Elevé una breve oración al Acumulador de Nubes. Aunque yo había combatido en más campañas que nadie, nunca me había enfrentado a un ejército como el troyano. Ni Grecia había formado jamás un ejército como el de Agamenón. Alcé los ojos a las altas y confusas cumbres del distante Ida y me pregunté si todos los dioses habrían abandonado el Olimpo para sentarse en ella y observar la batalla. Sin duda era algo muy digno de su interés: la guerra a una escala jamás imaginada por simples mortales… ni por los dioses, que sólo luchaban íntimas batallitas entre sus limitadas filas. Tampoco (aunque se hubieran reunido en el monte Ida para observarnos) serían aliados de nadie; era bien sabido que Apolo, Afrodita, Artemisa y su cuadrilla se inclinaban vivamente hacia Troya, mientras que Zeus, Poseidón, Hera y Palas Atenea simpatizaban más con Grecia. Nadie podía imaginar hacia quién tendería Ares, dios de la guerra, porque, aunque habían sido los griegos quienes habían difundido extensamente su culto, su amante secreta Afrodita estaba a favor de Troya. Como era lógico, su esposo Hefesto se inclinaba hacia los griegos. Muy oportuno para nosotros puesto que, entre sus actividades, se cuidaba de fundir los metales y así nuestros artificieros contaban con algún guía divino.
Si aquel día había alguien dichoso, ése era yo. Sólo una cosa empañaba mi placer: la presencia del muchacho que me acompañaba en mi carro, inquieto e irritado porque ansiaba disponer de su propio vehículo, más guerrero que auriga. Miré de reojo a mi hijo Antíloco. Era una criatura, el menor y más querido, fruto de mis años crepusculares. Cuando salí de Pilos él tendría doce años. Yo había respondido con firmes negativas a todos los mensajeros que me había enviado con el ruego de que le permitiera venir a Troya. Pero, a pesar de todo, el muy bribón había viajado de polizón en una expedición que me remitieron y se había presentado. A su llegada no había acudido a mí sino a Aquiles, y entre ambos consiguieron convencerme para que le permitiera quedarse. Era su primera batalla, pero yo hubiera preferido con todo mi corazón que aún se encontrara en la lejana y arenosa Pilos recopilando listas de tenderos.
Nos alineábamos frente a los troyanos, extendiéndonos en una legua de terreno. Advertí sin sorpresa que Ulises no se equivocaba. Nos superaban en mucho, incluso aunque hubiéramos contado con toda Tesalia. Escudriñé sus filas tratando de localizar a los hombres que los dirigían y en seguida distinguí a Héctor en el centro de su vanguardia. Mis tropas de Pilos formaban parte de nuestra primera línea, junto con las de los dos Áyax y dieciocho reyes menores. Agamenón, que nos capitaneaba, se enfrentaba a Héctor. Nuestro flanco izquierdo se hallaba bajo el mando de Idomeneo y Menelao; el diestro, a las órdenes de Ulises y Diomedes, aquellos inadecuados amantes. Uno tan ardiente, el otro tan frío. ¿Formarían juntos la perfección?
Héctor conducía un magnífico tronco de caballos negros como el azabache y se erguía en su carro igual que el propio Ares enyalio, matador de héroes. Tan corpulento y erguido como Aquiles. Sin embargo, no advertí barbas canosas entre los troyanos; Príamo y sus congéneres se habían quedado en palacio. Yo era el más anciano de todos los combatientes.
Resonaron los tambores, cuernos y platillos prorrumpieron estruendosos proclamando el desafío y la batalla comenzó en el centenar de pasos que aún nos separaban. Volaron las lanzas como hojas entre el espantoso soplo del viento, las flechas descendieron en picado por los aires como águilas, los carros rodaron y se dispararon arriba y abajo, y la infantería cargó y fue rechazada. Agamenón nos dirigía con un vigor y disposición que no imaginaba en él. En realidad, hasta entonces la mayoría de nosotros no habíamos tenido la oportunidad de ver cómo se comportaban los demás en combate. Gritábamos, pues, entusiasmados al comprender que Agamenón era muy competente y aquella mañana se desenvolvía a la perfección contra Héctor, el cual no hizo intento alguno de comprometer en duelo a nuestro gran soberano.
