Dime coplas, musa mía.
¿Me las niegas por vulgares?
¿Me reprendes la osadía
de que en coplas populares
quiera cantar a María?
¿Murmuras avergonzada
porque en la ruda tonada
de esta mortal criatura
no cabe la gran figura
de María Inmaculada?
¡Bien lo sé yo, musa mía!
El gran himno de María
no lo rima ni lo canta
miel de humana poesía
ni voz de humana garganta.
Ni tú, porque eres tan ruda
que vives con la desnuda
Naturaleza en amores,
amante, extática y muda
de encinas, piedras y flores,
ni esotra sutil y grave
musa de rica realeza
que dicen que tanto sabe,
daréis jamás con la clave
del himno de la pureza.
Ese gran himno bendito
ya está en los cielos escrit
por Dios con cifras de estrellas…
¿Qué no sabrán decir ellas,
letras de un libro infinito?
Pero escucha, musa mía:
la música reverente
del poema de María
es la total armonía
del Universo viviente,
y todo lo que es cantar,
y todo lo que es bullir,
entero se le ha de dar,
porque cantar es amar,
porque agitarse es sentir.
Y yo, corazón de arcilla,
que adoro tanta grandeza,
le debo mi tonadilla…
Negársela por sencilla
fuera negar mi pobreza.
Yo he cantado cosas puras:
radiosas noches serenas,
empapadas de dulzuras,
de castos silencios llenas
y henchidas de hondas ternuras.
Hele rimado cantares
al candor de las palomas
de mis blancos palomares
y a la miel de los aromas
de mis ricos tomillares.
He cantado la blancura
de la azucena sencilla,
la purísima tersura
de la nieve de la altura,
que es la nieve sin mancilla.
He cantado la pureza
de las fuentes naturales,
la gentil delicadeza
que en los blancos recentales
expresó Naturaleza;
la sonrisa matutina
de los días abrileños,
la disuelta purpurina
con que tiñen la colina
los crepúsculos risueños;
los arrullos guturales
y los ósculos caídos
en las caras celestiales
de los niñitos dormidos
en los brazos maternales…
Cosas puras he cantado,
cosas puras he sentido,
y con ellas embriagado,
como un niño me he dormido,
como un ángel he soñado…
Mas ni en mis noches divinas
con estrellas diamantinas,
ni en mis caseras palomas,
ni en la miel de los aromas
de mis natales colinas,
ni en las puras azucenas,
ni en las fuentes de la umbría,
ni en las auroras serenas,
ni en las dulces tardes llenas
de profunda melodía,
ni en los besos ideales,
ni en las mieles musicales
de las madres cuando cantan,
ni en las risas celestiales
de los niños que amamantan,
encontró la musa mía
pobre símbolo siquiera
que con miel de poesía
interpretarme pudiera
la pureza de María…
¿Qué nombre darte, hechicero?
Nada me dice el grosero
decir del humano idioma,
ni cuando dice paloma
ni cuando dice lucero.
¿Cómo bosquejar tu alteza
con pobre imagen oscura
que ofrezca Naturaleza,
si no hizo Dios criatura
gemela tuya en pureza?
Fuente de aguas celestiales,
crisol de amores humanos
que tus ojos virginales
depuran de los livianos
sedimentos mundanales;
sol del más dichoso día,
vaso de Dios, puro y fiel;
¡por Ti pasó Dios, María!
¡Cuán pura el Señor te haría
para hacerte digna de Él!
Manantial de los consuelos,
plenitud de los anhelos,
luz que toda luz encierra,
embeleso de los cielos,
alegría de la tierra…
¿Qué más decirse podría
en tu alabanza y loor,
después de decir que un día
fuiste sin mancha, ¡oh María!,
la Madre del Redentor?
Corazón que ante tu planta
no adore grandeza tanta,
¡muerto o podrido ha de estar!
Garganta que no te canta,
¡muda debiera quedar!
Musa mía campesina,
que vives enamorada
de la fuente y de la encina,
de la luz de la alborada,
de la paz de la colina,
del vivir de mis pastores,
del vibrar de sus sentires,
del pudor de sus amores,
del vigor de sus decires
y el callar de sus dolores…
¿No me has dicho, musa mía,
que te placen cosas bellas?
¡Pues viértete en armonía,
que es centro de todas ellas
la belleza de María!
¿No me dices, cuando cantas
el candor y la humildad,
que te placen cosas santas?
Pues María es, entre tantas,
la más grande santidad.
¿No tienes para la alteza
de cosas puras tonada?
¡Pues la esencia, la riqueza,
el sol de toda pureza
es María Inmaculada!
¡Rima y canta musa adusta!
¡Canta el misterio insondable
cuya grandeza te asusta!…
¡La divina Madre Augusta
con los pobres es amable!
Yo la he visto sonriente
escuchando el balbuciente
decir de rudos cantares
que ante míseros altares
le rimaba ruda gente…
Gente de sano vivir
que al sentirla Inmaculada,
le cantaba su sentir.
¡El del alma enamorada
es el más bello decir!
¡Madre mía! ¡Madre mía!
¡Que beba mi poesía
pureza de tu pureza!
¡Que aprenda a tomar belleza
de tu belleza María!
¡Que suba tu amor ardiente
del corazón del creyente
a la mente del poeta,
y oirás el himno ferviente
que el gran misterio interpreta!
¡Que el mundo pura te adore!
¡Que te cante y que te implore!
¡Que tú le mires amante
cuando rece, cuando llore,
cuando bregue, cuando cante!
Y que a una voz concertada
diga ante tanta grandeza
la Humanidad prosternada:
¡Gloria a Dios en la pureza
de María Inmaculada!
Estaba amaneciendo. En los espacios
del mundo sideral ya se borraban
las últimas estrellas que aún brillaban
como débiles chispas de topacios.
Nada alteraba el general reposo
del mundo en la extensión de sombras llena,
ni turbaba un acento rumoroso
el solemne silencio religioso
de la noche serena…
Mansa, indecisa, vaga todavía,
la luz matutinal ya despuntaba,
y en trémulos fulgores envolvía
un paisaje de abril que se esfumaba
en la vaga y borrosa lejanía.
Iba a salir el sol. El horizonte
de luz amarillenta se teñía,
y de rumores se llenaba el monte
y el valle se poblaba de armonía;
y en el oscuro monte rumoroso,
surgiendo acompasada,
se iniciaba la intensa melodía
del sublime y grandioso
preludio musical de la alborada.
Iba a salir el sol. Lo presentía
la gran Naturaleza,
que en el sereno despertar del día,
espléndida, sublime en su grandeza,
y henchida de vigor se estremecía.
El soberano toque misterioso
de la mano de Dios la despertaba,
y a su sereno despertar grandioso,
con vigor portentoso,
la vida universal se reanimaba.
De su jugo vital iban a henchirse
los gérmenes hundidos en la sombra;
al beso de la luz iban a abrirse
los cálices plegados de las flores
que al valle dan alfombra
y a las brisas suavísimos olores;
la tropa peregrina
de pájaros cantores, aún dormidos,
iba a cantar su estrofa matutina
al posarse en los bordes de sus nidos
la del radiante sol, luz argentina;
y las errantes brisas olorosas,
las frondas rumorosas,
las aguas transparentes
de los ríos, los lagos y las fuentes,
los cerros de la sierra…
¡Todo cuanto en la tierra
produce, con acentos diferentes,
trino, ruido, voz, eco o lamento
al sentir ya cercana
la luz del astro, que preside el día,
preludiaba con su gárrula armonía
el himno enunciador de la mañana!
Y el sol salió. Sus vivos resplandores
se esparcieron en franjas ambarinas
y explosiones de luz y de colores,
de acentos y rumores,
palpitaron por valles y colinas.
El coro de los pájaros cantores,
desatando sus lenguas peregrinas,
inundó de armonías el ambiente;
y para el gran concierto que a la aurora
dedicaba la gran Naturaleza,
su aroma dieron las gentiles flores,
el bosque dio su voz, honda y sonora,
la alondra dio cantares,
el rocío del valle dio colores,
el aura dio rumores;
soñoliento gemir, los anchos mares;
vapores, las cañadas;
la flauta del pastor, dulces tonadas,
y el Oriente, bellísimos celajes,
y el éter, vibraciones irisadas.
Y aquella voz magnífica, una y varia,
que en sus senos encierra,
con toda la armonía de los cielos
los rumores que vibran en la tierra,
al cantar de la aurora sonriente
su himno de amor, magnífico y ardiente,
parece que decía: ¡Gloria al Dios cuya voz omnipotente
del caos hizo el día!…
En medio del alegre y peregrino
concierto musical de la mañana,
un eco grave, dulce y argentino
se dilata en el valle… ¡Es la campana
de la ermita cercana!
Impío, ven conmigo; y tú, cristiano,
ven conmigo también. Dadme la mano,
y entremos juntos en la pobre ermita
solitaria, pacífica, bendita…
Ante el ara inclinado
ved allí al sacerdote… Ya es llegado
el sublime momento…
¡Elevad un instante el pensamiento!
El dueño de esa gran Naturaleza
que admirabais conmigo hace un instante,
el soberano Dios de la grandeza,
el Dios del infinito poderío
¡es Aquel que levanta el sacerdote
en su trémula mano!
¡De rodillas ante Él! ¡Témele, impío!
¡De rodillas! ¡Adórale, cristiano!
Yo también me arrodillo reverente,
y hundo en el polvo, ante mi Dios, la frente.
Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,
el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan
y me hiere la ternura…
Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
cuando había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.
Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar,
y como amar es sufrir
también aprendí a llorar.
Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.
Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno,
de la aldea sosegada,
los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando…
¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!
¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!
Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
on hachones encendidos
y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,
viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo…
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!
Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,
caminábamos sombríos,
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los judíos,
¡que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno!
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!
La procesión se movía
con honda calma doliente.
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía!…
¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrïeras
de los faroles brillaban!
Y aquel sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía,
qué corazón tan villano!
¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con el látigo de acero…
Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,
rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,
se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,
paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,
zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño, airados,
preguntándole admirados:
—¿Por qué, por qué has hecho eso?…
Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
—¡Porque sí, porque le pegan
sin hacer ningún motivo!
Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
Luz ingrávida, hija blanca de la nada
que te ciernes en los ámbitos del cielo;
ancho círculo de brumas taciturnas,
horizonte de los días cenicientos;
negra sierra de grandeza inmensurable
que te elevas como monstruo gigantesco
con peana de boscosas montañuelas
y corona de pináculos de hielo;
valle ameno, rico nido de quietudes,
melancólica vivienda del sosiego,
donde apenas de la muerte y de la vida
vagamente se perciben los linderos,
que se borran en los diáfanos ambientes
del reposo, de la paz y del silencio;
sol que enciendes y dibujas con tu lumbre
los ardientes mediodías soñolientos,
las auroras con crepúsculos de nácar
y las tardes con crepúsculos de fuego;
soledades taciturnas de los páramos;
compañía rumorosa de los pueblos…,
por beber entre vosotros la existencia
ha ya mucho que a estos sitios vine huyendo
de la mágica ciudad artificiosa
donde flota el oro puro junto al cieno,
donde todo se discute con audacia,
donde todo se ejecuta con estrépito.
Tal vez bulla entre vosotros todavía
una turba de sofistas embusteros
que negaban a mi Dios con artificios
fabricados en sus débiles cerebros.
Con el agua de la charca a la cintura
y en el alma la soberbia del infierno,
revolvían los minúsculos tentáculos
de sus mentes enfermizas en el cieno
y buscaban… ¡lo que encuentran tantos hombres
que con limpio corazón miran al cielo!
¡Qué grandeza la del Dios de mi creencia!
Y los hombres que lo niegan, ¡qué pequeños!
Solamente por amarle yo en sus obras
he corrido a todas partes siempre inquieto.
Yo he pasado largas noches en la selva,
cabe el tronco perfumado del abeto,
escuchando los rumores del torrente,
y los trémulos bramidos de los ciervos,
y el aullido plañidero de la loba,
y las músicas errátiles del viento,
y el insólito graznido de los cárabos,
que parece carcajada del infierno.
Yo he gozado en la salvaje serranía
la frescura deleitante de los céfiros,
y he dormido junto al tajo del abismo
la embriaguez que le producen al cerebro
los olores resinosos de las jaras,
los selváticos aromas de los brezos
y la hipnótica visión de las alturas
que me hundía en las regiones de los vértigos.
Yo he bebido en los recónditos aguajes
de las corzas amarillas y los ciervos,
y he matado a puñaladas en el coto
al arisco jabalí, sañudo y fiero.
Yo he bogado en un madero por el río,
y he corrido con un potro por los cerros,
y he plantado en el peñasco la buitrera
y he arrojado los harpones en el piélago.
Contemplando la armonía de la vida
bajo el ancho cortinaje de los cielos,
yo he pasado las de agosto noches puras
y las negras noches lóbregas de invierno
en la cumbre de colinas virgilianas
o en la choza de lentiscos del cabrero,
o en las húmedas umbrías de los montes
bajo el palio de follaje de los quéjigos.
Y han henchido mis pulmones con sus ráfagas
el de mayo, delicioso ambiente fresco,
el solano bochornoso del estío
y el de enero flagelante duro cierzo.
A las puertas de los antros de las fieras
los impulsos violentísimos del miedo
me han llevado a guarecerme, acobardado
por la ronca fragorosa voz del trueno
que botaba en las gargantas de la sierra
y mugía en los abismos de los cielos.
Y encajado como mísera alimaña
en la grieta del peñasco gigantesco,
he sentido la grandeza de lo grande
y he llorado la ruindad de lo pequeño.
Y en la sierra, y en el monte, y en el valle,
y en el río, y en el antro, y en el piélago,
dondequiera que mis ojos se posaron,
dondequiera que mis pies me condujeron,
me decían: —¿Ves a Dios? —Todas las cosas,
y mi espíritu decía: —Sí, lo veo.
—¿Y confiesas? —Y confieso. —¿Y amas? —Y amo.
—¿Y en tu Dios esperarás? —En Él espero.
¡Cuantas veces he llorado la miseria
de la turba dislocada de perversos
que en la mágica ciudad artificiosa
injuriaban a mi Dios sin conocerlo!
Si es verdad que no lo encuentran, aturdidos
de la mágica ciudad por el estruendo,
que se vengan a admirarlo aquí en sus obras,
que se vengan a adorarlo en sus efectos,
en el seno de esta gran Naturaleza
donde es grande por su esencia lo pequeño;
donde, hablándonos de Dios todas las cosas,
al revés de la ciudad de los estruendos,
lo soberbio dice menos que lo humilde,
el reposo dice más que el movimiento,
las palabras hablan menos que los ruidos,
y los ruidos dicen menos que el silencio…
Baturrico, baturrico,
yo te digo la verdad,
que soy también un baturro
de castellano lugar
y los hermanos no engañan
a sus hermanos jamás.
No apartes nunca tus ojos
de ese adorable Pilar,
que si los tiempos que corren
no hubiesen medido ya
lo fuerte que es una Reina,
que tiene un pueblo leal,
ya hubieran ido royendo
con diente frío y tenaz
los basamentos innobles
del bendito pedestal
donde la madre de España
quiso su trono asentar.
¡Bien en el cielo sabían
que en esta Patria inmortal
vivir con aragoneses
es vivir con lealtad!
Pero mira, baturrico,
mira que el genio del mal
anda agotando las fuentes
que quedan sin agotar,
las fuentecitas que manan
agüicas como cristal
para que puedan los hombres
la sed del alma apagar.
Y si estas fuentes se agotan,
los frutos se secarán
y va a quedarse la vida
como fructífero erial…
Mira, mira, baturrico,
cómo quitándole van
a muchos hermanos nuestros
lo que ellos amaban más:
su rica fe vigorosa,
su instinto del ideal,
sus viejas virtudes sanas,
sus amores…, ¡su Pilar!…
En ese de Zaragoza
bien sé que se estrellarán
con ira estéril las alas
del negro espíritu audaz;
que es la savia de ese árbol
sangre de gente leal,
y la red de sus raíces
tan lejos llega a arraigar,
que no es solo red de arterias
del corazón nacional,
sino de toda la Patria,
que vive de él a compás.
¡Pobre español, si lo hubiese,
que de su infancia en la edad
no oyó en su casa plegarias
a la Virgen del Pilar!
Baturrico, baturrico,
yo te diré la verdad,
que a mis hermanos los charros
se la he predicado ya,
¡y ay de mis charros queridos
si la llegan a olvidar!
De todo aquel patrimonio,
de todo el rico caudal
de nuestros tesoros viejo
nos queda uno solo ya:
nos queda la fe en el alma,
la savia del ideal;
¡nos queda Dios en el Cielo,
y en Zaragoza, el Pilar!
Y quíteme Dios la vida
antes del día fatal
en que con tristes clamores
tuviera yo que clamar:
—¡Ay de mis charros queridos,
que al Cielo no miran ya!
¡Ay de mis buenos baturros
que ya no tienen Pilar!
A mi querido amigo el virtuoso sacerdote don Germán Fernández.
Era un día quejumbroso de diciembre ceniciento
cuando yo subí la cuesta de la mística mansión:
el que aquella cuesta sube con angustias de sediento,
baja rico de frescuras el ardiente corazón.
Era un día de diciembre. La ciudad estaba muerta
sobre el árido repecho calvo y frío del erial;
la ciudad estaba muda, la ciudad estaba yerta
sobre el yermo fustigado por el hálito invernal.
Los palacios y las torres de los viejos hombres idos
en el carro de los tiempos de las glorias y el honor,
dormitaban indolentes, indolentemente hundidos
de seniles impotencias en el lánguido sopor.
Era un día de infinitas y secretas amarguras
que a las almas resignadas se complacen en probar;
me apretaban las entrañas melancólicas ternuras
y membranzas dolorosas de los hijos y el hogar.
Me caían en la frente doloridos pensamientos
de esta trágica y oculta mansa pena de vivir;
me pesaban en el alma los mortales desalientos
de las pobres almas mudas, fatigadas de sentir.
Arrancaban de mi pecho melancolías piedades
y santísimos desdenes de confeso pecador;
la grotesca danza loca de las locas vanidades
que los hombres arrastramos de la fama en derredor.
Las ridículas miserias del orgullo pendenciero,
las efímeras victorias de los hombres del placer,
las groseras presunciones de los hombres del dinero,
las grotescas arrogancias de los hombres del poder…
Todo el mundo de las grandes epilépticas demencias,
todo el mundo de infortunios de la pobre Humanidad,
todo el mundo quejumbroso de mis íntimas dolencias
me pesaban en el alma con gigante gravedad.
Era un día de amarguras cuando yo subí la cuesta
de la alegre montañuela que veía yo a mis pies
desde aquella blanca ermita que asentaron en su cresta
como nidos de palomas en pimpollo de ciprés.
Como sábanas inmensas de longuísimos desiertos
se extendían, dominados por los brazos de la Cruz,
horizontes infinitos, infinitamente abiertos
al abrazo de los cielos y a los besos de la luz;
horizontes que pusieron en las niñas de mis ojos
la visión de la desnuda muda tierra en que nací;
tierras verdes de las siembras, tierras blancas de rastrojos,
tierras grises de barbechos… ¡Patria mía, yo te vi!
Me trajeron tu memoria las espléndidas anchuras
de las tierras y los cielos que se llegan a besar;
las severas desnudeces de las áridas llanuras,
las gigantes majestades de su grave reposar…
Y una pena que atraviesa por la médula del alma,
una pena que mi lengua nunca supo definir,
me invadió para robarme la serena augusta calma
que refrena, que preside los espasmos del sentir.
Pero a mí cuando la pena con su látigo me azota
no me arranca ni un lamento de grosera indignación;
por la misma herida abierta que caliente sangre brota,
brota el bálsamo tranquilo de la fe del corazón.
