Los estados de Asia Menor curaron sus heridas sombríamente acurrucados contras las vastas montañas que pertenecían a los hititas. Temían acercarse a Troya y agruparse en cualquier otro lugar porque no imaginaban dónde atacaríamos los griegos seguidamente. En realidad, los derrotamos incluso antes de emprender nuestra primera campaña, pues contábamos con todas las ventajas. Navegábamos por la costa a prudente distancia para no ser detectados desde tierra, con mayor movilidad de la que ellos podían permitirse porque, en aquel país de valles fluviales entre accidentadas cordilleras, no disponían de caminos fáciles entre sus diversos focos de colonización. Las naciones de Asia Menor se comunicaban por mar, un medio que nosotros dominábamos.
Durante el primer año interceptamos muchas naves que transportaban armas y alimentos para Troya, pero los convoyes se interrumpieron al comprender que, en lugar de beneficiar a Troya, los griegos nos aprovechábamos de ellos. Éramos demasiados para ellos, ninguna de las ciudades que salpicaban aquella extensísima costa podía aspirar a ofrecer suficiente resistencia para derrotarnos en combate ni sus muros bastaban para impedirnos el paso. Por consiguiente, saqueamos diez ciudades en dos años, desde mucho más allá de Rodas hasta Tarses, en Cilicia, y tan próximas a Troya como Misia y Lesbos.
Cuando costeábamos los mares, Fénix siempre cedía el cargo de la línea de suministro establecida entre Aso y Troya a su lugarteniente y zarpaba con nosotros al mando de doscientas naves vacías para almacenar el botín. Sus ventrudos cascos se hundían profundamente en el agua cuando izábamos nuestras velas, libres del humo de alguna ciudad incendiada y atestadas de despojos nuestras embarcaciones guerreras.
Aquiles se mostraba implacable. Eran pocos los que quedaban para concitar futuras resistencias. Aquéllos que no podían ser destinados a la esclavitud ni vendidos a Egipto y Babilonia eran exterminados: ancianas decrépitas y hombres marchitos carentes de utilidad. El nombre de Aquiles era odiado a lo largo de aquellas costas y yo era incapaz de condenarlos por execrarlo.
Cuando entramos en el tercer año, Aso se agitó y renació lentamente a la vida. La nieve se derretía, los árboles echaban brotes. No había peleas ni diferencias entre nosotros porque hacía tiempo que habíamos olvidado toda lealtad salvo la que debíamos a Agamenón y al segundo ejército.
En Aso estaban acuartelados sesenta y cinco mil hombres; un núcleo de veinte mil veteranos que nunca regresaban a Troya, treinta mil más que permanecían con nosotros mientras se prolongaba la temporada de la campaña, quince mil comerciantes y toda clase de artífices, algunos de los cuales residían en Aso durante todo el año. Uno de los cabecillas permanentes se hallaba siempre en la guarnición para proteger la ciudad de algún posible ataque de Dardania mientras la flota estaba ausente; incluso Áyax se turnaba en ello aunque Aquiles navegaba constantemente y, como yo no me separaba de él, también navegaba. Era un cabecilla feroz que no concedía cuartel ni escuchaba las súplicas de rendición. En cuanto vestía su armadura era tan frío e implacable como el viento del norte. Nos decía que el objetivo de nuestra existencia era asegurar la supremacía griega y no renunciar a ningún enfrentamiento hasta el día en que las naciones griegas comenzaran a enviar sus excedentes de ciudadanos a colonizar Asia Menor.
Cuando entramos en el puerto de Aso tras una última campaña invernal en Licia (Aquiles parecía tener un pacto con los dioses marinos porque navegábamos con tanta seguridad en verano como en invierno), Áyax nos aguardaba en la playa para darnos la bienvenida y nos saludaba alegremente con las manos para indicar que no habían sido amenazados durante nuestra ausencia y que estaba ansioso por volver a la lucha. La primavera había llegado en su plenitud: la hierba nos llegaba hasta los tobillos, flores tempranas salpicaban los campos, los caballos saltaban y retozaban en las praderas y el aire era tan suave y embriagador como el vino. Nos llenamos los pulmones con el aroma del hogar y saltamos sobre los guijarros.
