EL AMA

I

Yo aprendí en el hogar en qué se funda

la dicha más perfecta,

y para hacerla mía

quise yo ser como mi padre era

y busqué una mujer como mi madre

entre las hijitas de mi hidalga tierra.

Y fui como mi padre, y fue mi esposa

viviente imagen de la madre muerta.

¡Un milagro de Dios, que ver me hizo

otra mujer como la santa aquella!

Compartían mis únicos amores

la amante compañera,

la patria idolatrada,

la casa solariega,

con la heredada historia,

con la heredada hacienda.

¡Qué buena era la esposa

y qué feraz mi tierra!

¡Qué alegre era mi casa

y qué sana mi hacienda,

y con qué solidez estaba unida

la tradición de la honradez a ellas!

Una sencilla labradora, humilde,

hija de oscura castellana aldea;

una mujer trabajadora, honrada,

cristiana, amable, cariñosa y seria,

trocó mi casa en adorable idilio

que no pudo soñar ningún poeta.

¡Oh, cómo se suaviza

el penoso trajín de las faenas

cuando hay amor en casa

y con él mucho pan se amasa en ella

para los pobres que a su sombra viven,

para los pobres que por ella bregan!

¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo,

y cuánto por la casa se interesan,

y cómo ellos la cuidan,

y cómo Dios la aumenta!

Todo lo pudo la mujer cristiana,

logrólo todo la mujer discreta.

La vida en la alquería

giraba en torno de ella

pacífica y amable,

monótona y serena…

¡Y cómo la alegría y el trabajo

donde está la virtud se compenetran!

Lavando en el regato cristalino

cantaban las mozuelas,

y cantaba en los valles el vaquero,

y cantaban los mozos en las tierras,

y el aguador camino de la fuente,

y el cabrerillo en la pelada cuesta…

¡Y yo también cantaba,

que ella y el campo hiciéronme poeta!

Cantaba el equilibrio

de aquel alma serena

como los anchos cielos,

como los campos de mi amada tierra;

y cantaban también aquellos campos,

los de las pardas onduladas cuestas,

los de los mares de enceradas mieses,

los de las mudas perspectivas serias,

los de las castas soledades hondas,

los de las grises lontananzas muertas…

El alma se empapaba

en la solemne clásica grandeza

que llenaba los ámbitos abiertos

del cielo y de la tierra.

¡Qué plácido el ambiente,

qué tranquilo el paisaje, qué serena

la atmósfera azulada se extendía

por sobre el haz de la llanura inmensa!

La brisa de la tarde

meneaba, amorosa, la alameda,

los zarzales floridos del cercado,

los guindos de la vega,

las mieses de la hoja,

la copa verde de la encina vieja…

¡Monorrítmica música del llano,

qué grato tu sonar, qué dulce era!

La gaita del pastor en la colina

lloraba las tonadas de la tierra,

cargadas de dulzuras,

cargadas de monótonas tristezas,

y dentro del sentido

caían las cadencias,

como doradas gotas

de dulce miel que del panal fluyeran.

La vida era solemne;

puro y sereno el pensamiento era;

sosegado el sentir, como las brisas;

mudo y fuerte el amor, mansas las penas,

austeros los placeres,

raigadas las creencias,

sabroso el pan, reparador el sueño,

fácil el bien y pura la conciencia.

¡Qué deseos el alma

tenía de ser buena,

y cómo se llenaba de ternura

cuando Dios le decía que lo era!

II

Pero bien se conoce

que ya no vive ella;

el corazón, la vida de la casa

que alegraba el trajín de las tareas,

la mano bienhechora

que con las sales de enseñanzas buenas

amasó tanto pan para los pobres

que regaban, sudando, nuestra hacienda.

¡La vida en la alquería

se tiñó para siempre de tristeza!

Ya no alegran los mozos la besana

con las dulces tonadas de la tierra

que al paso perezoso de las yuntas

ajustaban sus lánguidas cadencias.

Mudos de casa salen,

mudos pasan el día en sus faenas,

tristes y mudos vuelven

y sin decirse una palabra cenan;

que está el aire de casa

cargado de tristeza,

y palabras y ruidos importunan

la rumia sosegada de las penas.

Y rezamos, reunidos, el Rosario,

sin decimos por quién…, pero es por ella.

Que aunque ya no su voz a orar nos llama,

su recuerdo querido nos congrega,

y nos pone el Rosario entre los dedos

y las santas plegarias en la lengua.

¡Qué días y qué noches!

¡Con cuánta lentitud las horas ruedan

por encima del alma que está sola

llorando en las tinieblas!

Las sales de mis lágrimas amargan

el pan que me alimenta;

me cansa el movimiento,

me pesan las faenas,

la casa me entristece

y he perdido el cariño de la hacienda.

¡Qué me importan los bienes

si he perdido mi dulce compañera!

¡Qué compasión me tienen mis criados

que ayer me vieron con el alma llena

de alegrías sin fin que rebosaban

y suyas también eran!

Hasta el hosco pastor de mis ganados,

que ha medido la hondura de mi pena,

si llego a su majada

bajo los ojos y ni hablar quisiera;

y dice al despedirme: «Ánimo, amo;

“haiga” mucho valor y “haiga pacencia…”

Y le tiembla la voz cuando lo dice,

y se enjuga una lágrima sincera,

que en la manga de la áspera zamarra

temblando se le queda…

¡Me ahogan estas cosas,

me matan de dolor estas escenas!

¡Qué me anime, pretende, y él no sabe

que de su choza en la techumbre negra

le he visto yo escondida

la dulce gaita aquella

que cargaba el sentido de dulzura

y llenaba los aires de cadencias…!

¿Por qué ya no la toca?

¿Por qué los campos su tañer no alegra?

Y el atrevido vaquerillo sano

que amaba a una mozuela

de aquellas que trajinan en la casa,

¿por qué no ha vuelto a verla?

¿Por qué no cantan en los tranquilos valles?

¿Por qué no silba con la misma fuerza?

¿Por qué no quiere restallar la honda?

¿Por qué está muda la habladora lengua,

que el amo le contaba sus sentires

cuando el amo le daba su licencia?

«¡El ama era una santa!…»,

me dicen todos cuando me hablan de ella

«¡Santa, santa!», me ha dicho

el viejo señor cura de la aldea,

aquel que le pedía

las limosnas secretas

que de tantos hogares ahuyentaban

las hambres y los filos y las penas.

¡Por eso los mendigos

que llegan a mi puerta

llorando se descubren

y un Padrenuestro por el «ama» rezan!

El velo del dolor me ha oscurecido

la luz de la belleza.

Ya no saben hundirse mis pupilas

en la visión serena

de los espacios hondos,

puros y azules, de extensión inmensa.

Ya no sé traducir la poesía,

ni del alma en la médula me entra

la intensa melodía del silencio,

que en la llanura quieta

parece que descansa,

parece que se acuesta.

Será puro el ambiente, como antes,

y la atmósfera azul será serena,

y la brisa amorosa

moverá con sus alas la alameda,

los zarzales floridos,

los guindos de la vega,

las mieses de la hoja,

la copa verde de la encina vieja…

Y mugirán los tristes becerrillos,

lamentando el destete, en la pradera;

y la de alegres recentales dulces

tropa gentil escalará la cuesta

balando plañideros

al pie de las dulcísimas ovejas;

y cantará en el monte la abubilla,

y en los aires la alondra mañanera

seguirá derritiéndose en gorjeos,

musical filigrana de su lengua…

Y la vida solemne de los mundos

seguirá su carrera

monótona, inmutable,

magnífica, serena…

Mas ¿qué me importa todo,

si el vivir de los mundos no me alegra,

ni el ambiente me baña en bienestares,

ni las brisas a música me suenan,

ni el cantar de los pájaros del monte

estimula mi lengua,

ni me mueve a ambición la perspectiva

de la abundante próxima cosecha,

ni el vigor de mis bueyes me envanece,

ni el paso del caballo me recrea,

ni me embriaga el olor de las majadas,

ni con vértigos dulces me deleitan

el perfume del heno que madura

y el perfume del trigo que se encera?

Resbala sobre mí sin agitarme

la dulce poesía en que se impregnan

la llanura sin fin, toda quietudes,

y el magnífico cielo, todo estrellas,

y ya mover no pueden

mi alma de poeta,

ni las de mayo auroras nacarinas

con húmedos vapores en las vegas,

con cánticos de alondra y con efluvios

de rociadas frescas,

ni estos de otoño atardeceres dulces

de manso resbalar, pura tristeza

de la luz que se muere

y el paisaje borroso que se queja…

ni las noches románticas de julio,

magníficas, espléndidas,

cargadas de silencios rumorosos

y de sanos perfumes de las eras;

noches para el amor, para la rumia

de las grandes ideas,

que a la cumbre al llegar de las alturas

se hermanan y se besan…

¡Cómo tendré yo el alma,

que resbala sobre ella

la dulce poesía de mis campos

como el agua resbala por la piedra!

Vuestra paz era imagen de mi vida,

¡oh campos de mi tierra!

Pero la vida se me puso triste

y su imagen de ahora ya no es esa:

en mi casa, es el frío de mi alcoba,

es el llanto vertido en sus tinieblas;

en el campo, es el árido camino

del barbecho sin fin que amarillea.

