CAPÍTULO DIECISÉIS
NARRADO POR HELENA

Agamenón erigió una ciudad piedra a piedra a la sombra de Troya. Cada día cuando me asomaba a mi balcón, al otro lado de las murallas, veía cómo los griegos instalados en la playa del Helesponto se afanaban como hormigas en la distancia, empujando cantos rodados y amontonando troncos de poderosos árboles para formar un muro que se extendía desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. Tras la playa proliferaban las casas, altos barracones destinados a albergar a los soldados en invierno y almacenes de grano para conservar el trigo y la cebada a salvo de los ratones y de las inclemencias del tiempo.

Desde que la flota griega había llegado a nuestras costas mi vida se había vuelto más dura que nunca, pese a que jamás había sido lo que imaginaba antes de llegar a Troya. ¿Por qué no veremos el futuro claramente en el telar del tiempo, aunque esté allí descrito de manera manifiesta? Debería haberlo sabido, tenía que haberlo sabido. Pero Paris lo era todo para mí. No podía imaginar la vida sin él. ¡Paris, Paris, Paris!

En Amidas yo era la reina. Mi sangre había sido legitimada por Menelao en el trono. El pueblo lacedemonio recurría a mí, la hija de Tíndaro, para su bienestar y sus contactos con los dioses. Era importante. Cuando paseaba en mi carro real por la ciudad, el populacho se humillaba ante mí. Era venerada, adorada como la reina Helena, la única que permanecía en el hogar de los cuádruplos de la divina Leda. Y, al considerarlo retrospectivamente, comprendía cuan plena había sido allí mi existencia: la caza, los deportes, los festivales, la corte, toda clase de diversiones. En Amidas solía decirme que el tiempo se eternizaba, pero ahora me constaba que durante aquellos años yo no tenía ni idea de lo que era realmente aburrirse.

Me enteré de ello cuando llegué a Troya. Aquí no soy reina, carezco de importancia en el esquema general. Soy la esposa de uno de tantos hijos imperiales y una odiada extranjera. Me hallo coartada por normas y reglas que no tengo el poder ni la autoridad de omitir. ¡Y no hay nada que hacer ni adónde ir! No puedo chasquear los dedos para que me traigan un carro para salir al campo, ni ver jugar ni entrenarse a los hombres para convertirse en soldados. Me es imposible huir de la Ciudadela. Cuando intenté aventurarme por la ciudad todos protestaron, desde Hécuba hasta Antenor. Me dijeron que yo era disoluta, inmoral y una caprichosa por desear visitar los barrios bajos. ¿No comprendía que en el instante en que los hombres que frecuentaban los tabernuchos vieran mis senos descubiertos me violarían? Pero aunque me ofrecí a cubrírmelos, Paris siguió negándose.

De pronto mis aposentos (Príamo había sido generoso en este sentido y Paris y yo ocupábamos una extensa y hermosa serie de habitaciones) y las cámaras en las que las damas nobles de la Ciudadela se reunían se habían convertido de pronto en los límites de mi mundo. Y Paris, mi maravilloso Paris, según he descubierto, es un hombre corriente que desea ¡y consigue! salirse siempre con la suya, lo que no implica hacer compañía a su esposa. Estoy aquí para el amor, y el amor es una cuestión efímera cuando los amantes no tienen nada nuevo que aprender uno del otro.

Desde que los griegos llegaron a mi existencia empeoró el aburrimiento del que ya me resentía. La gente me miraba como si yo fuera la causa del desastre y me acusaban de la venida de Agamenón. ¡Cuán necios eran! Al principio traté de convencer a la nobleza troyana de que Agamenón no entraría en guerra por mujer alguna, aunque se tratase de su cuñada, que Agamenón ya pensaba en el enfrentamiento con Troya la noche en que los sacerdotes descuartizaron el caballo blanco y me entregaron a Menelao. Pero nadie me escuchaba. Nadie deseaba escucharme. Yo era la razón de que los griegos se hubieran atrincherado en la playa, a orillas del Helesponto. Yo, la causa de que la ciudad griega creciera tras la poderosa muralla que erigían desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. ¡Todo cuanto sucedía era por mi causa!

