FECUNDIDAD

I

Mucho más alto que los anchos valles,

honda vivienda de la grey humana;

mucho más alto que las altas torres

con que los hombres a los siglos hablan;

mucho más alto que la cumbre arbórea,

llena de luz, de la colina plácida;

mucho más alto que la alondra alegre

cuando en los aires la alborada canta;

mucho más alto que la línea oscura

que hay de la sierra en la fragosa falda,

donde empieza el imperio de las fieras

y las conquistas del trabajo acaban…

Allá, en las cumbres de las sierras hoscas,

allá, en las cimas de las sierras bravas;

en la mansión de las quietudes grandes,

en la región de las silbantes águilas,

donde se borra del vivir la idea,

donde se posa la absoluta calma,

su nido asientan los silencios grandes,

el tiempo pliega sus gigantes alas

y el espíritu atento

siente flotar en derredor la nada…;

allá, en las crestas de los riscos negros,

cerca del vientre de las nubes pardas,

donde la mano que los rayos forja

las detonantes tempestades fragua,

allí vivía el montaraz cabrero

su tenebrosa vida solitaria,

melancólico Adán de un paraíso

sin Eva y sin manzanas…

Las sierras imponentes

le dieron a su alma

la terrible dureza de sus rocas,

la intensa lobreguez de sus gargantas,

las sombras tristes de las noches negras,

la inclemencia feroz de sus borrascas,

los ceños de sus día cenicientos,

las asperezas de sus breñas bravas,

la indolencia brutal de sus reposos

y el eterno callar de sus entrañas.

Jamás movió la risa

los músculos de acero de su cara

ni ver dejaron sus hirsutos labios

unos dientes de tigre que guardaban.

Un traje de pellejo,

que hiede a ubre de cabras

y suena a seco ruido

de frágil hojarasca,

cubre aquel cuerpo que parece un diente

del risco roto de la sierra parda.

¡Oh! Cuando tenue en las rocosas cumbres

la aurora se derrama

sus ámbitos tiñendo

de dulce luz violácea,

ya el solitario en el peñón la espera

mirando a Oriente con quietud de estatua;

viva estatua musgosa

que siempre a solas con el tiempo habla;

esfinge viva que plegó su ceño

porque la vida le negó sus gracias,

porque azotó la soledad sus carnes,

porque el reposo congeló su alma…

Y luego, cuando abajo

se muere el día de tristeza lánguida

y se ponen las peñas de las cimas

tristemente doradas,

y luego grises, y borrosas luego,

y al cabo negras, con negruras trágicas,

mirando hacia Occidente,

desde aguda granítica atalaya

recibe inmóvil el Adán salvaje

la noche negra que la sierra escala…

¿No habrá creado Dios un sol que rompa

la noche de aquel alma

y en luz de aurora fructuosa y bella

le bañe las entrañas?

II

Bajó una tarde de las altas cumbres,

vagó errabundo por las anchas faldas

y se asomó a la vida de los hombres

desde la orilla de las breñas agrias.

Subió otra vez a su salvaje nido,

tomó a bajar a la vivienda humana

y ya movió la risa

los músculos de acero de su cara,

y sus diente de tigre, descubiertos,

dieron reflejos de marfil y nácar,

y el hosco ceño despejó la frente,

y se hizo dulce y mansa

la dulzura feroz, brava y sañuda

de aquel mirar de sus pupilas de ágata…;

cortó un lentisco y horadó su tallo,

pulió sus nudos y tocó la gaita,

y oyó por vez primera

la sierra solitaria

música ingenua, balbuciente idioma

que al hombre niño le nació en el alma.

¡Cantó la estatua al declinar la tarde!

¡Cantó la esfinge al apuntar el alba!

Y una que trajo de color de oro

mayo gentil espléndida mañana,

con sol de fuego que arrancó resinas

de las olientes montaraces jaras,

e hizo bramar al encelado ciervo,

junto al aguaje en que su sed templaba,

e hizo gruñir al jabalí espantoso,

e hizo silbar a las celosas águilas

que por encima de los altos riscos

persiguiéndose locas volteaban…;

una mañana que vertió en la sierra

toda la luz que de los cielos baja,

todas las auras que la sangre encienden,

todos los ruidos que el oír regalan,

todas las pomas que el sentido enervan,

todos los fuegos que la vida inflaman…;

por entre ciegas madroñeras húmedas,

por entre redes de revueltas jaras,

por laberintos de lentiscos vírgenes

y de opulentas madreselvas pálidas,

y de bravíos vigorosos brezos,

y de romero cuyo aroma embriaga,

el solitario montaraz subía

rompiendo el monte con segura planta

y abriendo paso a la cabrera ruda

que vio del monte en la fragosa falda,

y fue a buscar a la vecina aldea

cual lobo hambriento que al aprisco baja.

En derechura al nido de la cumbre

radiante de alegría la llevaba.

Eva morena, de las breñas hija

y de ella locamente enamorada,

iba a la cumbre a coronarse sola

reina de la montaña.

Como membrudo corredor venado,

rompe el cabrero las breñosas mallas;

como ligera vigorosa corza,

de peña en peña la cabrera salta.

Corren así temblando de alegría,

cuantas parejas por la tierra vagan,

pero ninguna tan gentil y noble

subiendo va cual la pareja humana,

que amor le dice que la altura es suya,

porque es del rey el elevado alcázar,

y es para el lobo la maraña negra

de la húmeda garganta,

y es para el feo jabalí el pantano

donde el camastro enfanga,

y es para el chato culebrón la grieta

de ambiente frío y tenebrosa entrada…

III

Y vi una tarde el amoroso idilio

sobre la cima de la azul montaña:

un sol que se ponía,

una limpia caseta que humeaba,

una cuna de helechos a la puerta

y una mujer que ante la cuna canta…

Y el hombre en un peñasco

tañendo dulce gaita

que va trayendo hacia el dorado aprisco

los chivos y las cabras…

UNA NUBE

No hay posibles hogaño pa eso

—dijo el padre de ella;

y el del mozo exclamó pensativo:

“Pues entonces hogaño se deja

porque yo también ando atrasao

con tantas gabelas…

Que se casen al año que viene,

dispués de cosecha,

y hogaño entre dambos

le daremos tierra

pa que el mozo ya siembre pa ellos

esta sementera”.

Y el mozo y la moza,

rojos de vergüenza,

lo escucharon humildes y mudos,

sin osar levantar la cabeza.

Y el mozo labraba,

derramaba las siete fanegas,

regaba su trigo

con sudor de la frente morena,

y en sus sueños lo vio muchas veces

maduro en las tierras,

cargado en el carro,

junto ya en las eras,

limpio ya en las trojes,

blanqueadas tres veces por ella…

¡Agosto lejano!

¿No vienes, no llegas?

Agosto ya vino;

su sol ya platea

los inmensos tablares de espigas

que doblándose henchidos revientan…

¡Qué hermosa la hoja!

¡Contento da verla!

¡Qué ondear tan suave a los ojos!

¡Qué música aquella,

la del choque de tantas espigas

que la brisa a compás balancea!

¡La brisa!… ¡La brisa!…

una tarde radiante y serena

sopló más caliente,

sopló con más fuerza,

humilló las espigas al suelo,

revolvió la tranquila alameda,

levantó remolinos de polvo,

trajo nubes negras

que azotaron al suelo con gotas

calientes y gruesas…

Se pusieron los valles oscuros,

se pusieron violáceas las sierras,

y fatídica, ronca, iracunda,

vengadora, cercana, tremenda,

zumbó la amenaza

vibró la centella,

que rayó con su látigo el vientre

de la nube cargada de piedra…

¡Y la nube en los campos inermes

derrumbó aquella carga siniestra!…

¡Qué triste la hoja!

¡Pena daba verla!

¡Ya no pueden los mozos casarse

cuando ellos quisieran!

¡Qué triste está el mozo!

¡Cómo llora ella!…

Y es bueno que esperen,

¡que no es firme el amor que no espera!

LA ESPIGADORA

¿Vas a espigar, Isabel?

¡Cuánto siento, criatura,

que bese el sol esa piel

que tiene jugo y frescura

de pétalos de clavel!

Sé que espigar necesitas,

porque, aunque al sol te marchitas,

no es bueno que huelgue y duerma

quien tiene cuatro hermanitas

y tiene a su madre enferma.

Mas díganme humanos ojos

si te hizo Naturaleza

para que en estos rastrojos,

hieran tus pies los abrojos

y abrase el sol tu cabeza.

Entre pintados cristales

de alcázares ideales

hay cien reinas poderosas…

¡Para la más bellas cosas

no tiene el mundo fanales!

Isabel: no puedo amar;

no puedo abrirte la puerta

de mi pecho y de mi hogar,

porque a otra Isabel, ya muerta,

se los juré consagrar.

Y eres tan bella, Isabel,

que tengo duda cruel

de si serás sombra bella

de aquella eclipsada estrella

que viene a ver si soy fiel.

Lo digo por tus miradas,

que parecen oleadas

del piélago de la gloria

y no pobres llamaradas

de bella mortal escoria;

lo digo porque me suena

tu voz a salmo cristiano:

lo digo porque eres buena,

porque eres casta y serena

como noche de verano.

¡Isabel: no puedo amar!

Dios sabe que si pudiera

partir contigo mi hogar

ahora mismo te dijera:

—No vayas, niña, a espigar,

que cerca de ese desierto

tengo una casa y un huerto

que entolda un viejo parral

donde estarás a cubierto

del beso de mi rival,

y si espigar necesitas…,

¡descanse mi reina y duerma!,

que está en mis trojes benditas

el pan de tus hermanitas

y el pan de tu madre enferma.

Mas ni estas puras y sanas

consolaciones cristianas

puedo pedir al amor…,

¡dijeran lenguas villanas

que andaba en ello tu honor!

Vete a espigar, moza mía,

que si el mundo fuese honrado,

como tu honor merecía,

contigo a espigar iría

quien sabe lo que es sagrado;

contigo se fuera, hermosa,

por el desierto ardoroso,

quien tiene por cierta cosa

que nadie manch a una rosa

si no es un reptil baboso.

En el rincón de ese ardiente

desierto que el sol calcina

tengo yo un prado riente

con una pomposa encina

y una purísima fuente;

y bajo el palio frondoso

que apaga el fuego del cielo,

yo te dejara gozoso

oyendo el decir copioso

del agua del regatuelo,

y yo, afrontando fatigas

bajo ese cielo que arde,

diera envidia a las hormigas

para llevarte a la tarde

rubias manadas de espigas.

¡No puedo, sol de mis ojos!

Tendrás que ir sola, Isabel,

para que en esos rastrojos

hieran tus pies los abrojos

y el sol mancille tu piel.

Tendré que verte a la vuelta,

cuando a tu pobre hogar vayas,

la trenza del jubón suelta,

rotas las pulidas sayas,

la cabellera revuelta,

con polvo y sudor pegado

sobre las sienes el pelo

y hundido el seno abultado,

y el alto dorso encorvado,

y el casto mirar al suelo.

Y fuerza será que vea

cómo el sol de los rastrojos

tu piel de rosa broncea

y cómo escalda y orea

tus húmedos labios rojos.

Mas vete sola, Isabel,

que, aunque me cause dolor

que el sol mancille tu piel,

es más injusto y crüel

que el mundo empañe tu honor.

Mejor que un decir artero

mil veces llorar prefiero

bellezas que el sol se lleve…

¡Virgen de bronce te quiero

mejor que Venus de nieve!

LA ROMERÍA DEL AMOR

I

Declinaba la tarde lentamente.

El sol enrojecido transponía

las cumbres solitarias del Poniente

tras un radiante y bochornoso día

del sol sin nubes y de siesta ardiente.

A medida que el astro moribundo

sola dejaba la extensión del mundo,

la tierra, adormecida

de la pereza en el sopor profundo,

resucitaba espléndida a la vida;

y cual mujer hermosa

que de los sueños de enervante siesta

despierta triste, de vivir ansiosa,

y se dispone a la nocturna fiesta;

así Naturaleza despertando

del hondo sueño incubador del día

empezaba a moverse, preludiando

la inmensa rumorosa sinfonía

de una noche serena

de brisas mansas y de luna llena.

La tarde se moría,

y a medida que el fuego se apagaba

del sol fecundador, que ya se hundía,

el monte melodioso se animaba,

la vega se reía,

se cargaban los aires de rumores,

y temblaban las hojas de alegría,

y en la atmósfera azul, rica en fulgores,

la luz crepuscular se derretía…

¡Solo la de la tarde hay en el mundo

que se pueda llamar bella agonía!