Entonces nos separamos para reunirnos más tarde. Áyax se alejó con Áyax el Pequeño y con Teucro, pasándoles los brazos por los hombros, mientras Meriones marchaba al frente haciendo gala de su superioridad cretense. Yo paseaba con Aquiles encantado de hallarme de regreso en Aso. Las mujeres se habían afanado durante nuestra ausencia: retoños de tenue verdor en el huerto prometían verduras y hierbas para los guisos, y guirnaldas floridas para nuestras cabezas. Era un lugar hermoso Aso, en nada se asemejaba al austero campamento bélico construido por Agamenón en Troya. Los barracones estaban diseminados al azar entre bosquecillos y las calles se extendían como en una ciudad normal. Por otra parte, estábamos seguros. Nos rodeaba un muro, una empalizada y una zanja de veinte codos de altura, fuertemente custodiada incluso en las lunas más frías del invierno. No porque Dardania, nuestro enemigo más próximo, pareciera interesada en atacarnos; se rumoreaba que su rey Anquises andaba constantemente a la greña con Príamo.
En el campamento había mujeres por doquier, algunas en avanzado estado de gestación, y durante el invierno se habían producido una avalancha de nacimientos. Ver a los niños y a sus madres me complacía porque mitigaban el dolor de la guerra, el vacío de matar.
Entre aquellas criaturas no había ninguna de Aquiles ni mía. Las mujeres me parecían interesantes, pese a no sentirme atraído por ellas. Todas aquellas habían sido capturadas por la espada; sin embargo, una vez disipada la primera impresión y la desorientación, parecían capaces de olvidar las existencias que habían conocido en el pasado y los hombres que habían amado, y se concentraban en sus nuevos amores y familias y en adoptar las costumbres griegas. Es natural, pues no son guerreras sino recompensa de los vencedores. A mi parecer, las aptitudes femeninas les son inculcadas por sus madres cuando aún son pequeñas. Las mujeres son creadoras de nidos, por lo que el hogar es para ellas de una importancia básica. Es evidente que algunas nunca pueden olvidar, que lloran y se afligen, pero en Aso no duraban: eran enviadas a trabajar sin descanso en los campos cenagosos donde el Eufrates casi se une con el Tigris, y allí supongo que morían de pena.
El salón era la estancia mayor de nuestra casa y servía a la vez de sala de estar y de cámara de consejo. Aquiles y yo entramos juntos y nuestros hombros cubrieron todo el vano de la puerta. Al advertirlo, yo siempre sentía una punzada de placer, como si en cierto modo reflejara que nos habíamos convertido en líderes, en señores.
Me quité la armadura y Aquiles dejó que las mujeres lo despojaran de ella, erguido como una torre, mientras media docena de sirvientas tiraban de correas y nudos y se escandalizaban al ver la larga y negra línea de una herida semicurada de su muslo. Yo no permitía nunca que ellas me desarmasen, pues recordaba sus rostros cuando las escogíamos del botín como la participación que nos correspondía, pero a Aquiles no le importaba en absoluto. Las dejaba recoger su espada y su daga sin que pareciese comprender que alguna de ellas podía atacarlo con el arma y darle muerte mientras se hallaba indefenso. Las observé dubitativo, pero tuve que admitir que semejante peligro era muy improbable. De la más joven a la de más edad, todas estaban enamoradas de él. Nuestros baños ya estaban preparados con agua caliente y teníamos dispuestos faldones y blusas limpios.
Una vez nos hubieron servido el vino y retiraron los restos de nuestra comida, Aquiles las despidió y se tendió con un suspiro. Ambos estábamos cansados pero era inútil tratar de conciliar el sueño, pues la luz del sol se filtraba por las ventanas y aún era probable que acudieran a visitarnos los amigos.
Aquiles había estado muy silencioso todo el día, lo que no era insólito, salvo que su silencio en aquellos momentos sugería reserva. No me agradaba aquel talante suyo. Era como si se encontrara en otro lugar al que yo no pudiera seguirlo, en un mundo sólo suyo, a cuyas puertas me dejara llorar infructuosamente. De modo que me incliné a tocarlo en el brazo con más fuerza de la que pretendía.
—Apenas has probado el vino, Aquiles —le dije.
—No me apetece.
—¿Estás indispuesto?
La pregunta le sorprendió.
—No. ¿Acaso es signo de enfermedad que rechace el vino?
—No, supongo que es propio de tu mal humor.
Suspiró profundamente y paseó la mirada por el salón.