Príamo, el pobre viejo, estaba muy preocupado. Se encorvaba en su trono de oro y marfil en lugar de arrellanarse en él como solía. Se arrancaba mechones de la barba y enviaba hombre tras hombre a la torre de vigilancia de la parte occidental para que lo mantuvieran informado de los avances de los griegos. Desde el día en que entré por vez primera en su sala del trono había recorrido toda la gama de emociones, del regocijo al haber burlado a Agamenón hasta el auténtico desconcierto. Mientras los griegos no dieron señales de que se proponían permanecer, se reía entre dientes; al recibir la promesa de ayuda de sus aliados, se mostró satisfecho; pero cuando comenzó a levantarse el muro defensivo griego, se le ensombreció el rostro y andaba con los hombros caídos.

Yo lo apreciaba muchísimo, aunque carecía de la fortaleza y dedicación de los soberanos griegos. Los hombres tenían que ser muy fuertes para conservar sus posesiones en Grecia o tener hermanos que lo fueran por ambos, mientras que los antepasados de Príamo habían gobernado Troya desde hacía eones. Su pueblo lo amaba como los pueblos griegos no podían amar a sus reyes y, sin embargo, él desempeñaba sus deberes con mayor ligereza, pues se sentía seguro en el trono. La palabra de los dioses no era tan preciada para él.

El viejo Antenor, cuñado del rey, no cesaba de renegar de mí. Yo lo odiaba aún más que Príamo, que no era poco. Siempre que Antenor fijaba en mí sus ojos legañosos, veía brillar en ellos la enemistad. Luego abría la boca y refunfuñaba sin cesar. ¿Por qué me negaba a cubrirme los senos? ¿Por qué golpeaba a mi doncella? ¿Por qué carecía de las habilidades propias de las féminas como tejer y bordar? ¿Por qué se me permitía quedarme a escuchar en los consejos masculinos? ¿Por qué era tan franca en mis opiniones cuando a las mujeres no se les permitía tenerlas? Antenor siempre tenía algo que criticarme.

Cuando el muro que se hallaba tras la playa del Helesponto estuvo concluido, la paciencia que Príamo le tenía llegó a su fin.

—¡Cállate, viejo simplón! —masculló—. ¡Agamenón no ha venido para llevarse a Helena! ¿Crees que él y los reyes, sus súbditos, invertirían tanto dinero sólo para recuperar a una mujer que dejó Grecia por voluntad propia? Es Troya y Asia Menor lo que Agamenón desea, no a Helena. Quiere instalar colonias griegas en nuestras tierras, llenar sus cofres con los tesoros de nuestras arcas, invadir con sus naves el Ponto Euxino por el Helesponto. La mujer de mi hijo es sólo un pretexto, nada más. Devolvérsela significaría seguirle el juego, de modo que no quiero volverte a oír hablar de Helena. ¿Está bastante claro, Antenor?

Antenor bajó la mirada y se retiró con una inclinación de cabeza y un ostentoso ademán.

Los estados de Asia Menor comenzaron a enviar embajadores a Troya; la siguiente asamblea a la que asistí estaba atestada de ellos. No podía retener todos los nombres en mi cabeza, tales como Paflagonia, Cilicia, Frigia. Algunos de sus representantes significaban más para Príamo que otros, aunque no trataba a ninguno a la ligera. Pero entre todos ellos, al que con más entusiasmo saludó fue al enviado de Licia. Gobernaba conjuntamente en Licia con su primo hermano Sarpedón y se llamaba Glauco. Paris, a quien se le había ordenado estar presente, me informó en un susurro que Glauco y Sarpedón eran tan inseparables como si fueran gemelos y que, por añadidura, eran amantes. Algo extraño tratándose de soberanos. No tenían esposas ni herederos.