Héctor vociferaba y denostaba, impelía sus carros contra nosotros una y otra vez, pero no lograba romper nuestra primera línea. Yo dirigí algunas salidas durante la mañana, en las que Antíloco profería el grito de guerra pilio mientras yo reservaba mis alientos para la lucha. Muchos troyanos cayeron bajo las ruedas de mi carro porque mi hijo era un excelente auriga que me resguardaba del peligro y sabía cuándo retroceder. Nadie tendría la ocasión de decir que el hijo de Néstor había puesto en peligro a su anciano padre sólo para entrar él mismo en combate.
Se me resecó la garganta y mi armadura se cubrió rápidamente de polvo. Le hice señas a mi hijo y nos retiramos a la retaguardia para tomar unos tragos de agua y recobrar el aliento. Cuando levanté la mirada para contemplar el sol me sorprendió comprobar que se aproximaba a su cénit. Regresamos a primera línea al punto y en un arrebato de osadía conduje a mis hombres entre las filas troyanas. Hicimos un trabajo rápido mientras Héctor no nos observaba y luego di la señal de retirada y regresamos a salvo a nuestras líneas sin haber arriesgado a un solo hombre cuando las pérdidas del enemigo superaban la docena. Suspirando satisfecho y animado le sonreí en silencio a Antíloco. Ambos deseábamos la armadura de un jefe, pero ninguno se nos había enfrentado.
A mediodía Agamenón envió un heraldo a la zona neutral para hacer sonar el cuerno de la tregua. Ambos ejércitos depusieron sus armas gruñendo. El hambre, la sed, el miedo y el cansancio se hacían realidad por vez primera desde que la batalla había comenzado poco después de la salida del sol. Al ver que todos los jefes se reunían con Agamenón, le ordené a Antíloco que me condujera también junto a él. Ulises y Diomedes se unieron a mí cuando virábamos bruscamente junto al gran soberano. Todos los demás se encontraban ya allí y los esclavos iban y venían apresuradamente sirviendo vino aguado, pan y pasteles.
—¿Qué haremos ahora, señor? —pregunté.
—Los hombres necesitan descansar. Es el primer día de lucha intensiva desde hace muchas lunas, por lo que le he enviado un heraldo a Héctor para pedirle a él y a sus jefes que nos reunamos en el centro y conferenciemos.
—Excelente —dijo Ulises—. Con suerte podemos desperdiciar una buena cantidad de tiempo mientras los hombres recogen su pan y comen.
—Como la treta funciona también a la inversa, Héctor no rechazará mi oferta —repuso Agamenón, sonriente.
Los no combatientes despejaron de cadáveres el centro de la franja que separaba los dos ejércitos, instalaron mesas y taburetes y los jefes de ambos bandos salieron a parlamentar. Yo fui con Áyax, Ulises, Diomedes, Menelao, Idomeneo y Agamenón; aguardábamos aquel primer encuentro entre el gran soberano y el heredero de Troya con gran interés y mucha curiosidad. Sí, Héctor era un soberano en potencia. Muy moreno, los negros cabellos le asomaban bajo el casco y le caían por la espalda trenzados, y sus ojos, también negros, nos miraban con profunda astucia.
Nos presentó a sus compañeros como Eneas de Dardania; Sarpedón de Licia; Acamante, hijo de Antenor; Polidamante, hijo de Agenor; Pándaro, capitán de la guardia real; y a sus hermanos Paris y Deífobo.
Menelao gruñó torvamente y le lanzó una mirada asesina a Paris, pero ambos temían demasiado a sus imperiales hermanos para crear problemas. Pensé que los troyanos constituían un magnífico grupo, todos ellos guerreros salvo Paris, que quedaba fuera de lugar, lindo, muy afectado y melindroso. Mientras Agamenón nos presentaba a su vez observé atentamente a Héctor para advertir su reacción al asociar los nombres con los rostros. Cuando se trató de Ulises examinó con atención a nuestro cerebro mostrando cierta perplejidad. Pero su dilema no me resultó en absoluto divertido, pues me sentía consumido por la piedad. Quienes desconocían a Ulises, el zorro de Ítaca, solían despreciarlo a primera vista por su cuerpo de extrañas proporciones y su figura desaliñada y casi innoble que podía reducir cuando lo consideraba político. ¡Fíjate en sus ojos, Héctor, míralo a los ojos!, me pareció transmitirle en silencio. ¡Si le miras a los ojos conocerás cómo es realmente y lo temerás! Pero, por su naturaleza, Áyax, que se hallaba junto a Ulises en nuestra hilera, le pareció mucho más interesante y llamativo. Y así se perdió el significado de Ulises.
