamenón.
—¡Gracias sean dadas a los dioses! Ya puedo dormir.
En el instante en que Menelao y él se alejaron entré en mi casa con Diomedes y di unas palmadas para que acudiese un criado.
—Tráeme un traje ligero de cuero y dos dagas —le ordené.
—Supongo que debo equiparme de modo semejante —dijo Diomedes.
—Nos reuniremos en el camino del Simois.
—¿Dormiremos esta noche?
—¡Más tarde, más tarde!
Con su delgado traje de cuero negro y dos dagas en el cinto, Diomedes se reunió conmigo en el lugar fijado. Nos internamos en silencio de sombra a sombra hasta que nos encontramos en el extremo más lejano del puente, donde se unían las zanjas con la empalizada.
—¿Qué vamos a buscar? —me susurró entonces mi compañero.
—Me hace ilusión conducir un tronco de caballos blancos inmortales.
—Sin duda eso mejoraría tu imagen.
Le dirigí una mirada suspicaz.
—¿Has hablado con Sinón y Tersites?
—No —repuso con aire inocente—. ¿Dónde se encuentran esos caballos?
—No tengo ni idea. En algún lugar en la oscuridad.
—De modo que buscamos una aguja en un pajar.
—Sssst —le susurré apretándole el brazo—. Alguien viene.
Saludé mentalmente a mi protectora, la diosa lechuza. Mi querida Palas Atenea siempre deparaba la fortuna en mi camino. Nos sumergimos en la zanja que discurría junto a la carretera y aguardamos.
De repente un hombre surgió de la oscuridad, acompañado del tintineo de su armadura; sin duda se trataba de un espía aficionado para husmear con tal vestimenta. Tampoco tuvo la precaución de esquivar un trozo de terreno iluminado por la luna, cuyos rayos lo bañaron por un instante y descubrimos que se trataba de un individuo pequeño y rollizo, lujosamente ataviado y en cuyo casco ondeaba el penacho morado de los troyanos. Aguardamos a tenerlo muy próximo para saltar sobre él. Diomedes se situó a mi izquierda de modo que quedó entre nosotros. Le cubrí la boca con la mano para sofocar su grito, mi compañero le sujetó los brazos a la espalda y lo derribamos bruscamente sobre la hierba. El hombre nos miraba con ojos desorbitados y se estremecía como una medusa. No era uno de los hombres de Polidamante, probablemente se trataba de un comerciante.
—¿Quién eres? —gruñí en voz baja pero con ferocidad.
—Dolón —logró articular.
—¿Qué haces aquí, Dolón?
—El príncipe Héctor pidió voluntarios para entrar en vuestro campamento y descubrir si Agamenón se propone salir mañana.
¡Cuán necio era Héctor! ¿Por qué no dejaba el espionaje para los profesionales como Polidamante?
—Esta noche ha llegado un hombre, un tal Resos. ¿Dónde se encuentra? —le pregunté mientras pasaba amorosamente los dedos por la hoja de mi daga. Tragó saliva y se estremeció.
—¡No lo sé! —gimoteó.
Diomedes se inclinó sobre él, le cortó una oreja y la agitó ante su rostro mientras yo le apretaba la boca con la mano hasta que desapareció su expresión horrorizada y comprendió.
—¡Habla, serpiente! —siseé. Habló. Al finalizar le rompimos el cuello.
—¡Fíjate en sus joyas, Ulises!
—Era un hombre muy rico, probablemente carroñero. No es digno de que Héctor repare en él. Despójalo de sus lindas baratijas, amigo mío, ocúltalas y las recogeremos cuando regresemos. Será tu participación en el botín puesto que yo debo quedarme con los corceles.
Tomó una esmeralda enorme en su mano.
—Mis caballos son bastante buenos. Sólo con esta joya compraré medio centenar de cabezas de ganado para abastecer la llanura de Argos.
Encontramos el campamento de Resos exactamente donde Dolón nos había indicado y nos ocultamos en un altozano próximo para planear nuestra estrategia.
—¡Qué necio! —murmuró Diomedes—. ¿Por qué estarán tan aislados?
—Supongo que por distinguirse. ¿A cuántos divisas?
—A doce, aunque no logro adivinar quién es Resos.
—Yo cuento los mismos. Primero mataremos a los hombres y luego nos llevaremos a los animales. Sin ruidos.
Asimos los cuchillos con los dientes y nos deslizamos sigilosamente; él con el propósito de dominar la parte próxima del fuego, y yo para encargarme de la zona más alejada. En tales cuestiones la práctica es muy útil; encontraron la muerte mientras dormían y los caballos, vagas sombras blancas al fondo, no se asustaron.
El tal Resos resultó fácil de distinguir. También él era coleccionista de joyas. Dormitaba muy cerca del fuego y éste las hacía brillar.