Pero yo ya sé hablar como mi madre

y digo como ella,

cuando la vida se le puso triste:

«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»

CASTELLANA

¿Por qué estás triste, mujer?

¿Pues no te sé yo querer

con un amor singular

de aquellos que hacen llorar

de doloroso placer?

Crees que mi amor es menor

porque tan hondo se encierra,

y es que ignoras que el amor

de los hijos de esta tierra

no sabe ser hablador.

¿No está tu gozo cumplido

viendo desde esta colina

un pueblo a tus pies tendido,

un sol que ante ti declina

y un hombre a tu amor rendido?

¿Te place la patria mía?

No en sus hondas soledades

busques con vana porfía

la estrepitosa alegría

de las doradas ciudades.

El campo que está a tus pies

siempre es tan mudo, tan serio,

tan grave, como hoy lo ves.

No es mi patria un cementerio,

pero un templo sí lo es,

Busca en ella soledades,

serenas melancolías,

profundas tranquilidades,

perennes monotonías

y castizas realidades.

Si tú gozarlas supieras,

ahora mismo depusieras

tu adusto ceño sombrío.

¿Qué de mi patria quisieras

para alegrarte, bien mío?

¿Quieres que vaya a buscar

cuarzos blancos al repecho,

colorines al linar,

nidos de alondra al barbecho

y endrinas al espinar?

Para que tú te regales,

no dejaré una con vida

veloz liebre en los eriales,

ni esquiva perdiz hundida

del cerro en los matorrales,

ni conejillo bravío

dormido bajo el carrasco,

ni mirlo a orillas del río,

ni sisón en el peñasco,

ni alondras en el baldío.

¿Quieres que hiera en su vuelo

a ese milano que el cielo

raya con círculos anchos,

y de sus garras los ganchos

venga a clavar en el suelo,

y, atrás, la cabeza echada,

las plumas te enseñe y rice

de la pechuga alterada,

y ante tus pies agonice,

con la pupila espantada?

Si buscas flores sencillas,

hay en el valle violetas,

y gamarzas amarillas,

y estrelladas tijeretas,

y olorosas campanillas.

Si quieres, rosa temprana,

ver los sudores y afanes

que cuesta el pan de mañana,

ven y verás mis gañanes

trajinando en la besana.

O vamos a mis sembrados

y allí verás emulados

de tus labios los carmines,

que parecen amasados

con pétalos de alvergines.

Verás mecerse, aireadas,

del mar de la mies las olas,

aquí y allá salpicadas

de encendidas amapolas

y de jaritas moradas.

Y mientras gozas del vago

rumor de aquel ancho lago

de móviles verdes tules,

yo una corona te hago

de clavelillos azules;

y con ella, nueva Ceres,

reina serás, si tú quieres

de mis campos y labores,

que reina de mis amores

ya hace tiempo que lo eres.

¿Sientes ganas de llorar?

También las sé yo sufrir

cuando me pongo a pensar

que Dios te puede llevar

y hacerme sin ti vivir.

Más… ¡vamos al prado un rato,

que en él hay sombra de encinas,

murmullos de viento grato

y agua fresca de regato

rebosante de pamplinas!

¿Quieres que de esa ladera

te baje un haz de tomillo,

o que salte a esa pradera

y te traiga un manojillo

de oliente hierba triguera?

¿Lloras? Pues si es de ternura

deja ese llanto correr,

que es un riego de dulzura,

hijo de la fresca hondura

del manantial del placer.

Mas si lloras desconsuelos

y torturas de los celos,

¡vive Dios, que lloras mal!

Testigos me son los cielos

de que mi amor es leal.

Y si piensas que es menor

porque tan hondo se encierra,

recuerda que el hondo amor

de los hijos de esta tierra

no sabe ser hablador.

Alégrate, pues, mujer,

porque te sé yo querer

con querer tan singular,

que a veces me hace llorar

de doloroso placer…

LO INAGOTABLE

De rodillas delante de la fosa

donde se pudre el mocetón garrido,

la pobre vieja sin moverse pasa

la tarde del domingo.

Una tarde otoñal, helada y muda,

de cielo muy azul, campiña yerta,

y un sol amarillento que se muere

de frío y de tristeza.

Una vela amarilla que no alumbra,

se quema, como el alma de la anciana,

cuyos ojos decrépitos no lloran

porque no tienen lágrimas.

Todas se las tragó la avara tierra

de la tumba del hijo malogrado,

a cuyos pies la hierba está escaldada

con las sales del llanto.

Vagaba por los ámbitos vacíos

del humilde y herboso cementerio,

el aroma de muerte que despide

la tierra de los muertos.

Volaban sobre el templo los cernícalos

y rasaban el viejo campanario

los bandos de veloces aviones

que pasaban chillando.

Y de la plaza del lugar venían

sones de tamboril y castañuelas,

notas de gaita que al hablar de amores

infundían tristeza.

¡Cómo bailaba la muchacha alegre

para quien fue belleza vigorosa

lo que era ya bajo viscosa hierba

montón de carne rota!

Montón de carne rota que una madre

tuvo un día pegado a sus entrañas,

y espejado en las niñas de sus ojos

y en el centro del alma.

Y ya está allí, deshecho en las tinieblas,

el fuerte hastial de la feliz casita,

el que ganaba el mendruguito blando

que la anciana comía.

Una alondra del páramo vecino

se posó en la pared del camposanto

para beber el rayo agonizante

del frío sol dorado,

y cantó una canción opaca y fría

que ni siquiera le agitó el pechuelo

que cien mañanas pareció romperse

modulando gorjeos.

¡Sorda elegía que inspiró Natura

junto a la tumba donde el mozo estaba,

que tantas veces, cual la alondra aquella,

le cantó la alborada!

Se hundieron en sus grietas los cernícalos,

y en los huecos del viejo campanario,

poco a poco los raudos aviones

se metieron chillando.

Cayó el silencio sobre el pueblo humilde,

murió la tarde y se marchó la alondra,

y la vida le dijo a la ancianita

que estaba ya muy sola.

¡Era preciso abandonar al hijo!

Besó la tumba y apagó la vela,

que derramó sobre la hierba húmeda

dos lágrimas de cera.

¡Y dieron todavía otras dos lágrimas

aquellos ojos que estrujó el dolor!

Ni ignoradas ni estériles las dieron:

¡las vimos Dios y yo!

CUENTAS DEL TÍO MARIANO

Araba el tío Mariano

la húmeda tierra gredosa,

y entre la bruma lluviosa

del horizonte lejano,

con cierta noble ansiedad

que a la amargura se junta,

miraba, al volver la yunta,

las torres de la ciudad.

Allí los amos estaban

de aquel pedazo de llano,

ya convertido en pantano

por lluvias que no amainaban.

Y no pensaba el rentero

que el amo estaba al abrigo

del bofetón del hostigo

y el frío del aguacero.

Aspiraciones más parcas

tentaban al viejo charro

mientras hundía en el barro

sus bien calzadas abarcas.

Era un día de febrero

revuelto, lluvioso y frío;

cada camino era un río

y un charco cada sendero.

Bajaban por las quebradas

turbios regatos zumbando,

que iban el hoyo inundando

de hoscas aguas coloradas.

Y era el barbecho un fangal,

y el prado un estanque era,

y una charca la ribera,

los valles un chapatal.

Arrebataba el solano

las gotas del aguacero,

que eran las puntas de acero

de su látigo inhumano.

Iracundos los zagales

bregaban con los corderos

y los cabritos zagueros

hundidos en los fangales.

Y el pobre tío Mariano,

con la anguarina calada,

bajo un brazo la aguijada

y en la mancera una mano,

arando estaba en tal día

por no perder una huebra,

donde diz que el viento quiebra

cosa que él solo diría,

pues en aquella desnuda

tierra llana sin abrigo

le flagelaba el hostigo

la cara con saña cruda.

Y así malamente araba

y echaba el hombre sus cuentas,

las cuentas de aquellas rentas

que por las tierras pagaba.

Bien hechadas las tenía,

pero con mal resultado,

y así, terco y porfiado,

las iba haciendo aquel día;

«Las rastras ya no las miento;

hogaño, si pinta el año,

no será ningún extraño

que me arrimase a las ciento.

Se ha derramao en sazón;

la desará fue mu guapa,

y si sigue asín, no escapa

de haber buena granición».

(Este cálculo lo hacía

con las leves omisiones

de langosta, inundaciones,

de pedriscos y sequía…)

«¡Ahora, tanto pa calzar,

tanto en vestir y en comer…

(Y no hablaba de beber,

porque era hablar… de la mar).

«Tanto pa contribuciones,

tanto pa renta y simiente…»

Y así fue del remanente

practicando sustracciones.

Y de las ciento supuestas

sustrajo el tío Mariano

tantas fanegas de grano,

que al pasar de ciento éstas,

puso cara de ansiedad,

dijo con pena, mirando

y el cuerpo zarandeando,

las torres de la ciudad:

«Si hogaño fuese hallá un día

y el amo bajar siquiera

seis fanegas…, ¡cualisquiera,

cualisquiera me tosía!…»

¡Señor del tío Mariano!

si acude a ti, sé piadoso,

que harás un hogar dichoso

con seis fanegas de grano.

REGRESO

I

Estuve en la ciudad. Vi la materia

brillar resplandeciente,

correr arrolladora,

sonar dulce y rugiente

y en la vida imperar como señora.