Héctor advirtió con asombro los poderosos músculos de nuestro segundo gran guerrero. Pensamos que por primera vez en su vida se encontraba ante un ser semejante.
—Hacía diez años que no hablábamos, hijo de Príamo —dijo Agamenón—. Fue una gran ocasión aquélla.
—¿De qué deseas hablarme?
—De Helena.
—Este tema está zanjado.
—¡Ni mucho menos! No me negarás que Paris, hijo de Príamo y hermano tuyo, raptó a la mujer de mi hermano Menelao, rey de Lacedemonia, y la trajo consigo a Troya como afrenta a toda la nación griega.
—¡Lo niego!
—Ella quiso venir —intervino Paris.
—Como es natural, no reconocerás que utilizaste la fuerza.
—Como es natural, puesto que no tuvimos necesidad de ello —repuso Héctor, que resoplaba como un toro—. ¿Qué propones con este lenguaje tan formal, gran soberano?
—Que devuelvas a Helena y todos sus bienes a su legítimo esposo, que para compensarnos por el tiempo y dificultades sufridas vuelvas a abrir el Helesponto a los mercaderes griegos y que no te opongas a la colonización de nuestros compatriotas en Asia Menor.
—Me es imposible aceptar tus condiciones.
—¿Por qué? Lo único que pedimos es el derecho a mantener una apacible coexistencia. Yo no lucharía si pudiera lograr mis fines por la vía pacífica, Héctor.
—Acceder a tus peticiones arruinaría a Troya, Agamenón.
—La guerra arruinará a Troya más rápidamente. No defiendes una situación ventajosa, Héctor. Durante diez años hemos disfrutado nosotros de los beneficios de Troya… y de Asia Menor.
Las conversaciones prosiguieron. Palabras inútiles se lanzaron de aquí para allá mientras los soldados se tumbaban en la hierba pisoteada y cerraban los ojos ante el resplandor del sol.
—Bien, entonces espero que estés de acuerdo con esto, príncipe Héctor —dijo Agamenón un rato después—. Entre nosotros hay dos partes afectadas en el inicio de todo esto, Menelao y Paris. Que ambos se enfrenten en duelo en el espacio libre entre nuestros dos ejércitos y el ganador dictará las condiciones de un acuerdo de paz.
Si Paris no se veía un duelista brillante, Menelao aún lo parecía menos. Héctor decidió al instante que Paris sería fácil vencedor.
—De acuerdo —dijo—. Mi hermano Paris se batirá en duelo con tu hermano Menelao y el vencedor fijará las condiciones de un tratado.
Miré a Ulises, que se sentaba a mi lado.
—Por la reputación futura de Agamenón confiemos en que sea un troyano quien tenga que quebrantar el duelo, Néstor —me susurró.
Nos retiramos a nuestras líneas y dejamos cien pasos de terreno despejado a los dos rivales. Menelao comprobó su escudo y su lanza y Paris se pavoneó pagado de sí mismo. Mientras se rodeaban el uno al otro con lentitud, Menelao asestaba estocadas que Paris esquivaba. Alguien que se encontraba detrás de mí profirió un burlón comentario que arrancó un grito de miles de gargantas troyanas, pero Paris ignoró el insulto y siguió esquivando a su adversario ágilmente. Yo nunca le había atribuido a Menelao grandes méritos en ningún sentido, pero era evidente que Agamenón sabía lo que se hacía al proponer el enfrentamiento. Había considerado fácil ganador a Paris, pero me había equivocado. Aunque Menelao nunca tendría el arrojo y el instinto característicos de un líder, había aprendido el arte de batirse en duelo tan concienzudamente como lo hacía con todo. Carecía de energía, no de valor, lo que significó una excelente ventaja en un combate cuerpo a cuerpo. Al arrojar su lanza le arrancó el escudo a Paris y éste, cuando vio que debía enfrentarse a una espada desnuda, decidió echarse a correr en lugar de desenvainar la propia y puso pies en polvorosa seguido de cerca por Menelao.
