Ulises era un hombre notable. Incluso cuando trataba con un esclavo lo hacía con educación. Al final de un simple mes había conseguido que aquellos doscientos cincuenta y cuatro hombres fueran exactamente como él deseaba, aunque aún no estaban en condiciones de entrar en acción. Pasé casi tanto tiempo con él como con mis hombres de Argos, pero lo que aprendí de Ulises me permitió controlar y dirigir mejor a mis tropas en la mitad de tiempo de lo que solía costarme. No se advirtieron más señales de descontento en mi contingente durante mis ausencias, ni más disputas entre los oficiales, pues utilizaba los métodos de Ulises para conseguir tales resultados.
Desde luego que capté algunas bromas y advertí las intencionadas miradas que cruzaban mis principales oficiales argivos cuando me veían con Ulises; incluso los restantes soberanos comenzaban a cuestionarse la naturaleza de nuestra amistad.
Pero a mí no me disgustaba en absoluto. Si hubiera sido cierto lo que ellos pensaban, no me hubiera importado; para hacer justicia a los demás, no había malicia ni desaprobación en ello. Todos estábamos en libertad de aliviar nuestros ardores sexuales con quienquiera, fuera cual fuese su sexo. En general preferíamos a las mujeres, pero una larga campaña en el extranjero significaba que las féminas estaban menos disponibles. Las extranjeras nunca sustituían el puesto de las esposas y las novias, las mujeres de nuestra patria. Mejor en tales circunstancias buscar la parte más suave del amor con un amigo que luchaba a nuestro lado en el campo de batalla y mantenía a raya con su espada al enemigo, al que también nos enfrentábamos nosotros.
En pleno otoño Ulises me aconsejó que acudiese a presentar mis respetos a Agamenón. Así lo hice, curioso por saber qué se preparaba. Últimamente Ulises había confraternizado mucho con el viejo Néstor, pero no me confiaba los secretos que ambos compartían.
Durante cinco lunas no habíamos visto ni rastro del ejército troyano y en nuestro campamento reinaba el pesimismo. El abastecimiento no había resultado un problema difícil, pues la costa norteña de la Tróade y las lejanas playas del Helesponto nos facilitaban un excelente forraje. Las tribus que vivían en aquellas zonas se perdían de vista ante nuestras patrullas carroñeras. Lo que no modificaba el hecho de que nos halláramos tan lejos de nuestros hogares que no podíamos considerar el retorno ni los permisos. Tampoco habíamos recibido órdenes del gran soberano para disgregarnos, atacar ni emprender acción alguna.
Al entrar en la tienda de Agamenón descubrí que Ulises ya se encontraba allí con aire despreocupado.
—Cuando apareció Ulises debí de haber imaginado que no estarías lejos —comentó Agamenón.
Sonreí pero no hice comentario alguno.
—¿Qué deseas, Ulises?
—Que convoques consejo, señor. Hace mucho tiempo que no cambiamos impresiones.
—¡Estoy totalmente de acuerdo! Por ejemplo, ¿qué sucede en cierta hondonada y por qué no puedo encontraros ni a ti ni a Diomedes cuando anochece? Anoche me proponía convocar una reunión.
Ulises se libró de la desaprobación del soberano con su gracia habitual. Esbozó una sonrisa, de aquellas con las que solía imponerse a sus más implacables enemigos, capaz de encantar a un hombre mucho más frío que Agamenón.
—Lo diré todo, señor… pero durante el consejo.
—Perfecto. Sin embargo quédate hasta que lleguen los demás. Si te dejo marchar, acaso no regreses.
El primero en llegar fue Menelao, como siempre con aire avergonzado. Nos saludó tímidamente con una inclinación de cabeza y se sentó acurrucado en la oscuridad, en el rincón más alejado de la estancia. ¡El pobre y deprimido Menelao! Tal vez comenzaba a comprender que Helena era un elemento muy secundario en las intrigas de su dominante hermano, o quizá empezaba a desesperar de conseguir que ella regresara. Pensar en su esposa le despertaba recuerdos de hacía casi nueve años, ¡al final había resultado una simple ramera! Sólo le importaba su propia satisfacción y se había mostrado indiferente a los deseos de un hombre. ¡Era tan hermosa y tan egoísta! ¡Oh, cómo debió de hacer bailar a Menelao a su aire! Yo no podía odiarlo, era un pobre hombre que más merecía ser compadecido que despreciado. Y que la amaba como jamás amaría a otra mujer.