Reina del mundo, la ciudad entera

su esclava fiel, su adoradora era.

Los sabios peroraban del aula en la trinchera,

en defensa del ídolo que amaban;

los coros de los hijos del Parnaso

coplas sublimes en su honor cantaban,

obstruían el paso

en plazas y jardines y museos

las estatuas alzadas a la diosa,

soberanos trofeos

que falange de artistas victoriosa

le rindió generosa

del ingenio de artísticos torneos;

y la gran muchedumbre

de libres ciudadanos de rodillas,

en hábito de eterna servidumbre

que no le pagan sus eternos amos,

entonaban su canto de costumbre:

“¡Te adoramos, oh diosa, te adoramos!”

Estuve en la ciudad y vi los sabios.

Fui dispuesto a escucharles de rodillas,

sin que allí mis palabras de hombre rudo

salieran de la cárcel de mis labios,

que en ellos hizo la ignorancia un nudo.

En su alas la fama vocinglera

llevó dos o tres nombres

al oscuro rincón de mi morada

que augusto templo del silencio era,

y una noble ambición que hay en los hombres

me hizo salir de mi rincón querido,

y a oír la voz que del saber es puerta

fui con el alma abierta

puesta debajo del abierto oído.

A entender los misterios fui dispuesto

de la vida y del mundo,

la fuerte base del obrar modesto,

la clave oscura del saber profundo,

la oculta vía del vivir sin brillo,

la esencia arcana del amor honesto,

la regla simple del pensar sencillo…

iba a aprender, sin tortuosos modos,

la fórmula del bien, los soberanos

conceptos graves del amor de hermanos

que nacimos de Dios, padre de todos;

y rasgadas las brumas que embarazan

la alta visión con su tupido velo,

iba a saber el punto en que se enlazan

la senda de la vida y la del cielo.

Y así como la abeja,

libado el polen, de la flor se aleja

y toma a elaborar el néctar puro

de su colmena en el recinto oscuro,

yo, conduciendo de placer henchido

mi carga de saber, carga de oro,

de los sabios tomada en el tesoro,

a las dulzuras del rincón querido

contento volvería

a labrar con el polen adquirido

miel de sabiduría…

¡Oh fama vocinglera!

¡Cuán fácil es el viento que te guía,

y tu sonora voz, cuán embustera!

La gran sabiduría nunca ha sido

música del oído,

torrente de palabras que allí cae

donde un hueco encontró, como el sonido,

que el viento que lo lleva se lo trae.

Ni es orgullo que ciega,

ni es encono que grita,

ni estéril voz que apasionada niega,

ni desprecio del bien que al mal invita.

Ni tampoco almacén abarrotado

de innúmeras ideas

que pueril vanidad ha amontonado

para que tú, ¡oh adulador!, las veas,

y tú, Fama veloz, vueles y cantes,

y tú, varón sencillo, oigas y creas,

y os asombréis vosotros, ¡oh ignorantes!

No, no; sabiduría,

en la noche del mundo tan sombría,

es estrella que alumbra,

brazo amigo que guía,

no relámpago breve que deslumbra

ni mano malhechora que extravía.

¡Oh tú, Fama embustera!

No alborotes las plácidas mansiones

donde quiere la vida ser sincera:

¡tienes otras regiones

donde suenan mejor tus huecos sones!

No vuelvas a mi casa: está cerrada

y en ella encarcelada

tu enemiga mortal, la Verdad ruda,

que no sale a la calle

porque nadie la quiere ver desnuda.

Y vosotros, ¡oh sabios!, cuyos nombres

no saldrán de la cárcel de mis labios,

una noble ambición que hay en los hombres

me trajo a vuestro pies… ¡Adiós, oh sabios!

Estuve en la ciudad y vi la vida.

Es ligera y hermosa,

del modo que es hermosa y es ligera

la ingrávida, la leve mariposa

que nace, vive y muere en primavera.

Y así como el insecto primoroso,

visitador inquieto de las flores,

más parece nutrirse de colores

que de polen sabroso,

la vida ciudadana

de la flor del placer fiel cortesana,

no se acercaba a ella

con aguijón de abeja laboriosa,

sino con frágil ala lujuriosa,

de mariposa bella.

¡Qué de prisa las horas sin regreso

rodaban por encima de los seres!

¡Qué nervioso el avance del progreso;

qué fuertes los placeres;

las fiestas, qué brillantes;

qué hermosas las mujeres

y los hombres, qué cultos, qué elegantes!

Lo que sabe el varón adusto y grave

que en el pobre lugar pasa por sabio,

cualquiera allí lo sabe;

por eso es elocuente todo labio,

porque los abre del saber la llave.

Conocen allí todos

los secretos del Arte y de la Ciencia;

saben de varios modos

faltar a la verdad con elocuencia;

saben negar, audaces;

saben reír, satíricos feroces;

saben gustar, voraces,

las mieles de las mieles de los goces,

y saben ser flexibles, distinguidos,

hablar con gran finura

y obrar con gran descoco…

¡Saben vivir unidos

amándose muy poco!

¡El saber, el saber! Ése era el lema,

la aspiración suprema

de la vida veloz que se vivía.

¡Se estudiaba el amor como un problema!

Y yo también quería

ser un sabio de aquellos que admiraba,

mas no lo quiso la fortuna mía.

Ufano contemplaba

montón de ideas mi cerebro hecho;

pero ¡ay!, se me olvidaba

en qué lado del pecho

mi corazón encadenado estaba.

Sensible corazón que ahora palpitas

al fuego del amor que ya te quema:

¿para qué pude yo necesitarte

donde el cerebro fabricaba el arte

y estudiaba el amor como un problema?

Yo pasaba los días presurosos,

entre sabios famosos,

y las noches pasaba entre poetas.

¡Qué días tan ruidosos!

Y las noches, ¡qué estériles, qué inquietas!

Y después de vivir la fácil vida

que una noble ambición, humana y santa,

me pintó de grandezas toda henchida,

ni ella me dio sabiduría tanta

como a cualquiera le infundió Natura,

ni a cantar aprendí con más dulzura

que la que puso Dios en mi garganta.

II

Pero ya estoy aquí, campos queridos,

cuyos encantos olvidé por otros

amasados con miel y con veneno.

¡Pequé contra vosotros!

¡Recibidme otra vez en vuestro seno!

Yo te conozco, solitario monte;

te cantaré de nuevo, patria mía;

beber quiero tu luz, ancho horizonte;

gozar quiero tu paz, ¡oh mi alquería!

Mis hijos inocentes

beben el agua de tus puras fuentes,

nutren su cuerpo con el pan sabroso

que produce tu suelo generoso,

tuesta sus puras frentes

la lumbre pura de tu sol caída,

y me los hinchan de salud y vida

los céfiros sedantes y serenos

que vienen de tus grandes encinares,

que vienen de tus mieses y tus henos,

que vienen de tus ricos tomillares…

Aquí no vive la materia inerte

esa vida que presta el artificio,

estéril disimulo de la muerte.

Viven aquí las cosas

porque en su entraña cada cual encierra

la del vivir intimación divina

que a ti te ha dado jugos, fértil tierra,

y a ti te ha dado savia, vieja encina.

Yo admiro la hermosura,

la soberana esplendidez grandiosa

que augusta ostenta sobre sí Natura;

pero ella es criatura,

no puede ser mi diosa;

y aunque canto postrado de rodillas,

delante de sus grandes maravillas,

que son del mundo hechizo,

yo sólo adoro en ella

la mano soberana que la hizo…

¿Y quién no besará la mano aquella

que ha sabido crear cosa tan bella?

Hombres de mi alquería,

custodios fieles de la hacienda mía:

los que vais encorvados

detrás de los arados

desgarrando los senos de mis tierras;

los que del hierro de la paz armados

abatís la esperanza de mis sierras;

los que andáis sin hogar, solos y errantes

guardando mis ganados noche y día;

los de mis montes fieles vigilantes;

los de mi casa honrada compañía;

los que colmáis de frutos diferentes

mi casa, mis laneros,

mis templados establos, mis graneros

y mis anchos pajares bienolientes…

Mayorales, gañanes y renteros,

cabreros y pastores,

colonos y yegüeros,

guardas y aperadores,

montaraces, zagales y vaqueros…

¡todos los hijos del trabajo rudo

que regáis con sudor la hacienda mía…,

salid a recibirme! ¡Yo os saludo

y os bendigo en la paz de la alquería!

Vengo a anudar el hilo

roto en mal hora del vivir tranquilo;

a humillar, cual vosotros, la cabeza

al yugo del trabajo cotidiano,

fuente de la riqueza,

padre providencial de la pobreza,

sal del vivir humano.

Que rueden por la mía,

como ruedan también por vuestras frentes,

las de honrado sudor gotas ardientes

que cuesta el pan del día,

y que sepan mis hijos inocentes,

cuando puedan mirar hacia el pasado,

que el pan sabroso que los ha nutrido

era pan amasado

con gotas de sudor por mí vertido.

Desciendan por mi frente

del sudor del trabajo los raudales

y bañen mi pupila distraída,

que esos son los cristales

a través de los cuales

debemos todos contemplar la vida.