En aquel momento todos pudimos comprender quién sería el vencedor. Los troyanos guardaban profundo silencio y nuestros hombres gritaban entusiasmados. Yo no apartaba la mirada de Héctor, a quien había juzgado erróneamente y que era un hombre de firmes principios. Si Menelao acababa con Paris, tendría que someterse al tratado. ¡Pero ah! Sin recibir ninguna señal de Héctor, Pándaro, capitán de la guardia real, ajustó rápidamente una flecha en su arco. Le lancé un grito de aviso a Menelao, que se detuvo y saltó a un lado. Entre un rugido de desaprobación de las huestes que estaban a mi espalda, Menelao se quedó inmóvil con la flecha vibrando en su costado. Otro aullido de pesar por parte de los troyanos lamentó el hecho de que uno de los suyos hubiera quebrantado la tregua. Héctor había sido vilmente deshonrado.
Los ejércitos se lanzaron a la lucha con una furia que no habían mostrado durante la mañana; una parte actuaba en defensa del honor mancillado y la otra, decidida a vengar un insulto; ambas acuchillaban y atacaban con gritos frenéticos. Los hombres caían continuamente, los cien pasos que habían separado nuestras líneas se redujeron hasta que tan sólo quedó una densa masa de cadáveres y el polvo del suelo se levantó en nubes que nos cegaban y asfixiaban. Héctor, el culpable, estaba por doquier, yendo de un lado a otro y arriba y abajo del centro en su carro, arremetiendo despiadadamente con su lanza. Ninguno de nosotros podíamos acercarnos bastante a él para intentar un golpe de fortuna mientras los hombres sucumbían aterrados bajo los cascos de sus tres caballos negros.
No podía comprender cómo lograba infiltrarse entre el espantoso gentío en aquel primer día de encarnizada batalla, aunque más tarde se convirtió en algo tan corriente que yo mismo lo hacía sin dificultad alguna. Vi surgir a Eneas amenazador, seguido de un grupo de dárdanos, y en medio de aquella confusión me pregunté cómo conseguía entrar desde su extremo. Cambié la lanza por la espada, reuní a mis hombres y me introduje en el grueso del combate asestando golpes a diestro y siniestro desde mi carro, acuchillando sin discriminación a seres de rostros sucios y sudorosos, sin perder de vista a Eneas mientras pedía refuerzos a gritos.
Agamenón envió más hombres, al frente de los cuales se encontraba Áyax. Eneas lo vio llegar e hizo que sus perros de presa se detuvieran, pero no sin que antes yo hubiera tenido el privilegio de ver a aquella verdadera torre humana repartiendo golpes alrededor, su brazo reduciendo a paja al enemigo como una infatigable hoz. No empuñaba el hacha. En aquella primera jornada bélica había decidido utilizar su espada, dos codos y medio de doble hoja mortal. Aunque, según me pareció, la usaba como una hacha haciéndola oscilar sobre su cabeza con gritos de desenfrenada alegría. Llevaba con más soltura que nadie su escudo enorme y con cintura de avispa. No lo agitaba sino que lo sostenía por encima del suelo. Su estructura de bronce y estaño le protegía de la cabeza a los pies. En pos suyo iban seis poderosos capitanes de Salamina y, protegido asimismo por su escudo, el propio Teucro se ocultaba sin dificultades, y ajustaba en su arco flecha tras flecha que soltaba en una sucesión de movimientos tan fluidos que parecían continuos, con un ritmo impecable. Advertí que algunos griegos que se hallaban demasiado lejos de él, entre la multitud, al distinguir a aquella masa humana sonreían entre sí y cobraban ánimos con sólo oír el famoso grito de Áyax destinado a Ares y a la casa de los Eacos: «¡A ellos! ¡A ellos!» El hombre gritaba haciendo juegos de palabras con el significado de su propio nombre, proyectando su burla sobre miles de rostros troyanos.
Rodeado de momento por mis propios hombres, alcé la mano hacia él cuando ya venía a mi encuentro. Antíloco lo miró sobrecogido y aflojó las riendas de nuestros caballos.