—Me encanta esta sala más que ninguna. Y es porque me pertenece, porque no hay nada en ella que no haya ganado con mi espada. Me hace comprender que soy Aquiles, no el hijo de Peleo.
—Sí, es una hermosa habitación —repuse.
Frunció el entrecejo.
—La belleza es una complacencia de los sentidos, la desprecio como una enfermedad. No, me gusta esta habitación porque es mi trofeo.
—Un espléndido trofeo —respondí vacilante.
Hizo caso omiso de aquella trivialidad y se abstrajo de nuevo. Intenté devolverlo otra vez a la realidad.
—Después de tantos años aún dices cosas que no llego a comprender. Sin duda te agradará la belleza en alguno de sus aspectos. Vivir considerándola una enfermedad no es vivir, Aquiles.
—Me importa poco cómo vivo ni cuánto viviré siempre que haya conseguido la fama —gruñó—. Los hombres nunca deben olvidarme cuando esté en mi tumba.
De nuevo surgió su mal talante.
—¿Crees que he seguido un camino erróneo para conseguir la gloria?
—Ésa es una cuestión pendiente entre tú y los dioses —respondí—. No has pecado contra ellos, no has asesinado a mujeres fértiles ni a niños demasiado pequeños para empuñar armas. No es ningún pecado entregarlos a la esclavitud. Tampoco has ganado una ciudad por hambre. Aunque tu mano ha sido dura, nunca se ha comportado de modo criminal. Yo soy más blando, eso es todo.
Una sonrisa iluminó su rostro.
—Te subestimas, Patroclo. Con una espada en la mano eres tan inflexible como cualquiera de nosotros.
—En las batallas es diferente. Puedo matar sin misericordia. Pero a veces tengo sueños sombríos y siniestros.
—Al igual que los míos. Ifigenia me maldijo antes de morir.
Se durmió, incapaz de proseguir la charla. Me dediqué a observarlo, pues era lo que más me agradaba. Muchas de sus cualidades me resultaban incomprensibles; sin embargo, si alguien conocía a Aquiles, ése era yo. Poseía la habilidad de conseguir que la gente lo amara, ya fueran sus mirmidones, sus cautivas… o yo mismo. Pero la razón no radicaba en su atractivo físico, sino que era una faceta de su espíritu, una grandeza de la que los demás siempre parecían carecer.
Desde que zarpamos de Áulide hacía tres años se había vuelto en extremo autosuficiente. A veces me preguntaba si su propia mujer lo reconocería cuando volvieran a encontrarse. Por supuesto que sus problemas venían de la muerte de Ifigenia, y aquello yo lo compartía y lo comprendía. Pero ignoraba adonde se dirigían sus pensamientos y las capas más profundas de su mente.
Una repentina ráfaga de aire frío agitó los cortinajes a ambos lados de la ventana. Me estremecí. Aquiles aún yacía de costado con la cabeza apoyada en una mano, pero su expresión había cambiado. Pronuncié su nombre en voz alta pero no me respondió.
Me levanté del diván repentinamente alarmado, me senté en el borde del suyo y apoyé una mano en su hombro desnudo sin que pareciera advertirlo. Entre los fuertes latidos de mi corazón contemplé su piel bajo la palma de mi mano e incliné la cabeza hasta posar mis labios en ella; las lágrimas brotaban de mis ojos con tal fluidez que una de ellas le cayó en el brazo. Aparté los labios horrorizado mientras él se estremecía y volvía la cabeza para mirarme con una expresión extraña, como si en aquel momento viese por vez primera al auténtico Patroclo.
Abrió sus tenues labios para hablar pero no llegó a formular sus pensamientos. Miró hacia la puerta y dijo:
—Madre.
Observé aterrado que babeaba, que le temblaba la mano izquierda y la misma parte de su rostro se movía nerviosamente. Luego se cayó del diván al suelo y se quedó rígido, con la espalda arqueada y los ojos tan cegados y blancos que pensé que iba a morir. Me senté en el suelo para sostenerlo y aguardé a que se diluyera la negrura de su rostro en un gris moteado, que se interrumpieran sus temblores y volviera a la vida. Cuando aquello hubo concluido le limpié la saliva de la barbilla, lo mecí relajadamente y acaricié sus cabellos empapados en sudor.
—¿Qué te ha sucedido, Aquiles?