Y por eso cuando siento que rugiendo se adelanta
la borrasca detonante que me quiere aniquilar,
ni su rayo me acobarda, ni su estrépito me espanta
porque sé dónde arriarme, porque sé dónde mirar.
¡Madre mía, madre mía! Cuando aquella tarde brava
yo subía por la cuesta de tu mística mansión,
como el látigo del viento que la cara me cruzaba,
flagelaba el de la pena mi sensible corazón,
y por eso te miraba con aquella que conoces
tan recóndita mirada que te sé yo dirigir
cuando inician en mi pecho sus asaltos más feroces
las nostalgias taciturnas que me suelen afligir.
¡Madre mía!… Me contaron unos buenos caballeros,
moradores de tu hidalga y amadísima ciudad,
que son tuyos sus amores, y son suyos tus veneros
copiosísimos y santos de graciosa caridad:
me contaron episodios de la bella historia tuya,
dulcemente convivida con tu amante pueblo fiel;
me dijeron que era tuyo; me dijeron que eras suya,
que te daban bellas flores, que les dabas rica miel,
que el que suba aquella cuesta y en el pecho lleve agravios,
turbias aguas en los ojos y en los hombros dura cruz,
baja alegre sin la carga, con dulzuras en los labios,
con amores en el pecho y en los ojos mucha luz.
¡Madre mía, lo he gozado! Los dulcísimos instantes
que mis penas me tuvieron de rodillas ante Ti
fueron siglos de exquisitas dulcedumbres deleitantes
que los ríos de tus gracias derramaron sobre mí.
Y el oscuro peregrino que la cuesta de tu ermita
como cuesta de un calvario rendidísimo subió
con la carga de miserias que en los hombres deposita
la ceguera de una vida que entre polvo se vivió,
descendió de tu montaña con los ojos empapados
en aquella luz que hiende las negruras del morir,
y el espíritu sereno de los hombres resignados
que sonríen santamente con la pena de vivir.
¡Madre mía!, si esas mieles has tenido en tus veneros,
para el labio de un andante caballero de la fe,
¿qué tendrás en tu tesoro para aquellos caballeros
del hidalgo pueblo noble que es alfombra de tu pie?
Bellísima cacereña,
hija del sol que te baña:
¡la Virgen de la Montaña
te guarde, niña trigueña!
Te habrán dicho los espejos
que son tus labios muy rojos,
que son muy negros tus ojos,
que fuego son tus reflejos,
que son tus trenzas dos lindas
cadenas de amor ardientes,
que son perlitas tus dientes
y tus mejillas son guindas.
Te habrá dicho ese indiscreto
cortesano de mujeres
todo lo hermosa que eres,
porque él no guarda un secreto.
Y un funesto genio alado,
sátiro, flaco y viscoso,
murciélago tenebroso,
tras los espejos posado,
te habrá cantado: “¡Oh mujer!,
¿qué reina Venus mejor
para la corte de amor
donde el rey es el placer?”
Y yo que te adoro tanto;
yo que te quiero más bella
que la loca reina aquella,
de esta manera te canto:
¡Qué angelical ermitaña
tuviera en ti, cacereña,
para su ermita risueña
la Virgen de la Montaña!
¿Ves la poética ermita
que irradia blancos reflejos?
Pues no la busques más lejos,
que allí la belleza habita.
Linda garza y ribereña:
levanta el gallardo vuelo,
que estás más cerca del cielo
posada en aquella peña.
Vive tu propio vivir,
deja del valle la hondura,
que si alas te dio Natura
te las dio para subir.
Sube a la mística loma,
que no hay mansión deleitable
más llena de paz amable
que el nido de una paloma.
Sube, que yo, cuando subes
por ese atajo risueño,
gentil alondra te sueño,
que va a cantar a las nubes.
Sube, preciosa ermitaña,
que algo que no da Natura
se lo dará a tu hermosura
la Virgen de la Montaña.
Que aunque el espejo te cuente
que son tus labios muy rojos,
que son muy negros tus ojos
y que es divina tu frente,
nunca, con ruda franqueza
de amigo que se delata,
te dirá que él no retrata
lo mejor de la belleza.
Yo puedo darte un consejo,
pues digo verdad si digo
que soy más honrado amigo
que el sátiro y el espejo,
y sé mejor que los dos
cuáles son las más graciosas,
cuáles las más bellas cosas
que puso en el mundo Dios.
¿No sabes que los poetas
vivimos siempre cantando,
de la belleza buscando,
siempre las claves secretas?
¿Y no sabes tú, paloma,
que no nos placen las flores
ricas en vivos colores
y pobres en rico aroma?
¡Pues sube, linda ermitaña,
que algo que no da Natura
se lo dará a tu hermosura
la Virgen de la Montaña!
Todos los años, estrella,
sé que subís a su ermita
y le hacéis una visita
tú y la primavera bella,
y yo, que vivo buscando
bellas cosas que cantar,
tal visita al recordar
suelo decir suspirando:
¡Será un cielo aquella sierra
cuando, levantando el vuelo,
visiten a la del cielo
las vírgenes de la tierra!…
Yo de un alma de luz estuve asido,
luz de su luz para mi fe tomando;
pero el Dios que la estaba iluminando,
veló la luz bajo crespón tupido.
Tanto sentí, que sollocé dormido,
y dentro de mi sueño despertando,
vi que el alma del justo iba bogando
por el espacio ante el Señor tendido.
Y, faro bienhechor, polar estrella,
la mística doctora del Carmelo,
desde una celosía de la Gloria,
—¡Ven! ¡Ven! —le dijo, ¡y la elevó hasta ella!
Entraron las dos almas en el cielo
y un nuevo sol brilló en el de la Historia.
Ciego que ayer no lo fuera
sufre más negra ceguera
que el que en la sombra ha nacido.
Triste que ayer no lo era
dos veces hondo ha caído.
Yo un día —¡lejano día!—
gocé de la compañía
de mis placeres mejores;
yo bebí de la ambrosía
del amor de mis amores;
yo gusté la miel sabrosa
de un vivir feliz, sereno,
lleno de fe sustanciosa…
puro vivir, todo lleno
de grandeza religiosa…
Pan el trabajo me daba,
la paz me lo equilibraba,
la fe me lo dirigía,
el amor me lo alegraba
y Dios me lo bendecía…
¡Santo vivir cuya historia
como una reliquia encierra
la llave de mi memoria!
¡Era lo que hay en la tierra
más parecido a la gloria!
Y otro día —¡turbio día!—,
la misma mano que el cielo
de mis venturas teñía
con luz de rosa que un velo
de eterna aurora fingía,
trajo nubes por Oriente,
vibró el relámpago ardiente
con cárdenos resplandores…
¡y el rayo cayó en la frente
del amor de mis amores!
Y he sentido en torno mío
las tinieblas del vacío
con sus hondas ansiedades,
y he sentido todo el frío
de las grandes soledades…
Y he gritado en la arenosa
solitaria inmensidad
con ronca voz clamorosa:
¡No hay soledad dolorosa
como esta mi soledad!
Una noche, una doliente
noche de angustia empapada,
noche de místico ambiente,
que tenía el peso ingente
de la culpa consumada…,
una noche religiosa,
fúnebremente sentida,
místicamente radiosa,
hondamente entristecida
y ardientemente amorosa…,
muchedumbre de creyentes
doloridos, reverentes,
apiñados, silenciosos,
bajas las pálidas frentes,
turbios los ojos llorosos,
llevaban, triste, adelante
del cortejo entristecido,
la imagen interesante
de la Madre más amante
del hijo más dolorido.
La miré con alma llena
de luz y calor de fe;
la vi sola, la vi buena,
y al abismo de su pena
con el alma me asomé.
¡Gran Dios! Tan honda y oscura
la sima de la amargura
mi sentimiento entrevió,
que el vértigo de la hondura
mi mente desvaneció.
Y así me dijo el sentido:
—Ésa no es extraña humana
que humano amor ha perdido:
¡es la Virgen soberana
que Madre de un Dios ha sido!
Lo dio por la pecadora
loca y ciega Humanidad…
El Mártir ha muerto ahora…
¡la Madre de Cristo llora,
sin Cristo, su soledad!
Si siempre ha sido el amor
la medida del dolor,
di, pecador, ¿dónde has visto
duelo de madre mayor
que el de la Madre de Cristo?
¡Madre mía, débil fui!
Por no ver el hondo abismo
de tu dolor ante mí,
miré dentro de mí mismo,
y ante otro abismo me vi.
El abismo hondo y oscuro
del pecado más odioso
de este corazón impuro,
que es ingrato y veleidoso,
loco y ciego, torpe y duro.
¡Dulce estrella matutina!
¡Virgen de la Soledad!
¡Yo también puse una espina
sobre la frente divina
del Sol de la Humanidad!
Si Madre de Dios no fueras,
¿cómo el crimen perdonaras,
como mis trenos oyeras
ni en mis lágrimas creyeras,
ni al Hijo por mí rogaras?
¡Madre mía, madre mía!
Llorando yo soledades
que eran como una agonía,
dije que nadie sufría
tan horrendas ansiedades.
Y hoy, que, al ver tu duelo santo,
vislumbré, anegado en llanto,
un punto de tu grandeza,
me han causado igual espanto
tu dolor y mi flaqueza.
¡Dolorida gran Señora!,
tu soledad, ¡ay!, ha sido
la segunda redentora
de este corazón herido
que en tu soledad te adora.
¡Señor! ¡Mi patria llora!
La apartaron, ¡oh Dios!, de tus caminos,
y ciega hacia el abismo corre ahora
la del mundo de ayer reina y señora
de gloriosos destinos.
Hijos desatentados,
que ya la vieron sin pudor vencida,
la arrastran por atajos ignorados…
¡Señor, que va perdida!
¡Que no lleva en su pecho la encendida
luz de tu Fe que alumbre su carrera!
¡Que no lleva el apoyo de tu mano!
¡Que no lleva la Cruz en la bandera
ni en los labios tu nombre soberano!
¡Señor! ¡Mi patria llora!