—Se han marchado, anciano —gritó Áyax.
—Ni siquiera Eneas se ha detenido para enfrentarse contigo —respondí.
—¡Zeus los ha convertido en sombras! ¿Por qué no han resistido y han seguido luchando? ¡Pero aún encontraré a Eneas!
—¿Dónde está Héctor?
—Lo he buscado toda la tarde. Es como un fuego fatuo del que siempre voy a la zaga. Pero lo alcanzaré. Antes o después nos encontraremos.
Sonaban agudos gritos de aviso. Formamos filas mientras Eneas regresaba acompañando a Héctor y parte de la guardia real. Miré a Áyax.
—Aquí tienes tu oportunidad, hijo de Telamón.
—Doy gracias a Ares por ello.
Agitó los hombros cubiertos con la armadura para acomodar el peso de la coraza y le dio un suave golpecito a Teucro con la puntera de su enorme bota.
—¡Arriba hermano! —dijo—. Éste es mío y sólo mío. Cuida de Néstor y mantén a raya a Eneas.
Teucro apareció debajo del escudo, sus brillantes y leales ojos mostrando un aire despreocupado mientras saltaba junto a mí y Antíloco. Nunca nadie había cuestionado su lealtad, aunque fuese hijo de Hesíone, la propia hermana de Príamo.
—Vamos, muchacho —se dirigió a mi hijo—, condúcenos entre esos cadáveres y detente junto a Eneas. Tenemos algo que hacer con él. ¿Me cubrirás mientras use mi arco, rey Néstor?
—Gustosamente, hijo de Telamón —respondí.
—¿Por qué está Eneas en la vanguardia, padre? —me preguntó Antíloco mientras nos poníamos en marcha—. Creí que dirigía un extremo.
—También yo —respondió Teucro en mi lugar.
Mis propios hombres y algunos soldados de Áyax nos acompañaron para mantener a Eneas bastante alejado de Héctor a fin de que Áyax lo obligara a batirse en duelo con él. Sin embargo, una vez la pareja entabló la lucha, ambos contrincantes perdieron parte de su entusiasmo bélico; observamos a Héctor y a Áyax mucho más de cerca de lo que veíamos caer nuestros proyectiles.
Áyax nunca utilizaba un carro de combate, probablemente porque nunca habían construido uno capaz de soportar su peso más el de Teucro y un auriga. En lugar de ello solía mantenerse firme en el terreno y simulaba ser un cairo.
El bronce chocaba con el bronce, un guardabrazo saltó bajo la repentina dilatación muscular y cayó en el suelo, donde fue pisoteado. Áyax y Héctor estaban equitativamente emparejados. Se detuvieron frente a frente y se observaron mientras alrededor de ellos decaía lentamente el fragor de la lucha. Eneas advirtió dónde se centraba mi atención con un agudo silbido.
—¡Esto es demasiado bueno para perdérselo, mi canoso amigo! Prefiero observar que luchar, ¿y tú? ¡Eneas de Dardania propone una tregua!
—Accedo a ella hasta el momento en que concluya el duelo. Entonces, si ha caído Áyax, defenderé su cuerpo y su armadura con mi vida. Pero si es Héctor quien cae, ayudaré a Áyax a robarte su cuerpo y su armadura. ¡Néstor de Pilos acepta la tregua!
—¡Así sea!
En el círculo que nos rodeaba nadie levantó el brazo. En torno a nuestro territorio la batalla proseguía con incesante violencia mientras nosotros no nos movíamos ni hablábamos. El corazón rae rebosaba de orgullo al mirar a Áyax. No bajaba la guardia ni exponía su cuerpo detrás de su colosal escudo. Héctor bailaba como una llama viva en torno a aquella masa, asestándole terribles cuchilladas desde detrás de su escudo. Ninguno de ellos parecía tener noción del tiempo ni daba muestras de fatiga; una y otra vez levantaban los brazos y los dejaban caer con crecientes energías. En dos ocasiones Héctor estuvo a punto de perder su escudo, sin embargo cruzó el acero de Áyax con el suyo y prosiguió la lucha conservando escudo y espada pese a todos los esfuerzos de su adversario. Fue un largo y encarnizado enfrentamiento. En cuanto uno de ellos veía una oportunidad se lanzaba sobre el contrario, se encontraba con su arma y seguía luchando sin perder los ánimos.