El campo abrió sus pomas,

y en las alas del céfiro movido,

subieron y bajaron de las lomas

y entraron por las puertas del sentido

riquísimos aromas

de ya agostada manzanilla enana,

rosillas de gavanzos,

toronjil, hierbabuena y mejorana,

madreselva, poleos y mastranzos…

Innominada pajarita albina

entonó su cantata vespertina

posada en los pimpollos del saúco,

arrulló la paloma montesina,

chilló el abejaruco

clavado en la berruga de la encina,

la atmósfera caliente saturaron

de frescas humedades las riberas,

las mieses ondearon,

gimieron las choperas…

y todo el gran paisaje

teñido del misterio de la hora,

moviendo el verde mar de su follaje,

inició la canción susurradora

que canta por las tardes su oleaje.

Las sombras del crepúsculo amoroso,

velos de muerte de la tarde quieta,

cayeron sobre el valle misterioso,

cayeron sobre el alma del poeta…

Y del dulce, del grato

seno profundo de la oscura fronda

de fresnos y mimbrales del regato,

romántica, alta y honda,

purísima y vibrante,

bizarra, magistral, insinuante,

más cargada que nunca de dulzura,

más henchida que nunca de armonía,

más llena de frescura,

más rica en poesía,

más intensa y sonora,

más que nunca feliz, más habladora,

surgió la incomparable,

surgió la peregrina

primorosa canción inimitable

que brota de la lengua cristalina

del pájaro cantor de los cantores,

cuando sabe que escucha sus primores

en la rama vecina

una enferma de fiebre incubadora

que extática reposa sobre el nido

donde el hondo misterio se elabora…

¡Sólo estando en amores

saben cantar así los ruiseñores!

II

El riente lucero vespertino,

y el hijo del crepúsculo y del día,

ya en el cielo lucía

circundado de un nimbo diamantino.

Delante de la ermita un valle había,

y en él alegremente

bailaba todavía

gran multitud de campesina gente.

¡Sones de tamboril, toques sentidos

de la gaita dulcísima caídos,

alegre repicar de castañuelas!…

¡Qué bien debéis sonar en los oídos

de todas las mozuelas!

Tocó a su fin la alegre romería;

y tomando caminos y senderos,

se dispersó con loca algarabía

la feliz multitud de los romeros.

Mansa luna redonda,

surgiendo del perfil del horizonte,

tiñó de blanco la movida fronda,

y una dulzura honda

se derramó por la extensión del monte.

La alegre juventud, con sus cantares,

llenó los encinares,

y en amantes parejas separados

caminaban por valles y cañadas,

ellos enamorados

y ellas enamoradas…

¡Dichosos ellos y dichosas ellas

que unirse saben y decirse amores

debajo de una bóveda de estrellas

y encima de una sábana de flores!

Solo el pobre poeta, el visionario,

el hongo de los valles de la aldea,

por los cuales pasea

un dolor siempre igual y siempre vario,

no tiene un alma amiga,

un alma de mujer hermosa y pura

que por él sienta amor y se lo diga

con la voz empañada de ternura.

La luz de plata de la luna llena,

tibia, elegíaca, mística y serena,

llenaba el mundo de apacible calma:

la sangre hervía, se quejaba el alma,

y el pobre rimador lloró de pena.

¿De qué le servirán al visionario

los sueños de la loca fantasía

si al tomar de la alegre romería

nadie más que él camina solitario,

mendigo de amor y la alegría?

¿Qué le vale la musa soñadora

que le inspira sutiles creaciones?

¿Qué le vale la cítara sonora,

si sus vagas románticas canciones

son errabundas melodías muertas

cuyo ritmo ideal, desvanecido,

no llega enamorado ante las puertas

de amante corazón y amante oído?

¡Qué artificio tan ruin le parecían

sus doradas cantatas amorosas,

muertas flores pomposas

con senos de papel que no tenían

polen fecundador ni olor de rosas!

¡Qué falsas vio pasar, qué mentirosas

sus legiones de vírgenes sutiles,

sus engendros de gasas y vapores,

dislocadas bellezas femeninas

que brindaban estériles amores!

¡Cuán pobre poesía,

cuán helada, cuán pálida y vacía

aquella que brotaba

del cerebro genial que la creaba

y en estrofas de mármol la vertía!

¡Oh!, por eso al romántico ingenioso,

aéreo soñador artificioso

de otro vivir enamorado ahora,

le envadió la nostalgia tentadora

del amor fructuoso,

nutrimiento del alma soñadora,

savia pujante del vivir brioso,

el amor que en el monte se reía

y en la ermita rezaba agradecido,

y en el valle bailaba de alegría,

y al fuego del placer enardecido,

en ansias de vivir se derretía…;

un amor fuerte y sano,

tan fecundo en promesas, tan humano

como el que en alas de esperanza ciega

iba cantando por aquel camino

la canción de la vida que se entrega

en los brazos fecundos del destino.

Si aquel amor su espíritu tocara,

sus entrañas de hombre sacudiera

y su mente de artista caldeara,

¡qué rica, qué sincera,

qué llena de vigor su poesía!

¡La helada realidad qué poco fría!

¡Qué sabrosa y feliz la vida fuera!

La música briosa sonaría

de sus nuevas canciones

a murmullos de plática vehemente,

y a fogoso latir de corazones,

y a rítmico alentar de pecho ardiente…

—Más, más! ¡Más todavía!

—gimió el poeta con doliente brío—:

¡Seré de una mujer, será ella mía

y aun no seré feliz!… ¡Mas, más, Dios mío!

III

¡El poeta era yo! Sentíme fuerte,

llena mi carne se sintió de vida,

lleno de fe mi corazón inerte,

llena de luz mi mente oscurecida…

¡Me alcé en la tumba y sacudí la muerte!

Y tomando a la ermita abandonada,

ya envuelta en la callada,

tranquila y santa soledad serena

de la noche ideal de luna llena,

ante sus muros me postré de hinojos,

al alto ventanal iluminado

alcé mi corazón, alcé mis ojos

y del fondo del pecho enamorado

me salió esta oración. “¡Virgen bendita!,

no volveré a tu ermita

a rendirte misérrimos cantares,

a poner con los hielos de la mente,

ofrendas de artificio en tus altares,

coronas de oropel sobre tu frente.

¡Volveré cuando traiga de la mano,

para rendirlo ante tus pies de hinojos,

un angelino humano

que tenga azules, como tú, los ojos!…”

LA VELA

I

La moza murió a la aurora

y el mozo no sabe nada,

que más temprano que el día

se levantó esta mañana,

y alma blanda y cuerpo recio

bregando están en la arada

con una pena muy honda,

con una tierra muy áspera.

A ratos desmaya el cuerpo

y el alma a ratos desmaya,

y ya cuando al surco caen

aquellas gotas de agua,

no sabe el mozo de fijo

si son sudores o lágrimas,

que si el alma mucho sufre

y el cuerpo mucho se afana,

ruedan en uno fundidos

jugos del cuerpo y del alma.

¡Qué tarde aquella tan triste!

¡Las nubes son tan opacas!…

¡Están los campos tan mudos!…

¡Están las tierras tan pardas!…

Y la idea de la vida

¡es tan borrosa y tan vaga!

Parece que Dios se ha ido

del yermo que antes llenaba

y el alma se siente sola

en el centro de la nada.

¡Señor, que todo lo llenas!

¡Señor, que todo lo abarcas!

¡No dejes solo el terruño

y a tus edenes te vayas,

que en el terruño vivimos

con el pan de la esperanza

aquel gañán que perdiera

sus dichas esta mañana

y este hijo fiel que en el surco

con las alondras te canta!

II

¡Qué pobremente la entierran!

La llevan en unas andas

cuatro viejos que en el campo

por viejos ya no trabajan,

y solo siete mujeres…

han podido acompañarla,

que al yugo de sus trabajos

están las gentes atadas.

La marcha a veces suspenden

porque los viejos se cansan

y en el suelo depositan

la pesadísima carga,

mientras el sudor se enjugan

de sus venerables calvas.

Llegaron al campo santo

cuando aquel gañán llegaba

ya con el último surco

del campo santo a la tapia,

que araba el muchacho en tierras

al cementerio rayanas

porque en vida y en amores

piensa no más el que ama.

Los bueyes humedecieron

la pobre musgosa tapia

con el largo resoplido

de la postrera parada;

y el mozo, extático y mudo,

con ojos llenos de lágrimas,

vio turbiamente las luces,

vio turbiamente las andas,

y oyó el caer de la tierra,

y vio que se arrodillaban

los viejos y las mujeres

murmurando una plegaria…

Cayó el mozo de rodillas,

una mano en la aguijada,

otra mano en la mancera,

un dogal en la garganta,

y en el corazón un nudo,

y un mar de hiel en el alma,

—¡Ni una velita siquiera

que tengo para alumbrarla!

Así, con honda ironía,

dijo el gañán sin palabras.

Si hubiese alzado a los cielos

la triste turbia mirada,

viera mansamente ardiendo

con trémula luz opaca

el aguijón que guarnece

la enhiesta, recta, aguijada…

MI VAQUERILLO

He dormido esta noche en el monte

con el niño que cuida mis vacas.

En el valle tendió para ambos,

el rapaz su raquítica manta

¡y se quiso quitar —¡pobrecillo!—

su blusilla y hacerme almohada!

Una noche solemne de junio,

una noche de junio muy clara…

Los valles dormían,

los búhos cantaban,

sonaba un cencerro;

rumiaban las vacas…,

y una luna de luz amorosa,

presidiendo la atmósfera diáfana,

inundaba los cielos tranquilos

de dulzuras sedantes y cálidas.

¡Qué noches, qué noches!

¡Qué horas, qué auras!

¡Para hacerse de acero los cuerpos!

¡Para hacerse de oro las almas!

Pero el niño, ¡qué solo vivía!

¡Me daba una lástima

recordar que en los campos desiertos

tan solo pasaba

las noches de junio

rutilantes, medrosas, calladas,

y las húmedas noches de octubre,

cuando el aire menea las ramas,

y las noches del turbio febrero,

tan negras, tan bravas,

con lobos y cárabos,

con vientos y aguas!…

¡Recordar que dormido pudieran

pisarlo las vacas,

morderle en los labios

horrendas tarántulas,

matarlo los lobos,

comerlo las águilas!…

¡Vaquerito mío!

¡Cuán amargo era el pan que te daba!

Yo tenía un hijito pequeño

—¡hijo de mi alma,

que jamás te dejé si tu madre

sobre ti no tendía sus alas!—

y si un hombre duro

le vendiera las cosas tan caras…

Pero ¡qué van a hablar mis amores,

si el niñito que cuida mis vacas

también tiene padres

con tiernas entrañas?

He pasado con él esta noche,

y en las horas de más honda calma

me habló la conciencia

muy duras palabras…

y le dije que sí, que era horrible…,

que llorándolo el alma ya estaba.

El niño dormía

cara al cielo con plácida calma;

la luz de la luna

puro beso de madre le daba,

y el beso del padre

se lo puso mi boca en su cara.

Y le dije con voz de cariño

cuando vi clarear la mañana:

—¡Despierta, mi mozo,

que ya viene el alba

y hay que hacer una lumbre muy grande

y un almuerzo muy rico!… ¡Levanta!

Tú te quedas luego

guardando las vacas,

y a la noche te vas y las dejas…

¡San Antonio bendito las guarda!…

Y a tu madre a la noche le dices

que vaya a mi casa,

porque ya eres grande

y te quiero aumentar la soldada.

ARA Y CANTA

I

Labriego, ¿vas a la arada?

Pues dudo que haya otoñada

más grata y más placentera

para cantar la tonada

de la dulce sementera,

¿Qué has dicho? ¡Que el desgraciado

que pasa el eterno día

bregando tras un arado

jamás cantó de alegría

si alguna vez ha cantado?

Es una queja embustera

la que me acabas de dar.

¿No sabes que yo sé arar?

Pues déjame la mancera,

y oye, que voy a cantar:

II

Labriego poco paciente:

si crees que solo tu frente

vierte copioso sudor,

que sorbe innúmera gente,

sal de tu error, labrador.

Lo dice quien es tu hermano,

quien canta tu lucha brava,

lo dice quien por su mano

siega la mies en verano

y el huerto en invierno cava.

¿Qué sabes tú del tributo

que el mundo al trabajo rinde,

ni qué sabes de su fruto,

si no has transpuesto la linde

del terruño diminuto?

Si el mundo aquel te impusiera

yugos que impone al mejor,

pensaras que tu mancera,

si no es la más llevadera

tampoco es la cruz mayor.

Te quema el sol del estío,

te azota el viento de enero

y aguantas en el baldío

los hálitos del rocío

y el golpe del aguacero.

Dura y perenne es la brega

que pide riegos la vega,

que pide rejas la arada,

que pide gente la siega,

que el huerto espera la azada.

y es trabajoso el descuajo,

y abrumador el destajo

y a veces nulo el afán…

¡Y tal vez es el trabajo

más duro que blando el pan!