Me miró con turbia expresión, reconociéndome lentamente. Luego suspiró como una criatura agotada.
—Ha venido mi madre con su hechizo. Creo que he estado presintiendo su llegada todo el día.
¡El hechizo! ¿Era aquello el hechizo? Me había parecido un ataque de epilepsia, aunque, en los casos que yo había presenciado, a las víctimas se les debilitaba el cerebro hasta quedar anulados por la imbecilidad y poco después morían. Fuese lo que fuese lo que afectase a Aquiles no había atacado a su mente ni tampoco se habían vuelto más frecuentes los ataques. Pensé que era el primero que sufría desde Esciro.
—¿Por qué ha venido, Aquiles?
—Para recordarme que debo morir.
—¡No puedes decir eso! ¿Cómo lo sabes?
Lo ayudé a levantarse y a recostarse en su diván y me senté junto a él.
—Te he visto cuando sufrías el hechizo, Aquiles, y me ha recordado un ataque de epilepsia.
—Tal vez lo sea. De ser así, mi madre me lo envía para recordarme mi mortalidad. Y no se equivoca. Debo morir antes de que caiga Troya. El hechizo es un anticipo de la muerte, la existencia como una sombra, insensible.
Frunció los labios y añadió:
—Larga e infame o breve y gloriosa. No cabe elección, lo que ella se niega a comprender. Sus visitas mediante el hechizo no cambiarán nada, pues ya tomé mi decisión en Esciro.
Me volví y apoyé la cabeza en mi brazo.
—¡No llores por mí, Patroclo! He escogido el destino que deseo.
Me pasé la mano por los ojos.
—No lloro por ti, sino por mí.
Aunque no lo miraba advertí un cambio en él.
—Compartimos la misma sangre —dijo entonces—. Antes de que el hechizo se presentara distinguí algo en ti que no había visto antes.
—El amor que me inspiras —repuse con un nudo en la garganta.
—Sí, y lo siento. Debo de haberte herido muchas veces al no comprenderlo. Pero ¿por qué lloras?
—Cuando el amor no es correspondido provoca llanto.
Se levantó del diván y me tendió las manos.
—Te correspondo, Patroclo —dijo—. Siempre lo he hecho.
—Pero tú no eres un hombre que ame a los hombres, y ése es el amor que deseo.
—Quizá sería así si escogiera una existencia larga e ignominiosa. Tal y como están las cosas, y por si sirve de algo, no siento aversión a amarte. Estamos juntos en el exilio y me parece muy dulce compartirlo en la carne así como en espíritu —repuso Aquiles.
Así fue como nos hicimos amantes, aunque no encontré el éxtasis que había imaginado. ¿Lo hallamos alguna vez? Aquiles se apasionaba por muchas cosas, pero la satisfacción de los sentidos nunca fue una de ellas. No importaba. Tenía más de él que cualquier mujer y por lo menos encontré cierta satisfacción. En realidad, el amor no se circunscribe al cuerpo. El amor es la libertad de vagar por la mente y el corazón del amado.
Hacía cinco años que no visitábamos Troya ni a Agamenón. Como es natural, fui con Aquiles, que llevó asimismo consigo a Áyax y a Meriones. Me constaba que hacía tiempo que debíamos haber efectuado aquella visita pero pensé que ni siquiera entonces él hubiera ido allí si no hubiera necesitado entrevistarse con Ulises. Los estados de Asia Menor se habían vuelto recelosos e ideaban estratagemas para anticiparse a nuestros ataques.
La larga y accidentada playa que se extendía entre el Simois y el Escamandro no se parecía en absoluto al lugar que habíamos dejado cuatro años antes. Había perdido su aire destartalado y provisional y el propósito de permanencia era evidente. Las fortificaciones eran prácticas y estaban bien proyectadas. El campamento contaba con dos accesos, uno por el Escamandro y otro por el Simois, sobre los que se habían levantado puentes de piedra que cruzaban las zanjas y con grandes puertas practicadas en los muros.
Áyax y Meriones desembarcaron en el extremo de la playa donde desembocaba el Simois mientras Aquiles y yo lo hacíamos por el Escamandro, y nos encontrábamos con que habían sido construidos barracones para albergar a los mirmidones a su regreso. Avanzamos por la calle principal que atravesaba el campamento, buscando la nueva residencia de Agamenón que, según nos habían informado, era muy grande.