¿Y quién no llorará como ella ahora
tremendas desventuras,
si fuera de tus vía
sólo hay horribles soledades frías,
lágrimas y negruras?
¿Quién que de Ti se aleje
camina en derechura a la grandeza?
¿Ni quién que a Ti te deje
su brazo puede armar de fortaleza?
Solamente unos pocos pervertidos,
hijos envanecidos
de esa Madre fecunda de creyentes
pretenden, imprudentes,
alejarla de Ti: son insensatos;
olvidan tus favores: son ingratos,
desprecian tu poder: están dementes.
Pero la patria mía,
por Ti feliz y poderosa un día,
siempre te ve, Señor, como a quien eres,
y en Ti, gran Dios, en Ti solo confía;
que es grande quien Tú quieres,
fuerte quien tiene tu segura guía,
sabio quien te conoce,
¡y feliz quien te sirva y quien te goce!
¡Señor! ¡Mi Patria llora!
Ebria, desoladora,
la frenética turba parricida
la lleva a los abismos arrastrada,
la lleva empobrecida…,
¡la lleva deshonrada!…
¡Alza, Señor, tu brazo justiciero,
y sobre ellos descarga el golpe fiero,
vengador de sus ciegos desvaríos!…
¡No son hermanos míos
ni hijos tuyos, Señor! ¡Son gente impía!
¡Son asesinos de la patria mía!
¡Señor, Señor; deténte!
¡No hagas caer sobre la impura gente
el rudo golpe grave
de la iracunda mano justiciera,
sino el toque suave
de la mano que funde y regenera!
Y a Ti ya convertidos,
los hijos ciegos a tu amor perdidos,
aplaca tus enojos,
la noche ahuyenta, enciéndenos el día
y pon de nuevo tus divinos ojos
en los destinos de la patria mía.
¿No es ella la que hiciera
con los lemas sagrados
de la Cruz y el honor una bandera?
¿La que tantos a Ti restituyera
pueblos ignotos de tu fe apartados,
que con sangre de intrépidos soldados
y con sangre de santos redimiera?
¿Y Tú no eres el Dios Omnipotente
que quitas o derramas con largueza
gloria y poder entre la humana gente?
¿No eres prístina fuente
de donde ha de venir toda grandeza?
¿No eres origen, pedestal ingente
de toda fortaleza?
¿No es toda humana gloria
dádiva generosa de tu mano?
¿No viene la victoria
delante de tu soplo soberano?
¡Señor, oye los ruegos
que ya te elevan los hermanos míos!
¡Ya ven, ya ven los ciegos!
¡Ya rezan los impíos!
¡Ya el soberbio impotente
hunde en el polvo, ante tus pies, la frente!
¡Ya el demente blasfemo, arrepentido,
cubre su rostro, el pecho se golpea
y clama compungido:
“¡Alabado el Señor; bendito sea!”
Y los justos te aclaman,
alzando a Ti los brazos, y te llaman;
y porque España sólo en Ti confía,
al unísono claman
todos los hijos de la Patria mía:
¡Salva a España, Señor; enciende el día
que ponga fin a abatimiento tanto!
¡Tú, Señor de la vida o de la muerte!
¡Tú, Dios de Sabahot, tres veces Santo,
tres veces Inmortal, tres veces Fuerte!…
No le dieron el cetro la intriga,
ni la torpe ambición, ni el engaño,
ni la sangre que vierten los hombres
que se roban el oro y el mando.
Dios los puso de todos los tronos
en el trono más puro y más alto,
y subió como siervo que sube
con al cruz del deber al Calvario.
¡Y subió con el santo derecho
del Príncipe santo,
sin las náuseas del odio en el alma,
sin la mueca del triunfo en los labios,
sin mancha en la frente,
sin sangre en las manos!…
Era el trono, entre Dios y los hombres,
dulcísimo lazo,
pararrayos divino del mundo,
concordia entre hermanos,
faro en las tinieblas,
orden en el caos.
Y el Ungido miraba a sus hijos,
y lloraba de amor al mirarlos…,
¡tan débiles todos!…,
¡todos tan amados!…
Y tornaba los ojos al cielo,
y alzaba los brazos,
y del cielo a raudales caían,
al subir la oración de sus labios,
luces en su mente,
bienes en sus manos…
y en la grada más alta del trono,
mirando hacia abajo,
temblando de amores,
de amores llorando…,
soberano, radiante, divino,
sublime, inspirado,
como blanca visión de los cielos,
como Padre de amores avaro,
que a sus hijos quisiera traerles
la gloria en pedazos…,
dulce, generoso,
solemne, magnánimo,
derramaba la luz de su mente
y el bien de sus manos,
inundando de efluvios de cielo,
del mundo los ámbitos.
¡Se resiste la mente a creerlo!
¡Se resiste la lira a cantarlo!
La legión de los hombres impíos,
la legión de los hijos ingratos,
ante el trono del Príncipe justo,
del Príncipe sabio,
ante el trono del Padre amoroso,
del Padre injuriado,
congregados por vientos de abismos,
rugieron, gritaron…
¡Lo mismo que aquellos
que escuchaba el cobarde Pilatos!
Y rodó la corona del justo,
y a la cárcel al justo llevaron,
¡y vive en la cárcel, por ellos gimiendo,
por todos orando!
¡Se resiste a creerlo la mente!
¡Se resiste la lira a cantarlo!
Y una sola cuerda,
que responde al pulsarla mi mano,
solo quiere cantar esta estrofa,
que repite con ecos airados:
“¡Ay de los impíos!
¡Ay de los ingratos
que coronan de agudas espinas
las sienes de un santo,
la frente de un Padre,
la cabeza de un débil anciano!…”
Después de larga sequía
que atormentara los campos,
copiosas y frescas lluvias
los bañaron.
Y agua tomaron las fuentes
y agua embebieron los surcos,
y se alegraron las flores
y los frutos.
Y esta oración insensata
mis labios al Cielo alzaron,
torpe rosario imprudente
de mis labios:
“¡Señor que riges el mundo
con paternal Providencia,
que abarcas los anchos cielos
y la tierra!
¡Señor que pintas los lirios,
y haces puras las palomas,
y los ocasos serenos
arrebolas,
y vivificas los gérmenes
y cuidas los libres pájaros,
y llenas de luz radiosa
los espacios!
Eres, Señor, más piadoso
con esta tierra agostada
que con los secos eriales
de las almas.
Cuando la tierra que hollamos
los rayos del sol calcinan,
con lluvias consoladoras
la reanimas.
Pero jamás a las almas
que se marchitan sedientas
con rocíos de ideales
las refrescas.
¡Señor! ¿Por qué más piadoso
con esta tierra liviana
que con los páramos muertos
de las almas?”
Y dentro de mi conciencia,
que oyó mi clamor impío,
sonó una voz poderosa
que me dijo:
“Al beso del sol fecundo,
la tierra hacia el Cielo exhala
los ricos jugos que encierran
sus entrañas;
y el Cielo que los absorbe,
los cuaja en frescos rocíos
y en lluvias se los devuelve
convertidos.
Pero las almas ingratas
que en hálitos de oraciones
al alto Cielo no elevan
Fe y amores,
no esperen que el alto Cielo
la sed que las mata apague
con amorosos rocíos
de ideales…”
Pajarillos con alas doradas,
que en las ramas del árbol bendito
suspendidos de hilillos de oro,
tenéis vuestros nidos…
¡Mirad hacia abajo,
mirad con cariño!
Pajarillos con alas de pluma,
que debajo del árbol bendito
vuestros nidos tenéis en el suelo
cuajados de frío…,
¡mirad hacia arriba
y esperad tranquilos!
Pajarillos dorados de arriba:
de las plumas calientes del nido,
de los frutos del árbol sagrado
cargad los piquillos,
tended esas alas,
cortad esos hilos…
Pajarillos humildes del suelo,
ya va el sol a templar vuestros nidos,
ya el amor va a bajar a buscaros;
abrid los piquitos,
tended las alillas,
estad prevenidos…
Descended ya vosotros del árbol,
elevaos vosotros y uníos,
y en los aires os dais un abrazo,
juntáis los piquitos,
rozáis vuestras alas.
unís los pechillos…
Y bajaron amables los unos,
y subieron los otros sumisos,
y después de besarse en los aires
volaron unidos…
¡Todos eran unos!
¡Todos pajarillos!
…………………………………
¡Que se calle ese sabio parlante,
que los males del mundo afligido
no se curan con esos discursos
hinchados y fríos…
¡Se curan con besos,
con besos de niño!
Los que nazcan en camas de oro
que se acuerden de sus hermanitos.
Los que nazcan en cunas de paja
que sufran sumisos,
porque Aquel que nació en el pesebre
también tuvo frío…
¡Dichosos los niños
que tienen caballo,
que es tener la dicha
de ser Reyes Magos!
¡Dichoso vosotros
que vais a esperarlos,
pues por tantos Reyes
seréis visitados!
Ya vienen, ya llegan…
¡Y cuántos! ¡Y cuántos
¿Cómo habrá en Oriente
tierras y vasallos,
mantos y coronas,
tronos para tantos?
¡Qué trajes tan ricos!
¡Qué hermosos caballos!
¡Y qué pequeñuelos
estos Reyes Magos!
¿Pequeños he dicho?
Pues dije un pecado;
¡no hay Reyes más grandes
que esos de ocho años!
No traen escuadrones
de bravos soldados,
ni orgullo en el pecho,
ni sangre en las manos,
ni órdenes terribles
brotan de sus labios,
ni al de la victoria
trepidante carro
míseros vencidos
traen encadenados.
Soldados de plomo,
risas en los labios,
amor en el pecho,
dulces en las manos…
¡Eso es lo que traen
estos Reyes Magos
que se dieron cita
para conquistarnos!
De Oriente vinieron,
vinieron mandados
por aquel Rey Niño
que a los hombres malos
con el arma sola
de Amor ha ganado.
¡Esos son los Reyes
que tendrán vasallos
como el mar arenas,
y la selva ramos,
y estrellas los cielos
y espigas los campos!