¡Hijos humildes del trabajo honrado!,

yo la vuestra contemplo

como el más alto ejemplo

del vivir generoso y resignado;

y vuelvo a vuestro lado,

porque todo lo bueno que he aprendido

vuestro grave vivir me lo ha enseñado.

Yo traigo, en cambio, el corazón henchido

de anhelos puros, de doctrinas buenas

y de costumbres santas,

y vengo hasta vosotros decidido

a derramar el bien a manos llenas,

porque el Dios que me dio riquezas tantas

diome con ellas el mayor tesoro

que recibí de su divina mano:

¡un corazón de oro

que de todos los hombres me hace hermano!

Y tú, vida serena

de la blanca alquería,

de artificios vacía

y de vigores naturales llena…

Tú, soledad amena,

del encinar cargado de reposo,

donde flota un ambiente religioso

que de dulzor, ¡oh alma!, te enajena,

y un bienestar sabroso

que a ti, mortal escoria, te encadena

al placer de un vivir tan deleitoso…

Tú, feliz compañía

de la fe, del amor y del trabajo,

las tres que el alma mía

virtudes altas a la vida trajo…

Tú, silencio elocuente

que en el del campo bienhechor asilo

hablas grave y severo,

sabio maestro del pensar prudente,

padre fecundo del amor tranquilo,

fiel confidente del sentir austero…

Y tú también, jugosa poesía,

de este rico soñar del alma mía,

de este vivir en el hogar templado,

de este cantar en la alameda oscura,

de este dormir en el regazo amado

de la conciencia pura

que arrulla el sueño del varón honrado:

¡dejadme respirar esta frescura

de vuestro ambiente que a vivir convida,

que yo quiero vivir y ésta es la vida!

Y vosotros, los anchos horizontes,

los blancos caseríos,

los valles y los montes,

las fuentes y los ríos,

los áridos y grises labrantíos…,

la sombra de la encina,

la música del aire dulce y queda,

y el cantar de la honrada golondrina

y el ruidoso hojear de la arboleda…

El agua de la poza cristalina,

las guindas de mi huerto delicioso,

sus ricos toronjiles y albahacas,

el pan de mis pastores, tan sabroso,

la leche vadeante de mis vacas…,

¡regalazme con goces repetidos,

que os esperan, abiertos, mis sentidos!

Yo daré cuanto tengo,

que a derramar entre vosotros vengo

pedazos de mi ser a manos llenas:

para ti, mi sudor, hacienda mía;

para ti, mis cantares, Patria hermosa;

para vosotros, sangre de mis venas,

hijos amantes y adorable esposa;

para los hombres cuyas rudas manos

colman mi casa de riquezas tantas,

pan abundante con doctrinas santas

y el nombre sabrosísimo de hermano;

para el mal que a la lucha me provoca,

los de luchar inacabables modos;

para el Dios de la Cruz, mi fe de roca,

y el amor de mi alma, para todos.

¡Bendita, ¡oh Patria!, seas, que me has dado

uno en tu seno bienhechor asilo

para morirme en el vivir honrado

que es el secreto de morir tranquilo!

GANADERO

Tiene un viejo caballote,

de gigantesca armadura,

buen correr, mala andadura,

largo pienso y alto trote.

Tiene dos perros de presa

de ancha boca bien dentada,

por si una res empicada

se desmanda en la dehesa.

Tiene dos galgos zancudos

de ojos vivos como chispas,

flacas cinturas de avispas

y curvos dorsos huesudos:

dos destructores crueles

de las liebres y los panes,

pues corren como huracanes

y comen… como lebreles.

Tiene… nada a lo moderno:

perdiz en ancho jaulón,

escopeta de pistón

y polvorines de cuerno.

Y tiene tan larga capa,

tan ancha capa de paño,

que al caballote castaño

nalgas y cuello le tapa.

Gran pensador de negocios,

ladino en compras y ventas,

serio y honrado en sus cuentas,

grave y zumbón en sus ocios,

vividor como una oruga,

su vida de siempre es esta:

con las gallinas se acuesta,

con las alondras madruga.

Clavado en la dura silla

de su viejo caballote,

se va a Extremadura al trote

y al trote toma a Castilla;

y toma allá montaneras,

y arrienda aquí espigaderos,

y busca allá invernaderos,

y goza aquí primaveras,

y viene y va con ganado,

y vende, y vuelve a arrendar,

y paga y vuelve a criar…

y siempre está atareado.

Y entre tantos trajinares,

aun puede al año unos días

lucirse en las romerías

de los rayanos lugares;

porque el intrépido charro

juega tan bien a la calva,

que no hay en tierra de Alba

quien no respete su marro.

Ni hay labrador ni vaquero

que de tan brava manera

coja una manta torera

y eche a rodar un utrero.

Nadie como él ha lucido

yeguas en las «cuatropeas»,

y mantas en las capeas,

y marros en el ejido,

rumbos, en las romerías,

maña en los retajaderos,

fuerzas en los herraderos,

y enas tientas, valentías.

Pocas habrá tan certeras

cual sus sagaces miradas

para arrendar otoñadas

y calcular montaneras,

pesar un novillo «a ojo»,

vender oportunamente,

saber observar prudente,

saber mirar de reojo…

Mas, ¡ay, que todo declina!

Ya no baila, ni capea,

ya no lucha ni pulsea,

ya va viejo, ya se arruina…

Ya con su grave figura

y su aspecto, antes bizarro,

sombras de aquel cuerpo charro

que fue broncínea escultura…

¡Y no hay que hacerse ilusiones,

porque al charro más valiente,

se le arruga la frente…

se le arrugan los calzones!…

PUESTA DE SOL

Por un cielo mudo y frío,

sin nubes y sin color,

bajaba un sol moribundo,

muerta sombra de aquel sol

que las viejas primaveras

templaba fecundador.

Eran las tierras de ocaso

desiertos que Dios creó

para que el hombre se acuerde

del Paraíso de Dios

y muera con la nostalgia

del que es infinito amor;

y donde el cielo se unía,

sin nubes y sin color,

con una llanura muerta

que el ruido nunca habitó,

con lentitudes dolientes

organizaba aquel sol.

Y no tuvo en su caída

ni pueblo que la sintió,

ni pájaro que cantara

la vespertina canción,

ni selva que se moviera,

ni hombre que alzara su voz,

ni torre que se pintara

con el dorado arrebol,

ni sedalino celaje

que embebiera en su vellón

la púrpura derretida

del último resplandor.

Entre desiertos desnudos

la muerte le sorprendió,

y al que muere en el desierto

no le ve nunca el amor,

ni nadie le presta oídos,

ni nadie le dice adiós.

Así murió aquella tarde

solo y quejándose el sol:

¡Así se mueren los hombres

que han vivido sin amor!

MI MONTARAZA

I

No hay bajo el cielo divino

del campo salamanquino,

moza como Ana María,

ni más alegre alquería

que Carrascal del Camino.

En Carrascal nació ella,

y si antes no fuese bella

su natal tierra bendita,

fuéralo porque la habita

la rosa de monte aquella.

No nace en tierra cristiana

flor silvestre más lozana

ni hormiga más vividora,

ni moza más castellana,

ni mujer más labradora.

Hermosa sin los amaños

de enfermizas vanidades,

tiene unos ojos castaños

con un mirar sin engaños

que infunde tranquilidades.

Sencilla para pensar,

prudente para sentir,

recatada para amar,

discreta para callar,

y honesta para decir;

robusta como una encina,

casera cual golondrina

que en casa canta la paz,

algo arisca y montesina

como paloma torcaz;

agria como una manzana,

roja como una cereza,

fresca como una fontana,

vierte efluvios de alma sana

y olor de Naturaleza.

¿Qué extraño que los favores

implore yo del Destino,

si estoy enfermo de amores por la reina de las flores

de Carrascal del Camino?

II

¿Me quieres, Ana María?

Yo me he soñado que sí;

mas dudo que guarde impía

la ingrata fortuna mía

tesoro tal para mí;

pues de esos montes no lejos,

hay otros montes ceñudos

con montaraces ya viejos

que tienen hijos talludos

atentos a sus consejos.

Y sé que a esas alquerías

van también ricos señores

a celebrar cacerías,

a dirigir sus labores

y a ver sus ganaderías;

y a mí me causa terror

que en ese rincón de paz

den contigo, rica flor,

el hijo de un montaraz

o el hijo de un gran señor.

Felicidad que soñé,

esposa que presentí,

mujer que luego busqué

y ángel que al cabo encontré

deben de ser para mí.

Dile al hijo del señor

de la vecina alquería

que dice tu servidor

que no nació Ana María

para caprichos de amor;

que en las ciudades doradas

encontrará lindas flores

más suyas por delicadas…

¡Estas rosas coloradas

no son para los señores!

Pero si en ello porfía,

por ladrón de mi destino…,

¡lo mato si pisa un día

la raya de la alquería

de Carrascal del Camino!

Y el hijo del montaraz

de Castropardo el mayor,

el que oye mucho mejor

la voz de un viejo sagaz

que el grito de un noble amor,

si busca montaracías

que den en prados y montes

excusas y regalías,

llenos están de alquerías

esos anchos horizontes;

pues solo el amante fino

que ante el encanto se rinde

de tu mirar peregrino

merece pisar la linde

de Carrascal del Camino.

¿Me quieres, Ana María?

¿Me esperarás en la raya

de tu divina alquería,

cuando a la casa yo vaya

que pretendo llamar mía?