—¡Fíjate en esta perla! —susurró Diomedes.
Y la levantó para compararla con la luna.
—¡Equivale a mil cabezas de ganado! —respondí en voz muy baja.
No sabíamos si se presentaría alguien inesperadamente.
Los caballos habían sido amordazados para evitar que se dirigieran al Simois a saciar su sed si rompían sus ataduras. Algo muy favorable para nosotros, pues de ese modo no relincharían. Mientras buscaba los ronzales y saludaba a mi nuevo equipo de corceles, Diomedes recogió todo cuanto valía la pena del campamento y lo cargó en una mula. Luego, por el trayecto previsto durante el camino de llegada, regresamos al paso elevado del Simois, donde mi amigo argivo recogió el alijo de Dolón.
A Agamenón no le agradó que lo despertásemos hasta que le expliqué lo sucedido con Resos y sus caballos, en cuyo momento se echó a reír.
—Comprendo que debas conservar a esos hijos del alado Pegaso, Ulises, ¿pero qué quedará para el pobre Diomedes?
—Estoy satisfecho —repuso mi astuto compañero con aire inocente.
Sí, había sido una respuesta política. ¿Por qué explicarle a un hombre dispuesto a llenar un cofre de combate que en una pequeña fracción de la noche se ha acumulado una fortuna formidable?
La historia de los caballos de Resos ya se había difundido por doquier entre nuestras tropas cuando desayunaban al amanecer. Estuvieron todos encantados y me aclamaron mientras conducía de nuevo mi flamante tronco de corceles sobre el paso elevado del Simois, anticipándome incluso a Agamenón, que deseaba que Troya lo viese. Troya lo vio y no le pareció divertido. La batalla fue sangrienta, despiadada. Agamenón comprendió que tenía una oportunidad y abrió una profunda brecha en las líneas troyanas y los obligó a retroceder. Nuestros hombres estaban absolutamente dispuestos a acabar con ellos y los hicieron retroceder hasta los amenazadores muros de Troya. Pero una vez allí, el enemigo, que aún seguía superándonos en número, se recuperó y nuestra suerte mudó. Los reyes comenzaron a caer.
Primero fue Agamenón, que aquel día estaba en plena forma. Mientras recorría la línea hacia nosotros ensartó con su lanza a un hombre que trataba de detenerlo, pero no reparó en que lo seguía otro que le hundió la suya profundamente en el muslo. La punta del arma tenía púas y la herida sangró abundantemente, por lo que se vio obligado a abandonar el campo de batalla.
A continuación le llegó el turno a Diomedes. Mi amigo logró acertarle a Héctor en el casco con una lanza y lo aturdió momentáneamente. Diomedes gritó alborozado y se precipitó a rematarlo mientras yo me concentraba en los caballos y el auriga de Héctor con la intención de inutilizar su carro. Ninguno de nosotros vimos aparecer a otro soldado que se ocultaba detrás de él hasta que se levantó tras poner una flecha en su arco, que disparó con amplia sonrisa.
El proyectil llegó desde lejos y ya caía en el suelo cuando halló su objetivo en el pie del argivo. Diomedes se quedó ensartado en tierra, maldiciendo y agitando el puño en el aire mientras Paris se escabullía. Troya también tenía su Teucro.
—¡Agáchate y arráncala! —le grité a Diomedes mientras me acercaba a él con buen número de mis hombres.
Así lo hizo y yo le arrebaté una hacha a un cadáver que ya no la necesitaba. No era el arma que hubiera escogido normalmente porque me resultaba de manejo torpe y pesado, pero para defenderse de un círculo de enemigos no tenía igual. Decidido a poner a salvo a Diomedes manejé el espantoso objeto ferozmente hasta que él se alejó cojeando penosamente, por completo inútil para el combate.
En ese momento también yo caí. Alguien logró alcanzarme con su lanza en la pantorrilla, algo más abajo de los tendones de la corva. Mis hombres me rodearon hasta que logré arrancármela, pero su punta también tenía púas y se llevó consigo un gran fragmento de carne. Puesto que perdía sangre en abundancia tuve que taponar la herida con un jirón de tela arrancado a las ropas de otro cadáver.
Conseguí llegar junto a Menelao y sus espartanos, que acudían en nuestra ayuda. En aquel momento apareció Áyax y ellos dos se apartaron para que pudiera introducirme en la parte posterior del carro de Menelao. ¡Qué magnífico guerrero era Áyax! Le hervía la sangre, difundía alrededor de sí una fortaleza que yo nunca había poseído y obligaba a retroceder a los troyanos. Sus soldados, como de costumbre, se sentían tan orgullosos de él que lo seguían a donde fuera. Algún jefe troyano respondió enviando más hombres hasta que se quedaron atestados contra el hacha de Áyax por el propio peso que los empujaba. Con mayor rapidez que nuestros valerosos soldados y el poderoso Áyax lograban derribarlos, surgían de nuevo otros como los dientes del dragón.