Todo es verdad, labrador;

pero en esos horizontes,

y en esas siembras en flor,

y en estos alegres montes,

¿no hay nada consolador?

¿Todo negro es tu destino?

¿Todo el vivir te envenena?

¿De abrojos horribles llena

todo el árido camino?

¿Toda ingrata es la faena?

¿No sabes tú, labrador,

que hay frente que el tiempo arruga

escaldada en un sudor

que sana brisa no enjuga

con soplo consolador?

¿Sabes que hay ojos que ciegan

laborando en la penumbra,

mientras los tuyos se entregan

al piélago en que se anegan

de la luz que nos alumbra?

¿Sabes qué ambientes malsanos,

si no venenos letales

marchitan pechos humanos

con corazones leales

del tuyo dignos hermanos,

mientras tu pecho sanean,

y equilibran tus sentidos,

y tus sudores orean

ricas brisas que pasean

por estos campos floridos?

¿Quieres en un mundo verte

con bravas agitaciones,

con injurias de la suerte,

con bárbaras tentaciones

y duelos, sin sangre, a muerte?

¿Qué sirena engañadora

hasta aquí a decirte llega

que en la ciudad bullidora

ni se reza, ni se llora,

ni se sufre, ni se brega?

¿Qué espíritu engañador

o torpe decirte quiso:

“Llora y suda, labrador,

que el mundo es un paraíso

regado con tu sudor?”

Fuera más útil y honrado

decirte quién ha arrancado

de las entrañas de un cerro

este pedazo de hierro

de la reja de tu arado.

Decirte que hornos ardientes

fundieron humanas frentes

cuando este hierro ablandaron,

y que en su masa cuajaron

sudores de hermanas gentes.

Ara tranquilo, labriego,

y piensa que no tan ciego

fue tu destino contigo,

que el campo es un buen amigo

y es dulce miel su sosiego,

y es salud el puro día,

y estas bregas son vigor,

y este ambiente es armonía,

y esta luz es alegría…

¡Ara y canta, labrador!

LA CIEGA

I

Los ojazos más llenos de amores

eran los de Rosa,

que irradiaban envuelta en fulgores

honda sed de vivir querenciosa.

Yo no sé de las dos cuál sería

pena más doliente:

porque Rosa quedó ciega un día

la dejó de querer su Vicente.

No fue objeto el galán que olvidaba

de extraños enojos,

porque el mundo entendió que adoraba

la negrura y la luz de unos ojos,

y los soles que él viera tan francos

al amor abiertos

se quedaron inertes y blancos

como siempre se quedan los muertos.

Al rincón de lo inútil de casa

sentóse la ciega

a esperar una muerte que pasa

si el dolor con la vida le ruega;

que en dejar se complace sangrando

y a medias su obra,

el consuelo mejor alejando

del rincón donde está lo que sobra.

Y, en lugar de la muerte, entró un día

una voz humana

que en la calle de Rosa decía:

“Pues Vicente se casa con Juana”.

Y la ciega sintió más intensa

la triste negrura,

porque no hay nube negra más densa

que una nube de horrible amargura.

II

—¡Hermanito! ¡Clemente! ¡Clemente!

—¿qué quieres hermana?

—Yo te juro que adoro a Vicente

y que no quiero mal a la Juana…

¡Que me creas!…

—Que sí te lo creo;

mas… deja esas cosas…

—Yo te juro que no es mi deseo

recrearme en venganzas odiosas…

¡Que me creas, Clemente!

—Sí, hija;

¡si sé que eres buena!

Pero no quiero yo que te aflija

semejante recuerdo de pena.

—No es venganza; mas óyeme, hijo:

—¿Qué quieres, hermana?

—Ven más cerca, más cerca…

—Y le dijo—:

¡Que le saques los ojos a Juana!…

EL RAMO

I

Y ¿qué quieres, Sebastián?

—Pues unos cantares, amo.

—¿Para Luciana serán?

—Son para cantarle el ramo

de la noche de San Juan.

—Bueno; pues di a Luciana

que atienda y se ponga ufana

si en la canción se conoce,

y aquella noche, a las doce,

le cantas a la ventana:

“Te traigo un ramo de flores

del huerto de mis amores

para adornarte la reja;

del huerto de mis mayores

te traigo mieles de abeja;

y amor y trabajo, unidos,

cantando regalarán

tus oídos

en la noche de San Juan”.

“¡Si tú supieras, Luciana,

qué triste he pasado el día!…

Fue tan larga la mañana,

tan larga la tarde vana,

que yo a las dos les decía:

—Si no acabáis de esconderos,

¿cuándo su luz me darán

los luceros

de la noche de San Juan?

“Me dice nuestro querer

que aquel gozar de mañana

más hondo que éste ha de ser…

Perdone el Amor, Luciana,

que no lo puedo creer.

¿Quién midió la dicha honda

que inspira al pobre galán

esta ronda

de la noche de San Juan?”

“Casta, cual noche de estío

cual la hormiga, vividora;

pura, cual puro rocío;

risueña como la aurora…”

¡Así ha de ser, hijo mío!…

Y se oían concertadas

—olas que vienen y van—

las tonadas

de la noche de San Juan.

“Antes que amores sintiera

cantaba yo el esquileo,

cantaba la barbechera,

la plácida sementera

y el codicioso acarreo.

Y nunca aprendí estos sones,

porque no eran los del pan

las canciones

de la noche de San Juan”.

“Tranquilo te vi crecer;

mas no sé con qué ilusión

te pude más tarde ver,

que díjome el corazón:

¡Es la soñada mujer!

Y a un lado viejos pensares,

dime a aprender con afán

los cantares

de la noche de San Juan”.

“Te dije triste y sincero:

—¡Soy un pobre jornalero,

pero te tengo un querer!…

—También soy pobre y te quiero

—me hubiste de responder—;

y aquel año de alegrías

ya cantó el pobre gañán

melodías

de la noche de San Juan”.

“Si te pudiera pintar

unas ansias de querer

en que ahora me siento ahogar

y unas ganas de llorar

que tengo al amanecer…

¡Ay!, a encenderlas volvieras,

cuando apagándose van

las hogueras

de la noche de San Juan”.

“Mas oye: vengan los días

de nuevas felicidades

y de nuevas alegrías.

Si amor promete ambrosía,

juremos fidelidades,

que cuantos años vivamos

las hojas revivirán

de estos ramos

de la noche de San Juan”.

II

—Pero ¿lloras, Sebastián?

—Yo no sé qué es esto, amo…

—Pues lágrimas que se van…

¡Sé muy bien lo que es el ramo

de la noche de San Juan!…

LA FLOR DEL ESPINO

I

El padre es un tosco

labriego fornido,

áspero y velludo

gigante broncíneo.

¡La madre, una hembra

con hombrunos bríos,

desgarradas formas,

groseros aliños!

¡Y ved el misterio!…

La niña ha nacido

pequeñita y blanca

como flor de espino.

¡La teta es tan grande

como el angelito!

Parecen el bronce

y el mármol unidos.

Me da mucha pena

que aquel hociquillo

tan tierno, tan puro,

tan fresco, tan rico,

toque el pezón negro

el pechazo henchido.

Y ¡siento una lástima

y un miedo y un frío

cuando el gigantesco

labriego fornido

coge en sus manazas

aquel cuerpecito

blanco como el mármol,

tierno como un lirio!

Como es tan pequeño,

tan blando, tan fino,

temo que las zarpas

del león broncíneo

lo hieran, lo quiebren…

¡Me da miedo y frío!

Y luego, ¡qué ira

cuando le hace mimos

con aquellos dedos

callosos y heridos

y cuando le pone

con brutal cariño

los labiazos ásperos

sobre el hociquillo,

que parece un fresco

clavel con rocío!…

II

¡Eran aprensiones!

Después lo he sabido.

El pezón negruzco

del pechazo henchido

no mancha los labios

de los angelitos.

Es moreno y tosco,

¡pero está tan tibio!…

¡Tan tibia y tan pura

derrama en hilillos

la leche purísima

del pechazo henchido,

que ¡pobre de aquella

flor blanca de espino

sin ese venero

de vida tan rico!

¡Por eso aquel ángel

lo quiere tantísimo,

que cuando se aparta,

cansado y ahíto,

del pezón moreno

rebosante y tibio,

lo mira y sonríe,

le quiere hacer mimos,

lo dobla y lo estruja

con el hociquillo,

lo coge y lo suelta,

le da golpecitos,

y poquito a poco

se queda dormido

de hartura y de gusto

junto al calorcillo!…

Ni aquellas manazas

del padre sombrío

lastiman al ángel…

¡Ya lo he comprendido!

¿Qué es lo que no torna

süave el cariño?

Cogerá a su hija

como yo a mi hijo,

quien dice su madre

cuando se lo quito

desnudo del halda

para hacerle mimos:

—¡Me da gusto verte

levantar al niño,

porque lo levantas

lo mismo, lo mismo

que los sacerdotes

el cuerpo de Cristo!

III

Eran aprensiones,

¡ya lo he comprendido!

Mas queda el enigma

recóndito, vivo…

El hombre es velloso,

grosero, cetrino;

la madre es hombruna

de ceños sombríos;

la débil niñita

¿por qué habrá nacido

blanca como el mármol,

tierna como el lirio?

Pues es un misterio

lo mismo, lo mismo,

que el que nos ofrece

la flor del espino…

¿POR QUÉ?

Aquella flor anónima

de pétalos iguales

que sola está en el páramo

de grises pizarrales,

¿por qué ha nacido allí?

Y aquella moza rústica

que a ser esclava aspira

de aquel pastor selvático

que, huraño y torvo, mira,

¿por qué lo adora así?

¿Por qué mete el cernícalo

su nido en la hendidura

y el colorín minúsculo

lo guarda en la espesura

del viejo carrascal?

¿Por qué las oropéndolas

lo cuelgan del encino

y aquellos otros pájaros

sotiérranlo en el fino

tapiz del arenal?

¿Por qué a la loba escuálida

creó Naturaleza

vecina de la tórtola

que arrulla en la maleza

la calma del cubil?

¿Por qué son hermosísimos

los blancos recentales?

¿Por qué tan torvos y hórridos,

por qué tan desleales

la hiena y el reptil?

¿Por qué vivirá errático,

sin nido, el necio cuco?

¿Por qué será el polícromo

vistoso abejaruco

tan áspero cantor?

¿Por qué de dulce música

tesoro tal Dios guarda

para el pardillo mísero,

para la alondra parda

y el pardo ruiseñor?

¿Por qué destila bálsamos

el mísero cantueso

que vive en las estériles

calvicies de aquel teso

paupérrimo vivir?

¿Por qué las pomposísimas

peonías fastuosas

producen esas fétidas

grasientas grandes rosas

de enfático vestir?

¿Por qué vierten las víboras

ponzoñas dañadoras?

¿Por qué las beneméritas

abejas labradoras

producen rica miel?

¿Por qué si bajan límpidas

a un labio que sonría

las gratas puras lágrimas

que arrancan la alegría

también saben a hiel?

¿Por qué?… Curioso espíritu,

no quieras indagarlo,

ni en tristes secas fórmulas

pretendas encerrarlo

si no quieres llorar.

Misterios que sois únicos

divinos bebederos

de encantos sabrosísimos:

¡tocaros es perderos!

¡Viviros es gozar!

AMOR

La muerte con sus soplos heladores

apagó unos amores

que fueron viva y rutilante llama;

y la copa de hiel de mis dolores

me hizo decir: “¡Feliz el que no ama!”

Y huí cobardemente,

vertiendo sangre de la abierta herida,

en busca de un rincón —¡pobre demente!—

donde no hubiera amor y hubiera vida.

* * *

En un repliegue de la sierra brava

la pobre choza del pastor estaba,

y del rústico albergue en los umbrales

una pobre mujer canturreaba

dulcísimas tonadas guturales.

Un angelillo humano

que estatuilla de bronce parecía,

fruto de sierra vigoroso y sano,

escuchaba el salvaje canto llano

de la ruda mujer, y se dormía…

Y un hombre gigantesco, otra escultura

de faz de bronce y de mirada dura,

un solitario de la sierra brava,

un hijo de los riscos,

con traje de pellejo que exhalaba

efluvios de varón y olor de apriscos,

al niño, embebecido, contemplaba;

y de sus ojos el mirar ceñudo,

a medida que plácido se hundía

en aquel idolillo hermoso y rudo,

se iba quedando ante el amor desnudo

y en caricia ideal se convertía…

¡Era un nido de amores

la choza de los rústicos pastores!

* * *

En la cumbre del páramo vacío

vi la fábrica ingente de un convento,

y a acogerme corrí dentro el sombrío

grandioso monumento.