¡Qué buen esposo me hicieras!

¡Qué hogar tan feliz tuvieras,

si de ese monte feraz

tú la montaraza fueras

y fuera yo el montaraz!

Sé por guardas y pastores

que riges ya a maravilla

la casa de tus mayores,

donde, por buena y sencilla,

te adoran tus servidores;

y yo me tengo jurado

ser un amo tan honrado

y un montaraz tan cabal

como el mejor que ha pisado

los montes de Carrascal.

¿No sabes, Ana María

que yo he tenido parientes

en una montaracía

y sé lo que son sirvientes

y sé lo que es la alquería?

Hogaño he mercado en Alba

una yegua de Peñalba

de rutilante mirar,

tres años, negra, cuatralba,

rica sangre y buen andar;

un precioso bruto fiero

con nobleza de cordero,

blondas crines y ancha nalga,

músculos curvos de acero

y enjutos remos de galga.

Y en este animal brioso

que nunca al trajín se rinde

de su marchar vigoroso,

vigilaré cuidadoso

tus montes de linde a linde;

y ni en los montes vecinos

han de quedar clandestinos

y atreviduelos pastores,

ni furtivos cazadores,

ni leñadores dañinos.

Y corrigiendo criados,

y amparando desgraciados,

será nuestra casa un día

vivienda de hombres honrados,

colonia de la alegría.

¿Quién más dichoso ha de ser

que el hombre que va a tener

bellos campos que cuidar,

sabroso pan que comer

y esposa a quien adorar?

Deudos que enfermo me halláis,

amigos que me estimáis,

hombres que me conocéis,

todos los que me queréis,

todos los que me envidiáis,

¡pedid en justa porfía

que me conceda el Destino

la mano de Ana María

y aquella montaracía

de Carrascal del Camino!

EL POEMA DEL GAÑÁN

I

Era el tiempo llegado

de las puras mañanas otoñales,

las que tienen un sol tibio y dorado

que, de la hermosa vega enamorado,

desgarra, para verla, los cendales

de flotante vapor que la han velado

en las primeras horas matinales.

Mañana con alondras y rocío,

canturreos sonoros,

silvar de tordos y zumbar de río,

balar de ovejas y mugir de toros…

Alegre despertar de los lugares,

tañidos de campana,

humo de los hogares,

pura luz, tibio sol, dulce galbana…

Vinieron otra vez los esplendentes

serenos mediodías,

las tardes impregnadas de dolientes

dulces melancolías,

las noches de los húmedos relentes,

las misteriosas madrugadas frías…

La tierra laborable,

refrescada por lluvia saludable,

iba tomando con el sol tempero,

y al abrir el sencillo timonero

de los húmedos senos el tesoro,

tan frescos y amorosos se ofrecían,

que ellos mismos pedían

del puño sembrador la lluvia de oro.

Erraban dos por el azul profundo

jirones ambos de flotante nube,

como las alas que perdió un querube

que Dios ha puesto junto a mí en el mundo.

El aire se dormía,

extática la mente se quedaba,

el ojo distraído ver creía

que el suelo palpitaba

a impulsos de la vida que lo henchía,

y absorto en la visión, le parecía

que la inmensa llanura respiraba.

El alma vislumbraba

los misterios profundos

del eterno existir de los espacios

y el perenne equilibrio de los mundos.

Natura estaba henchida

del gran silencio que en lo grande anida,

y hundido en el abismo del reposo,

barruntaba el sentido vigilante,

el sereno rodar majestuoso

de la Tierra gigante…

La atmósfera era pura,

grande como los mares la llanura,

abierto el horizonte,

llenos los cielos de infinita calma,

llena de amores la quietud del monte,

llena de fe la soledad del alma…

Y el que suele rodar carro del tiempo

con paso presuroso

sobre la vida del mortal dichoso

que tiene que gozarla apresurado,

era allí tan piadoso,

que acortaba su paso, antes ligero,

y rodaba callado

para hacer el placer más duradero,

para hacer el sentir más sosegado.

Brotaban ya en las eras

quitameriendas de matices rojos,

criaban achicorias los rastrojos,

se llenaban las lindes de acederas

y los huertos de malvas y de hinojos.

La grata algarabía

de los bandos de tordos silbadores

los prados alegraba en que caía;

tábanos zumbadores

por la atmósfera erraban placentera,

holgaban los pastores,

tomando el sol en la feraz ribera,

y reía el regato en la hondonada,

y apuntaba la grama en la pradera…

Nuncios de la otoñada…

¡Tiempos de sementera!

¡Gran Dios: tan bellos días

haces caer de tus hermosos cielos

que hasta me obligan a olvidar mis duelos

y es pecado olvidar lo que tú envías!

II

Echa surcos derechos

a mi ventana;

labrador de mis padres serás mañana.

(Cantar popular castellano).

La postrer melodía

sonó amorosa del cantar suave

que vino de la vaga lejanía

con blando ritmo de volar de ave.

Rayaba el puro día;

el rústico cantor, embebecido

de su labor en la profunda calma,

plegó sus labios y rumió el sentido

de aquel cantar que le llegaba al alma.

Era verdad lo que el cantar decía.

En aquel lugarejo que dormía

bajo la fronda espesa

de la mansa alameda juguetona.

Trabajo era honradez y Amor promesa;

Trabajo era virtud y Amor corona.

Y el gañán laborioso

se deleitaba en el sentido hermoso

del cantar de la moza castellana,

que al elegir para mañana esposo

buscaba labrador para mañana.

Él también intuía

que el trabajo es virtud, es armonía,

es levadura del placer humano,

frente del bien, secreto de la suerte,

deber del hombre sano,

honra del varón fuerte

y vanidad de mozo castellano

que el pan que come con la misma toma

con que lo gana diligente mano.

Y meditando sobre aquel mañana

del severo cantar de la aldeana,

pensó en sus padres, de ternura lleno,

pues sus frentes rugosas le decían

las gotas de sudor que se vertían

para dar a los hijos pan moreno.

Y absorto, grave y mudo,

vio grabado en el libro del Destino

aquel cantar desnudo,

primera estrofa del poema rudo

de la vida del pobre campesino.

III

De poco le servía

labrar la tierra,

como sus bendiciones

Dios no le diera.

Así cantó el labriego

con música de intensa melodía

que en el sentido derramó ambrosía

y en la conciencia derramó sosiego.

Mediaba el puro día.

La quietud de la atmósfera pesaba,

la yunta se dormía,

la brisa se paraba…

y las pardas alondras del camino

se quedaban extáticas bebiendo

las dulzuras del ritmo peregrino

que del manso cantar iban fluyendo.

Era el himno aldeano,

salmo de agradecida criatura

que a Dios concibe en la celeste altura

dándonos pan con amorosa mano;

severo canto llano

que al rudo mozo le enseñó Natura

para el culto del templo soberano

de la vasta llanura,

que aún es estrecha para altar cristiano.

Y yo escuchaba embelesado y mudo

la piadosa letrilla,

decir sincero de la fe sencilla,

hija de un pecho rudo

donde nunca arañó, ruin y sañuda,

la sama miserable de la duda.

El hijo del trabajo,

surco arriba marchando y surco abajo,

buscaba en el trabajo solamente

los pedazos de pan que el suelo encierra,

porque siempre creyó cosa evidente

que el sudor de la frente

es el mejor abono de la tierra.

Pero también creía

que es la mano de Dios omnipotente

quien a la tierra laborable envía

el sol que la caldea,

la escarcha que la enfría,

la brisa que la orea,

la lluvia que la baña y sanea…

La mano soberana,

fuente de vida de la raza humana;

la mano de las grandes maravillas;

la que encierra en minúsculas semillas

gérmenes diminutos,

misterio del amor encantadores

de donde brotan las hermosas flores,

de donde surgen los sabrosos frutos…

Así se lo decía

la firme y pura que adquirido había

fe de granito en el hogar amado;

y aquel cantar piadoso y sosegado

que del alma escapó por la garganta

fiel expresión de sus sentires era,

porque el alma sincera

lo que siente, y no más, es lo que canta.

IV

Dice la mi morena

que cuando voy a arar

se entristecen los campos

y se alegra el lugar.

La labor terminaba. Atardecía,

y la copla postrera,

más rica que ninguna en armonía,

más dulce en el caer, más plañidera,

más empapada en la nostalgia austera

que infunde el campo de la patria mía,

voló por la llanura

y en el alma cayó por el oído

con cadencias de lánguida dulzura,

con dejos de quejido

y amorosos temblores de ternura.

Era el himno sereno

del amor castellano,

de prudente pudor, de calma lleno,

como el alma del rústico aldeano:

vibración de los gozos y las penas

de las almas serenas,

ante robusto de las almas rudas,

hondo consuelo de las almas buenas,

único idioma de las almas mudas…

¡Señor, si tus enojos

haces caer sobre miseria tanta

como aflige a cualquiera de tus hijos,

ponle llanto en los ojos,

ponle abrojos debajo de la planta,

ponle arrugas y canas en la frente;

pero déjale voz en la garganta,

porque bien sabes Tú, Dios providente,

que no puede vivir el que no canta!

Camino de la aldea,

que, oculta entre los álamos, humea,

delante del muchacho distraído

la yunta va marchando,

el arado del yugo suspendido

y el timón arrastrando.