¡Vamos con vosotros,
vamos a esperarlos!
Todos esos Reyes
de otro son vasallos,
de otro que les manda
que vengan a daros
dulces y juguetes,
y besos y abrazos.
¡Que vengan, que vengan,
que van a enseñarnos
que ellos y vosotros
de Amor sois vasallos,
¡vasallos de Cristo,
que es de Amor dechado!
¡Dichosos los niños
que tienen caballo,
que es tener la dicha
de ser Reyes Magos!
¡Dichosos vosotros,
que vais a esperarlos,
que es ir a un convite
de dulces y abrazos!
La fiesta de la Doctrina
no es una efímera fiesta;
es una hermosa protesta
de la piedad salmantina.
La Salamanca de ahora
infunde en la de mañana
la rica savia cristiana,
del mundo liberadora.
Recíbela en su conciencia
la Salamanca futura,
que al sol de la fe más pura
toma briosa existencia;
y a la lucha del abismo
con la luz acude armada,
pero no con una espada,
sino con un Catecismo,
con una Ley redentora
que ha de ser el estandarte
que corone el baluarte
de nuestra Fe Salvadora.
¡Ley de Cristo: tú fecundas,
fortaleces, purificas,
acrisolas, glorificas
y de paz el mundo inundas!
¡Ley de Cristo: tú ennobleces,
sanas los entendimientos,
sublimas los sentimientos
y la Patria robusteces!
De tu luz divina en pos
seguro va el que camina,
porque todo se ilumina
con el Código de Dios.
En ti por Cristo nacimos
y a Cristo en ti confesamos.
¡Ley de Cristo: te acatamos!
¡Ley de Cristo: te seguimos!
Nuestro cristiano nacer
traiga el cristiano vivir;
nuestro cristiano morir
como el vivir ha de ser.
Tal será nuestra existencia
¡divino Código viejo!:
tu letra, en la inteligencia;
tu sentido, en la conciencia,
y en las obras tu reflejo.
En los montes de encinas seculares
donde toda raíz profunda arraiga
donde tronco es columna inconmovible
y brazo de gigante toda rama;
allí donde en la vida se suceden,
cual recordando lo que nunca acaba,
el estallido de la yema nueva
y el caer funeral de la hojarasca;
allí, Señor, del tiempo
te siento Eterno el alma.
Con las pupilas y la mente hundidas
en los espacios de las noches claras;
en las orillas de los mares hondos
con el oído abierto a la borrasca;
junto a la base de la oscura sierra,
mirando el risco de las crestas ásperas;
sobre el perfil de la montaña ingente,
mirando el mundo de las tierras bajas,
allí, Señor del mundo,
te siente Grande el alma.
De la pradera en el riente suelo
pintado de violetas y gamarzas;
en el fogoso amanecer de oro
y en el sereno amanecer de plata;
oyendo al ave que cantando sube
y al regatuelo que rezando baja;
con una rosa cerca de los ojos
y un ruido de aire que entre frondas pasa,
así, por el sentido,
te siente Bueno el alma.
Y de ese insecto en los flexibles élitros,
y de esa fiera en las agudas garras,
y en esa escarcha que la tierra hiela,
y en ese rayo que el ambiente abrasa,
en ese sol incubador de vida,
en esa lluvia que mis surcos baña,
en esa brisa que fecundo polen
lleva en la punta de sus leves alas,
te siente Providente,
te siente Sabio el alma.
Sobre la peña del erial hirsuto
paladeando hieles las entrañas;
bajo la hiedra de heredado huerto
saboreando amores o esperanzas;
revolcando mis carnes sobre abrojos
cuando me acusa la conciencia airada
o en mi lecho campestre de tomillos
cantando paz de honrado patriarca,
allí, Padre del hombre,
te siente Bueno el alma.
Y no en los ruidos de los bellos días
ni en los silencios de las noches diáfanas;
y no en lo grande de tus grandes mundos
ni en lo pequeño que en sus senos guardan;
ni en esas cumbres de la vida eterna
ni en esos valles de la vida humana
es donde el alma que con sed te busca
bebe y se baña en tu visión más clara…
¡Mejor que fuera de ella
te siente dentro de su abismo el alma!
¡Quién fuera como él! Su edad primera,
gentil proemio de su vida entera,
fue un idilio inocente
de místicos amores
que a la virtud abrieron su alma ardiente
como a la luz del sol abren las flores.
¡Hermosa infancia aquella!
Canto sublime de la fe naciente,
áureo reinado de la Aurora bella
del alma de un creyente
que en la noche del mundo es una estrella.
Como otros niños, con afán distinto,
amenizan sus juegos y recreos
con guerreros trofeos
y empresas militares
que les enseña a fabricar su instinto,
el niño aquel, sincero, de seguro,
construía minúsculos altares
de su pobre casita en el recinto.
Y en el silencio del rincón oscuro,
pobre templo que abría la inocencia
al culto mudo del amor más puro,
vagamente sentido en la conciencia,
pasaba el niño las mejores horas
de la edad más feliz de la existencia.
Aquel era su juego, su alegría,
su gloria, su poema, su tesoro,
el deleite más hondo que sentía
y el más hermoso de los sueños de oro
que le pudo fingir la fantasía.
Dios era bueno, y grande, y poderoso,
y de los niños huérfanos el Padre
más tierno y amoroso…
¡Se lo oía decir él a su madre
cuando ésta hablaba del perdido esposo!
Dios había hecho el mundo
con todas las grandezas que tenía
por amor a los hombres solamente.
Un amor tan inmenso, tan profundo,
que, sobre el mundo que creado había,
pidió cosa más bella,
no fugaz como aquel, no transitoria…
¡Y creó Dios la gloria
tan solo porque el hombre fuera a ella!
En ella estaba Dios, de bondad lleno
y había que adorarle por ser bueno.
A esto se reducía
la incompleta, la noble Teología
del pequeño creyente
que a solas en su templo meditando,
más que un niño que piensa parecía
un extático orando…
La honda emoción ardiente y misteriosa
de su precoz adoración piadosa,
dulcemente le ataba
al altar de cartón de sus amores,
que a falta de riquísimos primores,
el pobre «sacerdote» engalanaba
con las del prado pequeñuelas flores.
Allí adoraba a Dios, allí soñaba
con vagas efusiones inefables
que el alma entrevía
en una misteriosa lejanía
de dulzuras sin fin inenarrables
La emoción religiosa
de su infantil contemplación piadosa,
algo difusa aún, algo incoherente,
en momentos de dicha misteriosa
llegaba a herir su corazón ardiente:
y entonces abstraído, arrebatado,
cual sublime vidente
que oye la voz con que el Señor le ha hablado,
como una estatua del amor que espera
la total plenitud del bien amado;
cual tierna alegoría refulgente
del alma enamorada
que su vuelo al tender buscaba Oriente
para lanzarse recta y de repente
a la región de la feliz morada;
como el santo que en éxtasis adora,
como asceta que ora,
como un arcángel que tendiera el vuelo
desde la tierra a la mansión del cielo,
así el niño quedaba
en sus raros momentos de desmayo;
y cuando el puro, el encendido rayo
de aquel amor de fuego se alejaba,
su alma sensible se quedaba fría,
muda, yerta, vacía…,
y el pobre niño, sin querer, lloraba
con hondo sentimiento
que su pobre razón no definía…
¡La nostalgia del bien es gran tormento!
Vagas como la pálida neblina
que empaña un rato la gentil mañana
hasta que en breve la disipa luego
luz del ardiente sol, luz argentina
que el mundo inunda con su luz de fuego,
así su caridad, su fe prístina,
sus vagas concepciones religiosas
iban cristalizando
en regiones más puras y radiosas
que Dios iba delante despejando.
Y así como el imán busca el acero,
cual van los ríos a la mar buscando,
su alma, su corazón, su ser entero
se alzó sobre su fe buscando oriente,
y sereno después partió ligero
hacia su centro natural sumiso:
a la iglesia de Dios, al sacerdocio,
y al martirio tras él, si era preciso.
Honra y consuelo de su madre amante,
que jamás concibió dichas mayores;
espejo de modestia y santo celo,
orgullo de sus sabios profesores,
gloria de su colegio, fiel modelo
de sencilla humildad, noble y sincera…
todo eso y algo más, el joven era.
Ya entonces meditaba, preocupado
de más seria manera,
que si por él fue un Dios crucificado,
morir él por su Dios bien poco era.
Y en el santo delirio
de su fiebre de amor, que era una hoguera,
soñaba que el final de su carrera
iba a ser el principio del martirio.
Yo no sé si lo fue. Por vez postrera
vile el solemne día
de su misa primera,
que yo a su lado oía…
El niño soñador era ya hombre:
un hombre que tenía
la fe tan pura y tan serena el alma
como si fuera niño todavía.
Ya estaba allí lo que anhelaba tanto;
lo que asustaba a la humildad ahora…;
ya estaba ungido con el óleo santo;
¡que viniera el martirio a cualquier hora!
Centenares de luces titilaban,
el oro del altar resplandecía,
las trompetas del órgano arrojaban
raudales de armonía,
y los fieles oraban
y el humo del incienso trascendía,
y una tropa de arcángeles dorados,
bellísimos, magníficos, alados,
que el Divino tesoro
del rico tabernáculo guardaban,
al fulgor de las luces que oscilaban
parecían batir sus alas de oro.
Con el santo temor de alma creyente
que el hálito de Dios siente cercano,
subió el misacantano
las gradas del altar resplandeciente.
“¡Ese sí que es altar!”, dijo a mi oído
el eco amortiguado
de la voz de un recuerdo no perdido…
Y al ver al sacerdote allí postrado,
con su rica, sagrada vestidura
de la propia blancura del armiño,
me acordé con tristísima dulzura
de su altar de cartón cuando era niño,
y me hirió en las entrañas la ternura
del idilio inocente recordado
que yo mismo veía
en poema magnífico trocado.