Aquiles compareció acompañado de Patroclo; Fénix iba en pos de ellos como Argos, el perro de Ulises, cuando se hallaba en Ítaca, tan fiel como el vigilante. Los soberanos tributaron homenaje, Aquiles muy protocolario y de evidente mal grado. Era un tipo extraño, pero había advertido que a Ulises no le preocupaba. Sin embargo, me era indiferente para preocuparme de advertirle en secreto de que se mostrara más amable con Agamenón. Aunque el muchacho dirigiera a los mirmidones no debería manifestar tan abiertamente su antipatía. Encontrarse abandonado en un extremo durante una batalla es bastante fácil, y muy duro tener que ceñirse a una estrategia mala y rutinaria.
Advertí la expresión de los ojos de Patroclo y sonreí instintivamente. ¡Aquélla sí era una tierna amistad! Por lo menos por una parte, pues Aquiles se dejaba querer. Y también ardía mucho más por la lucha que por el placer corporal.
Macaón llegó solo y se sentó en silencio. Él y su hermano Podaliero eran los médicos más excelentes de Grecia, mucho más valiosos para nuestro ejército que una ala de caballería. Podaliero era como un recluso; prefería su consultorio a los consejos de guerra; pero Macaón era inquieto y enérgico, tenía dotes de mando y era capaz de luchar como diez mirmidones. Idomeneo cruzó la puerta con elegancia seguido de Meriones y, en virtud de la importancia de la corona cretense que ceñía y de su posición de copartícipe en el mando, se inclinó ante Agamenón en lugar de doblar la rodilla. Los ojos del gran soberano relampaguearon ante el desaire.
Me pregunté si pensaba que Creta se engreía demasiado, pero su rostro nada reflejó. Idomeneo era un petimetre, pero un robusto y magnífico líder de hombres. Meriones, su primo y heredero, posiblemente era el mejor de ambos… no me importaba compartir con él un banquete ni luchar a su lado; ambos tenían el mismo aire generoso característico de los cretenses.
Néstor avanzó decidido hasta su asiento especial y saludó con una inclinación de cabeza a Agamenón, que no se ofendió por ello. El hombre nos había tenido a todos sobre sus rodillas cuando éramos pequeños. Si tenía un defecto, éste era su tendencia a recordar en exceso los «viejos tiempos» y a considerar pusilánime a la presente generación de reyes. Sin embargo, no podía evitar quererlo e imaginaba que Ulises lo adoraba. Lo acompañaba su primogénito.
Áyax llegó con sus alegres compañeros: su hermanastro Teucro y su primo Áyax el Pequeño, hijo de Oileo, de Locres. Se sentaron en silencio junto a la pared del fondo con aire incómodo. Ansiaba que llegara el día en que viese a Áyax en el campo de batalla (no lo había tenido próximo en Sigeo) para comprobar con mis propios ojos cómo esgrimía su famosa hacha con tan poderosos brazos.
Menesteo los seguía de cerca, pisándoles los talones; era un excelente gran soberano de Ática, pero con sentido común para no dárselas de Teseo. No era ni la décima parte de lo que aquél había sido, aunque en realidad no había nadie que pudiera comparársele. Palamedes fue el último en aparecer y se sentó entre mí y Ulises. Era poco prudente por mi parte simpatizar con él cuando Ulises lo odiaba. Ignoraba la razón, aunque deducía que Palamedes lo habría herido de algún modo cuando él y Agamenón fueron a Ítaca en su busca para llevárselo a la guerra. Ulises era paciente y aguardaría el momento oportuno, pero yo estaba seguro de que se vengaría. No sería una venganza sangrienta ni violenta, pues tenía mucha sangre fría. El sacerdote Calcante no se hallaba presente, lo cual era una singular omisión.