Me sobresaltó un golpecito en el brazo; era un emisario de Agamenón.
—El gran soberano desea saber por qué se ha interrumpido la batalla en esta zona, rey Néstor.
—Hemos pactado una tregua provisional. ¡Contémplalo tú mismo! ¿Lucharías si sucediera algo semejante en tu sector?
El hombre observó atentamente.
—Reconozco al príncipe Áyax, ¿pero quién se le enfrenta?
—Ve y dile al gran soberano que Áyax y Héctor luchan a muerte.
El mensajero se alejó, con lo que me permitió centrar de nuevo mi atención en el duelo. Ambos contendientes aún se atacaban y eludían enérgicamente. ¿Cuánto tiempo llevaban ya así? No tuve que protegerme los ojos cuando alcé la vista hacia el globo amarillo del polvoriento sol para comprobar que se encontraba en occidente y casi se había puesto en el horizonte. ¡Por Ares, qué resistencia!
Agamenón detuvo su carro junto al mío.
—¿Has podido delegar el mando, señor?
—He dejado a Ulises al cargo. ¡Dioses! ¿Cuánto tiempo llevan en ello, Néstor?
—La octava parte de la tarde.
—Tendrán que concluir pronto. El sol se pone.
—¡Es increíble!, ¿verdad?
—¿Propusiste una tregua?
—Los hombres no estaban dispuestos a luchar ni yo tampoco. ¿Cómo va por ahí?
—Más bien nos defendemos, aunque nos vemos enormemente superados en número. Diomedes se ha comportado todo el día como un titán. Ha matado a Pándaro, el que quebrantó la tregua, y se ha escabullido con su armadura ante las mismas narices de Héctor. ¡Ah, ahí veo a Eneas! No es de sorprender que deseara una tregua. Diomedes le acertó en el hombro con una lanza y cree haberle causado bastante daño.
—Por eso se alejó de su extremo.
—El dárdano es el hombre más astuto con quien cuenta Príamo, pero siempre se preocupa de sí mismo en primer lugar. Por lo menos eso dicen.
—¿Cómo está Menelao? ¿Alcanzó la flecha algún órgano vital?
—No. Macaón lo vendó y lo devolvió al combate.
—Luchó muy bien.
—Te sorprendió, ¿verdad?
El cuerno de la oscuridad profirió su prolongado y deprimente aviso sobre el estrépito y el polvo del campo de batalla. Los hombres depusieron sus armas y resoplaron aliviados. Dejaron caer sus escudos y enfundaron torpemente sus espadas, pero Héctor y Áyax seguían luchando. Por fin la noche los venció, apenas podían distinguir las armas que empuñaban cuando me apeé de mi carro para separarlos.
—Es demasiado tarde y ha oscurecido, mis leones. Declaro que se ha producido un empate, por lo que podéis enfundar vuestras espadas.
Héctor se quitó el casco con mano temblorosa.
—Confieso que no lamento que esto concluya. Estoy agotado.
Áyax le entregó su escudo a Teucro, cuyas rodillas se doblaron bajo aquel peso.
—También yo estoy agotado —confesó.
—Eres un gran hombre, Áyax —dijo Héctor tendiéndole su brazo diestro.
Áyax enlazó la muñeca del troyano con sus dedos.
—Confieso lo mismo de ti, Héctor.
—No comprendo que valoren a Aquiles mejor que a ti. ¡Ten, toma mi espada!
Y se la tendió de modo impulsivo.
Áyax contempló la hoja con sincero placer y la sopesó en su mano.
—En lo sucesivo la usaré siempre en combate. A cambio te ofrezco mi tahalí. Mi padre me dijo que su padre decía haberlo recibido de su padre, que era el propio Zeus inmortal.
Inclinó la cabeza y se desprendió de la valiosa reliquia, un singular ejemplar de brillante cuero castaño repujado con un diseño en oro.
—Lo sustituiré por el mío —respondió Héctor, encantado.
Observé la satisfacción, el mutuo agrado y respeto que se habían granjeado en tan terribles circunstancias. De pronto cruzó por mi mente el helado aleteo de una premonición: aquel intercambio de propiedades era de mal agüero.