Llegó al fin el momento
del sublime misterio: el celebrante
se inclinó y consagró, fijo y atento:
los ojos de su fe vieron delante
el divino portento
que ofuscó, que cegó su pensamiento;
y pálido, con miedo, vacilante,
con toda el alma en el misterio hundida,
con el santo terror de la criatura
que ve su pequeñez engrandecida
y elevada por Dios a aquella altura;
como rendido al infinito peso
de aquel divino y amoroso exceso;
con el alma anegada
en un mar de ternura dolorosa
e implorando la ayuda poderosa
de la bondad de Dios, nunca agotada,
pudo elevar, con mano temblorosa,
la Hostia consagrada…
………………………………………………….
Yo adoré de hinojos
con el pueblo postrado:
y el solemne momento ya pasado,
al levantar los ojos
y ver al sacerdote reposado
y en tranquila actitud, como si orara,
vi también otra cosa…
vi caer una lágrima amorosa
sobre el paño blanquísimo del ara…
¿La conoces, musa mía?
Es modelo soberano
bosquejado por la mano
de la gran sabiduría.
Es el más dulce buen ver
de tus visiones risueñas;
es la mujer que tú sueñas
cuando sueñas la mujer.
La discreta, la prudente,
la letrada, la piadosa,
la noble, la generosa,
la sencilla, la indulgente,
la süave, la severa,
la fuerte, la bienhechora,
la sabia, la previsora,
la grande, la justiciera…
la que crea y fortalece,
la que ordena y pacífica,
la que ablanda y dulcifica…,
¡la que todo lo engrandece!
La que es esclava y señora,
la que gobierna y vigila,
la que labra y la que hila,
la que vela y la que ora…
¡Hela, hela, musa ruda!
¿No lo cantas?
—No la canto.
—¿Por qué, si la admiras tanto?
—Porque si admiro soy muda.
—¿Y cuál es la maravilla
que así admiras muda y queda?
¡O es Teresa de Cepeda
o es Isabel de Castilla!
¡Qué bien se vive así! Pasan los días
sin dejar en el alma sedimentos
de insanas alegrías
ni de amargos tormentos…
Ni el placer emborracha los sentidos
con falsos espejismos, revestidos
de engañosa apariencia,
ni el dolor de vivir en este mundo
nos hace maldecir nuestra existencia.
¡Qué bien se vive así! Pasan las horas
tranquilas y serenas
cual ondas de arroyuelo bullidoras
que ruedan mansamente sobre arenas.
Ni mis pasos acecha un enemigo,
ni la calumnia sobre mí se ensaña,
ni me hiere a traición el falso amigo
que cuanto más me abraza, más me engaña.
¡Qué bien se vive así, sin ser testigo
de ese culto idolátrico del oro
que convierte en mercado la existencia
y nos hace vivir en la presencia
de miserias que ofenden el decoro
y escándalos que alarman la conciencia!
¡Qué bien se vive así; qué bien, Dios mío!
Ni me roba la farsa el albedrío,
ni tiene que estrechar mi honrada mano
la mano del ladrón y del impío
al par que la del hombre honrado y sano.
¡Qué bien se vive sólo a Dios amando,
en Dios viviendo y para Dios obrando!
* * *
La atmósfera serena
de esta amorosa soledad amena
de los ruidos del mundo está vacía,
pero Dios está en ella y Dios la llena
con hálitos de amor y de poesía.
Al alma no acongojan
las diarias mundanas tentaciones
que en los abismos del pecado arrojan
tantos flacos vencidos corazones.
Jamás conturban tan augusta calma
los fantasmas del odio y la perfidia,
ni la codicia ruin que seca el alma,
ni el espectro amarillo de la envidia:
jamás se oye rodar por el vacío
la maldecida voz, hija insolente
de la boca podrida del impío
y la boca soez del maldiciente.
¡Qué bien se vive así! La vida entera
se desvanece en Dios, su Sumo Dueño,
y nos abrasa de su amor la hoguera,
y el bien es fácil, el vivir risueño,
sabroso el pan, reparador el sueño
y dulce el esperar para el que espera.
Y en este grato estado
el espíritu está de Dios más lleno,
y el dolor suele ser más resignado,
y el placer es más puro y más sereno…
Calientan las entrañas
generosos deseos de ser bueno;
ansiedades extrañas
a que antes era el corazón ajeno;
misteriosas y nuevas impresiones
que tienen escondido
del alma en los más íntimos rincones
su delicioso nido;
sublimes explosiones
de amor universal, nunca sentido;
deseos de morirse resignado
a la Cruz abrazado;
infinita ternura
que hace llorar con llanto de dulzura;
fuego que el alma abrasa…,
salto desdén de la mundana escoria…
¡El hálito de Dios, que cuando pasa
nos deja la nostalgia de la gloria!
* * *
¡Qué bien así se vive, a Dios amando,
en Dios viviendo y para Dios obrando!
…………………………………………………
Mas, ¡ay!, cómo me olvido,
en estos pensamientos embebido,
de que este hermoso estado
del vivir “ni envidioso ni envidiado”
es para mí tan breve
que, pronto, sí, ¡desvanecerse debe!
Éste no es para mí perenne estado;
es, no más, un momento de reposo
al cuerpo y al espíritu cansado:
un descanso en un puerto
de este mar de la vida borrascoso,
¡un oasis en medio del desierto!
Después…, ¡después lo mismo!
¡A luchar otra vez por este mundo!
¡A saltar de un abismo en otro abismo,
con riesgo de rodar a lo profundo!…
Pero… ¿y si no rodara?
¿Y si Dios de la mano me llevara,
y humilde tras Él fuera,
y entre tantos abismos no cayera
y a la cumbre llegara?
¿Será más meritoria
la victoria sin lucha así lograda,
que la santa victoria
con lágrimas y sangre conquistada?
…………………………………………………
¡Oh, no; no vale tanto!
No se llega hasta el Dios tres veces Santo,
no se llega hasta Vos, ¡oh Dios Divino!,
por caminos de flores alfombrados.
¡Se llega con los pies ensangrentados
por las duras espinas del camino!
Al excelentísimo e ilustrísimo señor don Pedro Casas y Souto, obispo de Plasencia.
¿Que cante al virtuoso
sabio varón de corazón piadoso?
No es mi musa la musa cortesana
de palabra del miel y áureo ropaje
que quema incienso a la grandeza humana;
es la ruda aldeana
que va vestida con honesto traje,
cantando la virtud en el lenguaje
que le enseñó Naturaleza sana.
Y porque ella es así, porque es sincera,
porque no es lisonjera,
porque es del bien la enamorada ruda
cantando la virtud es vocinglera,
mas delante del héroe es hosca y muda.
Ni mi musa acaricia los sentidos
de los hombres henchidos
del viento de la gloria inmerecida,
ni desgarra con épicos sonidos
los austeros oídos
de los grandes humildes de la vida.
Es de almas sin decoro
plegar las alas ante el trono de oro
donde se asienta la soberbia humana,
y pulsando el laúd, rodilla en tierra,
quemar inciensos y cantar a coro
con las legiones de la gente vana.
Pero es mayor pecado cantarle
al justo la canción sonora,
que su virtud celebra,
en lengua seductora
de meliflua serpiente tentadora
a quien solo humildad su diente quiebra.
Arrullen los juglares
el trono del soberbio con cantares,
y la turba servil de aduladores
queme todo su incienso en los altares
donde honor y virtud no son señores.
Pero la musa honrada,
cuando penetre en el desnudo templo
del alma de un humilde, ore callada
y escuche en las honduras del ejemplo
la armonía del bien allí guardada.
Y luego de aprendida
la música de Dios, que a gloria suena,
requiera el arpa que a cantar convida
y ensaye en ella la canción serena
del alma recta, de virtud nutrida.
Mas no hiera el oído de los justos
con ditirambos de clamor liviano,
que en los senos de espíritus robustos
suenan a ruido vano.
¿Qué le place a los grandes corazones
un decir halagüeño,
si ellos moran en diáfanas regiones
donde el ídolo humano es muy pequeño,
la voz de la lisonja desabrida,
la trompa de la fama ronca y hueca,
pobre la falsa vida
y el mundo frágil como caña seca?
Las alas de la fama presurosa,
esta vez no engañosa,
también trajeron a mi abierto oído,
que lo oyó con deleite inenarrable,
el nombre esclarecido
del justo patriarca venerable.
Y así como el idólatra del oro
guarda siempre el tesoro
de su morada en el rincón oscuro,
yo de ese justo la adorable historia
escondí en el rincón de la memoria
donde suelo guardar todo lo puro.
Y en el silencio donde oculto he dado
a su santa humildad, nunca he clamado:
“¡Si supiera cantar almas tan santas!…”
Pero siempre muy quedo he murmurado:
“¡Si supiera imitar virtudes tantas!”
Palabras indiscretas,
qué hermosas habéis sido
mientras fuisteis sencillas y secretas
si osáis llegar al delicado oído
del venerable anciano
que sabe perdonar flaquezas tales,
decidle que sois hijas de un cristiano
y que amores filiales
os arrancaron del rincón arcano
donde estabais mejor que en las venales
alas del viento charlatán y vano.
Bien sé que en la armonía
que el justo oyera de la lira mía,
fuera gárrula música liviana,
hueca trompetería
que no conmueve la muralla ingente
de la humildad cristiana,
que escucha el alma del varón prudente.
Pero más que la estrofa detonante
con que el hijo leal celebre y cante
las altas prendas de su padre amado,
le place al padre amante oír la apasionada melodía
del hijo enamorado
de la virtud que de nutrirlo ansía.
Venerable Pastor que has conducido
tu rebaño querido
hollando con tus plantas los abrojos,
por las ásperas cuestas de la vida:
tú, que ya ves con anhelantes ojos
la tierra prometida,
desde las cumbres del dorado ocaso
que ganas paso a paso
con santa majestad de alma elegida,
alza tus manos al clemente Cielo
y alcánzale a tus hijos el consuelo
de dilatar tu triste despedida.
¿No ves cómo te aman?
¿No escuchas cómo a coro
todos padre te llaman?
¿Oyes cómo te aclaman
celebrando tus puras bodas de oro?