—Tranquilízate, rey Glauco, cuando hayamos expulsado a los griegos de nuestras playas, Licia obtendrá una generosa participación en el botín —anunció Príamo con lágrimas en los ojos.

Glauco, un hombre relativamente joven y muy hermoso, respondió sonriente:

—Licia no se halla aquí para participar en el botín, tío Príamo. El rey Sarpedón y yo sólo deseamos una cosa: aplastar a los griegos y devolverlos escarmentados a su costa del Egeo. El comercio es vital para nosotros porque ocupamos la parte sur de esta costa. Realizamos nuestras negociaciones con nuestros vecinos septentrionales así como con los meridionales, como Rodas, Chipre, Siria y Egipto. Licia es el eje. Creemos que debemos unirnos por necesidad, no por codicia. Tranquilízate, podrás contar con nuestras tropas y con otras ayudas al llegar la primavera. Veinte mil hombres, totalmente equipados y aprovisionados.

Le caían las lágrimas. Príamo lloraba con la fácil aflicción de los ancianos.

—Mi sincero reconocimiento para ti y para Sarpedón, querido sobrino.

Se sucedieron los demás, algunos tan generosos como Licia; otros que negociaban por dinero o privilegios. Príamo prometía a cada uno lo que deseaba y así veía crecer el número de hombres y de ayuda. Al final me pregunté cómo conseguiría Agamenón mantenerse firme en su terreno. Príamo dirigiría a doscientos mil hombres en la llanura al llegar la primavera, cuando los azafranes surgieran de la nieve que se fundía. A menos que mi antiguo cuñado recibiera refuerzos o contase con algún triunfo escondido bajo su manga púrpura, sería derrotado. ¿Por qué, pues, me seguía preocupando? Porque conocía a mi gente. Dadle a un griego bastante cuerda y colgará a todos cuantos tenga delante, nunca a sí mismo. Conocía de antiguo a los consejeros de Agamenón y había vivido en Troya bastante tiempo para comprender que el rey Príamo no contaba con asesores tales como Néstor, Palamedes y Ulises.

¡Oh, cuan aburridas eran aquellas reuniones! Únicamente asistía a ellas porque el resto de mi vida aún era más aburrida. No se permitía que nadie se sentase más que el rey, y mucho menos una mujer. Me dolían los pies. De modo que mientras un paflagonio vestido con lo que parecían delicadas pieles bordadas parloteaba en un dialecto que me resultaba incomprensible, dejé vagar ociosamente la mirada por la multitud y se me iluminaron los ojos al distinguir a un hombre en el fondo que parecía recién llegado. ¡Oh, magnífico, era un tipo estupendo!

El hombre se abrió camino fácilmente entre la multitud. Su altura era superior a la de todos los presentes, con la excepción de Héctor que, como de costumbre, se encontraba junto al trono. El desconocido tenía la altivez de un soberano y, por añadidura, de alguien que se considera muy superior al resto. Me recordó irresistiblemente a Diomedes; tenía la misma gracia al andar y un aire duro y bélico. De cabellos y ojos negros, vestía con suntuosidad. Su capa, descuidadamente echada sobre los hombros, estaba forrada con la piel más hermosa que había visto en mi vida, esponjosa y con manchas leonadas. Cuando llegó ante el estrado donde se hallaba el trono se inclinó levemente, como ante un soberano a quien difícilmente se admite como de rango superior.

—¡Eneas! —exclamó Príamo con singular matiz de voz—. Hace muchos días que te estaba esperando.

—Aquí me tienes, señor —repuso el tal Eneas.

—¿Has visto a los griegos?

—Aún no, señor. He entrado por la puerta Dárdana.