Aquella noche acampamos donde nos encontrábamos, bajo los muros de Troya, con el ejército de Héctor entre nosotros y la abierta puerta Escea. Encendimos hogueras y sobre ellas colgamos calderos en barras. Los esclavos trajeron grandes bandejas de pan de cebada y carne y corrió el vino aguado. Durante un rato observé el espectáculo de una miríada de antorchas que entraban y salían fluctuantes por la puerta Escea mientras los esclavos troyanos iban y venían sirviendo al ejército de Héctor. A continuación fui a comer con Agamenón y los demás junto a una hoguera alrededor de la cual se habían instalado nuestros hombres. Al internarme entre la luz observé cómo volvían hacia mí sus cansados rostros para saludarme y advertí el vacío que pesa siempre en los hombres tras librar un duro combate.
—No hemos avanzado ni un dedo —le dije a Ulises.
—Tampoco ellos —repuso tranquilamente mientras mordía un pedazo de cerdo cocido.
—¿Cuántos hombres hemos perdido? —se interesó Idomeneo.
—Aproximadamente los mismos que Héctor, quizá algunos menos —dijo Ulises—. No son suficientes para inclinar la balanza hacia ningún lado.
—Entonces mañana lo sabremos —dijo Meriones con un bostezo.
—Sí, mañana —corroboró Agamenón, que también bostezaba.
La conversación era escasa. Los cuerpos estaban doloridos y resentidos, se nos cerraban los párpados y teníamos las panzas repletas. Había llegado el momento de envolvernos en pieles junto al fuego. Parpadeé sobre las llamas contemplando los centenares de lucecitas que salpicaban la llanura, cada una era fuente de consuelo y seguridad en la oscura noche que reinaba sobre todos nosotros. El humo se remontaba hacia las estrellas, procedente de diez mil fogatas bajo los muros de Troya. Me tendí en el suelo y observé aquellas estrellas oscilantes en la niebla artificial hasta que se diluyeron en el sueño, portador de la oscuridad mental.
El segundo día no fue como el primero. La carnicería no se vio interrumpida por tregua alguna, ningún duelo atrajo nuestra atención, no hubo actos galantes de heroísmo que elevaran la lucha por encima del nivel humano. Nuestros esfuerzos fueron inexorables y tenaces. Mis huesos clamaban por descansar, mis ojos estaban cegados por las lágrimas que todos debemos verter cuando vemos morir a un hijo. Antíloco lloraba a su hermano, luego pidió ocupar su lugar en la línea de combate; de modo que puse a otro pilio como auriga de mi carro.
Héctor se hallaba en su elemento, imposible de alcanzar, tan mortífero como Ares, arriba y abajo del campo, hostigando a sus tropas con voz bronca, sin dar cuartel ni rebajarse a pedirlo. Áyax no tuvo tiempo de perseguirlo, pues Héctor le envió a todas las fuerzas de la guardia real para que le hostigaran a él y a Diomedes, con lo que mantuvo a sus dos enemigos más peligrosos restringidos en un punto por pura superioridad numérica. Cuando Héctor arrojaba su lanza contra alguien lo condenaba a una muerte segura, era tan experto en ello como el propio Aquiles. Si se producía un claro en nuestras líneas introducía a sus hombres en él. Luego, en cuanto los había infiltrado, seguía enviando cada vez más efectivos, como el leñador que en el bosque hunde el fino filo de su hacha cada vez más profundamente en un gigantesco árbol.
¡Oh, cuánto dolor, crueldad y sufrimiento! Las lágrimas me cegaron al ver caer a otro de mis hijos, desgarrado su vientre con una lanza proyectada por Eneas. Al cabo de unos momentos Antíloco se salvó milagrosamente de perder la cabeza bajo el filo de una espada. ¡Por favor, ése no! ¡Compasiva Hera, todopoderoso Zeus, preservadme a Antíloco!