¿No ves cómo a tus puertas,
siempre a la santa Caridad abiertas,
se agolpan, rumorosas,
las turbas de tus pobres, numerosas,
que pan y bendiciones
reciben de tus manos amorosas?
Ese rumor opaco y elocuente
que tu nombre amadísimo murmura
es el himno amoroso más ardiente
que de la humana gente
puede escuchar una conciencia pura.
El otro canto, el de la gloria humana,
ya sonará vibrante
cuando entres por las puertas de la Historia;
y otro más dulce que tu triunfo cante
cuando te abra el Señor las de su gloria.
Débil corazón humano
que fuiste de dichas nido
y hoy te lamentas herido
por un destino tirano:
corazón que en viejos días
viste un mundo todo amores,
una tierra toda flores
y un cielo todo alegrías;
corazón que ayer cantabas
con musicales dulzuras
la canción de las venturas
que feliz paladeabas,
y hoy en doliente clamor
dices que estás afligido,
que estás mortalmente herido
por el puñal del dolor;
corazón de fe dormida
que gritas mirando al cielo:
“¡No hay duelo como mi duelo,
ni herida como mi herida!”;
ruin corazón pecador
que miras solo a ti mismo:
¿has medido tú el abismo
del más inmenso dolor?
Corazón poco paciente:
¿ves la imagen dolorosa
que en procesión lacrimosa
conduce piadosa gente?
Abre el alma a los fulgores
de aquella enlutada estrella:
¿tú sabes quién es aquella?
¡La Virgen de los Dolores!
¿Sabes la divina historia
de aquella que es madre tuya?
Hízola Dios Madre suya;
¿pudo Dios darle más gloria?
¿Habrá semejante amor
al que con hondas ternuras
sintió en sus entrañas puras
la Madre del Redentor?
¿Puede tu mente alcanzar,
ni en sueños puede haber visto
lo que la Madre de Cristo
pudo a Cristo Dios amar?
Entonces, ¿cómo medir
la inmensa hondura insondable
del dolor inenarrable
de ver al Hijo morir?
Verlo vilmente azotado,
horriblemente escupido,
despiadadamente herido,
bárbaramente enclavado;
verlo Mártir del Amor
de la ruin humanidad
y ver nuestra iniquidad,
¿cabe tormento mayor?
Pues esos desgarradores
duelos jamás bien contados,
sufrió por nuestros pecados
la Virgen de los Dolores.
Corazón de fe dormida
que a Dios, gritando, mostrabas
la sangre que derramabas
de tu levísima herida:
mira esos siete raudales
que de esas entrañas puras
derraman las puntas duras
de siete agudos puñales.
Bebe la santa ambrosía
que en este abismo se encierra
y adora, rodilla en tierra,
¡los dolores de María!
El geniecillo riente
que mis tonadas me inspira
oyó complacidamente
la ruda música ardiente
de una canción de mi lira.
Su última nota bebió,
subió a la cumbre del monte
que el canto con él oyó
y en el lejano horizonte
sagaz mirada fijó…
Las alas apresurado
batió en derechura al cielo,
quedó en la altura parado
y, apenas se hubo orientado
tendió hacia el Norte su vuelo.
Cruzó las llanuras anchas
de la desierta Castilla,
manchas de mies amarilla,
grises y estériles manchas
de muerta, mísera arcilla…
Viejas villas y lugares,
ciudades y caseríos,
verdes, pomposos pinares,
apretados encinares,
luengos parajes baldíos…
Y atrás el erial quedaba
y atrás dejando la brava
soledad de pardas sierras,
ya volaba, ya volaba,
por aragonesas tierras.
Y atrás quedaban los blancos,
los cabezos eminentes,
protegidos en sus flancos
por las rápidas pendientes
de abismáticos barrancos.
Y atrás quedaba la vega
con el río que la riega,
con la gente que la cuida,
con las casas en que anida
la rural legión labriega…
Y atrás las viejas ciudades
que despiertan las memorias
de los tiempos de las glorias
y las heroicas edades
que nos pintan las historias…
Y amainando mansamente,
como amaina la corriente
junto al borde de la poza,
plegó el vuelo de repente
sobre la gran Zaragoza.
Y bajando disparado
como blanca culebrina
desprendida del nublado,
con caída repentina
de avión aliquebrado;
como cosa que al bajar
precipita su correr
sin poderlo remediar,
raudo el genio fue a caer
sobre el templo del Pilar.
Traspasó la vidriera
de una artística tronera,
y ante la Virgen, de hinojos
humillados alas y ojos,
exclamó de esta manera:
“¡Señora! de la lejana
noble tierra castellana,
donde se os rinden loores,
traigo un mensaje de amores
a tierra zaragozana.
Para ante vos presentarlo
debiera dulcificarlo,
ponerlo en habla divina;
pero es más bello dejarlo
con su rudeza prístina.
Ved de qué modo os venera
y os ama el alma sincera
de un rimador de Castilla,
que en habla ruda y sencilla
lo canta de esta manera:
¡Virgen Santa del Pilar!
Desde este rincón querido
donde he escondido mi hogar
quiero mandarte prendido
mi espíritu en un cantar.
En esa tierra de hermanos
estuve hace pocos meses
bebiendo aromas cristianos
y estrechando honradas manos
de hidalgos aragoneses.
¡Nunca podré bien pagarte
la dicha de visitarte
que quiso darle el destino
a este pobre peregrino
de la piedad y del arte!
A ti el amor me llevó
¡y estuve cerca de Ti!:
mi espíritu te sintió,
pero verte, no te vi,
porque tu luz me cegó.
Ojos que tanta belleza
sorprenden en los arcanos
que incuba Naturaleza,
pequeños son y profanos
para admirar tu grandeza.
Perdona si al visitarte,
ciego, mudo y aturdido,
no supe ni saludarte,
que yo sólo puedo hablarte
desde lejos y escondido.
Escondido en las serenas
tranquilidades amenas
de estas húmedas umbrías
que están de ruidos vacías,
que de amores están llenas.
¡Aquí ya sé yo cantar!
¡Aquí ya puedo sentir
las grandezas del Pilar!
¡Aquí ya acierto a decir
sabrosas cosas de amar!
Si esa ciudad vencedora
no fuera merecedora
de tu regia rica silla,
yo te dijera: “¡Señora!,
¡vente a morar en Castilla!”
Y si este suelo querido
se hubiese al peso rendido
del Pilar abrumador,
¡tendrémoslo suspendido
con el imán del amor!
Yo no soy más que un poeta
que toscamente interpreta
las tonadas del lugar…
Permíteme que prometa
tu gloria no profanar.
Porque el himno de tu gloria,
para la humana memoria
sólo se concibe escrito
por el dedo de la Historia
sobre el espacio infinito.
Pero yo sé hacer cantares
con decires populares
y sentires del amar,
que en estos pobres lugares
saben a pan del hogar.
Y ya que endechas sutiles
no te cantan tus poetas,
oirás coplillas viriles
al son de las panderetas
y al son de los tamboriles.
Y yo haré que de dulzores
te den su rico tesoro
las gaitas de mis pastores,
que saben decir amores
mejor que las arpas de oro.
Los campos registraremos,
y en el valle más tranquilo
sencilla ermita te haremos,
y en ella amoroso asilo
y adoración te daremos.
A pobre mansión te envita
mi cielo, Virgen bendita;
mas tu ruda grey leal
sabe rezarte en la ermita
mejor que en la catedral.
Y allí, en el campo, a tus plantas,
cantan mejor tu grandeza
los hombres con sus gargantas
y Dios con músicas santas
que sabe Naturaleza.
Mi gente no te daría
coronas ni toca de oro
ni mantos de pedrería;
mas ¡cuán henchido tesoro
de amores te rendiría!
Alegrando estos caminos
vieras venir a millares
los rústicos peregrinos
de los lugares vecinos
y los lejanos lugares.
Vieras venir las doncellas
por estas campiñas bellas,
del dulce reposo amigas,
cortando flores y espigas
para adomarte con ellas.
Grupos de mozos forzudos
y de zagales talludos
con danzas te festejaran,
donde sus cuerpos membrudos
bravos vigores mostraran.
Y a lomos de sus asnillas
vinieran las viejecillas
a darte con fe leal
velas de cera amarillas,
roscas de pan candeal…
Si hay en la ofrenda pureza,
¿qué añadirá a su grandeza
la pompa y el esplendor?
¡Qué sublime es la pobreza
cuando festeja el amor!»
«Perdona, Reina gloriosa,
si acaso a ofenderte llega
mi invitación amorosa;
y tú, Zaragoza hermosa,
perdona a mi fe, que es ciega.
No ha visto que formular
su amorosa petición
es torpemente olvidar
que una misma cosa son
Zaragoza y el Pilar.
No ha visto que era robarte
la más envidiable gloria
que el cielo quiso donarte.
¡No ha visto que era arrancarte
las entrañas de tu historia!
Sigue, pueblo venturoso,
sigue ostentando el hermoso
diamante de tu presea,
y ese Pilar suntuoso
tu hogar, Zaragoza, sea.
Y sea en mi tierra bendita
cada alma una lucecita,
y cada pecho un altar,
y cada hogar una ermita
de la Virgen del Pilar».
Almas grandes que pudierais remontaros,
poderosas, mayestáticas, serenas,
por encima de las águilas reales,
a purísimas atmósferas etéreas
donde el oro de las alas no se mancha,
ni oscurecen las pupilas vagas nieblas,
ni desgarran el oído los estrépitos
de los hombres que se hieren y se quejan…
Almas sabias que en las cimas de la vida
como nubes protectoras la envolvieran,
desgarrándose en relámpagos de oro
y lloviendo lluvias ricas y benéficas
para damos a los ciegos de los valles
luz que rasgue las negruras que nos ciegan
y caudales de rocíos salutíferos
que a las almas enfermizas regeneran…
Almas fuertes que pudierais desligaros
del mortífero dogal de las miserias
y llevarnos de la mano por la vida,
guarneciéndonos de santas fortalezas,
saturándose de amores generosos,
regalándonos magnánimas ideas.