Lánguidamente declinaba el día;

la brisa se hizo fría,

la alondra se acostó, cantó el mochuelo,

el murciélago errante

culebreó con dislocado vuelo.

Era verdad lo que el cantar decía.

A medida que el mozo la dejaba,

la llanura ¡qué triste se ponía!

¡qué sola se quedaba!

Todo en ella decía

que él era el alma del terruño muerto,

él era lengua del paisaje mudo,

él la nota viviente del desierto,

el sacerdote rudo

de aquel templo desnudo,

al culto grave del trabajo abierto.

Y a medida que el campo se ponía

como la copla del gañán decía,

se alegraba el lugar con los rumores

de la humilde legión de labradores

que a la aldea volvía

en busca del pedazo de cariño,

la pobre cena en el hogar risueño,

las caricias de un niño

y unas horas dulcísimas de sueño.

Cuando el mozo pasaba por la era,

del lugarejo plácida vecina,

le pidió una campana plañidera

la oración vespertina,

y él la rezó con la piedad sincera

y algo inconsciente de la fe prístina.

En el cielo amarillo del Poniente

brilló una estrella rutilante y pura,

y el mozo, indiferente,

la bio cabrillear, fija en la altura;

pero de aquella cristalina fuente

que está junto al camino

vio venir hacia él alegremente,

como bando de alondras trinadoras,

alborotado grupo peregrino

de garridas muchachas habladoras.

Y ojos que no cegaron

con la luz del lucero vespertino,

deslumbrados quedaron

al fulgor de una estrella

de la gentil constelación humana…

Con las Rebecas del alma castellana

que el mozo vio venir… ¡estaba «ella»!

Ése es un hijo de la patria mía:

el que Natura para el Cielo cría,

el que entero en la vida se derrama,

porque a vivirla, generoso, viene,

trabaja, reza y ama:

¡Dios no le pide más: da lo que tiene!

PRESAGIO

I

¿Ves ese tronco, Agustina,

que en el hogar se calcina

y da a mis miembros calor?

Pues es el de aquella encina

del valle de Fuenmayor.

No mataron sus vigores

ni el cuchillo de la helada

ni el dogal de los calores,

sino la mano pesada

de los años destructores.

Allá, cuando Primavera

verdes los campos ponía,

y mi alegre pastoría,

derramada en la ladera,

desde el valle se veía,

viví como un rey en él

de esa encinita a la sombra.

¿Dónde hay tronco como aquel?

Hierba y flores por alfombra,

y amplias ramas por dosel.

Allí aprendí a meditar

y sentí las embriagueces

del alto y puro pensar,

y por gozarlas cien veces

por eso aprendí a cantar.

Y sonaron mis canciones

a ruido de hojas de encina,

arpa ruda cuyos sones

dieron al alma emociones

y al estro voz peregrina.

En julio, el abrasador,

cuando a la ruda labor

iba con mis segadores

a aquellos alrededores

del valle de Fuenmayor,

esa vieja venerable,

único asilo habitable

de la abrasada llanura,

me daba sombra agradable

con hábitos de frescura.

Porque el que puso en el cielo

un sol que calcina el llano,

pone una sombra en el suelo,

como en el dolor humano

pone de la fe el consuelo.

Y aquella encina frondosa

que en las gayas estaciones

me dio música amorosa,

cuya dulzura sabrosa

cayó sobre mis canciones,

diome después, en estío,

fresco dosel protector,

y ahora, que invierno sombrío

me tiene yerto de frío,

presta a mi cuerpo calor.

II

Así fueste tú, mujer.

Me diste en las primaveras

de aquel encantado ayer

las poéticas primeras

impresiones del querer.

Y así como la armonía

que de la encina caía

se derramó en mis canciones,

tu amor en el alma mía

vertió mundos de ilusiones.

Después, cuando me agobiaba

la dolorosa fatiga

de un vivir que ya se acaba,

tú fuiste la sombra amiga

donde el alma descansaba.

Y ahora, que ya está conmigo

del alma el invierno helado,

que es su postrer enemigo,

viviendo estoy amparado

de tu cariño al abrigo.

Yo tengo miedo, Agustina,

que el tiempo que se avecina

me busca amenazador…

¡Ay, que ya murió la encina

del valle de Fuenmayor!…

DEL VIEJO, EL CONSEJO

Deja la charla, Consuelo,

que una moza casadera

no debe estar en la era

si no está el sol en el cielo.

Tu hogar tendrás apagado,

y al mozo que habla contigo

le está devorando el trigo

la yunta que ha abandonado.

Mira que está oscureciendo,

que en las riberas lejanas

ya están cantando las ranas,

ya están las aves durmiendo.

Que tocan a la oración,

y hay gentes murmuradoras

cuyos ojos a estas horas

cristales de aumento son.

Y es que los oscureceres

son unas horas menguadas

que han hecho ya desgraciadas

a muchas pobres mujeres.

Mira, muchacha, que ha sido

la tarde muy bochornosa

y va a ser fresca y hermosa

la noche que ha producido.

Mira que son muy contadas

las fuerzas de la memoria:

mira que huelen a gloria

las mieses amontonadas,

y está tu galán delante,

y está tu hermanillo ausente,

y está el amor en creciente

y está la luna en menguante;

y a luz tan débil yo creo

que sola a salir no atinas

del laberinto de hacinas

donde metida te veo.

Tal vez si el mozo me oyera

pensara que esto es perfidia,

creyera que tengo envidia,

que tengo celos dijera,

pues con la venda de amor

no viera que soy un viejo

que solo con un consejo

puedo acercarme a tu honor.

Vete, muchacha, y no quieras

llorar prematuros gozos,

que sé lo que son los mozos

y sé lo que son las eras;

y en tales oscureceres

pláticas tales de amores

dicen los murmuradores

que son de tales mujeres…

y tienen razón, Consuelo,

que una moza casadera

no debe estar en la era

si no está el sol en el cielo.

CANCIÓN

Aquí se siente a Dios. En el reposo

de este dulce aislamiento

un fecundo sentido religioso

preside el pensamiento.

Derrámase por uno de dulzuras

ambiente equilibrado,

y en él cosecha las ideas puras

de que está penetrado.

Y sereno después, las alas tiende

y escala el firmamento,

seguro como el pájaro que hiende

su apropiado elemento.

Entonces toca el alma lo profundo

del alto amor sin nombre

y quisiera que un templo fuera el mundo

y un sacerdote el hombre.

¡El mundo, el hombre! Tras el doble abismo,

solo esto es luminoso:

¡cuán feliz puede hacerse el hombre mismo,

y al mundo, cuán hermoso!

Desde este solitario apartamiento

del monte sosegado

contemplo el armonioso movimiento

de todo lo creado.

¡El trabajo es la ley! Todo se agita,

todo prosigue el giro

que le marca esa ley por Dios escrita,

dondequiera que miro.

Aquel pardo milano vagabundo

buscando va la presa,

que le cuesta medir ese profundo

vacío que atraviesa.

Riega el labriego la feraz besana

con sudor de su frente,

si rubio trigo le ha de dar mañana

para nutrir su gente.

Quiere la golondrina nido blando

para el amor sentido,

y mis ojos fatiga acarreando

pajuelas para el nido.

A los vientos la abeja se encadena

y la hormiga al sendero,

para llenar aquella su colmena

y estotra su granero.

La mansa yunta trabajosamente

tira del tosco arado,

y el pesado mastín va diligente

detrás de su ganado.

¡Todo el trabajo se ligó fecundo!

¿Y yo he de estar ocioso?

¿Y yo he de ser estéril en un mundo

nacido fructuoso?

¡Arriba, arriba! ¡El corazón al cielo

y a la tierra los brazos!

¡A la suerte del mundo unirme anhelo

con más estrechos lazos!

¡La pluma, los cinceles, la mancera,

la espada victoriosa!…

¡Dadme lo que queráis, que abierta espera

mi mano vigorosa!

Si sé cantar, te elevaré canciones,

¡oh Patria infortunada!,

que mil hay en tu amor inspiraciones

para la lira airada.

Si es la piedra a mis manos obediente,

venga el cincel a ellas,

que el suelo patrio sembrará mi mente

de creaciones bellas.

Si hace falta una mano y una vida

dad a aquella una espada,

y toma tú mi sangre, ¡oh dolorida

Patria desventurada!

Y si mi suerte, pero ruda mano

solo puede servirte

para en los surcos enterrar el grano

que de oro puede henchirte,

para en tus vegas derramar tus ríos,

para abonar tus tierras,

y coronar de montes tus baldíos

y enriquecer tus sierras…,

entonces no me arrojes al semblante

deberes no cumplidos,

porque yo soy el hijo más amante

de tus campos queridos,

y para hacer esta canción honrada

que el alma me pidiera

he dejado un momento abandonada

mi tosca podadera…

INVITACIÓN

Señores de la ciudad:

si ella admite en su grandeza

vientos de sinceridad,

ruidos de Naturaleza

y aromas de soledad;

si en vuestros breves vagares

merecen entreteneros

las coplas y los cantares

de oscuros, pero sinceros,

rimadores populares,

cerrad los ojos expertos

al artificio ingenioso

y oíd sus rudos conciertos

con los sentidos abiertos

del percibir vigoroso.