Algunos curaban sus heridas sentados al sol; otros silbaban alegremente mientras engrasaban sus armaduras de cuero o bronce pulido; había quienes se dedicaban a arrancar plumas púrpuras de los cascos troyanos para poder lucirlas en las batallas. Era un lugar donde se respiraba actividad y alegría, lo que nos hacía comprender que las tropas que habían quedado en Troya en modo alguno habían estado ociosas.
Ulises salía de la casa de Agamenón en el instante en que nosotros llegamos. Al vernos apoyó su lanza en el pórtico y se acercó sonriente para abrazarnos. En su corpulento cuerpo se veían dos o tres rasguños recientes; ¿los habría recibido en franco combate o durante alguna de sus excursiones nocturnas? Es el único personaje tortuoso que conozco que no teme arriesgar su vida ni su integridad física en una buena lid. Tal vez por ser pelirrojo o acaso porque está convencido de que gracias a Palas Atenea su vida se halla a salvo.
—¡Ya era hora! —exclamó al tiempo que nos abrazaba.
Y saludó a Aquiles con estas palabras:
—¡El héroe conquistador!
—Poco afortunado. Las ciudades costeras han aprendido a anticiparse a mi llegada.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo mientras se disponía a acompañarnos al interior—. Debo agradecerte tu deferencia, Aquiles. ¡Nos has enviado despojos generosos y mujeres magníficas!
—En Aso no somos avarientos. Pero parece que aquí tampoco habéis permanecido ociosos. ¿Habéis luchado mucho?
—Bastante para mantenerlos a todos ocupados. Héctor efectuó un cruento ataque.
Aquiles pareció repentinamente atento.
—¿Quién es Héctor?
—El heredero de Príamo y jefe de los troyanos.
Agamenón se mostró cortésmente complacido al recibirnos con la mitad de nuestro ejército, aunque no nos ofreció ningún incentivo para quedarnos a pasar la mañana con él. Ni a Aquiles le hubiese agradado que lo hubiera hecho, pues desde que había oído el nombre de Héctor estaba deseoso de saber más cosas de él y le constaba que Agamenón no era la persona adecuada para preguntarle.
Ninguno de ellos había cambiado realmente ni había envejecido, aparte de mostrar algunos rasguños recibidos en combate. En todo caso, Néstor parecía más joven. Supuse que porque se hallaba en su elemento, ocupado y constantemente estimulado. Idomeneo se había vuelto menos indolente, lo que favorecía su figura. Sólo Menelao no parecía haberse beneficiado de vivir en un campamento guerrero. El pobre aún echaba de menos a Helena.
Nos alojamos como invitados de Ulises y Diomedes, que también se habían hecho amantes, en parte por conveniencia y también por el gran afecto que se tenían. Las mujeres eran una complicación cuando los hombres llevan nuestra clase de vida y no creo que Ulises haya mirado nunca a ninguna otra que no fuese Penélope, aunque sus historias demostraban que era muy capaz de seducir a cualquier troyana para conseguir información. A Aquiles y a mí nos explicó la existencia de la colonia de espías, una empresa sorprendente. Era la primera noticia que teníamos de ello.
—Es extraordinario —dijo Aquiles—. ¡Oh dioses, si se enteraran! Pero yo lo ignoraba al igual que todos con quienes he hablado.
—Ni siquiera Agamenón lo sabe —dijo Ulises.
—¿A causa de Calcante? —le pregunté.
—Acertada suposición, Patroclo. Ese hombre no me inspira confianza.
—Bien, ni él ni Agamenón sabrán nada por nosotros —dijo Aquiles.
Durante toda aquella luna permanecimos en Troya. Aquiles sólo pensaba en una cosa: encontrarse con Héctor.
—Será mejor que lo olvides, muchacho —le dijo Néstor al final de una cena que Agamenón dio en nuestro honor—. Podrías pasarte aquí todo el verano sin verlo. Sus apariciones son fortuitas, impredecibles, pese a los singulares conocimientos de Ulises acerca de cuanto sucede en Troya. Y por el momento tampoco nosotros planeamos ninguna salida.
—¿Salidas? —preguntó Aquiles al parecer alarmado—. ¿Vais a tomar la ciudad en mi ausencia?