—Es el primer consejo serio que he convocado desde que desembarcamos en Troya —comenzó secamente Agamenón—. Como todos estáis al corriente de la situación, no creo necesario que nos extendamos sobre el tema. Ulises os expondrá los hechos, no yo. Aunque sea vuestro soberano me habéis cedido vuestras tropas gustosamente y respeto vuestro derecho a retirar tal apoyo si lo creéis conveniente, a pesar del juramento del Caballo Descuartizado. Tú te encargarás del bastón, Patroclo, pero entrégaselo a Ulises.
Se encontraba en el centro de la estancia (Agamenón había sucumbido al creciente frío y se había hecho construir una casa de piedra, aunque su presencia sugiriese permanencia), peinaba la roja melena hacia atrás de modo que despejaba su delicado rostro y formaba una masa de ondas. Sus grandes ojos grises penetraban hasta nuestra médula reduciéndonos a nuestra auténtica estatura: reyes, pero hombres a pesar de todo. Los griegos siempre habíamos respetado la presciencia y Ulises la poseía en gran medida.
—Sirve vino, Patroclo —dijo para comenzar.
Aguardó a que el joven sirviera una ronda a todos y prosiguió:
—Hace cinco lunas que desembarcamos y nada ha sucedido durante ese tiempo aparte de en los confines de una hondonada próxima a mis naves.
Aquella declaración se vio seguida de una rápida explicación de Ulises acerca de que había asumido la responsabilidad de encarcelar a los peores soldados del ejército en un lugar donde no pudieran causar daño. Yo conocía las razones por las que no deseaba divulgar las verdaderas causas de aquel reducto: no confiaba en Calcante ni en alguno de los presentes, pese a estar comprometidos por juramento.
—Aunque no hayamos celebrado ningún consejo oficial —prosiguió con su grata y serena voz—, no ha sido difícil adivinar los principales sentimientos que experimentáis. Por ejemplo, nadie desea sitiar Troya. Respeto vuestros criterios por las mismas razones que Macaón pueda aducir, que el asedio deja tras de sí plagas y otras enfermedades y que una conquista por tales medios podría fracasar. Por ello no pretendo hablar del asedio.
Se detuvo para lanzarnos una mirada inquisitiva.
—Diomedes y yo hemos realizado muchas visitas nocturnas al interior de Troya y nos hemos enterado de que, si seguimos aquí, la próxima primavera la situación cambiará radicalmente. Príamo ha despachado mensajeros a todos sus aliados de la costa de Asia Menor que le han prometido enviarle sus ejércitos. Cuando la nieve desaparezca de las montañas dispondrá de doscientos mil efectivos en tropas y nosotros seremos expulsados.
—Has presentado una imagen muy negra, Ulises —lo interrumpió Aquiles—. ¿Para eso hemos salido de nuestros hogares? ¿Para soportar una absoluta ignominia a manos del enemigo, con el que sólo nos hemos enfrentado en una ocasión? Tal como hablas parece como si nos hubiéramos embarcado en una cruzada inútil, enormemente costosa y sin la perspectiva de vernos recompensados por el botín del contrario. ¿Dónde están los bienes que nos prometiste, Agamenón? ¿Qué ha sucedido con tu batalla de diez días? ¿En qué se ha convertido tu fácil victoria? Miremos donde miremos nos espera la derrota. Y en esta causa algunos nos hemos confabulado para un sacrificio humano. Hay derrotas peores que ser vencido en combate. Verse obligado a evacuar esta playa y regresar a nuestros hogares es la peor de todas las afrentas.
Ulises se rio entre dientes.
—¿Estáis los demás tan desmoralizados como Aquiles? Entonces, lo lamento por vosotros. Sin embargo, no puede negarse que el hijo de Peleo dice la verdad. Sumemos a ello que si hemos de pasar aquí el invierno, será difícil conseguir suministros. Por el momento podemos obtener cuanto necesitamos de Bitinia, pero por aquí, según dicen, los inviernos son fríos y de nieves.