El énfasis al pronunciar el nombre de la entrada había sido significativo. Recordé dónde había oído su nombre. Eneas era el heredero de Dardania. Su padre, el rey Anquises, gobernaba la parte sur de aquel país desde una ciudad llamada Lirneso. Príamo siempre se mofaba al mencionar Dardania, a Anquises o a Eneas. Yo deducía que en Troya los considerábamos unos advenedizos, aunque Paris me había dicho que el rey Anquises era primo hermano de Príamo y que Dárdano había fundado tanto la casa real de Troya como la de Lirneso.

—Te sugiero entonces que salgas al balcón y contemples el Helesponto —repuso Príamo rebosante de sarcasmo.

—Como gustes.

Eneas desapareció unos momentos y regresó con un encogimiento de hombros.

—Parece que se proponen quedarse, ¿no es eso?

—Una conclusión perspicaz.

Eneas hizo caso omiso de la agudeza.

—¿Por qué me has llamado? —inquirió.

—¿No te parece evidente? Cuando Agamenón haya clavado sus dientes en Troya, le seguirán Dardania y Lirneso. Deseo que ofrezcas tus tropas para ayudarme a aplastar a los griegos cuando llegue la primavera.

—Grecia no tiene nada en contra de Dardania.

—Grecia no necesita pretextos en estos momentos. Grecia busca tierras, bronce y oro.

—Bien, señor, ante el formidable surtido de aliados aquí presentes, no creo que necesites a los hombres de Dardania para ayudarte a acabar con tus enemigos. Cuando tu necesidad sea auténtica, traeré un ejército, pero no esta primavera.

—¡Mi necesidad será perentoria la próxima primavera!

—Lo dudo.

Príamo golpeó en el suelo con su cetro de marfil y la esmeralda que coronaba la empuñadura despidió destellos azules.

—¡Quiero a tus hombres!

—No puedo comprometerme a nada sin la explícita autorización de mi padre el rey, señor. Y no cuento con ella.

Príamo desvió la cabeza sin saber qué responderle.

En cuanto estuvimos a solas, consumida por la curiosidad, interrogué a Paris acerca de aquella extraña discusión.

—¿Qué sucede entre tu padre y el príncipe Eneas?

Paris me tiró perezoso de los cabellos.

—Rivalidad.

—¿Rivalidad? Pero el uno reina en Dardania y el otro en Troya.

—Sí, pero según un oráculo, Eneas reinará en Troya algún día. Mi padre teme la sentencia de los dioses. Eneas conoce también el oráculo, por lo que siempre espera ser tratado como el heredero. Pero si consideras que mi padre tiene cincuenta hijos, la actitud de Eneas es ridícula. Creo que el oráculo se refiere a otro Eneas que existirá más adelante.

—Parece todo un hombre —dije pensativa—. Y es muy atractivo.

Me lanzó una mirada centelleante.

—No olvides de quién eres esposa, Helena, y mantente alejada de Eneas.

Los sentimientos que compartíamos Paris y yo se estaban enfriando. ¿Cómo era posible si me había enamorado de él a primera vista? Sin embargo, así había sido, supongo que porque no tardé en descubrir que, pese a su pasión por mí, no podía resistir el apremio de mariposear con otras mujeres. Y, al llegar el verano, tampoco contuvo sus impulsos de retozar por las proximidades del monte Ida. Aquel verano entre mi llegada a Troya y la aparición de los griegos, Paris desapareció durante seis lunas completas. ¡Y cuando por fin regresó, ni siquiera se disculpó! Tampoco llegó a comprender cuánto había sufrido en su ausencia.

Algunas mujeres de la corte se esforzaban todo lo posible por amargarme y hacer insoportable mi vida. La reina Hécuba me aborrecía, pues me consideraba la ruina de su querido Paris. Andrómaca, la esposa de Héctor, también me odiaba porque le había usurpado el título de más hermosa… y porque la aterraba que Héctor pudiera sucumbir a mis encantos.