Y en las penumbras vanas

de sus místicas cárceles oscuras,

una legión de vírgenes humanas,

blanca bandada de palomas puras,

los ojos elevando a las alturas,

que sus castas miradas atraían,

con plañideras voces temblorosas

cantaban y decían:

—¡Jesús! ¡Jesús!… ¡Te adoran tus esposas!

¡Tus esposas te adoran!… repetían.

* * *

Crucé meditabundo

la llanura monótona y desierta…,

un pedazo de mundo

donde la vida se imagina muerta.

Era un silencio como el mar profundo,

era un ambiente de infinita calma,

era un dogal para la asfixia hecho,

era una pena que mataba el alma,

era una angustia que mataba el pecho.

Solo en la lejanía

un minúsculo punto se movía…

tal vez un hombre que escapó al desierto,

cobarde, como yo, y allí vivía

porque todo en redor estaba muerto.

Busqué su compañía,

como un marido derrotado, el puerto;

era un gañán que araba

la tierra fértil de la gris llanura

que yo me imaginaba

páramo estéril, infecunda grava,

polvo de sepultura…

Y con una tristísima dulzura

que convidaba a padecer dolores,

vibró la voz del rudo campesino

y este cantar de amores

llevó la brisa hasta el lugar vecino:

Te quiero más que a mi vida,

más que a mi padre y mi madre,

y si no fuera pecado,

más que a la Virgen del Carmen.

¡Aquí no hablan de amor! —dije a las puertas

del de los muertos olvidado asilo;

y por sus calles frías y desiertas,

triste vagué, pero vagué tranquilo.

Y en losas sepulcrales,

y en coronas, y en urnas funerales,

y en criptas que guardaban los despojos

de olvidados mortales.

“¡Amor, amor, amor!”, leían mis ojos,

¡Mentira! —dije—, ¡Soledad y olvido!

Los vivos, ¿dónde están? ¡Están viviendo!…

Y de allá, del rincón más escondido,

¡trajo el aire un acento dolorido

de humano pecho que se abrió gimiendo!,

era una pobre anciana que tenía

calentura de amor con desvarío

y ante un sepulcro frío,

temblando de dolor, así decía:

—¡No estás solo, hijo mío!

¡Te acompaña el dolor del alma mía!

* * *

Pasé después por la gentil pradera

y vi las dulces retozonas luchas

del terreno precoz con la ternera;

y en la fría corriente regadera

vi los saltos nerviosos de las truchas,

y rasando los prados amarillos,

unidas vi volar dos mariposas,

y de floridas zarzas espinosas,

posados en los móviles arquillos,

abiertos los piquillos

y tendidas las alas temblorosas,

volaban, sin volar, los pajarillos…,

y las brisas errantes que pasaban

en sus alas llevaban

ritmos de vida, música de amores,

aromas de salud, polen de flores…

¡Yo me embriagué! Las puertas del sentido

y del alma las puertas,

tomé a poner frente al vivir abiertas,

llamé al amor y me entregué rendido.

Y la sombra querida

que en el sepulcro abandoné en mi huida,

surgiendo luminosa,

surgiendo agradecida,

me dijo que el amor era la cosa

más bella de la vida;

me dijo que el amor era más fuerte,

más grande que la muerte;

me dijo que las almas que se adoran

el roto lazo de su unión no lloran,

porque el beso ideal de la constancia

se lo dan a través de los abismos

de la tumba, del tiempo y la distancia.

Me dijo que la vida en el desierto

es cobarde vivir de un vivo muerto;

me dijo que a lo largo del camino

de un hondo amor a quien hirió el destino

las penas son ternuras,

las nostalgias del bien son poesía,

las lágrimas tranquilas son dulzura,

la soledad del alma es compañía…

Y me dijo también: “La vida es bella,

si en ella descubrieses, tras mi huella,

la honda belleza de que está nutrida

y me quieres amar… ama la vida

que a Dios y a mí nos amarás en ella”.

IDILIO

La pulida paverilla

—¡un capullo de amapola!

huelga con el paverillo

en la linde de la hoja.

La pavada anda buscando

hormiguitas y langostas

en los cercanos baldíos,

que no tienen otra cosa.

Sentada está la pavera

del lindón sobre la alfombra,

y el pavero de rodillas,

como adoran los que adoran.

Ella ha juntado en el halda,

donde los tallos les corta,

un montón de bien cerrados

capullitos de amapola.

Sin romperlo, en sus dedillos

uno coge cuidadosa

y se lo muestra al muchacho

preguntando: “¿Fraile o monja?”

Y esperando se le queda

¡más picaresca y más mona!…

El capullo será fraile

si tiene rojas las hojas,

pero si las tiene blancas,

el capullo será monja.

Y estático el paverillo,

con ojazos interrogan,

contempla el misterio, y duda,

y se agita, y se emociona,

y mira luego a la niña

que lo apremia, que lo azora,

y lleno del hondo pánico

que presiente la derrota,

se lanza a dar la respuesta

como el que a morir se arroja.

Y apenas ha dicho: “¡Fraile!”,

con la voz un poco ronca,

rompe la niña el capu llo

y exclama entre risas: “¡Monja!”

Y apenas ha dicho el niño:

“¡Monja!”, con voz temblorosa,

“¡Fraile!”, le grita riéndose

la paverilla burlona…

¡Está más torpe el muchacho!

¡La niña tanto lo azora!…

¡Y luego, es tan misterioso

un capullo de amapola!…

¡Como que yo no diría

jamás ni fraile ni monja!…

ELEGÍA

I

No fue una reina

de las de España,

fue la alegría

de una majada.

Trece años cumple

para la Pascua

la cabrerilla

de Casablanca.

Su pobre madre

sola la manda

todas las tardes

a la majada.

Lleva ropilla,

lleva viandas

y trae jugosa

leche de cabras.

Vuelve de noche,

porque es muy larga,

porque es muy dura

la caminada

para un asnillo

que apenas anda.

¡Qué miedo lleva!

Pero lo espanta

con el sonido

de sus tonadas.

Canta con miedo,

de miedo canta.

¡Son tan profundas

las hondonadas

y tan espesas

todas las matas!…

¡Son tan horribles

las noches malas,

cuando errabundas

aullando vagan

lobas paridas

por las cañadas

con unos ojos

como las brasas!…

¡Son tan medrosas

las noches claras

cuando en los charcos

cantan las ranas,

cuando los búhos

ocultos graznan,

cuando hacen sombra

todas las matas

y se menean

todas las ramas!…

Los viejos hombres

de la majada

la quieren mucho

porque es tan guapa,

porque es tan buena,

porque es tan sabia.

Pero a un despierto

zagal de cabras,

que cumple trece

para la Pascua,

no sé con ella

lo que le pasa,

que algunas veces,

al contemplarla,

se pone trémula

su cara pálida

y entre sus párpados

tiemblan dos lágrimas…

Nadie ha sabido

que la regala

dijes y cruces

de Alcaravaca

de bien pulido

cuerno de cabra.

Cuando ella viene

con la vianda

¡le da más gusto!…

¡Le da más ansia,

le da más pena,

cuando se marcha!…

¡Como que toda

la noche pasa

llorando quedo

sobre la manta

sin que lo sepan

en la majada!

II

¡Ay pobre madre,

cómo gritaba,

despavorida,

desmelenada!

¡Ay los cabreros

cómo lloraban,

apostrofando,

¡Cómo corrían

ciegos de rabia!

y golpeaban

con los cayados

peñas y matas!

¡Y eran muy pocas

todas las lágrimas

que de los ojos

se derramaban!

¡Y eran pequeñas

todas las ansias

y las torturas

de las entrañas!

¿Quién nunca ha visto

desdicha tanta?

¡La cabrerilla

de Casablanca

por fieros lobos,

¡ay!, devorada!

Sangre en las peñas,

sangre en las matas,

¡la virgencita,

desbaratada!

¡Toda en pedazos

sobre la grava:

los huesecitos

que blanqueaban,

la cabellera

presa en las matas,

rota en mechones

y ensangrentada!…

¡Los zapatitos,

las pobres sayas

todas revueltas

y desgarradas!…

Loca la madre,

qué miedo daba

de ver los rayos

de sus miradas,

de oír los timbres

de sus palabras,

y el cabrerillo

de la majada

mudo y atónito

tremiendo estaba

con los ojazos

llenos de lágrimas,

despavorido

como zorzala

de un aguilucho

presa en las garras.

¿Cómo los árboles

no se desgajan?

¿Cómo las peñas

no se quebrantan,

y no se enturbian

las fuentes claras

y no ennegrecen

las noches blancas?

Ya vienen hombres

con unas andas,

con unos paños,

con una sábana;

los despojitos

en ella guardan

y se los llevan

a Casablanca.

Y al cabrerillo

nadie lo llama,

pero él camina

tras de las andas

mirando a todos

con la mirada

de herido pájaro

que en torno vaga

de los verdugos

que le arrebatan

el dulce nido

donde habitaba.

¡Ay virgencita

de Casablanca!

¡Ay cabrerillo

de la majada!

III

Su padre silba,

su padre llama,

porque el muchacho

deja las cabras

junto a las siembras

abandonadas

y en los jarales

oculto pasa

tardes enteras,

largas mañanas…

¿Qué es lo que hace?

¿Por qué se guarda?

Pues es que a solas

las horas pasa,

pule que pule,

taja que taja,

llora que llora,

ciego de lágrimas…,

que dos veneras

finas prepara

de bien pulido

cuerno de cabra,

porque una noche

quiere llevarlas

al campo santo

de Casablanca…

LOS PASTORES DE MI ABUELO

I

He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos

embriagado por el vaho de los húmedos apriscos

y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar.

He comido pan sabroso con entrañas de camero

que guisaron los pastores en blanquísimo caldero

suspendido de las llares sobre el fuego del hogar.

Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores,

he charlado largamente con los rústicos pastores

y he buscado en sus sentires algo bello que decir…

¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca

los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca

con pastores y vaqueros que rimaban el vivir!

Se acabaron para siempre los selváticos juglares

que alegraban las majadas con historias y cantares

y romances peregrinos de muchísimo sabor.

Para siempre se acabaron los ingenuos narradores

de las trágicas leyendas de fantásticos amores

y contiendas fabulosas de los hombres del honor.

¡Ya se han ido, ya se han ido! Los que habitan sus majadas,

ya no riman, ya no cantan villancicos y tonadas

y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez.

Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras

de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras

de veneros naturales de exquisita limpidez.

¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero

que les cuente la leyenda del gentil aventurero,

la princesa encarcelada y el enano encantador.

Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro,

ni la historia fabulosa de la guerra con el moro,

ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor.

¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores

maldiciendo la fortuna de los amos y señores

que habitaban los palacios de la mágica ciudad;

y gruñían rencorosos como perros amarrados

venteando los placeres y blandiendo los cayados

que heredaron de otros hombres como cetros de la paz.

II

Yo quisiera que tomaran a mis chozas y casetas

las estirpes patriarcales de selváticos poetas,

tañedores montesinos de la gaita y el rabel,

que mis campos empapaban en la intensa melodía

de una música primera que en los senos se fundía

de silencios transparentes, más sabrosos que la miel.

Una música tan virgen como el aura de mis montes,

tan serena como el cielo de sus amplios horizontes,

tan ingenua como el alma del artista montaraz,

tan sonora como el viento de las tardes abrileñas,

tan süave como el paso de las aguas ribereñas,

tan tranquila como el curso de las horas de la paz.

Una música fundida con balidos de corderos,

con arrullos de palomas y mugidos de terneros,

con chasquidos de la onda del vaquero silbador,

con rodar de regatillos entre peñas y zarzales,

con zumbidos de cencerros y cantares de zagales,

¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor!

Una música que dice cómo suenan en los chozos

las sentencias de los viejos y las risas de los mozos,

y el silencio de las noches en la inmensa soledad,

y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas,

y el llover de los abismos en las noches tenebrosas,

y el ladrar de los mastines en la densa oscuridad.

Yo quisiera que la musa de la gente campesina

no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina

donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.

Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas

nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas

de esta raza cuya sangre la codicia envenenó.

Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo

pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo

penetrados de la calma de la vida montaraz.

Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,

sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados

como símbolos de un culto, como cetros de la paz.

Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,

no la casta fabulosa de fantásticos Batilos

que jamás en las majadas de mis montes habitó,

sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,

más leales que mastines, más sencillos que corderos,

más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!

¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente

y saludan a la aurora con la estrofa balbuciente

que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril,

son los hijos naturales de la musa campesina

que les dicta mansamente la tonada matutina

con que sienten las auroras del sereno mes de abril.

¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes

que se sientan por las tardes en las peñas eminentes

y modulan sin quererlo, melancólico cantar,

son las almas empapadas en la rica poesía

melancólica y süave que destila la agonía

dolorida y perezosa de la luz crepuscular.

¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires

cuando dentro de las almas cristalizan en decires

que en los senos de los campos se derraman sin querer,

son los hijos elegidos que desnudos amamanta

la pujanza brava musa que al oído solo canta

las sinceras efusiones del dolor y del placer.

¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía

sin frenéticos espasmos de placer y de alegría

de los cuales las enfermas pobres almas van en pos,

han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas

y serenos van cantando por las plácidas llanuras

de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios.

¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas

la castiza vieja raza de selváticos poetas

que la vida buena vieron y rimaron el vivir!

¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca

los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca,

que con ellos tuvo un día la fortuna de morir!

TRADICIONAL

El huerto que heredé de mis mayores

no tiene bellas flores

de efímero vivir ni tenues frondas;

tiene hiedra sagrada

de hojas perennes y raíces hondas;

fresca niñez y ancianidad honrada.

Una bíblica higuera

lo llena todo con su copa oscura,

y una fuente con rica regadera,

que música me da, le da frescura.

Lo poco que en el mundo me ha quedado

lo tengo en este huerto,

siempre al estruendo mundanal cerrado,

siempre a la voz de mi sentir abierto.

En medio está enclavado

del árido desierto,

triste vivienda de la grey humana

que duda de la tierra prometida,

cada vez más lejana,

cada vez hacia Oriente más hundida…

Yo, cuando el sol del arenal me ciega

y en fuerza de mirar siento borrosa

la visión luminosa

donde parece que jamás se llega…

Cuando el sudor anega

mis doloridos empañados ojos,

cuando me hieren los aceros fríos

de punzantes abrojos,

cuando me azotan los hermanos míos

que me encuentro de frente en el desierto,

vertiendo sangre a ríos

y lágrimas a mares, torno al huerto.

Mi padre se sentaba en esta piedra,

que coronó de hiedra

la mano santa de mi santa madre…

Fue un altar al amor en roca dura

con dosel de verdura,

trono de patriarca con mi padre

y urna de santa con mi madre pura.

Ya está solo el edén. Todo es desierto.

Detrás de mis santísimos ancianos

saliendo han ido del sagrado huerto

mis amantes dulcísimos hermanos…

¡Los he visto morir, y yo no he muerto!

¡Jamás he comprendido

por qué Dios ha querido

que el vástago más ruin y débil sea

el último habitante de este nido.

Querrá Dios encerrarme

tal vez para ganarme,

porque en estas sagradas espesuras,

donde pasos al cielo son los días,

yo no puedo sentir cosas impuras,

yo no puedo soñar cosas impías.

He nacido en amenas,

castizas y santísimas comarcas

y corre por mis venas

sangre de venerables patriarcas

que me legaron enseñanzas buenas,

huerto, escudo, solar y oro en sus arcas.

Mas, en mi estéril soledad hundido,

Amor me ha visitado. Amor me ha herido,

y hervor de sangre que mi cuerpo inunda

dice que no he nacido

para morir estéril junto al nido

de una raza fecunda.

Dondequiera que estés, mujer hermosa,

predestinada esposa,

que merezcas posar aquí tu planta,

que merezcas sentarte en esta piedra

que coronó de hiedra

la mano de una santa,

ven al huerto querido,

y a la sombra de Dios, Padre del mundo,

pondremos cama nueva al viejo nido

que mi sangre y mi Dios quieren fecundo.

El Cielo todavía

no ha otorgado a mis ojos el consuelo

de deber tu hermosura, ¡oh Virgen mía!;

pero te adoro en el azul del cielo,

y en el tranquilo resbalar del día,

y en el silencio de la noche oscura,

y en la quietud del huerto sosegado,

y en el recuerdo de la gente pura

que me lo hizo sagrado.

Te adoro en la memoria

de aquella santa de sencilla historia

que la tierra del huerto que he heredado

santificó con su adorable planta

y el dulce ambiente nos dejó inundado

de perfumes de santa.

Ven, casta Virgen, al reclamo amigo

de un alma de hombre que te espera ansiosa,

porque presiente que vendrán contigo

el pudor de la Virgen candorosa,

la gravedad de la mujer cristiana,

el casto amor de la leal esposa

y el pecho maternal que juntos mana

leche y amor para la prole sana

que a Dios le place alegre y numerosa.

¡Dios que lo escuchas!, acelera el día,

porque es tu sol incubador y hermoso,

y la noche es estéril y sombría,

la vida breve, el corazón fogoso,

sensible el alma mía,

soberano el Amor fructuoso

y Tú eres Padre del inmenso mundo

e hijo yo soy del mundo vigoroso

que te plugo crear grande y fecundo.

Alegra mi desierto

con ruido de vivir cuyo concierto

pueda sonarte a coro de angelillos…

Ya ves que entre las hiedras encubierto

hay un nido minúsculo en mi huerto

con siete pajarillos…

AMOR DE MADRE

I

Antes de que el poeta alce su canto

a un santo amor a quien le debe tanto,

dejad que el hijo que lo santo siente,

comience haciendo, con respeto santo,

la señal de la cruz sobre su frente.

Siempre la sello con el signo eterno

cuando al borde me inclino

del mar inmenso del amor divino

o del torrente del amor materno.

La cuerda del laúd ruda y bravía,

que los canta con mísera armonía,

debiera ser el llamamiento muda,

porque la mano que lo pulsa es mía,

porque la cuerda que responde es ruda,

y el salmo santo de las cosas santas

debe bajar de alturas celestiales

con letras de seráficas gargantas

y acentos de laúdes edeniales.

Por eso, cuando canto,

con pálido decir y acento oscuro,

el amor de aquel Dios, tres veces santo,

o el de aquella mujer, tres veces puro…;

cuando hallar he creído

con mi canción el amoroso emblema

y la recito de esperanza henchido,

me desgarran el alma y el oído,

las míseras estrofas del poema;

rompo el laúd, que acompañó mi canto,

y digo con la voz de la amargura:

¡Señor a quien soñé: Tú eres más santo!

¡Mujer de quien nací: tú eres más pura!

II

La he visto arrodillada

junto a la cuna del enfermo hijo,

fija en el ángel la febril mirada

y en Dios clemente el pensamiento fijo.

La carita de nácar y de rosa

era un montón de podredumbre horrendo,

que la zarpa asquerosa

de horrible enfermedad iba pudriendo.

Pero la mano valerosa y fuerte

de la amorosa madre dolorida

daba un toque de vida

sobre cada mordisco de la muerte;

y aquella ardiente boca

de la sublime enamorada loca,

que respiraba lumbre

de amorosa materna calentura,

besaba la espantosa podredumbre

con locos arrebatos de ternura…

Sudor vertiendo y devorando hieles,

yo la vi resignada

al yugo de las bregas más crueles

como una res atada.

La vi en el crudo y frío,

turbio y callado amanecer de enero,

yerta junto al helado lavadero

en las gélidas márgenes del río.

Hacia el bosque sombrío

la vi subir por los barrancos rojos;

la vi bajar de las agrestes faldas,

desgarrando sus plantas los abrojos,

desgarrando la leña sus espaldas…

Y en la espinosa vía

que sube y baja de las agrias crestas,

yo la he visto caer, como caía

Cristo divino con la cruz a cuestas.

Yo la he visto dejar su pobre casa

cuando julio cruel ciega los ojos,

bruñe los cielos y la tierra abrasa,

y en los ardientes áridos rastrojos

disputando su presa a las hormigas,

yo la he visto buscar unas espigas

perdidas entre sábanas de abrojos.

Yo la he visto cargada,

camino de la vega, con la azada,

delante de un verdugo

que a la humana legión desheredada

disputaba a pellizcos un mendrugo,

y en el hijito el pensamiento fijo,

iba la mártir amarrada al yugo,

pues solo de su sangre con el jugo

la mártir amasaba el pan del hijo.

Yo la he visto bajar a los fangales

donde el hijo infeliz se revolcaba

donde las alas de su amor manchaba

con el lobo de amores criminales.

Era una noche brava,

sin luz y fría como el alma loca

de aquel hijo perdido,

que al antro infame a derramar ha ido

baba de impío de la torpe boca,

fango de amor del corazón podrido…

una noche de aquellas

en que, al verse tal vez más ofendido,

vela Dios las estrellas,

y no le queda al hombre

otra luz que el fulgor de las centellas

y el de la fe en el nombre

del Dios que vibra justiciero en ellas…

Noches para el hogar, que nadie sabe

si en una de ellas estará dispuesto

que el mundo frágil espantado acabe,

y del naufragio en el momento grave,

el que no esté en su hogar no está en su puesto.

Y en una de esas de terrores llenas,

noches que zumban como el mar airado

el látigo de acero de las penas

echó a la madre de su hogar honrado.

Al hijo desmandado

iba a llamar con doloroso acento

al antro tenebroso donde, hambriento,

encueva sus miserias el pecado.

Detúvose a la puerta,

muerta de angustias y de espanto muerta;

zumbaba loca la feroz orgía,

botaba la borrasca en las alturas,

y otra más brava, sin rugir, vertía

sobre el alma turbiones de amarguras.

El coro de las bestias blasfemaba,

vibraba el antro, el huracán rugía.

Dios relampagueaba

y la vieja infeliz se estremecía.

Estaba oyendo en el feroz concierto

del hondo lupanar, negro y abierto,

la loca voz del réprobo querido…

¡Fuera menos dolor llorarlo muerto

que llorarlo perdido!

Y, acurrucada en la calleja oscura,

como una pordiosera,

transida de dolor con calentura,

con frío de terror y faz de cera,

parecía, velando en la negrura,

la muda estatua del amor que espera

la santa redención de un alma impura.

Salieron de repente

del tenebroso lupanar rugiente

dos hombres ebrios, de mirada loca,

que en la calle pararon frente a frente,

la blasfemia en la boca

y en la mano el cuchillo reluciente…

Una sola embestida,

un opaco rugido maldiciente,

el estruendo mortal de una caída

y un sordo surtidor de sangre hirviente

brotando por la boca de una herida…

Y otro grito vibrante,

plañidero, feroz, dilacerante,

del pecho débil de la madre fuerte,

detuvo al asesino en el instante

del blandir otra vez el humeante

fino puñal sobre el rival inerte.

Antes ebrio de vino,

antes ebrio de rabia vengadora,

y ebrio de sangre ahora,

el bárbaro asesino,

con la más espantosa de las sañas

alza el puñal que ensangrentado oprime

y lo hunde en las entrañas

llenas de amor de la mujer sublime,

y al caer la heroína sobre el hijo,

que en el charco de sangre agonizaba,

“¡Hijo del alma!”, dijo

con voz de mártir que a perdón sonaba.

La sangre de la débil ancianita,

cayendo sobre el pecho palpitante

del hijo agonizante,

como lluvia bendita,

corrió caliente hacia la herida abierta,

y el rojo raudalillo desatado

que abierta halló del corazón la puerta,

inundó el corazón del hijo amado.

Las pupilas cuajadas

de la víctima inerte,

cargadas de dolor, de amor cargadas,

hundieron en el cielo sus miradas.

¡Y en él hundidas las dejó la muerte!

Brillaban las estrellas cual topacios

en el húmedo azul de los espacios,

que el soplo del Señor limpió de nubes,

la borrasca pasó, reinó la calma,

y, en su augusto callar, oyó mi alma

que una gentil tropilla de querubes

ante las puertas de oro

del alcázar de Dios, cantaba a coro:

“¡Señor, Señor! En el humano suelo

de tu amor una chispa aun ha quedado

que el alma de una madre trae al cielo

la de un hijo infeliz regenerado!…”

Más sublime te he visto

cuando salvas, ¡oh amor!, que cuando creas.

¡Tú sabes ser como el amor de Cristo,

pues sabes redimir! ¡Bendito seas!

DOS PAISAJES

I

Dos paisajes: el uno soñado

y el otro vivido.

¡Cuán amarga, sin sueños, me fuera

la vida que vivo!

Era un trozo de tierra jurdana

sin una alquería;

era un trozo de mundo sin ruido,

de mundo sin vida.

Era un campo tan solo, tan solo

como un cementerio,

donde más hondamente se sienten

los hondos silencios.

Madroñeras, lentiscos y jaras,

helechos y piedras,

madreselvas, zarzales y brezos,

retamas escuetas…

¡La maraña revuelta y estéril

que viste los campos

cuando no los fecunda y riegan

sudores humanos!

No tenían trigales las lomas,

ni huertos las vegas,

ni sotillos las frescas umbrías,

ni árboles la sierra…

No tenían las rudas labores

cantores humanos,

ni el sabroso caer de las tardes

cantores alados.

No tenían ni puente el riachuelo,

ni torre la aldea,

ni alegría de vida sus grises

hórridas viviendas.