Aquiles se levantó bruscamente e interpeló a Agamenón:
—¡Eso te lo dije en Áulide mucho antes de zarpar y no dedicaste atención alguna a los problemas de alimentar a un ejército inmenso! ¿Qué elecciones tenemos? ¿Nos queda alguna opción entre permanecer aquí o regresar a casa? No lo creo así. Nuestra única alternativa es aprovechar los primeros vientos invernales y zarpar hacia Grecia para no volver jamás. ¡Eres un necio, rey Agamenón! ¡Un necio vanidoso!
Agamenón permanecía inmóvil y contenía su enojo.
—Aquiles, tienes razón —gruñó Idomeneo—. Ha estado muy mal planeado.
Respiró profundamente y lanzó una mirada iracunda a su compañero de mando.
—Respóndeme, Ulises, ¿podemos o no asaltar las murallas de Troya?
—No existe modo de conseguirlo, Idomeneo.
La irritación iba en aumento provocada por Aquiles y alimentada por el hecho de que Agamenón prefería guardar silencio. Estaban todos dispuestos a arremeter contra él y lo sabía. Se mordía los labios y estaba tenso, esforzándose por contener su propia cólera.
—¿Por qué no admitiste que eras incapaz de planear una expedición tan importante como ésta? —inquirió Aquiles—. Si no fueras quien eres, y lo eres por la gracia de los dioses, te fulminaría. Nos condujiste a Troya sin pensar en nada más que en tu propia gloria. Utilizaste el juramento para organizar tu gran ejército y luego decidiste ignorar los deseos y necesidades de tu hermano. ¿Cuánto has pensado en él? ¿Puedes confesar honrosamente que lo has hecho por Menelao? ¡Desde luego que no! ¡Nunca has pretendido tal cosa! Desde el comienzo tu propósito ha sido enriquecerte con el saqueo de Troya y conquistar un imperio para ti en Asia Menor. Reconozco que todos íbamos a lucrarnos con ello, pero tú más que nadie.
Menelao lloraba, las lágrimas corrían por sus mejillas y su aflicción revelaba cuan desilusionado se sentía. Al verlo sollozar como un niño doliente, Aquiles le pasó el brazo por los hombros y le dio cariñosas palmadas. El ambiente era tormentoso, una palabra más y todos saltarían al cuello de Agamenón. Palpé mi espada y sentí un hormigueo. Miré a Ulises, que permanecía inmóvil sujetando el bastón mientras Agamenón fijaba los ojos en las manos que cruzaba en su regazo.
Al final fue Néstor quien entró en la liza.
—¡Merecerías ser azotado por tu falta de respeto, joven! —intervino agriamente—. ¿Con qué derecho criticas a nuestro gran soberano cuando se abstienen personas como yo? Ulises no le ha imputado cargo alguno… ¿Cómo te atreves a imaginarlo así? ¡Contén tu lengua!
Aquiles aceptó aquellas palabras sin rechistar. Inclinó la rodilla ante Agamenón a modo de disculpa y se sentó. No era de naturaleza irreflexiva, pero entre el gran soberano y él existía odio desde que Ifigenia murió en Áulide. Era comprensible, habían utilizado su nombre para separar a la muchacha de Clitemnestra, pero sin que Agamenón le pidiera su consentimiento. Aquiles no podía perdonarnos a ninguno, y mucho menos a Agamenón, nuestra intervención en el asunto.
—Es evidente que no tienes categoría suficiente para dirigir a estos nobles autócratas, Ulises —dijo Néstor—. Así, pues, dame el bastón y déjame hablar. —Nos lanzó una mirada fulminante—. ¡Esta reunión es un desastre! ¡En mi juventud nadie se hubiera atrevido a decir las cosas que he oído esta mañana! Por ejemplo, cuando yo era joven y Heracles estaba por doquier las cosas eran muy distintas.
Volvimos a sentarnos y nos resignamos a soportar uno de los famosos sermones de Néstor, aunque cuando más tarde reflexioné sobre ello comprendí que el anciano había comenzado a divagar intencionadamente. Al vernos obligados a escucharlo, nos tranquilizamos.