¡Cómo si yo fuera a molestarme en ello! Héctor era un tipo enojoso, tan mojigato y envarado que no tardé en considerarlo el tipo más aburrido en una corte de aburridos.

Pero quien más me aterraba era la joven sacerdotisa Casandra, que recorría salones y pasillos con los negros cabellos salvajemente agitados, el rostro pálido y desencajado y reflejada la locura en sus ojos. Cada vez que me veía se enfrascaba en un estridente galimatías ofensivo, palabras e ideas tan enmarañadas que nadie alcanzaba a comprender su lógica. Yo era un diablo, un caballo, la causante de todos los desastres. Estaba confabulada con Dardania y con Agamenón. Era la ruina de Troya, etcétera, etcétera. Me trastornaba, como Hécuba y Andrómaca no tardaron en descubrir, lo que las indujo a estimularla para que me acechara constantemente, sin duda con la esperanza de que me recluyera en mis aposentos. Pero Helena estaba hecha de un material más resistente de lo que imaginaban. En lugar de retirarme, adopté la irritante costumbre de reunirme con Hécuba, Andrómaca y las restantes damas nobles en su cámara de esparcimiento para irritarlas acariciándome los senos (son realmente espléndidos) ante su escandalizada mirada (ninguna de ellas se hubiera atrevido a mostrar sus fofas y colgantes carnes). Cuando aquello se agotaba abofeteaba a las sirvientas, vertía leche en sus aburridos tapices y en los extensos productos de sus telares y me sumergía en monólogos sobre violaciones, incendios y saqueos. Una mañana memorable enfurecí de tal modo a Andrómaca que se lanzó sobre mí con uñas y dientes y se llevó una sorpresa mayúscula al descubrir que Helena se había ejercitado en la lucha siendo niña y era demasiado experta para competir con una dama educada como ella. Le puse la zancadilla y le propiné un puñetazo en el ojo, que se le hinchó, cerró y amorató durante casi una luna. Luego anduve divulgando insidiosamente que era obra de Héctor.

A Paris le insistían constantemente para que me castigase; su madre, en particular, lo atormentaba en todo momento. Pero siempre que trataba de amonestarme o me rogaba que fuese más amable me reía de él y le recitaba una letanía de las ofensas que las demás me infligían. Todo ello significaba que cada vez veía menos a mi marido.

Al llegar el invierno el desasosiego comenzó a dominar a la corte troyana. Se rumoreaba que los griegos se habían marchado de la playa, que hacían incursiones arriba y abajo de Asia Menor para atacar y destruir ciudades y pueblos. Sin embargo, cuando enviaron destacamentos armados hasta los dientes para examinar la playa encontraron al enemigo muy presente, dispuesto al enfrentamiento y a la lucha. Aun así, a medida que avanzaba la estación, llegaron noticias fidedignas de los ataques que realizaban. Uno tras otro, los aliados de Príamo despacharon comunicados acerca de que ya no podían cumplir sus promesas de enviar ejércitos en primavera porque sus propios países se veían amenazados. Tarses, de Cilicia, fue pasto de las llamas; su gente, exterminada o vendida como esclavos; los campos y los pastos, incendiados en cincuenta leguas a la redonda; el grano, arrebatado y cargado en naves griegas; el ganado, sacrificado y ahumado en sus propias instalaciones para alimento de los griegos; los santuarios, despojados de sus tesoros, y el palacio del rey Eetión, saqueado. Misia fue la siguiente en sufrir el ataque griego. Lesbos envió ayuda a Misia y fue atacada a su vez. Thermi fue arrasada hasta sus cimientos; los lesbianos se lamieron sus heridas y se preguntaron si sería político recordar la parte griega de sus antepasados y declararse a favor de Agamenón. Cuando Priene y Mileto sucumbieron en Caria, cundió el pánico. Incluso Sarpedón y Glauco, los dobles soberanos, se vieron obligados a permanecer en su reino de Licia.