Almas buenas que sabéis de las torturas
de las pobres almas rudas y sinceras
que al querer de la miseria levantarse
desde arriba las azotan y envenenan
con el látigo estallante del escándalo
que repugna, que deprime, que avergüenza…
Almas grandes, almas sabias,
almas fuertes, almas buenas…
¡Nos debéis a los humildes,
nos debéis a las pequeñas
la limosna del ejemplo,
que es la deuda más sagrada de las deudas!
¡Lo amaba, lo amaba!
¡No fue sólo milagro del genio!
Lo intuyó cuando estaba dormido,
porque sólo en las sombras del sueño
se nos dan las sublimes visiones,
se nos dan los divinos conceptos,
la luz de lo grande,
la miel de lo bello…
¡Lo amaba, lo amaba!
¡Nacióle en el pecho!
No se puede soñar sin amores,
no se puede crear sin su fuego,
no se puede sentir sin sus dardos,
no se puede vibrar sin sus ecos,
volar sin sus alas,
vivir sin su aliento…
El sublime vidente dormía
del amor y del arte los sueños
—¡los sueños divinos
que duermen los genios!
¡Los que ven llamaradas de gloria
por hermosos resquicios de cielo!—
Y el amor, el imán de las almas
le acercó la visión del Cordero,
la visión del dulcísimo Mártir
clavado en el leño,
con su frente de Dios dolorida,
con sus ojos de Dios entreabiertos,
con sus labios de Dios amargados,
con su boca de Dios sin aliento…,
¡muerto por los hombres!,
¡por amarlos muerto!
Y el artista lo vio como era,
lo sintió Dios y Mártir a un tiempo,
lo amó con entrañas
cargadas de fuego,
y en la santa visión empapado,
con divinos arrobos angélicos,
con magnéticos éxtasis líricos,
con sabrosos deliquios ascéticos,
con el ascua del fuego dramático,
con la fiebre de artísticos vértigos,
la memoria tomando a los hombres
ingratos y ciegos,
débiles o locos,
ruines o perversos,
invocó a la Divina Belleza
donde beben bellezas los genios,
los justos, los santos,
los limpios, los buenos…
Y al conjuro bajaron los ángeles,
y al artista inspirado asistieron,
su paleta cargaron de sombras
y luces del cielo
alzaron el trípode,
tendieron el lienzo,
y arrancándose plumas de raso
de las alas, pinceles le hicieron.
Y el mago del arte,
el sublime elegido, entreabriendo
los extáticos ojos cargados
de penumbras del místico ensueño,
tomó los pinceles,
sonámbulo, trémulo…
De rodillas cayeron los ángeles
y en el aire solemnes cayeron
todas las tristezas,
todos los silencios…
¡Y el genio del arte
se posó sobre el borde del lienzo!
Con fiebre en la frente,
con fuego en el pecho,
con miradas de Dios en los ojos
y en la mente arrebatos de genio,
el artista empapaba de sombras
y de luces de sombras el lienzo…
No eran tintas que copian inertes,
eran vivos dolientes tormentos,
eran sangre caliente de Mártir,
eran huellas de crimen de réprobos,
eran voces justicia clamando,
y suspiros clemencia pidiendo…
¡Eran el drama del mundo deicida
y el grito del cielo!…
…………………………………………
¡Y el sueño del hombre
quedó sobre el lienzo!
…………………………………………
¡Lo amaba, lo amaba!:
¡el amor es un ala del genio!
Era venido el suspirado día,
por el dedo divino señalado,
para que el Cielo oyera la armonía
del himno más sublime que ha cantado
el mundo, enamorado de María.
La mano augusta que grabó indelebles
en el seno de todo lo creado
las sabias leyes que la vida rigen,
la que movió el abismo de la nada,
la que del tiempo señaló el origen,
la que la vida conoció increada,
la que en el caos derramó armonías
y en el vacío modeló grandezas,
y en los abismos encendió los días
y con su luz iluminó bellezas;
la que en los días del vivir primeros
selló los hechiceros
secretos de las grandes maravillas,
la que en el cielo derramó luceros
como en la tierra derramó semillas;
la que en los montes despeñó torrentes;
la que en los valles ocultó palomas
y desató las brisas y las fuentes,
pintó los lirios y esenció las pomas:
la que endulzó el sonoro
de aves cantoras incontable coro;
la que a los ojos de belleza avaros
les mostró de los días el tesoro
con ocasos teñidos de escarlata,
bellas auroras de oro
y mediodías de bruñida plata…
La mano omnipotente
que hizo del limo la gentil figura
de la primera humana criatura,
carne hermosa con alma inteligente…,
aquella sabia mano,
providente, magnánima, divina,
quiso en un ser, por ello soberano,
compendiar la hermosura peregrina
que vertió en lo divino y en lo humano,
y con la luz de todas las blancuras,
con la clave de todas las grandezas,
con el fuego de todas las ternuras,
con la esencia de todas las purezas,
con las mieles de todas las dulzuras
y la cifra de todas las bellezas,
graciosa, exuberante,
casta, ideal, magnífica y triunfante,
más sencilla y gentil que las palomas,
más hermosa que el día,
más pura que la luz y los aromas,
más hermosa que el sol… ¡hizo a María!
Y ¿cómo no creerla pura y bella,
si morada de Dios iba a ser ella?
Y fue limpia morada
del que pasó por Ella, Cristo vivo,
puras dejando sus entrañas puras…
¿Mancha el beso del sol la inmaculada
nieve de las alturas?
El Dios que la creó quiso que el mundo
sin su mandato Pura la sintiera…
Y el mundo bueno, con amor profundo,
la sintió como era…
Ancianos patriarcas venerables
videntes y profetas,
mártires incontables,
teólogos y poetas,
cenobitas y santos adorables,
filósofos y extáticos ascetas…
Mundo meditador, mundo creyente…
¡Todos en santa universal porfía
tuvisteis en el pecho y en la mente
la fe de la pureza de María!
Pero faltaba el eco soberano
de la voz del Señor, nota primera
del divino Poema mariano…
¡Indigno de ella fuera,
sin preludio de Dios, un canto humano!
Y aquel sublime y venerable anciano
que el místico rebaño dirigiera
con luces celestiales en la mente,
con llaves áureas en la augusta mano
y corona de espinas en la frente
el mártir generoso
de alma de fuego y corazón piadoso,
que vivió sangre santa derramando
y se pasó la vida bendiciendo
y descendió al sepulcro perdonando;
el justo, el perseguido,
el del ardiente corazón herido
que en Santa Caridad se derretía,
¡aquel fue el elegido
para exaltar la gloria de María,
para apagar el infernal rugido
con el preludio santo
del más sublime canto
que de boca del hombre el Cielo ha oído!
Oraba el justo con fervor profundo,
callaba el cielo y esperaba el mundo…
Arrobado en coloquios divinales
con el más grande amor de los amores,
paladeando mieles edeniales,
bálsamo de agudísimos dolores,
en los ojos el fuego de los llantos
y el del amor dulcísimo delirio,
en las sienes el nimbo de los santos
y en la mano la palma del martirio,
extático, magnífico, sereno,
ebrio de Caridad, de gracia lleno,
cuando del Cielo descendió el torrente
de la divina inspiración gigante,
tomó a sus hijos la mirada amante
llena de amor ardiente
y grande, mayestático, triunfante,
con las mieles de todos los consuelos,
en una voz que resonó en la anchura
del ancho mundo y de los anchos cielos
llorando de alegría y de ternura
clamó radiante: “¡Inmaculada y Pura!”
“¡Inmaculada y Pura!”, repitieron
los ángeles que asisten a María;
y la creyente muchedumbre humana
con voz de amores, honda y soberana:
“¡Inmaculada y Pura!”, repetía.
¡Y toda la armonía
con que sabe latir Naturaleza
se derrama en la inmensa sinfonía;
y del aire en el ámbito profundo
y de las almas en la fresca hondura
flotó un ambiente de ideal pureza,
segundo redentor de todo un mundo
puesto a las plantas de la Virgen Pura!
Y herida nuevamente
con honda herida la infernal serpiente,
silbó blasfemias con su lengua impura
moviendo al Cielo guerra,
y su chata cabeza ensangrentada
golpeó sobre el polvo de la tierra,
con rabia loca de soberbia hollada
y sus fauces cargadas de veneno
polvo amasaron con su baba horrible,
y el cuerpo innoble, en convulsión terrible
se retorció sobre su propio cieno…
¡Gloria a Ti, Madre mía,
que con tus plantas al abismo huellas,
y con tu luz disipas las negruras,
áurea alborada del dichoso día
de quien un rayo son las cosas bellas,
de quien un rayo son las cosas puras!
Gloria canto a tus plantas,
sol del edén, de perfección dechado,
de quién átomos son las cosas santas,
que el Señor en la vida ha derramado;
de quien son un reflejo peregrino
las estrellas de luz resplandecientes
y el coro de querubes refulgente
que forman el divino
nimbo de luz de tu divina frente:
¡Dios te salve, María Inmaculada,
de la gracia de Dios favorecida,
y con todo el poder de Dios creada,
y con todo el favor de Dios henchida,
y con todo el amor de Dios amada,
la sin pecado original nacida,
la sin mácula Virgen coronada!
Flor de las flores, adorable encanto,
gloria del mundo, celestial hechizo…
¡Dios no pudo hacer más cuanto te hizo!
¡Yo no sé decir más cuando te canto!
Mujer de inteligencia peregrina
y corazón sublime de cristiana,
fue más divina cuanto más humana
y más humana cuanto más divina.
Hasta el impío ante tu fe se inclina
y adora la grandeza soberana
de la egregia doctora castellana,
de la santa mujer y la heroína.
¡Oh mujer! Te dará la humana historia
la gloria que por sabia merecieres;
mas con el mundo acabará esa gloria,
que por ser terrenal no es sempiterna.
¡Tú, Teresa de Ahumada, al cabo mueres!
¡Teresa de Jesús, tú eres eterna!