Aliviado al ver desaparecer a Héctor, yo había vuelto a hacerme útil convocando a una concentración de fuerzas en la zona. Eurípilo, que era el más próximo, llegó por un lado muy oportunamente para recibir en su hombro una flecha de Paris. Macaón, que también se aproximaba entonces, corrió la misma suerte. ¡Paris! ¡Qué gusano! No malgastaba sus flechas en los hombres corrientes, sino que simplemente acechaba en algún lugar cómodo y seguro y aguardaba a que apareciera por lo menos un príncipe. En lo que se diferenciaba de Teucro, que disparaba siempre a cualquier objetivo que se le presentase.
Fuera como fuese, por fin conseguí internarme tras las líneas y me encontré a Podaliero, que asistía a Agamenón y a Diomedes, quienes aguardaban desconsolados lo más próximos del lugar. Al vernos llegar a Macaón, a Eurípilo y a mí, se horrorizaron.
—¿Por qué tienes que luchar, hermano? —se quejó Podaliero mientras ayudaba a Macaón a apearse.
—Cuida primero de Ulises —masculló su hermano, que manaba sangre lentamente a causa de una flecha clavada en su brazo.
De modo que en primer lugar revisó y vendó mi herida; a continuación atendió a Eurípilo, en cuyo caso decidió sacar la flecha por el lado opuesto al que había entrado por temor a que causara más daño en el interior del hombro que si era extraída normalmente.
—¿Dónde está Teucro? —pregunté mientras me dejaba caer junto a Diomedes.
—Hace rato que lo he hecho salir del campo —dijo Macaón, que aún aguardaba a que llegara su turno—. La herida que Héctor le infligió ayer se hinchó tanto como la piedra que él le arrojó. Tuve que abrir el bulto y drenar parte del fluido. Le quedó el brazo totalmente paralizado, pero ahora ya puede moverlo.
—Nuestras filas están menguando —dije.
—Demasiado —observó Agamenón con aire sombrío—. Y los soldados también se dan cuenta de ello. ¿No adviertes el cambio?
—Sí —respondí al tiempo que me ponía en pie y me tanteaba la pierna—. Sugiero que regresemos al campamento antes de que nos sorprenda una oleada de pánico. Creo que el ejército no tardará en regresar a la playa.
Aunque yo había sido el responsable, la retirada fue un golpe para mí. Quedaban pocos soberanos que mantuvieran unidos a los hombres; de los jefes más importantes sólo Áyax, Menelao e Idomeneo no habían sido heridos. Un sector de nuestras líneas se había disuelto y el olor a putrefacción se difundía con sorprendente velocidad. De pronto el ejército en pleno dio media vuelta y huyó para ponerse a salvo en nuestro campamento. Héctor gritó con tal fuerza que lo oí desde donde me encontraba en lo alto de nuestro muro, luego los troyanos persiguieron a nuestros hombres, aullando como perros hambrientos. Aún se precipitaban nuestros soldados por el camino superior que cruzaba el Simois con los troyanos pisándoles los talones cuando Agamenón, palidísimo, dictó órdenes. La puerta fue cerrada antes de que el último, y el más valiente, pudiera entrar. Cerré mis ojos y mis oídos. ¡La culpa es tuya, Ulises! ¡Totalmente tuya!
Era demasiado temprano para que cesara la lucha, por lo que Héctor trataría de escalar nuestro muro. Nuestras tropas, que deambulaban por el campamento, dedicaron algún tiempo a reagruparse y comprender que en ese momento su función consistía en defender las fortificaciones. Los esclavos corrían de un lado a otro transportando grandes calderos y cubas de agua hirviendo para arrojarlas en las cabezas de aquellos que intentaran escalar el muro; no nos atrevíamos a utilizar aceite por temor a incendiarlo. Ya había piedras amontonadas a lo largo del camino superior, acumuladas allí para tal emergencia desde hacía años.
Los frustrados troyanos se agruparon a lo largo de la zanja y sus jefes pasearon arriba y abajo en sus carros apremiando a sus hombres para que de nuevo formasen filas. Héctor conducía su carro áureo, confiado al cuidado de su antiguo auriga Quebriones. Pese a los días de amargo conflicto transcurridos, se veía erguido y seguro de sí mismo. Mejor que así fuera. Apoyé la barbilla en las manos mientras nuestros hombres comenzaban a llenar los espacios que me rodeaban en lo alto del muro y a instalarse para ver cómo se proponía asaltarnos Héctor: si estaba dispuesto a sacrificar a muchos hombres o si había ideado algún proyecto mejor que la simple fuerza bruta.