Los heraldos acudían con frecuencia a explicarme cuál era la situación en otros lugares del campo de batalla, y yo agradecía que por lo menos nuestros jefes resultaran ilesos. Sin embargo, tal vez porque nuestros hombres estaban cansados, porque carecíamos de los quince mil tesalios que Aquiles mantenía en reserva o por alguna otra razón más sombría, comenzamos a perder terreno. Lenta e imperceptiblemente el núcleo del combate se fue alejando cada vez más de los muros de Troya y fue aproximándose por momentos a nuestro propio muro defensivo. Me encontré en las primeras filas con mi auriga sollozando rabioso porque las riendas se habían enredado entre las patas de nuestros caballos y éstos iniciaban el retroceso.
Héctor se precipitaba contra nosotros; pedí ayuda frenéticamente mientras su carro avanzaba amenazador entre el gentío. La fortuna me acompañó. Diomedes y Ulises habían conseguido de algún modo introducirse en el centro de nuestra vanguardia y sus hombres estaban junto a los míos. Diomedes no intentó enfrentarse al propio Héctor sino que, en lugar de ello, se centró en su auriga, que no era el acostumbrado y por consiguiente no tan experto. Le arrojó su lanza y lo dejó clavado en su puesto. El cadáver siguió tirando de las riendas hasta que los caballos corcovearon al sentir el bocado. Con la ayuda de Ulises nos pusimos a salvo mientras Héctor vomitaba maldiciones y liberaba a los animales con un cuchillo.
Traté de reunirme con mi sector de la línea pero fue inútil. El ambiente estaba impregnado de terror y se difundían rumores de malos presagios. Ninguno de nosotros podía engañarse por más tiempo: estábamos en franca retirada. Al comprenderlo, Héctor lanzó contra nosotros el resto de sus líneas de reserva con una exclamación de triunfo.
Ulises salvó la jornada. Saltó en un carro libre —¿dónde estaría el suyo?— y obligó a los boecios a volver para enfrentarse al enemigo cuando ya huían precipitadamente. A continuación les hizo ceder terreno tranquilamente y en perfecto orden. Agamenón siguió al punto su ejemplo. Lo que había amenazado con convertirse en un desastre se realizó con pérdidas mínimas y sin el riesgo de sufrir una derrota aplastante.
Diomedes arremetió de pleno con sus argivos en la avanzadilla troyana y yo lo seguí con Idomeneo, Eurípilo, Áyax y todos sus hombres.
Habíamos colocado nuestros flancos en la vanguardia; el ejército se había convertido en una formación perfectamente recogida, rematada por un apéndice reducido que se enfrentaba a Héctor y la masa de nuestros hombres nos seguía en franco retroceso.
Teucro se mantenía en un rincón, tras el escudo de su hermano, y sus flechas volaban continuamente y alcanzaban siempre su objetivo. Héctor merodeaba por allí. Teucro lo vio y preparó otra flecha sonriente. Pero Héctor era demasiado astuto para caer víctima de un proyectil que sin duda esperaba de las proximidades de Áyax. Una tras otra recogió las flechas en su escudo, lo que irritó a Teucro y le hizo cometer un error y apartarse del escudo de su hermano, algo que Héctor estaba aguardando. Hacía tiempo que se había quedado sin lanzas, pero encontró una piedra que lanzó con el mismo impulso que una arma. El proyectil alcanzó a Teucro en el hombro derecho y lo derribó como un toro destinado al sacrificio. Áyax siguió luchando, demasiado absorto para advertirlo. ¡Ah, dioses! Mi exclamación de alivio halló eco en múltiples gargantas cuando Teucro asomó su cabeza entre la carnicería del suelo y comenzó a reptar entre los cadáveres y heridos para remontarse junto a Áyax. Pero en aquel momento constituía un exceso de equipaje que su hermano tenía que arrastrar y los troyanos cargaron contra ellos.
Dirigí desesperadamente la mirada hacia atrás para ver cuán lejos nos encontrábamos de nuestro propio muro y me quedé boquiabierto: nuestras líneas de retaguardia ya cruzaban atropelladamente los pasos elevados.
Entre Ulises y Agamenón mantenían el orden de nuestro ejército. La retirada concluyó sin grandes pérdidas de vidas y huimos tras nuestras murallas para refugiarnos en nuestra ciudad de piedra. Había oscurecido demasiado para que Héctor nos siguiera. Los dejamos en la orilla más alejada de nuestra zanja empalizada abucheándonos e increpándonos tras nuestros talones.