—Fijaos en Heracles —prosiguió Néstor—. Injustamente obligado a servir a un rey indigno de vestir la sagrada púrpura de su rango, le impusieron la realización de una serie de tareas cruelmente escogidas para que le reportaran la muerte o la humillación, y ni siquiera protestó. La palabra del soberano fue sagrada para él. Tenía nobleza de espíritu, así como una poderosa fortaleza. Podía haber sido engendrado por los dioses, pero era todo un hombre. Mejor de lo que tú nunca llegarás a ser, joven Aquiles; ni tú, joven Áyax. El rey es el rey. Heracles jamás lo olvidó, ni al hallarse enfangado en estiércol hasta las rodillas, ni cuando se encontraba al borde de la desesperación y la locura. Su hombría lo situó sobre Euristeo, al que servía. Eso hacía que los demás lo admiraran y honraran. Sabía lo que se debía a los dioses y lo que se debía al rey, y servía a cada uno de ellos, en cada momento, con la máxima consideración. Aunque gustosamente lo traté como a un hermano, jamás aprovechó la simpatía que me inspiraba… Yo, heredero de Neleo, era casi un monstruo para él. Era consciente de su posición como esclavo y su deferencia y su paciencia le hicieron ganar un merecido amor y la categoría de héroe. ¡Ah, el mundo nunca verá a alguien semejante!
¡Bien! Al parecer ya había acabado. Devolvió el bastón a Ulises, con lo que podía reanudarse el consejo. Pero no había concluido. En lugar de ello se embarcó en un nuevo discurso.
—¿Y qué me decís de Teseo? —exclamó—. ¡Tomad a Teseo como otro ejemplo! Le dominó la locura, no la falta de nobleza ni el olvido de lo que se debía al rey. Aunque también era un gran soberano, para mí siempre fue un hombre. O fíjate en tu padre, Diomedes. Tideo era el guerrero más valeroso de sus tiempos y murió ante las mismas murallas que tú tomaste una generación después, sin ver empañada su vida por el deshonor. Si yo hubiera sabido qué clase de hombres, que se autoconsideran reyes y herederos de coronas, se encontrarían en esta playa de Troya, jamás hubiera dejado mi arenosa Pilos, ni me hubiera embarcado en el mar oscuro como el vino. ¡Sirve más bebida, Patroclo! Quisiera seguir hablando, pero tengo la garganta seca.
Patroclo se levantó lentamente. Estaba más molesto que ninguno, visiblemente herido al ver cómo regañaban a Aquiles. El anciano rey de Pilos se tragó el vino no aguado sin pestañear, se relamió y ocupó un puesto que estaba vacante junto a Agamenón.
—Me propongo robarte el éxito, Ulises. No pretendo ofenderte al hacerlo así, pero al parecer es necesario que un anciano mantenga a estos jóvenes insolentes en su lugar —dijo.
—¡Adelante, señor! —repuso Ulises sonriente—. Expones la situación tan bien o acaso mejor que yo.
Entonces comencé a olerme que había algo sospechoso. Los dos llevaban varios días cuchicheando. ¿Habrían tramado aquello de antemano?
—Lo dudo —repuso Néstor chispeantes los azules ojos—. Pese a tu juventud tienes la cabeza inmejorablemente sentada sobre los hombros. Seguiré en mi puesto, olvidaré las alusiones personales y me atendré a los hechos. Debemos abordar este asunto sin arrebatos, comprenderlo sin confusiones ni errores. Ante todo, lo hecho, hecho está. Lo pasado debe mantenerse en el pasado, no arrastrarlo para atizar resentimientos.
Se adelantó en su asiento y prosiguió:
—Pensad en esto: contamos con un ejército de más de cien mil efectivos, entre combatientes y no combatientes, instalado a unas tres leguas de las murallas de Troya. Entre los elementos no bélicos disponemos de cocineros, esclavos, marinos, armeros, mozos de cuadras, carpinteros, albañiles e ingenieros. Considero que si la expedición hubiera estado tan mal planeada como el príncipe Aquiles trata de demostrar, no contaríamos con personal especializado. Perfecto, eso no es preciso discutirlo. También tenemos que considerar el factor tiempo. Nuestro digno sacerdote Calcante habló de diez años y personalmente me inclino a creerlo. ¡No estamos aquí para derrotar a una ciudad sino a muchas naciones! Naciones que se extienden desde Troya hasta Cilicia. Una tarea de tal magnitud no puede realizarse en un abrir y cerrar de ojos. Aunque derribáramos las murallas de Troya, no habríamos acabado. ¿Acaso somos piratas o bandidos? Si lo fuéramos, asaltaríamos una ciudad y regresaríamos a nuestros hogares con el botín. Pero no es ése el caso. ¡No podemos detenernos en Troya! ¡Tenemos que seguir adelante y derrotar a Dardania, Misia, Lidia, Caria, Licia y Cilicia!