A sus puertas holgaban desnudos

niñitos hambrientos,

devorando sopores de muerte

de alma y del cuerpo.

Y unas ruines mujeres traían

de pueblos lejanos

miserables mendrugos mohosos

envueltos en trapos…

Y unos hombres huraños y entecos

la tierra arañaban

como ruines raposos sin presa

que el páramo escarban.

Y una sorda quietud imponente,

grabándolo todo,

sobre el muerto vivir descargaba

su losa de plomo…

II

Era un trozo de tierra jurdana

con una alquería:

era un trozo de mundo vibrante,

de ruidos de vida.

Era un campo de flores y frutos,

con hombres y pájaros,

con caricias de sol y aguas puras,

de limpios regatos.

Olivares azules que escalan

alegres laderas;

huertecillos con frutos de oro

que engríen las vegas.

Recortados, pequeños trigales;

minúsculos prados,

alamedas pomposas y viñas,

sotos de castaños…

Y la sierra gentil, más arriba,

perdiendo asperezas…

¡sonriendo a medida que sube

la vida por ella!

Colmenares que zumban y labran,

palomares blancos,

majadillas que alegran las cuestas,

sonoros rebaños…

Carboneras humosas que fingen

pequeños volcanes;

leñadores que cortan y cantan,

que llevan y traen…

¡La visión de los campos incultos

que ricos se tornan

si los baña del sol del trabajo

la luz creadora!

Y tenía ya puente el riachuelo,

y torre la aldea,

y alegría de vida sus blancas

y sanas viviendas.

Y del útil saber en un templo

limpio y diminuto,

y en el templo más grande y más sabio

del campo fecundo,

bando alegre de niños que un hombre

discreto guiaba,

la salud y la vida bebían

del cuerpo y del alma.

Y unas madres con leche en sus pechos,

y luz en la mente,

y en las caras morenas, dulzuras

y risas alegres,

amasaban el pan de los suyos,

rezaban, bullían,

gobernaban la casa cantando,

¡cantando la vida!

Y unos hombres briosos y cultos

labraban los campos

con la sana alegría que infunden

la paz y el trabajo.

Y flotaba en los aires el ritmo

gigante y oscuro

con que alienta la tierra fecunda

preñada de frutos.

¡Dos paisajes! El uno soñado

y el otro vivido.

Del vivir al soñar, ¿hay distancia?

¡Pues amor cegará tal abismo!

LA JURDANA

I

Era un día crudo y turbio de febrero

que las sierras azotaba

con el látigo iracundo

de los vientos y las aguas

Unos vientos que pasaban restallando

las silbantes finas alas

Unos turbios, desatados aguaceros,

cuyas gotas aceradas

descendían de los cielos como flechas

y corrían por la tierra como lágrimas.

Como bajan de las sierras tenebrosas

las famélicas hambrientas alimañas,

por la cuesta del serrucho va bajando

la paupérrima jurdana…

Lleva el frío de las fiebres en los huesos,

lleva el frío de las penas en el alma,

lleva el pecho hacia la tierra,

lleva el hijo a las espaldas

Viene sola, como flaca loba joven

por el látigo del hambre flagelada,

con la fiebre de sus hambres en los ojos,

con la angustia de sus hambres en la entraña.

Es la imagen del serrucho solitario

de misérrimos lentiscos y pizarras;

es el símbolo del barro empedernido

de los álveos de las fuentes agotadas…

Ni sus venas tienen fuego,

ni su carne tiene savia,

ni sus pechos tienen leche,

ni sus ojos tienen lágrimas

Ha dejado la morada nauseabunda

donde encueva sus tristezas y sus sarnas,

donde roe los mendrugos indigestos,

de dureza despiadada,

cuando torna de la vida vagabunda,

con el hijo y los mendrugos a la espalda,

y ahora viene, y ahora viene de sus sierras

a pedirnos a las gentes sin entrañas

el mendrugo que arrojamos a la calle

si a la puerta no lo pide la jurdana.

II

¡Pobre niño! ¡Pobre niño!

Tú no ríes, tú no juegas, tú no hablas,

porque nunca tu hociquillo codicioso

nutridora leche mama

de la teta flaca y fría,

álveo enjuto de la fuente ya agotada.

Te verías, si te vieras, el más pobre

de los seres de la tierra solitaria.

No envidiaras solamente al pajarillo

que en el nido duerme inerte con la carga

de alimentos regalados

que calientan sus entrañas,

envidiaras del famélico lobezno

los festines que la loba le depara,

si en la noche tormentosa con fortuna

da el asalto a los rediles de las cabras…

Estos días que en la sierra se embravecen,

por la sierra nadie vaga…

Toda cría se repliega en las honduras

de cubiles o cañadas,

de calientes blandos nidos

o de enjutas oquedades subterráneas.

Tú solito, que eres hijo de un humano

maridaje del instinto y la desgracia,

vas a espaldas de tu madre recibiendo

las crueles restallantes bofetadas

de las alas de los ábregos revueltos

que chorrean gotas de agua.

Tú solito vas errante

con el sello de tus hambres en la cara,

con tus fríos en los tuétanos del cuerpo,

con tus nieblas en la mente aletargada

que reposa en los abismos

de una negra noche larga,

sin anuncios de alboradas en los ojos,

orientales horizontes de las almas

III

Por la cuesta del serrucho pizarroso

va bajando la paupérrima jurdana

con miserias en el alma y en el cuerpo,

con el hijo medio imbécil a la espalda…

Yo les pido dos limosnas para ellos

a los hijos de mi patria:

¡Pan de trigo para el hambre de sus cuerpos!

¡Pan de ideas para el hambre de sus almas!

NOCTURNO MONTAÑÉS

A J. Neira Cancela

El oro del crepúsculo

se va tomando plata,

y detrás de los abismos que limita

con perfiles ondulantes la montaña,

va acostándose la tarde fatigosa

precursora de una virgen noche cálida,

una noche de opulencias enervantes

y de místicas ternuras abismáticas,

una noche de lujurias en la tierra

por alientos de los cielos depuradas,

una noche de deleites del sentido

depurado por los ósculos del alma…

A ocaso baja el día

rodando en oleadas

y los ruidos de los hombres y las aves,

a medida que el crepúsculo se apaga,

va cayendo mansamente en el abismo

del silencio que de música empapa.

Las penumbras de los valles misteriosos

van en ondas esfumando las gargantas,

van en ondas esfumando las colinas,

van en ondas escalando las montañas;

y el errático murciélago nervioso

raudo cruza, raudo sube, raudo baja,

con revuelo laberíntico rayando

las purezas del crepúsculo de plata.

Con regio andar solemne

la noche se adelanta,

y en el lienzo de los cielos infinitos,

y en las selvas de las tierras perfumadas,

van surgiendo las estrellas titilantes,

van surgiendo las luciérnagas fantásticas.

Lentamente, como alientos misteriosos,

de los senos de los bosques se levantan

brisas frescas que estremecen el paisaje

con el roce de las puntas de sus alas,

preludiando rumorosas en las frondas

las nocturnas melancólicas tonadas,

la que vibran los pinares resinosos,

la que zumban las robledas solitarias,

la que hojean los maizales susurrantes,

la que arrullan las olientes pomaradas…

y aquella más poética

que suena en las entrañas,

la que viene sin saber de donde viene,

la que suena sin sonoras asonancias,

¡la que arranca la divina poesía

de las fibras más vibrantes de las almas!

De los coros rumorosos de la noche,

de los senos de las flores fecundadas,

al sentido vienen músicas que engríen,

al sentido vienen poemas que embriagan…

es la hora de los grandes embelesos,

es la hora de las dulces remembranzas,

es la hora de los éxtasis sabrosos

que aproximan la visión paradisíaca,

es la hora de los cálidos amores

de los hijos, de la esposa y de la Patria…

¡El momento más fecundo de la carne

y el momento más fecundo de las almas!

Tendido en lecho húmedo

de hierbas aromáticas,

he bebido la ambrosía de la noche

sobre el lomo de la céltica montaña.

Más arriba, los luceros de diamantes;

más arriba, las estrellas plateadas;

más arriba, las inmensas nebulosas

infinitas, melancólicas, arcanas…;

más arriba, Dios y el éter…; más arriba,

Dios a solas en la gloria con las almas…

¡con las almas de los buenos que la tierra

fecundaron con regueros de sus lágrimas!

Más abajo, las robledas sonorosas;

más abajo las luciérnagas fantásticas;

más abajo, los dormidos caseríos;

más abajo, las riberas arrulladas

por el coro de bichuelos estivales,

por el himno ronco y fresco de las aguas,

por el sordo rebullir de los silencios

que parece el alentar de las montañas…

Los hombres todos duermen,

las horas solas pasan,

y ahora, salen mis secretos sentimientos

del encierro perennal de mis entrañas,

y ahora salen mis recónditas ideas

a esparcirse en las regiones dilatadas

donde el choque con los hombres no las hiere,

donde el roce con los fangos no las mancha,

donde juegan, donde ríen, donde lloran,

donde sienten, donde estudian, donde aman…

Ellas pueblan los abismos de los cielos

y en efluvios sutilísimos se bañan,

ellas oyen el silencio de los mundos,

ellas miden sus grandezas soberanas,

ellas suben y temblando se aproximan

a las puertas diamantinas de un alcázar,

y algo entienden de una música distante

que estremece, que embelesa, que embriaga,

y algo sienten de una atmósfera sin peso

que parece delicioso lecho de almas…

¡Oh nostalgias del espíritu que ha visto

los linderos aún sellados de su patria!

¡Oh grandezas de las noches religiosas

que aproximan las divinas lontananzas!

Se asoma blanca y tímida

la dulce madrugada;

palidecen las estrellas del Oriente

y se enfrían los alientos de las auras,

se recogen los misterios de la noche,

las luciérnagas suavísimas se apagan

y los libres sueños amplios de mi mente

se repliegan en la cárcel de mi alma…

Y honda y queda en sus arrullos iniciales,

y habladora cuando el mundo se levanta,

y opulenta en las severas plenitudes

de su música de oro y rica casta,

se derrama por los campos

la canción de la mañana.

SORTILEGIO

Una noche de sibilas y de brujos

y de gnomos y de trasgos y de magas;

una noche de sortílegas diabólicas;

una noche de perversas quirománticas,

y de todos los espasmos,

y de todas las eclampsias

y de horribles hechiceras epilépticas,

y de infames agoreras enigmáticas;

una noche de macabros aquelarres,

y de horrendas infernales algaradas

y de pactos, y de ritos, y de oráculos

y de todas las diabólicas vesanias,

por horrendos peñascales que blanquean,

a los rayos de una enferma luna pálida,

con la fiebre de la hembra, la celosa,

va delante de la vieja nigromántica.

Como sombras del abismo se detienen

a la orilla de rugiente catarata.

Es la hora de los ritos,

es la hora de las cábalas,

es la hora del horrible sortilegio,

es la hora del conjuro de las aguas.

La sortílega se inclina sobre ellas;

la celosa la contempla muda y pálida.

¡No está Dios en la celosa,

no está Dios en la sortílega satánica!

Sobre el lecho de las aguas espumantes

la agorera traza el signo de la cábala

murmurando la diabólica salmodia

con horrendas, con sacrílegas palabras:

¡Aah!… en las nieblas… ¡Aah!… en la espuma

¡Aah!… en los aires… ¡Aah!… en las aguas…

¡Aah!… en las brumas… ¡Aah!… en el tiempo.

¡Surge pronto!… ¡Surge y habla!

La agorera se detuvo contemplando

la corriente de la linfa como extática.

—¿No veis nada? —murmuraba la celosa.

—¡No veo nada!… ¡No veo nada!…

¡Aah!… en las nieblas… ¡Aah!… en la espuma

¡Aah!… en los aires… ¡Aah!… en las aguas…

Y quedóse de repente muda y quieta

la espantosa nigromántica,

—¿No veis nada? —murmuraba la celosa

con la fiebre de la hembra en la mirada—.

¿No veis nada? —repetía.

—Sí…, ya veo…, Espera…, calla…

Una joven en un lecho suspirando

por el hombre a quien espera enamorada.

¡Oh, qué hermosa!… Tiene el seno descubierto.

—¿Y sabéis cómo se llama?

—Pues se llama…

¡Aah!… en las nieblas… ¡Aah!… en la espuma.

¡Aah!… su nombre… ¡Mariana!

La celosa dio un gemido horripilante.

—Sigue viendo…, sigue viendo… murmuraba.

Ahora un hombre enamorado

se le acerca… Ella lo llama…

—¿Con qué nombre?

—No lo entiendo.

—¿Con qué nombre?

—Espera y calla.

¡Aah!… en las nieblas… ¡Aah!… en la espuma.