En cuanto se producía cada ataque recibíamos la noticia de la forma más original. El mensaje corría a cargo de un heraldo griego que se plantaba ante la puerta Escea y transmitía al capitán de la torre de vigilancia occidental la información destinada a Príamo. El hombre enumeraba las ciudades saqueadas, el número de los ciudadanos muertos y de las mujeres y niños vendidos como esclavos, el valor de los despojos y las medidas de grano. E invariablemente concluía su mensaje con las mismas palabras:

—¡Di a Príamo, rey de Troya, que me envía Aquiles, hijo de Peleo!

A los troyanos llegó a horrorizarlos la mención de aquel nombre: Aquiles. Al inicio de la primavera Príamo tuvo que soportar en silencio la presencia del campamento griego, porque no llegó ninguna fuerza aliada para aumentar sus efectivos, ni dinero para contratar mercenarios hititas, asirios o babilonios. El dinero troyano debía ser cuidadosamente conservado, pues entonces eran los griegos quienes recaudaban impuestos en el Helesponto.

En los salones troyanos y en los corazones de los ciudadanos comenzó a infiltrarse cierta pesadumbre. Y como yo era la única griega de la Ciudadela, todos, desde Príamo hasta Hécuba, me preguntaban quién era el tal Aquiles. Les dije cuanto podía recordar, pero al explicarles que era poco más que un muchacho, aunque de rancia estirpe, dudaron de mí.

A medida que transcurría el tiempo crecía el temor hacia Aquiles; la simple mención de su nombre hacía palidecer a Príamo. Sólo Héctor no daba muestras de sentirlo. Ardía en deseos de encontrarse con él, se le encendían los ojos y se llevaba instintivamente la mano a la daga cada vez que el heraldo griego se presentaba ante la puerta Escea. En realidad, enfrentarse a Aquiles se convirtió en tal obsesión para él que se aficionó a efectuar ofrendas ante todos los altares, rogando a los dioses que le dieran la oportunidad de acabar con su enemigo.

Cuando acudió a interrogarme se negó a dar crédito a mis respuestas.

En el otoño del segundo año Héctor perdió la paciencia y rogó a su padre que le permitiera salir al exterior con todo el ejército troyano.

Príamo lo miró como si su heredero se hubiera vuelto loco.

—No, Héctor —respondió.

—Señor, nuestras investigaciones han revelado que los griegos han dejado en la playa menos de la mitad de sus fuerzas. ¡Podemos vencerlos! ¡Y lo haremos! ¡El ejército de Aquiles tendrá que regresar a Troya y entonces acabaremos con él!

—O él con nosotros.

—¡Los superamos en número, señor! —exclamó Héctor.

—No me lo creo.

Héctor apretó los puños y siguió buscando nuevas razones para convencer al aterrado anciano de que estaba en lo cierto.

—Entonces déjame recurrir a Eneas de Lirneso, señor. Sumando los dárdanos a nuestras reservas superaremos numéricamente a Agamenón.

—Eneas no está dispuesto a implicarse en nuestros problemas.

—A mí me escuchará, padre.

Príamo se levantó indignado.

—¿Autorizar a mi hijo, el heredero, a que suplique a los dárdanos? ¿Te has vuelto loco, Héctor? ¡Preferiría morir que inclinarme y humillarme ante Eneas!

En aquel momento acerté a ver a Eneas. Acababa de entrar en la sala del trono pero había oído gran parte de la discusión que ambos sostenían ante el estrado. Tenía los labios tensos y paseaba su mirada de Héctor a Príamo sin dejar entrever sus pensamientos. Antes de que alguien importante advirtiera su presencia —yo no lo era— dio media vuelta y se marchó.