Aquiles observaba absorto a Néstor, como si no lo hubiera visto en su vida. Al igual que, según advertí, hacía Agamenón.
—¿Qué sucedería si dividiéramos nuestro ejército por la mitad? —prosiguió Néstor con aire pensativo—. ¿Si dejáramos una parte apostada ante Troya y destinásemos la otra como delegación activa? Las fuerzas estacionadas ante Troya contendrían a la ciudad, con efectivos por lo menos suficientes a cualquier ejército que Príamo pudiera enviar contra nosotros. La segunda fuerza vagaría arriba y abajo de la costa de Asia Menor atacando, saqueando e incendiando todas las colonias entre Adramiteo y Cilicia, con lo que diezmaría, asolaría, tomaría esclavos, saquearía ciudades y devastaría terrenos. Y siempre aparecería de manera inesperada. De ese modo se alcanzarían dos fines: mantener a ambas partes de nuestro ejército sobradamente abastecidas de alimentos y otros artículos de primera necesidad, tal vez incluso de lujos, y someter a los aliados de Troya en Asia Menor a un estado de temor continuo que haría que jamás enviaran ayuda alguna a Príamo. En ningún lugar a lo largo de la costa existen suficientes concentraciones de gente capaces de enfrentarse a un ejército importante y bien dirigido. Pero dudo muchísimo que ninguno de los reyes de Asia Menor se aventure a abandonar sus propios países a fin de reunirse en Troya.
¡Era indudable que aquella pareja lo había tramado todo previamente! Las palabras surgían a raudales de la boca de Néstor como el jarabe de un pastel. Ulises permanecía sonriente en su silla, satisfecho y mostrando una absoluta aprobación, y Néstor se encontraba en su elemento.
—La mitad del ejército que permaneciese ante Troya evitaría que los troyanos efectuasen ningún ataque a nuestro campamento ni a nuestras naves —reanudó Néstor su discurso—. Lo que menguaría notablemente la moral dentro de la ciudad. Para las mentes de sus habitantes, debemos convertir los muros protectores en una prisión. Sin entrar en detalles, existen medios para poder influir en la mentalidad troyana, desde la Ciudadela hasta el más ínfimo tugurio. Os doy mi palabra de que es así. Es esencial tener arte para ello, pero contando con Ulises no nos faltará.
Suspiró, se removió en su asiento y pidió más vino, pero en esta ocasión, cuando Patroclo efectuó la ronda, lo hizo con creciente respeto hacia el anciano rey de Pilos.
—Si decidimos proseguir esta guerra —dijo Néstor—, obtendremos múltiples compensaciones. Troya es más rica de cuanto podamos imaginar. El fruto del pillaje enriquecerá a nuestras naciones y también a todos nosotros. Aquiles no se equivocaba en ello. Os recuerdo que Agamenón siempre previó la ventaja de aplastar a los aliados de Asia Menor. Si lo hacemos así, estaremos en libertad de colonizar, de reasentar a nuestros pueblos entre mayor abundancia de la que actualmente disfrutan en Grecia. —Redujo su tono de voz pero aumentó su intensidad—: Y lo más importante de todo, el Helesponto y el Ponto Euxino serán nuestros. Podremos colonizar también el Ponto Euxino. Dispondremos de todo el estaño y el cobre que necesitemos para fabricar bronce. Tendremos el oro de los escitas, esmeraldas, zafiros, rubíes, plata, lana, trigo, cebada, electrón y otros metales, otros alimentos, otras mercancías. ¿No os parece una perspectiva apasionante?
Nos rebullimos en los asientos, sonrientes, mientras Agamenón se recuperaba de manera visible.