—¡De ningún modo! —exclamó Néstor—. No estamos en condiciones de asaltar Troya, aunque la Cortina Occidental se desplomase mañana en ruinas. Tienes la mejor parte de nuestro ejército en Aso y lo sabes perfectamente. ¡Regresa allí! No aguardes en la confianza de ver a Héctor.
—No hay esperanzas de que Troya caiga en tu ausencia, príncipe Aquiles —dijo el sacerdote Calcante en tono quedo a nuestras espaldas.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Aquiles evidentemente alterado ante aquellos ojos bizcos y rosados.
—Troya no puede caer sin que tú te halles presente, pues los oráculos así lo predicen.
Y tras estas palabras se alejó con su túnica de color púrpura resplandeciente de gemas y de oro. Ulises obraba bien al mantener algunas de sus actividades en secreto. Nuestro gran soberano apreciaba enormemente a aquel hombre, cuya residencia, contigua a la de él, era suntuosa y quien escogía libremente entre las mujeres que enviábamos de Aso. Diomedes me dijo que en una ocasión Idomeneo se irritó de tal modo cuando Calcante le arrebató a la mujer que a él le gustaba que expuso su caso ante el consejo y obligó a Agamenón a quitársela a Calcante y entregársela a su compañero de mando.
De modo que Aquiles marchó decepcionado de Troya. Y lo mismo le sucedió a Áyax. Ambos habían vagado por la ventilada llanura troyana confiando incitar a Héctor a salir, pero no se vieron indicios de él ni de las tropas troyanas.
Los años transcurrían inexorables, siempre iguales. Las naciones de Asia Menor se convertían lentamente en cenizas mientras los mercados de esclavos del mundo desbordaban de licios, carios, cilicios y demás. Nabucodonosor aceptaba todo cuanto le enviábamos a Babilonia, y el asirio Tiglat Pileser olvidó los vínculos troyano-hititas hasta el punto de aceptar miles de ellos. Descubrí que ningún país parecía contar jamás con suficientes esclavos y hacía ya mucho tiempo que no se obtenían resultados tan fructíferos como los de Aquiles.
Aparte de nuestras incursiones, la vida no siempre era apacible. Había ocasiones en que la madre de Aquiles lo atormentaba con su maldito hechizo día tras día; luego se ausentaba a cualquier otro lugar y lo dejaba tranquilo durante lunas y lunas. Pero yo había aprendido a hacerle más cómodos aquellos períodos y él había llegado a depender de mí para todas sus necesidades. ¿Y qué hay más consolador que el amado dependa de uno?
En una ocasión llegó una nave de Yolco portadora de mensajes de Peleo, Licomedes y Deidamía. Gracias al constante flujo de mercancías que cruzaban el Egeo procedentes de nuestros saqueos, nuestra patria prosperaba en gran manera. Mientras Asia Menor se desangraba mortalmente, Grecia se enriquecía. Según informaciones de Peleo, se habían congregado los primeros colonos en Atenas y Corinto.
Para Aquiles, la cuestión más importante de las noticias recibidas se refería a su hijo Neoptólemo, que alcanzaba rápidamente la virilidad. ¡Cómo pasaban los años! Deidamía le explicaba que el muchacho era casi tan alto como él y que demostraba iguales aptitudes para el combate y las armas. Aunque más salvaje, era inquieto por naturaleza y un conquistador de féminas, amén de poseer genio vivo y cierta tendencia a beber vino puro. Según Deidamía, en breve cumpliría los dieciséis años.
—Ordenaré a Deidamía y a Licomedes que envíen al muchacho junto a mi padre —dijo Aquiles tras despedir al mensajero—. Necesita que lo guíe un hombre experimentado.
Su rostro se contrajo al añadir:
—¡Oh Patroclo, qué hijos hubiéramos tenido Ifigenia y yo!
Sí, aquello seguía torturándolo… Pensé que aún más que su madre y el hechizo.
Tardamos nueve años en acabar con Asia Menor. Al concluir el noveno verano no quedaba nada por hacer. Llegaban naves cargadas de colonos griegos a lugares como Colofón y Appasas, deseosos todos ellos de iniciar una nueva vida en un lugar nuevo. Unos cultivarían la tierra, otros se dedicarían al comercio, y algunos probablemente se internarían hacia el este y el norte. Ninguno se uniría a nosotros, que formábamos el núcleo del segundo ejército en Aso. Nuestra tarea había concluido, salvo efectuar en otoño un ataque a Lirneso, núcleo del reino de Dardania.