Cabe la misma espesura

donde ha soltado Natura

su coro de ruiseñores,

puso una legión oscura

de más sencillos cantores.

Y no es artista el sentido

que, por sencillos y tantos,

desprécialos, distraído:

¡algo dirán esos cantos

al alma si no al oído!

Algo tendrá todo ardiente

pecho que así se derrama;

que en el concierto viviente

todo lo que canta siente;

todo lo que siente, ama.

Y es el amor cosa tal

que todo amor es hermoso,

vibre en un alma inmortal

o en el pechuelo fogoso

del ave del matorral.

Y es el cantar una cosa

que para el alma amorosa

toda canción es hermosa

si quiere amores decir.

Señores de la ciudad:

los del cerebro cansado,

que aun corre tras la verdad;

los del ingenio aguzado

que inventa la novedad…

Si frívolos y ligeros,

cual sus artificios ruines,

no os parecen ya sinceros

esos de vuestros jardines

ruiseñores prisioneros,

¡venid al campo a escuchar

a otros sencillos cantores

que os pueden acaso dar

algo más que los primores

de un ingenioso cantar!

¡Subid, siquiera, a la altura

de esas torres elevadas,

a ver si la brisa pura

lleva del campo tonadas

de las que enseña Natura!

¡Y aunque el ingenio las mida

y arguya que no son bellas,

probad su savia escondida,

sentid con ellas la vida

y haced el arte con ellas!

Señores de la ciudad:

si henchir queréis de verdad

el mundo de la belleza,

dejadle a Naturaleza

su centro de majestad.

SURCO ARRIBA Y SURCO ABAJO[1]

Araba el tío Roque

con su yunta de dóciles vacas:

con la Triguerona,

con la Temeraria.

Y conforme la reja iba hendiendo

la tierra esponjada,

que al calor y a la luz descubría

las frescas entrañas,

el secreto pensar del tío Roque,

que el silencio en redor barruntaba

por imán de silencio arrancado

del fondo del alma,

a esparcirse sin miedo salía

de la cárcel estrecha en que estaba,

y en las alas de un aire de otoño

se cernía con estas palabras:

¡Vuelve, Triguerona!

¡Vuelve, Temeraria!

Si la mesma canción de otros años

hogaño nos pasa,

di que nos avía

la miaja senara.

Ca vez más señora

te se pone la tierra y más mala.

No te sirve que le eches simiente

como chochos de gorda y de blanca,

ni que en piedra lípiz

gastes las pestañas,

ni que rompas, y bines y tercies,

y les des aricá bien temprana.

Cuasi con coguelmo

seis fanegas o siete derramas

y te dan veintinueve raídas,

que ni cuasi el trabajo le sacas.

Y esto es echar uno

las cuentas galanas,

porque si una pedrea te viene,

que no son muy ralas,

ni siquera te deja un pajuco

pa sacar del invierno las vacas,

¡cuanti más un chocho

pa meter en casa!

Y entá no es lo malo

que no cojas nada,

porque en un apurón, hate cuenta

que un invierno… en la cárcel se pasa;

pero, amigo, te afronta con pagos

porque, claro, que no tienes cara

pa cuadrarte y decir que lo debes…

pero no lo pagas…

y lo cual es mejor no decirlo,

pues no habiendo vergüenza, no hay nada

¡Vuelve, Triguerona!

¡Vuelve, Temeraria!

Porque no es el decir de que diga

que no aguantas ancas,

y que te rebelas,

u que te aperrangas,

porque en viéndote ya mancornao

te quiten la carga

Es que ya no puedes el dir más adelante

porque cuasi el aliento te falta,

porque viene de atrás la flojera,

porque no puedes ya con las rastras…

¡Vuelve, Triguerona!

¡Vuelve, Temeraria!

Si pintaran dos años arreo,

pues entá se tapaban las faltas

y el perro que hogaño

nos dio la senara.

Yo cuasi que tengo

como confianza,

porque entá no creí que venían

las primeras aguas

y la tierra con ellas se ha puesto

amorosa que gusta el ararla,

de modo y manera

que la cosa no empieza tan mala.

Y no miento ahora

los runrunes continuos que andan

de que el rey mesmamente en persona

viene a Salamanca,

que no es mala seña

si tampoco falla…

¡Vuelve, Triguerona!

¡Vuelve, Temeraria!

Yo no sé, pero yo me magino

de que el rey no vendrá a ver la Plaza,

que en el mesmo Madrid habrá muchas,

no agraviando a la nuestra, tan guapas.

Me magino de que él no se fía

y que viene a oservar lo que pasa,

porque hacienda en poder de criaos

se la lleva en un verbo a la trampa.

Me magino que viene a enterarse

de si tiras p’alante u atrasas,

de si siembras, u comes, o ayunas,

u pierdes u ganas.

De modo y manera

que en queriendo fijarse una miaja,

se ha de dir al Palacio enterao

de má e cuatro lástimas,

que, si a mano viene,

podrá remediártelas,

u quisiera poner los posibles,

que en pusiéndolos bien no te fallan…

Yo no sé; pero yo me magino

de que el rey no vendrá a ver la Plaza.

Y si solo la Plaza le enseñan

los de Salamanca…

¡Para, Triguerona!

¡Tente, Temeraria!

A SU MAJESTAD EL REY[2]

Señor: No soy un juglar;

soy un sincero cantor

del castellano solar.

Canto el alma popular;

no tengo nombre, señor.

Por eso, porque un oscuro,

porque un sincero es quien canta

y no un cortesano impuro,

oiréis el de mi garganta

canto llano, pobre y duro.

Más placerá a vuestro oído

el débil trinar sentido

del pájaro del erial

que el resonante graznido

del hueco pavo real.

Señor: si en ese sagrado

solar de español sentir

han ante vos ocultado

con luz de vivir dorado

sombras de negro vivir,

mintió la vieja embustera

que llaman cortesanía…

¡Mejor a su rey sirviera

si, en bien de la Patria mía,

verdad a su rey dijera!

No sé con reyes hablar;

mas, bien podréis perdonar

que yo platique con vos

tal como en son de rezar

platico de esto con Dios.

Estáme la fe enseñando

y estáme el amor diciendo

que todo se toma blando

a nuestro Dios invocando

y a nuestro rey requiriendo.

Que Dios corona a los reyes

para que a mundos mejores

lleven innúmeras greyes,

mejor que atadas con leyes,

sueltas en cursos de amores.

Señor: en tierras hermanas

de estas tierras castellanas,

no viven vida de humanos

nuestros míseros hermanos

de las montañas jurdanas.

Señor: no oigáis las canciones

de las doradas sirenas,

que solo cantan ficciones…

¡Los más grandes corazones

son los que arrostran más penas!

Dolor de cuantos los vieren,

mentís de los que mintieren,

aquí los parias están…

De hambre del alma se mueren,

se mueren de hambre de pan.

Hasta este monte eminente

donde rimo mis cantares

sube famélica gente

que mis modestos manjares

devora violentamente…

Tanta pena he contemplado

que unas veces he llorado

con llanto de compasión,

y otras mi voz han velado

gemidos de indignación.

Porque infama la negrura

de la siniestra figura

de hombres que hundidos

están en un sopor de incultura

con fiebre de hambre de pan.

Limosna de un rey cristiano

es manantial soberano

de grande consolación…

Mas nunca llega la mano

donde llega el corazón.

La Patria es madre amorosa

que hace milagros de amores…

¡Tienda una mano piadosa

que disipe los horrores

de esta visión afrentosa!

Señor: no soy un juglar.

Yo nunca rimo un cantar

si no me lo pide amor.

La Patria me hizo vibrar…

¡Patria sois también, señor!

BRINDIS[3]

Mi pobre prosa rimada

no podrá deciros nada

que suene a cosa asombrosa:

esto será una charrada;

no puede ser otra cosa.

No abráis el avaro oído

creyendo que raro y bueno

manjar de allende he traído,

que yo jamás me he nutrido

con pan de terruño ajeno.

Pienso que el nuestro es fecundo,

como todo lo español.

Pienso que no hay en el mundo

grano que arraigue profundo

debajo de extraño sol.

Por algo Natura cría

ventiscares en la sierra

y alamedas en la umbría:

por algo hay quien moriría

si no viviera en su tierra.

En ella y a vuestro lado

fuera tremendo pecado

cantar en música extraña

que de frente o que de lado

no venga a decir: ¡España!

Más todavía: ¡Castilla!;

todavía más: ¡Salamanca!,

y aún más: la pobre aldeílla,

la limpia casita blanca,

la cuna, la paz sencilla…

Si el molde parece estrecho

de mi canción natural,

decidlo a Aquel que me ha hecho

pajarillo del barbecho

y no lorito real.

Naturaleza ha querido

que cada ser dé una nota

viva un campo y tenga un nido:

orden sabio y bien sentido

que sólo el cuco alborota,

pues tiene la mala maña

de que los huevos que pone

se incuben en casa extraña.

¡Pecado igual Dios perdone

a muchos hombres de España!

Si a la selva tenebrosa

fuese la alondra armoniosa,

no supiera entre el ramaje

dar la nota misteriosa

del silencio del boscaje.

Y si al barbecho viniera

cotorra exótica y rara

cantando la sementera,

ni el ave la interpretara,

ni el labriego la sintiera.

¿Quién da la nota del río

mejor que el mirlo sombrío

nacido entre sus mimbrales?