—Los muros de Troya deben quedar aislados por completo —prosiguió el anciano con firmeza—. La mitad del ejército que permanezca aquí deberá realizar una función de pura hostigación, mantener a los troyanos inquietos y conformarse con pequeñas escaramuzas. Disponemos de un excelente campamento, no veo necesidad alguna de trasladarnos a otro lugar. ¿Cómo se llaman esos dos ríos, Ulises?
—El mayor, de aguas amarillas, es el Escamandro —repuso Ulises con viveza—. Llega contaminado por las aguas residuales troyanas, razón por la cual está prohibido bañarse en él o beber de sus aguas. El menor, de aguas puras, es el Simois.
—Gracias. Por consiguiente, nuestra primera tarea consistirá en levantar un muro defensivo desde el Escamandro hasta el Simois, de aproximadamente media legua desde la laguna y que deberá tener por lo menos quince codos de altura. En el exterior pondremos una empalizada de estacas puntiagudas y cavaremos una zanja de quince codos de profundidad con estacas más afiladas en su fondo. Esto mantendrá ocupada a la mitad del ejército que quede ante Troya durante el próximo invierno… y a los hombres calientes y en acción.
De pronto se interrumpió y le hizo señas a Ulises.
—Ya he concluido. Prosigue, Ulises.
¡Desde luego que estaban confabulados! Ulises reanudó la exposición como si él mismo acabara de interrumpirla.
—Ningún elemento de las tropas debe permanecer inactivo ni un instante, de modo que ambas partes del ejército efectuarán turnos de las tareas, seis meses ante Troya y seis meses atacando arriba y abajo de la costa. Esto los mantendrá a todos en condiciones. Hago mucho hincapié en que debemos crear y mantener la impresión de que nos proponemos permanecer en esta parte del Egeo eternamente si es necesario —añadió—. Sean troyanos o licios, deseo que los estados de Asia Menor desesperen, se desmoralicen y vayan perdiendo las esperanzas a medida que transcurran los años. La parte móvil de nuestro ejército sangrará mortalmente a Príamo y a sus aliados. Su oro acabará en nuestros cofres. Calculo que tardaremos dos años en infiltrarles el mensaje, pero así será. Así debe ser.
—De ello se deduce que los delegados activos de la mitad del ejército no vivirán aquí, ¿no es eso? —intervino Aquiles con tono y modales muy corteses.
—No, dispondrán de su propio cuartel general —le respondió Ulises muy complacido ante su cortesía—. Más al sur, tal vez en el lugar en que Dardania linda con Misia. Por aquellos lugares existe un puerto llamado Aso. Yo no lo he visto, pero Télefo dice que es adecuado para tal fin. El botín de guerra de la costa se traerá aquí, así como los alimentos y otros elementos. Entre Aso y esta playa operará continuamente una línea de suministro que navegará próxima a la costa para mayor seguridad, haga el tiempo que haga. Fénix es el único marino experto entre la alta nobleza, por lo que sugiero que él se encargue de esa línea de suministro. Me consta que le prometió a Peleo que permanecería con Aquiles, pero puede ser muy útil en esta función.
Se interrumpió un momento para pasear su mirada por los rostros de todos aquellos que lo observaban.
—Concluiré recordando a todos cuantos os encontráis aquí la predicción de Calcante de que la guerra duraría diez años. Creo que no podrá concluir antes. Y eso tenéis que pensar todos; que permaneceremos diez años lejos de nuestros hogares, diez años durante los cuales nuestros hijos crecerán y nuestras mujeres tendrán que gobernar. La patria está muy lejos y nuestra labor aquí es demasiado exigente para permitirnos visitar Grecia. Diez años es mucho tiempo.
Se inclinó ante Agamenón y le dijo:
—Señor, el plan que Néstor y yo hemos esbozado sólo será válido con tu aprobación. Si no lo autorizas, Néstor y yo no seguiremos hablando. Como siempre, somos tus servidores.