¡Aah!… en los aires… ¡Aah!… en las aguas…

Con el nombre de Fernando lo ha llamado,

y él la dice que la ama…

—¡Que la ama!…

La celosa llenó el aire con los timbres

de una horrenda desgarrante carcajada

y acercándose a los bordes del abismo

se arrojó tras el infierno de las aguas.

Que las brujas la llevaron una noche

las comadres de la aldea murmuraban,

y era cierto… y era cierto

¡Que lo dijo la perversa nigromántica!

LAS CANCIONES DE LA NOCHE

I

Una noche rumorosa y palpitante

de húmedas aromáticas cargada;

una noche más hermosa que aquel día

que nació con un crepúsculo de nácar,

y medió con un incendio del espacio

y expiró con un ocaso de oro y grana…

Una tibia clara noche melodiosa,

impregnada de dulzuras elegíacas

que caían mansamente de los cielos

en los rayos de la dulce luna blanca,

por el seno de los montes

triste y solo yo vagaba

con el alma más vacía

que el abismo de la nada.

Y los coros rumorosos de la noche

con su música de oro me cantaban

la canción de la tristeza

de la almas solitarias.

Yo era un hongo de los valles de la vida,

yo el cadáver de mi raza

yo una sombra que pasaba por el mundo

sin dejarle ni la huella de mis plantas,

ni los trozos de mi carne redivivos,

ni la imagen de mi alma en otras almas,

ni los nidos de mis goces,

ni los charcos de mis lágrimas…

Yo era sombra, yo era muerte,

yo era estéril movimiento sin sustancia…

y por eso los rumores musicales

de la noche misteriosa me cantaban

la canción de la tristeza,

ruin idioma de las almas solitarias.

II

Otra noche, tan hermosa como aquella,

de armonía y de aromas empapada;

otra pura, casta noche, rutilante,

presidida por solemne luna diáfana

que inundaba los espacios infinitos

con el polvo de su mansa luz fantástica,

triste y solo, como siempre,

por el seno de los montes yo vagaba,

y la puerta de la choza de un cabrero

se empaparon mis pupilas fatigadas

en la mística visión de un niño hermoso

que dormido y solo estaba

sobre una cama de hierbas

que tiñó agosto de plata.

¡Oh, qué hermoso, qué sereno, qué divino!

Era el ángel, era el alma

de la choza miserable

de la choza solitaria.

¡No era mío, no era mío!,

era el beso de las almas que se enlazan.

¡Era el premio merecido

por los seres que se aman!

¡Cuánto diera por tocarle aquella frente

y besarle la carita sonrosada!

¡Qué tranquilo! Los rumores de los montes

con magnífica armonía le arrullaban,

y las brisas de la noche misteriosa

le tocaban con la punta de las alas,

y los rayos amorosos de la luna

le caían como besos en la cara.

Yo me puse de rodillas

ante el ángel de la choza solitaria

cual sediento caminante

que se inclina sobre el agua,

y al amado, como hambriento ladronzuelo

que a unos pobres la limosna les robara,

puse el beso más sublime de mi vida

sobre aquella frente blanca.

¡No era mío, no era mío!,

pero el beso me quemaba en las entrañas,

y la noche se me puso más hermosa,

con el ritmo de la vida

la canción de la esperanza.

¡Yo sentía, yo vivía,

yo quería, yo esperaba!

Si tuviera el cuerpo herido,

si tuviera muerta el alma,

no sintiera ni los besos de la vida

ni el placer de derramarla…

¡Dios que creas! ¡Dame dichas como aquellas

de la choza solitaria!

Y los coros musicales de la noche

no callaban, no callaban, no callaban…

III

Y otra noche, de seguro tan hermosa

como aquellas ideales noches blancas,

arrulladas por el ritmo de los mundos

y pobladas de los sueños de las almas,

a la puerta de la choza miserable

del cabrero cuya dicha yo envidiaba,

se quedaron medio ciegas

mis pupilas espantadas;

muerto estaba el pobre ángel

de la choza solitaria,

y su madre estaba loca,

y su padre mudo estaba,

y los rayos elegíacos de la luna

le caían amorosos en la cara,

su carita transparente,

que era blanca, que era blanca

como el ala de los cisnes del estanque

como el campo de la nieve inmaculada,

como el seno de las vírgenes,

como el mármol de las tumbas y las aras.

Yo me puse de rodillas ante al ángel,

e inclinando la cabeza atormentada,

como víctima medrosa y dolorida

que presenta el cuello al hacha,

puse el beso más amargo de mi boca

sobre aquella frente blanca

dura y fría como el mármol

de las rígidas estatuas funerarias.

Yo sentí de repente

se me helaron las entrañas.

Era el frío del terror a lo futuro

quien me dio la puñalada;

era el miedo a los dolores infinitos

que los padres de aquel ángel destrozaban…

Y gemí como un cobarde,

y gocé como un perverso sin entrañas

con la muerte repentina

de mi última esperanza,

que dejaba conjurados los peligros

que mi instinto de cobarde presagiaba.

¡Fuga estéril! ¡Tú iniciaste

el principio del reguero de mis lágrimas!

Todo el pecho de aquel ancho cielo plúmbeo

gravitó sobre mi alma,

y dejómela el delito como antes,

más vacía que el abismo de la nada.

Y le dije a la armonía de la noche:

“No me cantes la canción de la esperanza:

canta el himno del dolor inapelable,

que es la carga ineludible de mi alma”.

EN LA MAJADA[8]
(CORO DE VAQUEROS)

VAQUEROS

La alborada,

la alborada, la alborada va a venir.

No se puede con el frío de la helada

dormir.

¡No se puede dormir!

Se mete hasta los tuétanos

el húmedo relente

y el filo del carámbano

parece que se siente

por la carne dolorida penetrar.

Se hielan en los párpados

las gotas de rocío,

las mantas empandéranse

y no quitan el frío;

este frío que nos hace tiritar.

MAYORAL

¡Arriba, muchachos!

¡Que va a amanecer

y al chozo hoy los amos

nos vienen a ver!

VAQUEROS

La alborada,

la alborada por allí despuntará.

Ya la luna, melancólica, borrada,

se va;

¡Ya la luna se va!

Pusiéronse ya pálidos

el carro y las cabrillas;

ya cantan en los árboles

las tontas abubillas

la temprana monorrítmica canción.

Calláronse los cárabos,

y braman los becerros;

las vacas, levantándose,

sacuden los cencerros,

que resuenan como notas de un bordón.

¡Dolón! ¡Dolón!

¡Dolón! ¡Dolón!

MAYORAL

¡Aprisa, muchachos,

que va a clarear,

y ya están las vacas

queriendo marchar!

VAQUEROS

La alborada,

la alborada por allí ya despuntó.

Su venida la alegría en la majada

vertió.

¡La alegría vertió!

Las vacas, relamiéndolos,

sus chotos amamantan;

allá en las vegas húmedas,

las nieblas se levantan

y transponen de las cúspides a ras;

la escarcha de los árboles

el sol va derritiendo,

y al suelo en puras lágrimas,

deshechas van cayendo

con monótono dulcísimo compás.

¡Tas! ¡Tas!

¡Tas! ¡Tas!

Y a la vaca más lechera,

que llamándonos espera,

desde que al choto se acercó

asaltamos de costado,

el becerro por un lado,

por el otro lado, yo.

Y espumosa,

mantecosa,

bienoliente,

sabrosa,

bullente,

jugosa,

caliente,

cual finísimo riel

de la ubre va fluyendo

y en la cuerna va cayendo

espumando,

chispeando,

humeando,

leche dulce como miel…

LA PRESEA

I

Al señor de Salvatierra,

don Diego Alvar de León,

mancebo en la paz prudente

como en guerra lidiador,

requiere con estas letras,

que honor de sangre dictó,

la que es hija bien nacid

del señor de Monleón:

“De aquella ciudad de Baza

que el moro ha tiempo ocup

asaz tristes nuevas vienen

para el castellano honor,

que así puro siempre ha sido

como la llama del sol.

Cabe aquellos fuertes muros

que en vano abatir trató

la nuestra aguerrida hueste

con asaltos de león,

defiéndese la morisca

tal como tigre feroz

que entre las garras oprime

la corza que aprisionó.

El nuestro rey Don Fernando,

el grande, el conquistador,

el que la cruz lleva enhiesta

sobre el morado pendón,

desde Medina del Campo

para Jaén se partió

con la nuestra amada reina,

la de noble corazón;

y haciendo alarde de gente

que el llamamiento acudió,

allega al cerco de Baza,

gente de cuenta y valor

que no es bien que aquella joya

desde solar español

cautiva en manos de infieles

Castilla la pierda y Dios.

Yo vos requiero por ésta,

don Diego Alvar de León,

porque siendo vos tan caro

como decís el mi amor,

a los sus requerimientos

esquivo no seréis vos.

Y ya que al mi amor queréis

que le ponga precio yo,

decirvos he, buen mancebo,

que vale más su valor

que la vuestra Salvatierra

y el mi fuerte Monleón;

que vale un joyel que quiero

en mis bodas lucir yo,

hecho de piedras preciosas

que arranque vuestro valor

del puño del rico alfanje

de algún árabe feroz

de aquellos que en Baza fincan

con mengua del nuestro honor.

Esto tan solo vos digo,

don Diego Alvar de León:

En Baza está la presea,

y en el mi castillo, yo”.

Así doña Luz, la hija

del señor de Monleón,

escribe y manda sus letras

con un jinete veloz

al señor de Salvatierra,

que arde por ella en amor.

II

Por los campos castellanos,

cargada de majestad,

pasando va dulcemente

la tarde primaveral;

una tarde tibia y pura

que infunde al ánimo paz

con los amables silencios

de su dulce resbalar,

con las tristezas que embeben

y las tristezas que dan

los montes rubios teñidos

en oro crepuscular.

Allá por aquel camino

que viene del Endrinal

y va a las fuertes murallas

de Monleón a rasar,

cabalgan a media rienda

con apostura marcial

hasta cuarenta lanceros

formando apretado haz,

cuyo avanzar vigoroso

la tierra hace trepidar.

Al frente del haz guerrero

cabalga firme y audaz

el señor de Salvatierra

sobre alterado alazán

de rica sangre española

tan fiera como leal,

negras pupilas de toro,

que radian ferocidad,

eréctil musculatura

que treme al manotear,

relincho de agudo timbre,

clarín de guerra en la paz,

crines blondas que lo ciegan,

curvas que gracia le dan,

casco duro, piel nerviosa

y amplia traza escultural;

con un alentar de fuego

como hálito de volcán,

con un marchar armonioso

que encanto a los ojos da,

con un galopar hermano

del más veloz huracán.

Cabe los muros se paran

de la mansión señorial,

dorada con oro viejo

del cielo crepuscular.

Alza don Diego los ojos,

que avaros de luz están,

y déjalos casi ciegos

la luz de aquella beldad.

Tal como imagen hermosa

compuesta en dorado altar,

en un ajimez dorado

la hermosa doncella está.

—¡En Baza está la presea!

—gritó la dama al galán—.

Y así contestó el mancebo:

—¡Y en Baza mi honor está!

Y saludando rendido,

con apostura marcial,

al frente de sus lanceros,

partió el gentil capitán.

Cerró el ajimez la dama

y el sol ocultó su faz…

y como todo oscurece

cuando los soles se van,

sobre el alma del guerrero

cayó una noche ideal,

y sobre el campo tranquilo

cayó una noche de paz…

¡Plegue a Dios que dos auroras

las tomen pronto a ahuyentar!

III

Es sangrienta la defensa,

sangriento el asalto es,

que están adentro los tigres

de ágil cuerpo y alma infiel,

y afuera están los leones

que asaltan con altivez;

y adentro batirse saben,

y afuera saben vencer;

y a aquellos la rabia enciende,

y a apuestos la intrepidez…

¡Hermosa ciudad de Baza:

caro tu rescate es!

Acosados una tarde

por nuestro ejército fiel,

salieron los defensores

a sucumbir o a vencer,

ardiendo en rabia de locos,

ardiendo en sangrienta sed.

Ante los mismos reales

se traba el combate aquel

en que el oído ensordece,

los turbios ojos no ven,

y la cólera es demencia,

y es el ardor embriaguez,

y es la sangre lava roja

que quema hasta enloquecer,

y es un rayo cada ataque,

y un bloque cada hombre es,

y el herir es siempre hondo

y es mortal siempre el caer…

Espanto pone a los ojos

y el alma pena cruel

ver tantos mozos gentiles

en tierra muertos yacer;

tantos nobles caballeros,

dechados de intrepidez,

luchando tan mal heridos

que pronto habrán de caer,

cristianos, por Dios muriendo;

y españoles, por el rey;

caballeros, por su dama;

guerreros, por honra y prez.