¿Quién canta los majadales

como el cárabo bravío?

¿Quién da la visión entera

de carrascosa ladera

como la perdiz bizarra?

¿Quién mejor que la chicharra

canta las mies en la era?

¿Suenan bien en los jarales

músicas de colorines?

Silbos de águilas reales,

¿nos dirán en los jardines

lo mismo que en los canchales?

Y el ronco graznido duro

de deforme buitre impuro,

¿cómo podrá matizar

el divino claroscuro

de la paz del olivar?

Cantemos nuestra tonada,

la genuina, la sincera:

tú, ruiseñor, la alborada;

tú, alondra, la barbechera,

y yo, charro, la charrada.

A sus típicos primores,

tan rudos como bizarros,

hoy daré finos colores,

porque la canto entre charros

disfrazados de señores.

Que quepan en ella quiero

la aldeílla y la ciudad,

ambas con vivir entero,

que es en aquella el granero

y aquí la Universidad.

Aquél da al cuerpo vigores,

ésta da al alma ideales…

Sudor de mil labradores

y saber de cien doctores,

son dos tesoros iguales.

Dice la Escuela: «Yo un día

fui madre y templo sagrado

de toda sabiduría.

Jamás numerar podría

los hijos que he amamantado.

Del seno de que nacieron

saberes hondos bebieron

disueltos en fe de Cristo.

Honor los hijos me hicieron,

grande los siglos me han visto.

Fui fragua del pensamiento,

yunque del entendimiento,

levadura de la vida,

brújula en mar turbulento,

sol de la Patria querida.

Sol cuya rica influencia

bajó sobre la opulencia

de los troncos y fue ley,

que el alcázar de la Ciencia

más alto está que el del rey.

Ahora, lacrimosos coros

me afligen con tristes lloros

diciéndome que soy ruinas,

que soy hueco de tesoros,

jirón de edades divinas,

sombra augusta y venerable,

muerta gloria inolvidable,

vieja majestad caída,

triste membranza adorable,

puesta de sol dolorida…

Y me suenan esos trenos

a quejidos de hijos buenos,

mas, ¡ay!, que también me suenan

a estériles falsos truenos

que el viento de ruidos llenan.

Algo lloran que es verdad.

Vinieron tiempos tiranos

que al grito de libertad

encadenaron las manos

de esta pobre majestad.

Y adiós trono, centro y manto,

y adiós oro y esplendores,

¡mucho grande y mucho santo!

¡Mas no los santos amores

de los hijos que amamanto!

No el pan de su inteligencia

ni la luz de su conciencia,

porque yo siempre seré

el alcázar de la Ciencia

y el castillo de la Fe.

Si reina fuese, mi suerte

rodara por rumbos fijos

que van a dar a la muerte

No soy reina; soy más fuerte:

¡soy madre de muchos hijos!

¡Hijos!, os pido un mañana

como el ayer que gocé,

¿será mi súplica vana?

¡Oh, no!, cuanto más anciana.

más madre os pareceré…»

Dice el granero al gañán:

«Yo soy tu rico tesoro,

soy el sudor de tu afán,

sudor que ha cuajado en oro

y oro que luego soy pan.

El pan de la esposa buena

que esotro cuarto vecino

con celo de hormiga llena

de blandos copos de lino

que en lienzo de nieve ordena.

El pan de tus tres mozones,

enhiesto como negrillos,

alegres como esquilones,

dóciles como chiquillos

y fuertes como leones.

El pan de tus dos mozuelas,

sus cintas de oro y alpaca,

sus dengues y lentejuelas,

sus cruces de Alcaravaca,

sus hilos y sus chinelas.

Y el pan del hijo mayor,

que es pan blanco de ciudad,

como que es para un señor

que pronto será doctor

de nuestra Universidad.

Labrador que vas arando,

mete la reja más honda,

que el filón se va agotando,

y el tiempo viene apurando

y el oro es de quien ahonda.

De este modo tan sincero

y en este sentido amante,

nos hablan lenguaje entero

a mí, labriego, el granero,

y a ti, la Escuela, estudiante.

Son la Patria en la indigencia.

¿Qué pide a nuestra conciencia?

Espigas de un mismo haz:

que tú les des gloria y ciencia.

Que yo les dé trigo y paz.

¡Gracias a todos, señores!

De esta rica convidada

llevo en el alma sabores

que yo no comparo a nada…

¡He comido pan de amores!…

Y no hay deleites humanos

ni más grandes ni más sanos

que estos que son mi ideal:

pan de trigo candeal

comido en paz y entre hermanos.

Entre hermanos, sí, señores,

que aunque vos, señor rector,

de quien son estos honores,

tengáis muy lejos amores

que hermanos son de este amor,

yo tengo a otro amor sujeto

mi corazón de cristiano,

un corazón que, discreto,

os llama sabio en secreto

y en público os llama, hermano.

¡Adiós! ¡Hasta la primera!

Gente que estudia o que ara,

debe ser poco fiestera.

Yo me voy a mi senara,

que estamos en sementera.

DE RONDA

I

Al pardear se encontraron

y hablaron estas palabras:

—¿Ande vas?

—Voy al casillo.

—¿No sales luego una miaja?

—Daremos un cacho vuelta

cuantis que apaje las vacas.

Me faltan cuatro posturas.

—Pues yo voy a darles agua.

—¿Al río?

—No, al Mullaero.

—Pues bien mala está esa charca.

Y los mozos se apartaron

sin decirse más palabras.

II

Era una noche de enero

muy fría, serena y clara:

noche de muchas estrellas

y pocos ruidos. Helaba.

Cuatro mozos embozados

en sus anguarinas pardas

platican, y no de amores,

en la mitad de la plaza:

—¿Qué andáis haciendo estos días?

—Pues hate cuenta que nada:

arrecogiendo buñicas

en los praos; mi padre, en casa.

Y vusotros, ¿ánde andáis?

—Hiciendo también la engaña:

hoy, a por unos carrascos

pa masar. La otra semana

no nos vagó dir a ellos

y derrotemos más támbaras…

—Y tú, Juan, ¿andas a istierco?

—No, maldito: ya no hay nada;

cuasi de viga derecha

to el día. Pasó mañana

habrá que echarlo al molino

con garrobas pa las vacas,

y el desotro a por adobes

pa gobernar una miaja

las tenás del otro barrio…

—¡Chachos, qué noche tan rasa!…

No se barrunta una mosca.

—No, pues ancá de Luciana

buena zorita traían

cuando yo salí de casa

—Hay baile.

—¿De pandereta?

—¡Quia, de badil!

—¿Quién cantaba?

—Pues por un lao parecía

Quica, y por otro Colasa.

—¡Son tan autás!…

—¿Y de mozos?

—Cuatro chavalillos…, nada.

—¡Chico, pai han jijao!

—Esos serán los Pardalas

que salen de ancá de Petra…

¡Callarsos a ver si cantan!…

—Ellos son, hombre, no escuches,

¡si han jijeao!…

—¡Coine, calla!

¡Tú jijea y que hablen ellos!

—¡Ay jijí!…

—¿Quién vive?

—¡España!

—Buenas noches.

—Buenas noches.

—Y frescas. ¿De qué se trata?

—Pues decían que esta noche

iba a hacer baile Luciana

porque iba a venir a ella

un mozo de Matamala,

que dice que gasta ponche

y que toca la dulzaina.

—Pues lo del mozo es mentira,

porque han ido ancá Luciana

tres veces los mayordomos

a cobrar el vino y… ¡nada!

Lo que hay es baile.

—Pues vamos.

—¡Si es de badil!

—¿Y qué? ¡Hala!

—¡Muchachos, la toná nueva!

—¡Los que la cojáis, echaila!…

III

Y abriendo mucho las bocas,

llegaron ancá Luciana.

Cerrada estaba la puerta,

la casa en silencio estaba,

porque su gente tenía

que masar muy de mañana

y no madruga la gente

si las veladas son largas.

Calle abajo, calle abajo

la ronda siguió su marcha

y no dejó aquella noche

calleja no paseada,

ventanillo no atisbado,

gato que no apedreara,

perro echado, charco lleno

y estrella no contemplada.

—¡Chachos, debemos de dirnos,

si sos parece, a la cama;

que antes que nos percatemos

la gente vieja reballa.

Si no, mirai las cabrillas

por ánde van ya…

—Pues anda,

que yo que tengo en el cinto

la llave pa entrar en casa…

¡Huy, Dios, como me barrunten,

verás mi madre mañana!

—Pues, chicos, yo no me acuesto;

me voy a apajar las vacas

cuantis me quite esta ropa

pa dir temprano a por támbaras,

—Y a mí me dijo mi madre

que a cepas, chico, ¡pues anda,

que voy a tener un cuerpo

pa rozar!… ¡Huy qué galbana!

—Pues yo, galán, a buñicas…

—Y yo a calentar el agua

pa masar.

—Y yo al mercao.

—Y yo a piedra.

—Y yo a las cabras.

Conque, muchachos, que es hora:

¡cada uno pa su casa!

Y el grupo de rondadores

se abrió como una granada.

IV

Al poco rato la aldea

muerta del todo quedaba;

la alborada aún no venía,

declinó la luna blanca,

relucían las estrellas,

iba en aumento la helada,

el suelo se endurecía,

los tejados blanqueaban…