Diez años lejos del hogar, diez años de exilio. ¿Valía ese precio la conquista de Asia Menor? Yo, personalmente, lo ignoraba. Pensé que si no hubiera sido por Ulises, hubiera zarpado hacia mi patria al día siguiente. Pero como era evidente que él había decidido quedarse, no llegué a expresar mis más íntimos deseos.
—Así sea —intervino Agamenón con un suspiro—. Diez años. Creo que la empresa lo vale. Tenemos mucho que ganar. Sin embargo, delegaré mi decisión al voto. Supongo que lo deseáis tanto como yo.
Se levantó y se dirigió a todos nosotros.
—Os recuerdo que casi todos cuantos estáis aquí sois reyes o herederos de trono. En Grecia hemos basado nuestro concepto de soberanía en el favor de los dioses del cielo. Desechamos el yugo del matriarcado cuando sustituimos la Antigua Religión por la Nueva. Pero mientras los hombres gobiernen deben consultar a los dioses en busca de apoyo, porque los hombres no tienen pruebas de fertilidad, ni íntima asociación con los niños ni con las cosas de la madre Tierra. Respondemos a nuestro pueblo de un modo diferente que cuando nos regíamos por la Antigua Religión. Entonces éramos víctimas propicias, criaturas desventuradas que la reina ofrecía para apaciguar a la Madre cuando fallaban las cosechas, se perdían las guerras o se abatía sobre nosotros alguna terrible plaga. La Nueva Religión ha liberado a los hombres de ese sino y nos ha elevado a la debida soberanía. Respondemos directamente por nuestro pueblo. Por consiguiente, yo estoy a favor de esta poderosa empresa que será la salvación de nuestros países y difundirá nuestras costumbres y tradiciones por doquier. Si regresara ahora a mi hogar, me humillaría ante mis súbditos y debería admitir la derrota. ¿Cómo resistirme entonces si el pueblo, al compartir mi humillación, decidiera retornar a la Antigua Religión, sacrificarme y coronar a mi esposa?
Se arrellanó en su asiento y apoyó sus blancas y bien formadas manos en sus rodillas cubiertas de púrpura.
—Aguardaré el voto. Si alguien desea retirarse y volver a Grecia, que levante la mano.
Nadie movió los brazos. Todos permanecimos inmóviles.
—Así sea: nos quedaremos. Ulises, Néstor, ¿tenéis alguna otra sugerencia?
—No, señor —dijo Ulises.
—No, señor —repitió Néstor.
—¿Y tú, Idomeneo?
—Me considero satisfecho, Agamenón.
—Entonces será mejor que entremos en detalles. Patroclo, puesto que has sido designado nuestro copero, ve y encarga alimentos.
—¿Cómo dividirás el ejército, señor? —inquirió Meriones.
—Como se ha sugerido, mediante una rotación de contingentes. Sin embargo, debo añadir alguna condición. Pienso que el segundo ejército debería contar con un núcleo consistente de hombres permanentes, hombres que siguieran en él durante el transcurso de la guerra. Algunos de los que os encontráis en esta sala sois jóvenes muy prometedores y os irritaría instalaros ante Troya con carácter permanente. Yo debo permanecer aquí de modo constante, así como Idomeneo, Ulises, Néstor, Diomedes, Menesteo y Palamedes. En cuanto a Aquiles, los dos Áyax, Teucro y Meriones sois jóvenes. A vosotros os confío el segundo ejército. El alto mando recaerá en Aquiles. Aquiles, tú responderás ante mí o ante Ulises. Todas las decisiones sobre el servicio activo o relativas a Aso serán de tu competencia, por mayores que sean los hombres que, procedentes de Troya, realicen su servicio bianual. ¿Está claro? ¿Deseas asumir el alto mando?
Aquiles se levantó temblando. Le brillaban poderosamente los ojos, dorados y firmes como el sol de Helio.
—Juro por todos los dioses que nunca tendrás motivos para lamentar la confianza que depositas en mí, señor —dijo.
—Entonces, así te lo confío, hijo de Peleo, y escoge a tus lugartenientes —dijo Agamenón.
Con aire dubitativo, miré a Ulises, que, a su vez, enarcó una ceja y le centellearon los ojos. ¡Aguardaría a encontrarlo a solas! Como siempre, urdiendo y tramando.