—Señor, no puedes esperar que permanezcamos eternamente dentro de nuestras murallas —exclamó Héctor, desesperado—. Los griegos se proponen reducir a cenizas a nuestros aliados. Nuestra riqueza está mermando porque nuestros ingresos desaparecen y abastecernos nos cuesta cada vez más. Si no me permites sacar al ejército, por lo menos déjame dirigir grupos de asalto para coger desprevenidos a los griegos, hostigar sus partidas de caza y obligarlos a interrumpir sus insolentes expediciones ante nuestras murallas para insultarnos.

Príamo vacilaba. Apoyó la barbilla en la mano y permaneció largo rato pensativo. Por último dijo suspirando:

—Bien. Ve a ejercitar a los hombres. Si logras convencerme de que no es un plan temerario, puedes llevarlo a cabo.

—No te defraudaré, señor —repuso Héctor, radiante.

—Eso espero —dijo Príamo, fatigado. En la sala del trono alguien se echó a reír. Me volví en redondo sorprendida. Pensé que Paris estaba de nuevo ausente, pero se encontraba allí, riendo a mandíbula batiente. A Héctor se le ensombreció el rostro. Bajó del estrado y se abrió paso entre la multitud.

—¿Qué es eso tan divertido, Paris?

Mi marido se serenó un tanto y pasó un brazo por los hombros de su hermano.

—¿Cómo es posible que armes tanto alboroto por pelearte cuando tienes una esposa tan encantadora en el hogar? ¿Cómo es que prefieres la guerra a las mujeres?

—Porque soy un hombre, Paris —repuso Héctor pausadamente—, no un muchachito lindo.

Me quedé petrificada, mi marido no sólo era un necio sino también un cobarde. ¡Oh, qué humillación! Consciente de las miradas despectivas de la gente, salí de la estancia.

Paris y yo éramos dos hermosos necios. Había renunciado a mi trono, a mi libertad y a mis hijos —¿por qué apenas los echaba de menos?— para vivir en una prisión con un lindo necio que también era un cobarde. ¿Por qué echaba tan poco de menos a mis hijos? La respuesta era evidente. Porque pertenecían a Menelao y, en aquellos momentos, en algún lugar de mi mente, debía arrinconar a Menelao, a mis hijos y a Paris en un mismo y desagradable montón. ¿Había peor destino para una mujer que saber que en su vida nadie era digno de ella?

Como necesitaba aire fresco, salí al patio bajo mis aposentos y allí paseé arriba y abajo hasta apaciguar mi pena. Luego me volví rápidamente y tropecé con un hombre que venía por el lado opuesto. Ambos extendimos las manos de manera instintiva, él me asió por los brazos un momento y me miró el rostro con curiosidad mientras desaparecían de sus negros ojos las últimas huellas de su propia ira.

—Tú debes de ser Helena —dijo.

—Y tú eres Eneas.

—Sí.

—No sueles venir por Troya —dije muy satisfecha al verlo.

—¿Conoces alguna razón por la que debería venir?

Puesto que era inútil disimular, repuse sonriente:

—No.

—Me agrada tu sonrisa, pero estás enojada —dijo—. ¿Por qué?

—Es asunto mío.

—Te has enfadado con Paris, ¿no es eso?

—En absoluto —repuse negando con la cabeza—. Enfadarse con Paris es tan difícil como asir mercurio.

—Cierto.

Después de lo cual me acarició el seno izquierdo.

—Una moda interesante llevarlos descubiertos. Pero eso enciende a los hombres, Helena.

Bajé los párpados y le sonreí.

—Es agradable saberlo —respondí en voz baja.

Esperando recibir un beso, me incliné hacia él con los ojos aún cerrados. Pero al no sentir nada los abrí y descubrí que se había marchado.

El aburrimiento era cosa pasada, y acudí a la siguiente asamblea con el propósito de seducir a Eneas, que no estaba presente. Al preguntarle a Héctor con despreocupación dónde se encontraba su primo de Dardania, me dijo que Eneas había cargado sus caballos durante la noche y había regresado a su patria.