¡Morir de muerte gloriosa

nacer en la Historia es!

En lo recio de la lucha

combate un moro cruel,

que por sus ricos arreos

y su bravura también,

capitán el más famoso

de los de Baza ha de ser.

Al punto viole don Diego,

y así se dirige a él,

como león que de pronto

la presa buscando ve.

Correr el moro lo ha visto

y entre su gente romper,

así como si rompiera

por bosques de frágil mies.

Tal como los bravos toros

que antes del duelo cruel

de hito en hito se contemplan

con ojos que apenas ven,

y como nubes preñadas,

de rayos chocan después,

así los dos capitanes

viniéronse a acometer,

astillas hechas dejando

las lanzas bajo sus pies

y mal por don Diego herido

del brazo moro el corcel.

Alfanje y espada vibran

sobre crujidos de arnés,

truenos estos de la nube

y aquellos rayo cruel,

combate don Diego herido

y herido el moro también,

y éste no quiere rendirse,

y aquél no sabe ceder,

y muertos ya los caballos,

prosigue la lucha a pie.

De pronto el bravo don Diego,

cual si en su mente al caer

alguna amante memoria

doblara su intrepidez,

así como un torbellino

de incontrastable poder

cayó sobre el bravo moro,

que herido rodó a sus pies

gimiendo: “¡Noble cristiano!

¡Solo es vencer tu vencer!

¡Toma el alfanje de un hombre

vencido sólo una vez!”

IV

Sobre las torres de Baza

que alumbra radiante el sol,

tremola al beso del viento

nuestro morado pendón.

En un salón del castillo

donde el rey lo aposentó,

cabe el rey está expirando

don Diego Alvar de León

de las sangrientas heridas

que en el combate ganó.

El rey ha escrito una carta

que don Diego le dictó,

y con estas sus palabras

entrégala a un servidor:

“A los lanceros que trajo

don Diego Alvar de León

dais este alfanje, que todos

custodiarán con amor,

y estas letras, y que cumplan

lo que en ellas se ordenó”.

Y una tarde, una doliente

tarde de invierno, sin sol,

oscura como el que llevan

de luto enhiesto pendón,

aquellos veinte lanceros

que de Baza el rey mandó

llegando van al famoso

castillo de Monleón.

Desde un ajimez, al verlos

la dama que le cerró

la tarde aquella de mayo

que tuvo radiante sol,

al interior del castillo

llorando se retiró,

y al poco rato, enlutada,

del castillo en un salón,

una joya y estas letras

de sus manos recogió:

“A doña Luz de Mendoza,

el mi más amable amor,

desde el castillo de Baza,

que ya la Cruz coronó,

por la misma mano escrita

de nuestro rey y señor

esta carta vos envía

don Diego Alvar de León,

que en duro trance de muerte

decirvos pretende adiós.

“Con estas letras, señora,

lleva un leal servidor

la venturosa presea

que hubiese prendido yo

sobre el vuestro noble pecho

del lado del corazón,

para que vieran mis ojos

sobre tal cielo tal sol.

Dios y el vuestro amor, señora

hanme dado grande honor

de que mi vida al tablero

por Él pusiera y por vos;

y fuera yo mal nacido

y mal caballero yo

si desta merced no fuese

rendido conocedor.

“Mi feudo de Salvatierra

queda, doña Luz, por vos,

que así a nuestro rey placióle

cuando dispúselo yo;

y ya que a Dios no pluguiera

la nuestra feliz unión

luzcan en la misma piedra

por siempre juntos los dos,

el vuestro blasón honrado

y el mi preciado blasón.

“No derraméis de los ojos

llanto que no empuje amor,

porque si solo lo empuja

tristeza del corazón

que en el honor no repara

del que por éste finó,

fuera un llorar muy menguado

que lastimase el honor.

“Maguer la memoria mía

rompa el vuestro corazón,

así verteréis el llanto

que vos arranque el dolor

como yo vierto mi sangre,

sin plañir lamentación,

porque firmeza y no cuitas

nos piden Dios y el amor.

¡Adiós, y guardad el mío

donde el vuestro llevo yo,

que así os lo pide expirando

don Diego Alvar de León!”

De esta manera muy triste

la hermosa dama leyó

ante los veinte lanceros,

ante su padre y señor.

Prendióse el joyel precioso

del lado del corazón,

guardó en el seno la carta

y así diciendo acabó:

“¡Lanceros de Salvatierra!

Esta noche en Monleón,

y a Salvatierra conmigo

mañana, al salir el sol.

Al salir el sol mañana

vos dejo, buen padre, a vos.

Labrad pronto cabe el nuestro

de Salvatierra el blasón.

Eso vos manda, leales,

y esto vos ruega, señor,

la viuda del valiente

don Diego Alvar de León”.

LA CANCIÓN DEL TERRUÑO

De los cuerpos y las almas de mis hijos

yo soy cuna, yo soy tumba, yo soy patria;

yo soy tierra donde afincan sus amores,

yo soy tierra donde afincan sus nostalgias,

yo soy álveo que recoge los regueros

de sudores que fecundan mis entrañas,

yo soy fuente de sus gozos

yo soy vaso de sus lágrimas…

Yo el calvario de sus bárbaras caídas,

yo el oriente de sus tenues esperanzas,

yo la carga de sus días mal vividos

y el insomnio de sus noches abreviadas,

yo el tesoro de sabroso pan moreno

que las manos honradísimas amasan

de los hijos bien nacidos

y la esposa bien amada.

Yo quisiera que los gérmenes fecundos

que sotierran en mis áridas entrañas,

vigorosos y prolíferos se hinchasen,

y pletóricos de vida reventaran,

y paridos de mis senos a la vida,

por mi haz se derramasen en cascadas

que espumaran en agosto

oro rubio sobre plata…

Pero yo soy un decrépito ya estéril,

sin las vírgenes frescuras de las savias,

que mis bellas primaveras de otros días

encendieron y cuajaron en sustancias,

¡en sustancias de la vida que rebosan

porque hierven, porque sobran, porque matan

si cuajando en otras vidas

sus esencias no derraman!

De la vida que me dio Naturaleza

me sorbieron esas vírgenes sustancias,

que en la mano pedigüeña de mis hijos

yo vertía en creaciones espontáneas.

El tesoro de mis senos ya está pobre,

seco el álveo que la linfa refrescaba…

¡No pidáis pan al hambriento

ni al sediento pidáis agua!

Ya están hondos, ya están hondos los filones

del tesoro que mi seno os regalaba;

con la punta de esas rejas no se topan,

con gemidos y sudores no se ablandan…

Ya mis senos no son cuna de semillas

que en fecundo limo virgen germinaran:

¡Son sepulcros de simientes

en el polvo sepultadas!

Y es preciso que renazcan, que rebullan,

que revivan en mi hondura nuevas savias,

que me enciendan fructuosas concepciones,

que me alegren florescencias soberanas,

que me engrían madureces olorosas

de cosechas opulentas bien gozadas…

¡Hizo Dios así a Natura:

grande y fértil, bella y sana!

Pero quiero que los hijos del trabajo

no derritan de su carne las sustancias

en la vieja brega estéril que me oprime,

en la ruda brega torpe que los mata…

No con riegos de sudores solamente

se conquistan y enriquecen mis entrañas.

¡Hace falta luz fecunda!

¡Sol de ideas hace falta!

CONFIDENCIAS

Un secreto vida mía;

pero quiero que no llores

si te digo que la adoro con el alma,

si te digo que del todo no soy tuyo,

si te digo que me ama

una sombra peregrina de mujer irrealizable

que mi espíritu ha creado porque nunca pudo hallarla

en la vasta muchedumbre de adorables criaturas

por los ámbitos del mundo derramadas.

Tú no sabes

que en mis días de mortales desalientos pavorosos

y en las horas tan vacías de mis noches solitarias,

cuando el mundo me abandona,

cuando duermen los que aman,

cuando sólo tengo enfrente los asaltos del hastío,

cuando el alma,

cuando el alma combate afligida

con el ansia de todas las ansias,

con el peso de todas las dudas,

con las sales de todas las lágrimas,

con el fuego de todas las fiebres,

con el hipo de todas las náuseas,

la impalpable vaga sombra femenina misteriosa

como nuncio de consuelos que los cielos me enviaran,

viene a verme con las alas extendidas,

viene a verme cual paloma enamorada,

y disipa en mi cerebro la pesada calentura

con el roce de las puntas de sus alas…,

¡con el roce de las puntas

de sus alas nacaradas!

* * *

¡Oh qué sueños!

Yo soñaba

que esa sombra nebulosa de mujer irrealizable

que mi espíritu refresca con el toque de sus alas;

¡de unas alas como aquellas que perdimos

las criaturas humanas!,

en un cuerpo como el tuyo, con hechuras milagrosas

encarnara.

¡Sueños locos!

Dios no quiere que en la vida cristalicen

esas sombras de los mundos de la nada:

Dios no quiere que la aroma de la idea,

condensada por anhelos de quien ama,

caiga dentro de ese vaso peregrino

de viviente forma humana.

Dios no quiere,

Dios no quiere que yo sea todo tuyo,

porque quiso que te viera y que te amara,

y no quiso darte algo

que necesita mi alma

para que entera en la tuya

pudiera yo derramarla

* * *

Pero yo te quiero mucho,

de otro modo que a esa aérea femenina sombra vaga

que disipa en mi cerebro las ardientes calenturas

con el toque misterioso de sus alas.

Para ti son los impulsos

más robustos de mi cuerpo y de mi alma,

las miradas de mis ojos,

que en los tuyos derretidas se derraman,

las caricias de mis manos que te buscan

y el aliento de mi boca que te abrasa,

y en los besos de mis labios,

y el ardiente palpitar de mis entrañas.

Para ti mi compañía

por la senda de la vida solitaria,

el apoyo y la defensa de mi brazo vigoroso,

los alientos de mi pecho, recipiente de tus lágrimas,

y el cariño serio y hondo del esposo enamorado

que en sus hijos te idolatra…,

¡en sus hijos cuyas vidas son estrofas del poema

que el esposo enamorado, rendidísimo, te canta!

Para ella…

los delirios de la mente soñadora,

los sentires melancólicos del alma,

los pensares exquisitos y sutiles,

las poéticas nostalgias…,

los estériles poemas de la lira,

¡de la pobre lira bárbara!,

los hastíos taciturnos

y las hambres de ideales que me arañan

¡unas hambres de ideales

que me arañan en el alma!

Sí; las flores y los frutos y las savias de mi vida

para ti, que eres humana:

los aromas, para ella,

que es fantástica figura de los mundos de la nada.

¡Oh mujer, el Hombre es tuyo!

¡Tuyo el Poeta, oh fantasma!

ACUÉRDATE DE MÍ

Cuando tiendas tu vista por las cumbres

de esas sombrías y gigantescas sierras

que estas tierras separan de esas tierras,

acuérdate de mí;

que yo también, cuando los ojos fijo

en esas altas moles silenciosas,

me paro a meditar en muchas cosas…

¡y a recordarte a ti!

Cuando hondas ansias de llorar te ahoguen

cuando la pena acobardarte quiera,

resígnate al dolor con alma entera

¡y acuérdate de mí!,

que yo también cuando en el alma siento

algo que se me sube a la garganta,

¡sé resignarme con paciencia tanta,

que te admirara a ti!

Cuando te creas en el mundo solo

y juzgues cada ser un enemigo,

¡acuerdáte de Dios y de este amigo

que te recuerda a ti!

Y esa doliente soledad sombría

poblárase de amor en un instante

si en Dios llegas a ver un Padre amante,

¡y un buen hermano en mí!

Si del trabajo la pesada carga

y lo áspero y lo largo del camino

te hicieran renegar de tu destino.

¡acuérdate de mí!

Porque soy otro hijo del trabajo

que, sin temor a que la senda es larga,

llevando al hombro, como tú, mi carga,

¡voy delante de ti!

Si del demonio tentación maldita

o el mal consejo del amigo insano

te pusieran al borde del pantano,

¡acuérdate de mí!

Y piensa un poco lo que tú perdías

y piensa un poco lo que yo sufriera

si donde otros se hundieron, yo te viera

¡también hundirte a ti!

Y si te cierra la desgracia el paso

sin llegar a la hermosa lontananza

donde tú tienes puesta la esperanza,

¡acuérdate de mí!

¡Acaso yo tampoco haya llegado

donde me dijo el corazón que iría!

¡Y esta resignación del alma mía

te da un ejemplo a ti!

Si vacila tu fe (Dios no lo quiera)

y vacila por débil o por poca,

pídele a Dios que te la dé de roca,

¡y acuérdate de mí!;

que yo soy pecador porque soy débil,

pero hizo Dios tan grande la fe mía,

que, si a ti te faltara, yo podría

¡darte mucha fe a ti!